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La columna se pone en marcha al día siguiente apretando el paso para ganar las Barbas Negras. Filipo cabalga al frente, con los Escudos Plateados.

Permitid que haga un inciso para referirme al estado de ánimo del ejército en cuanto a las repercusiones de la debacle de Clito y dejar muy claro, si puedo, mediante el siguiente incidente —de escasa importancia pero extremadamente significativo—, que el amor de las unidades por su rey no ha menguado un ápice.

Encabezando las brigadas de Tolomeo y Poliperconte alrededor de la ensillada occidental de la cordillera escita, Alejandro se topó con sus propias divisiones —comandadas por Ceno— y la parte del tren de asedio procedentes de Maracanda. La columna había viajado a buen ritmo durante dos días, pero cuando remontaba un paso llamado An Ghojar —«el Barbero»— el tercer día por la mañana, tuvo que detenerse. Un torrente desbordado con el deshielo de finales de verano había inundado la mitad del valle. Dio la casualidad de que llegué a caballo para entregar unos despachos justo cuando la columna se paraba poco a poco.

La torrentera por la que caía en cascada la estruendosa avenida de agua era más ancha de orilla a orilla que el alcance del disparo de una flecha. Allí donde el salto de agua se precipitaba contra las piedras que había en el centro del cauce, cada una de ellas tan grande como una casa de dos pisos, el impacto arrojaba al aire surtidores de espuma embarrada a cincuenta pies de altura. El fragor era tan ensordecedor que los soldados, aun encontrándose en la ladera centenares de pies más arriba, sólo conseguían hacerse oír si gritaban al oído a su compañero. ¿Cómo cruzar? La alternativa —volver por donde habíamos llegado— nos retrasaría días y perderíamos todas las ventajas que nos daba el avance rápido y por sorpresa en el que Alejandro había puesto tanto empeño. Cualquier otro comandante sin la grandeza de nuestro rey habría optado por esta opción. E incluso Alejandro, parado ante el torrente, pareció planteárselo. Sin embargo, su mera presencia puso en movimiento a las divisiones.

Sin esperar órdenes, los ingenieros de combate empezaron el reconocimiento del terreno vertiente arriba en busca de lugares donde podría iniciarse un derrumbe de rocas. Aparejando tiros de mulas y usando grandes maderos como palancas, los zapadores y los topos consiguieron desencajar varias rocas de gran tamaño que aguantaban en un precario equilibrio. La mitad de la ladera se desplomó, justo en el río. La avalancha no detuvo la corriente, pero al menos aproximó las orillas. Desde lo alto de un promontorio recién formado, los arqueros dispararon montones de cuerdas finas por encima del agua de las que por fin, tras muchos esfuerzos, dos de las gazas de las puntas se engancharon y ciñeron firmemente alrededor de afloramientos rocosos en la orilla opuesta. Dos jóvenes y atléticos voluntarios se desnudaron para pesar lo menos posible y empezaron a cruzar la corriente a pulso por esos filamentos, que vistos a la escala de la escena parecían finos como hilos. Para entonces los soldados se apiñaban como espectadores en los juegos de Olimpia. Los jóvenes se mecían peligrosamente por encima del torrente (incluso resbalaron en un par de ocasiones) mientras las emociones de sus compatriotas se alternaban entre el elogio eufórico y la incertidumbre insoportable. Alejandro había prometido un talento de oro al hombre que pisara primero la otra orilla y un talento de plata al segundo. Cuando el ganador hizo pie por fin y se volvió al tiempo que alzaba los brazos en un gesto de triunfo, el clamor se oyó incluso sobre el ruido de la catarata. Se pasaron al otro lado sogas más fuertes. A media tarde se había construido un puente de cuerdas y al amanecer del día siguiente lo sustituía otro de madera lo bastante resistente para que las mulas de carga cruzaran engatusándolas con artimañas y mamparas laterales que impedían ver el vacío que había debajo.

Eso era lo que la mera presencia de Alejandro conseguía.

El resultado fue que dos de nuestras cuatro columnas aparecieron en la retaguardia del enemigo antes incluso de lo que el Lobo había previsto. La división de Ceno atacó la peor defendida de las Barbas Negras y empujó a sus ocupantes a buscar refugio en las otras dos. La Barba número dos estaba separada por una profunda falla del único punto en el que se podían instalar suficientes elementos de asedio. Sin embargo, bajo la dirección de Alejandro, soldados trabajando en turnos consiguieron arrojar a la sima tal tonelaje de piedras y carretadas de tierra y arbustos que al amanecer del cuarto día se había rellenado el espacio intermedio lo suficiente para tender una tosca pasarela por encima de su espinazo. Para entonces, los ingenieros, ayudados por cientos de carpinteros y mecánicos sacados de las tropas para realizar esta labor, habían ensamblado una torre de asedio rodante de setenta pies de altura, protegida por manteletes reforzados con cuero, y montado un sistema de trocla y cables con el que se la podría remolcar a través del hueco y empujarla contra la cara del risco.

