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El ejército avanza hacia el norte en cinco columnas repartidas a través de doscientas ochenta millas. Los comandantes son, por un lado, Alejandro, mientras que Hefestión, Tolomeo, Perdicas, Ceno y Artabazo actúan conjuntamente. Las zonas intermedias son «territorio del lobo», territorio hostil a través del cual el enemigo se mueve con impunidad. Comandantes de brigada envían patrullas a esos desiertos. Dichas operaciones son de tres clases: sondeo, penetración y reconocimiento en grupos numerosos. La primera se puede llevar a cabo con sólo dos o tres hombres; la segunda y la tercera pueden llegar a constar de centenares. El objetivo de todas es el mismo: encontrar y rastrear al enemigo, tomar prisioneros, llevar cualquier información que permita a nuestras columnas rodear al enemigo y aproximarse a él.

Antes de la Gran Ofensiva, Alejandro convoca al ejército al completo. La fuerza se reúne en la ciudad de Bactra, al pie de la gran fortaleza de Bal Teghrib, la «Montaña de Piedra», en cuyas laderas se agrupan cien mil soldados.

—Hermanos ¿estáis cansados de esta guerra?

Se alza un rugido en las unidades.

—¡Yo sí! —grita Alejandro—. ¡Por los ríos del infierno, yo sí!

Nuestro señor compara Afganistán con un enorme suelo polvoriento. Su propósito es limpiarlo. Empezaremos aquí, donde estamos ahora, en la ciudad de Bactra, e iremos hacia el norte doblegando a todos los pueblos y campamentos —por remotos que estén— y reduciendo todas las fortificaciones a nuestro paso. En realidad, reconoce Alejandro, someteremos al mismo país que derrotamos en la campaña del año pasado. Pero esta vez será permanente.

—Tomad buena nota vosotros, oficiales que dictaréis los despachos e informes de la situación. Hay una frase que no quiero leer nunca: focos de resistencia.

Resuena de nuevo el clamor del ejército.

—No dejaremos focos de resistencia. Al enemigo rebelde, hombre, mujer o niño, lo llevaremos delante de nosotros al norte, hacia el Oxo, y más allá del Jaxartes. A lo largo del camino encontraremos una enorme cadena de fortificaciones. Cortaremos las vías de retirada del enemigo. Allí donde se refugie, lo sacaremos a la fuerza. Haremos que todo Afganistán desde aquí hasta las Tierras Salvajes le sea hostil. No hallará un rodal de hierba donde puedan pastar sus animales ni sombra donde sus hombres puedan cobijarse del sol. Este será nuestro trabajo en verano, amigos míos. Y cuando esté acabado, no nos retiraremos a los cuarteles de invierno. Perseguiremos al enemigo hasta sus refugios. Le daremos caza y lo mataremos. No estoy dispuesto a pasar otro invierno en este feudo del infierno. ¿Y vosotros?

Las tropas responden con un estruendoso golpeteo de astiles de lanza contra escudos.

—¡Espitámenes! Él es la cabeza de la hidra. Matadlo y la serpiente morirá. Cada acción que acometamos ha de tener este objetivo: ¡empujar al Lobo a la batalla!

Alejandro hace hincapié en un último punto: en esta campaña las columnas y unidades individuales tendrán por fuerza que dispersarse a través de cientos de millas y, por ello, no tendrán comunicación con el alto mando. Los oficiales subalternos e incluso los sargentos y cabos habrán de actuar por su cuenta.

—Actuad pues en consecuencia, soldados, y nunca os censuraré ni os reprocharé nada. ¡Encontrad al Lobo! ¡Atacadlo! ¡Empujadlo hacia nuestras columnas aliadas! Hermanos, esta noche me comprometo a entregar su peso en oro al hombre que me traiga a Espitámenes. ¡Al Lobo vivo… o su cabeza!