Que el Lobo consiguiera poner a salvo a sus fuerzas, incluso a las mujeres y las carretas, debe considerarse una hazaña de brillantez táctica que iguala a cualquier otra realizada en esta campaña. Aprovechando la oscuridad para ocultar su retirada, así como las lumbres de guardia que chiquillos y jóvenes mantuvieron encendidas durante toda la noche con el propósito de ofrecer la apariencia rutinaria de un campamento en alerta, la huida se llevó a cabo por senderos secundarios desconocidos a los sitiadores.

Aun así, el enemigo ha recibido una tremenda derrota moral. Nuestro amigo cronista, Costas, lo evaluó en este informe que, según me contaron, tardó menos de tres meses en llegar a Atenas por Sidón y Damasco:

Las tropas tribales del enemigo no pueden comprender la conveniencia de la retirada táctica fraguada aquí por su comandante Espitámenes de manera tan brillante. Para ellos es un ashan, o «fugitivo», un término deshonroso. ¿Quién es el enemigo? Lo hay de centenares de tipos distintos. Un soldado sogdiano, un pastor, un salvaje, un tendero. Ha luchado a las órdenes de Darío, instruido por oficiales persas; es un chiquillo armado con una honda y una piedra. En la lista de reclutamiento del Lobo hay matones y bandidos, patriotas que luchan por la gloria y oportunistas que lo hacen sólo por el oro. El enemigo es alguien a cuyo hijo han matado; cuyo pueblo han incendiado; a cuya hermana han violado. Se alista al llegar la primavera y desaparece en el otoño. A veces hay hermanos que sirven en relevos y emplean el poni y las armas que posee la familia por turnos. ¿Es esto una debilidad en un ejército? No del modo en que lo maneja Espitámenes. Porque lo que todos tienen en común es el odio por el invasor. El nativo no va a ir a ninguna parte, pero nosotros sí, y lo sabe. El afgano no lucha como nosotros ni por lo mismo que nosotros. Vive para distinguirse como campeón individual. Por naturaleza es asaltante, inquieto, ambicioso, constantemente deseoso de emociones y de la oportunidad de saquear los bactrianos y los sogdianos, y sobre todo sus aliados, los salvajes daas, sacas y masagetas, no son soldados como lo entienden griegos y macedonios, es decir, hombres disciplinados y dotados de paciencia, orden y cohesión. Son más como niños: impacientes, apasionados, rápidos en aburrirse. Espitámenes, que los conoce mejor que ellos mismos, sabe que debe poner en marcha enseguida un ataque contra su némesis —Alejandro— que lo redima o de lo contrario perderá parte de la fe que sus impetuosos y saqueadores partidarios han puesto en él.

El verano acaba con más victorias maces, nada decisivo pero que en conjunto reducen la libertad de maniobra del Lobo. La división de Hefestión ha construido y guarnecido, como poco, cuarenta y siete fuertes y reductos que forman una cadena al sur del Jaxartes. Muchos de ellos son poco más que una docena de merces encaramados en lo alto de unas rocas, pero todos están comunicados por mensajeros, con almenaras y con señales de humo. Dondequiera que Espitámenes asome la cabeza, uno de esos puestos avanzados dará la alarma.

Entretanto, casi se ha terminado una nueva ciudad fortificada: el bastión de Alejandría del Jaxartes. Empalizadas y fosos ya están preparados; la fuerza armada estará en su puesto en otoño. Oxiartes y los otros señores de la guerra afganos se han retirado al sur para pasar el invierno en fortalezas del Cáucaso escita, inaccesible tras las primeras nevadas. Alejandro coge a sus brigadas de élite, junto con las de Perdicas, Tolomeo y Poliperconte, y establece una base en Nautaca. Desde allí puede acudir rápidamente en ayuda de Crátero, al sur, o en nuestra ayuda, al norte. Ese es su plan.

La iniciativa ha pasado a ser de los macedonios. Alejandro encomienda a nuestra brigada que haga salir a Espitámenes de sus refugios del otro lado del Jaxartes. Refuerza las tropas de Ceno poniendo bajo su mando a Meleagro y su regimiento de infantería ligera, respaldados con cuatrocientos Compañeros de caballería a las órdenes de Alcetas Arrideo; y a todos los jinetes armados con jabalinas de Hircania; y los aliados bactrianos y sogdianos que se han incorporado a la brigada de Amintas Nicolao (al que se ha nombrado gobernador de Bactria, puesto que habría sido para Clito el Negro). Alejandro da instrucciones a Ceno de acosar sin tregua a Espitámenes.

—Sacad al Lobo de su guarida —son las órdenes de nuestro rey, que se reparten en bandos por todo el campamento de Maracanda—. Y yo acabaré con él en campo abierto.