Un fragoroso clamor se extiende por la llanura como el trueno en esta época. La ovación del ejército se suma a la tormenta en un desenfrenado estruendo.

Estoy sentado entre Bandera y Estéfano cuando Alejandro acaba de hablar.

—Parece fácil, ¿a que sí? —comenta el poeta.

Bandera se incorpora y se rasca las posaderas.

—Facilísimo —dice.

A la mañana siguiente las columnas parten de la ciudad de Bactra. La división del rey toma la senda que hay más a la derecha, la antigua ruta de los camellos que atraviesa las estribaciones de la Paraetacae hacia Cirópolis. Nuestra columna, comandada por Ceno, avanza en paralelo, sesenta millas al oeste. La brigada de Tolomeo va al oeste de la nuestra; a continuación, la de Perdicas y, finalmente, la de Hefestión. El ejército al completo tarda un día entero en salir de Bactra y se emplean otros cinco en que cada división llegue al eje asignado a cada una de ellas. Los huecos entre las columnas son tan vastos —en algunos puntos incluso de dos días a caballo— que las unidades de reconocimiento existentes no pueden cubrirlos todos. Se crean nuevas compañías.

Nuestra sección, a las órdenes de Estéfano, pasa a convertirse en una de ellas. Son buenas noticias. Significa extras y pagas por peligrosidad, además de que nos libra de la disciplina de la columna. También es, con mucho, la misión más peligrosa que nos han encargado.

No es una minucia ponerse en camino por una zona así con cinco o seis hombres, guiados por shikaris que casi con toda seguridad trabajan para el enemigo y si no lo hacen, están más que dispuestos a cambiar de bando sin previo aviso. Cuando se avista al adversario hay que mandar jinetes de vuelta a la columna. Los afganos lo saben y se dejan ver; entonces dan caza al mensajero solitario o a los dos que cabalgan en tándem. Si el grupo es lo bastante numeroso se enfrentan a toda la patrulla. Te rodean y cortan el paso en la dirección por la que has llegado. Al enemigo le encanta atacar cuando sale el sol o cuando se pone. En zonas de montaña, los valles e incluso las sombras pueden ocultar batallones. En las planicies, las tormentas de arena que se levantan a última hora del día proporcionan cobertura tras la que el enemigo maniobra y ataca. Los nativos aparecen a lo largo de tu trayectoria, allí por donde crees que sólo pueden llegar tus propios hombres. Saben cómo utilizar el contraluz que te ciega, así como la tierra y la lluvia, que no dejan ver bien su número. De repente, se te han echado encima.

Tienen más trucos. Uno es atraer a un destacamento menor con señuelos para meterlo en problemas y después emboscar a una columna más numerosa que ha acudido en su ayuda. Otra treta es la caravana falsa. El enemigo pone el cebo a nuestras patrullas de una caravana lenta o un rebaño de ovejas o de caballos. Cuando la codicia se impone a la precaución, el enemigo ataca desde el escondrijo donde se oculta. Se ceba con nuestras caravanas. Cada punto clave que las tropas maces fortifican ha de tener dotación y aprovisionamiento. El tren de suministro es como un pato en el agua. En este desierto te encuentras con «reseñas», masacres sobre las que no se puede hacer nada excepto presentar el informe.

En los cuarenta y tres días que tarda la columna en llegar desde Bactra a Nautaca, nuestra sección realiza veintiuna salidas entre sondeos y penetraciones. En nueve ocasiones hacemos contacto y establecemos posiciones de bloqueo, puestos de observación, emboscadas. Pero el enemigo siempre descubre nuestras intenciones y se escabulle o hace algo que cambia las tornas. Este u oeste, nadie es capaz de localizar a Espitámenes. Uno se imagina deshabitada una región tan agreste; en realidad, este yermo sostiene una densidad de población sorprendente: nómadas, pastores, campamentos temporales y aldeas con cuatro casas. Aquí todos los cabreros son vigías y todos los conductores de caravanas son centinelas. Esté donde esté, Espitámenes sabe nuestros movimientos con días de antelación. ¿Pueden seguirle la pista nuestras fuerzas? Ni siquiera hemos visto rastro de él. El desierto es tan vasto que se traga ejércitos como el mar se traga las piedras.

En semejantes condiciones, la moral se resiente. No tanto en nuestro caso de destacamentos de exploración, que podemos seguir en marcha y así mantener a raya el aburrimiento, como en el de las tropas de infantería de las columnas centrales. Su experiencia de la campaña es un noventa por cierto de tedio en el que soportan caminatas, calor, polvo, viento constante, noches gélidas y días abrasadores, y un diez por ciento de pandemónium en el que se los despierta de un profundo sueño para que se armen y formen deprisa y corriendo para después ponerse en marcha a toda velocidad —sin pitanza, sin pegar la pestaña, sin una maldita gota de agua— por un yermo donde tienen que preparar un ataque u ocupar una posición de bloqueo, sólo para ver que la crisis pasa a ser un fiasco por llegar demasiado pronto, demasiado tarde, ser el sitio equivocado o porque el enemigo ha salido cagando leches ante sus propias narices y están demasiado cansados o muertos de sed para ir en su persecución.

La franqueza me exige citar otro factor que contribuye a la frustración y la exasperación de las tropas. Hablo de la priva y la droga. En una guerra convencional, los comandantes saben cuándo se avecina una batalla; el oficial de intendencia dispone de unos días, si no meses, para hacer acopio de bebida durante ese tiempo para aliviar la ansiedad de los hombres. En Afganistán no hay tal lujo. Aquí, el combate puede estallar en cualquier momento. El resultado es que los hombres se pillan enormes tajadas en cuanto tienen la ocasión. Nos enteramos por los nativos de que nuestros aliados afganos se ganan la vida con el nas y juto, una planta desértica de cuyas hojas espinosas se extrae un jugo que mantiene despierto día y noche. Esa porquería se ha puesto de moda entre los maces. Yo también la tomo. Todos la tomamos. Puedes comprar «yute» a los daas y a los sacas o recolectar la planta en el desierto tú mismo. Te hace adelgazar; las mejillas se te hunden y pierdes masa muscular, pero puedes aguantar en pie y despierto hasta cuando quieras, además de que nunca te entra hambre. En estas tierras baldías, donde un hombre tiene que cargar con cada onza de pitanza que se prepara para comer, cuesta mucho resistirse a tales ventajas.

Hace cincuenta y un días que hemos salido de Bactra cuando dos de nuestros exploradores avistan una caravana enemiga que avanza a través de los Yermos. La caravana se compone de cuarenta mulas; viajan de noche y descansan de día, escoltadas por un número igual de guerreros a caballo. Nosotros somos treinta y dos, contando los dos shikaris y los cuatro acemileros afganos. Estéfano decide no atacar la caravana, sino mandar de vuelta a alguien a la columna para pedir ayuda. Escoge a dos maces —nuestros compañeros Torre, llamado así por su gran estatura, y Moyuelo, por su tez de aspecto pastoso, como masa de salvado— y un guía nativo, de nombre Hakun. Sus órdenes son rastrear al enemigo sin dejarse ver mientras el grueso de nuestra patrulla continua en paralelo por el flanco opuesto de una estribación de diez millas. En ese terreno, el polvo delataría hasta a un pequeño grupo de tres o cuatro.

A la mañana siguiente, nuestra compañía sale por detrás de la estribación de diez millas. Ni rastro de Torre ni de Moyuelo. En cambio, donde debería haber aparecido la caravana del enemigo, distinguimos una extensión de tierra marcada con surcos grandes, cenicientos, en forma de equis. Las marcas hondas de pezuñas. Nuestros shikaris se niegan a acercarse a la zona. Estéfano envía jinetes desde todos los flancos en prevención de una emboscada, en tanto que Bandera y él espolean sus monturas y cabalgan hacia allí. Sus pesquisas no revelan nada excepto la tierra pisoteada violentamente por cascos de caballos.

Vemos varios cuervos que picotean en un manchón de tierra oscura.

Estéfano y Bandera desmontan. Descubren, enterrados de pie en el suelo, los cuerpos descabezados de Torre y Moyuelo. Del explorador Hakun no se ve ni rastro. ¿Asesinado por el enemigo? ¿O bienvenido por traicionar a los hombres a quienes se suponía tenía que proteger?

El enemigo ha enterrado vivos a nuestros compañeros, únicamente con la cabeza asomando por el suelo, tras lo cual las habían pisoteado con los caballos o las habían utilizado para algún tipo de deporte macabro a lomos de sus monturas.

—Estos son los salvajes que nuestro rey propone contratar para que luchen a nuestro lado —dice Estéfano.

A pesar de tragedias y desgracias semejantes, la Gran Ofensiva funciona. En la calzada al sur de Nautaca, nuestra compañía se encuentra con Costas, el cronista. Hay que reconocer que el tipo tiene mérito; ha cruzado el desierto desde la ciudad de Bactra sin más ayuda que la de dos sirvientes y un guía daas. Nos habla de batallas al este y al oeste. La columna de Hefestión ha matado a ochocientos en un enfrentamiento y Alejandro ha interceptado varias bandas importantes que intentaban escabullirse dando un rodeo por su ala oriental. Nosotros no tardaremos mucho en entrar en combate también.

A lo largo de la ruta de caravanas a Maracanda se extiende un ancho y herboso valle llamado To’shoma —los Lagos— porque eso es en lo que se convierte durante la temporada de lluvia en invierno. Allí, en el segundo mes del avance, alas de la brigada de Ceno y de Tolomeo inmovilizan unidades del enemigo y las derrotan en una gran matanza.

En la guerra del desierto la persecución lo es todo. Así es como se consigue infligir bajas al enemigo. La caza desde los Lagos dura otros dos meses. Las secciones que Estéfano tiene a su mando se reintegran al batallón que dirige Buey; ahora somos parte de una unidad de línea.

Nuestra misión es perseguir al enemigo vaya donde vaya.

—Volved con vidas cobradas o no volváis —nos dice Buey.

Se desata una horrible competición entre compañías de un mismo batallón. Antes que volver con las manos vacías metemos en el saco al primer infeliz que vemos. Cualquier pueblo que ayuda al enemigo se arrasa. No hacemos prisioneros. Todos los hombres que prendemos mueren. Empujamos a una banda hacia las montañas y la persecución no cesa hasta que no queda un alma viva. Nada nos detiene. Se da caza a contingentes de fugitivos durante cientos de millas a través de la estepa.

El instrumento de la guerra contra-guerrilla es la masacre. Su objetivo es imponer el terror, convertirte en objeto de un pavor tal que el enemigo tema enfrentarse a ti. Esta práctica ha funcionado para el ejército de Macedonia a través de toda Asia. Aquí no surte efecto. El afgano es tan orgulloso, tan hecho a las privaciones y tan amante de la libertad que prefiere morir antes que capitular. Cuanto más terror aplicamos, más férrea se hace su determinación. Sus mujeres y sus hijos son incluso peores. Nos odian a muerte. A pesar de la cantidad de sangre derramada en suelo afgano, no hemos conseguido quebrantar la voluntad del enemigo ni segregar a unas tribus de otras, sino que, por el contrario, hemos alentado en su pecho una fiera e inquebrantable resistencia que los ha unido contra nosotros en un frente de un millar de tribus, clanes y khels antaño antagonistas y enfrentadas entre sí.

Cuando las persecuciones de los Lagos acaban, nuestra compañía se encuentra en un estado que va más allá del agotamiento. Bajo los gorros del desierto, tenemos el pelo tan enmarañado con polvo, grasa y sudor que ni siquiera podemos rasurarlo con navaja. Las uñas de manos y pies están destrozadas. No podemos despegarnos las ropas del cuerpo y tenemos que cortarlas. De todas formas habríamos tenido que tirarlas. Apestamos. Estamos tan sucios que ni el agua de los ríos nos puede limpiar.

Nuestros caballos son sacos de huesos y pellejo. Igual que nosotros. No podemos comer. Se nos ha olvidado cómo dormir. Hemos vivido con nas y yute durante tanto tiempo que ahora somos incapaces de retener en el estómago ni siquiera un nabo. Cuando conseguimos vino, nos pasa como agua. Hablar se ha convertido en algo superfluo. ¿Quién lo necesita? Bandera sabe lo que estoy pensando. Vamos a galope y echo una ojeada a Lucas, a cien pies de distancia en la estepa. Lo sabe. Hasta nuestros caballos lo saben.

Hemos guardado las cenizas de Torre y Moyuelo. Una noche, en lo alto de una eminencia al norte de los Lagos, encontramos un sitio apropiado. Las urnas son nuestros morrales de cuero. No las sepultamos en túmulos que el enemigo husmearía y profanaría, sino cubiertas con piedras marcadas por debajo con nuestros nombres y la unidad. Entonamos la Oda a los Caídos. Estéfano ha compuesto estos versos:

A la caza de haz

los chicos necesitan su nas.

Sin jabón, droga ni ilusión; sin chochete ni pitanza,

alcanzamos lo inalcanzable, sustentados por la fe

en lo increíble.

Lucas ha estado anotando cosas en un cuaderno. No le cuenta a nadie lo que escribe. Por fin esta noche rompe ese mutismo. Lo titula Cartas que nunca mandé a casa.

Ahí anota lo que hacemos cada día. No es una misiva. Sólo una relación.

—Cuando salimos de Macedonia —dice Lucas—, lo único que hacíamos era caminar. Nada más. No nos parecía gran cosa. Lo recuerdas, ¿verdad?

»Ahora nos levantamos por la mañana y matamos a gente. Matamos durante todo el día y al siguiente, matamos más. Esa es nuestra vida. Para nosotros es algo tan corriente que ni siquiera lo pensamos.

Enumera de un tirón las persecuciones que hemos hecho en los últimos dos días. Algunos empiezan ya a decirle que lo deje. No hace caso.

—¿Cómo sabes si has llegado demasiado lejos? Cuando escribes cartas a casa. Intenta contarles lo que has estado haciendo. No puedes. Ni siquiera a tu viejo, que es un veterano condecorado. No lo entendería. Uses las palabras que uses, no lo entendería. Así que escribes esa absurda prosa que dice menos que nada.

Estallan risotadas desganadas. Lucas ni siquiera sonríe.

—Miras el rostro de tus compañeros, jóvenes de veinte años que parece que tienen cincuenta, y sabes que tú también tienes ese aspecto. Pero no tienes cincuenta años. Tienes veinte. Tienes veinte y cincuenta. Cosas que creías que jamás harías, las has hecho, y nunca podrás contárselas a nadie…

—Déjalo ya, Lucas. —Dados lanza un puñado de guijarros.

—… nunca se lo contarías a nadie excepto a tus compañeros. Sólo que a ellos no tienes que contarles nada. Lo saben. Te conocen. Mejor de lo que un hombre conoce a su esposa, mejor de lo que se conoce a sí mismo. Están vinculados a ti y tú a ellos, como los lobos de una manada. No eres tú y ellos. Eres ellos. La unidad es indivisible. Uno muere y todos mueren. ¿Mente individual? Ya no existe tal cosa. Ya somos incapaces de pensar de forma independiente o de pensar cualquier cosa que no sea cuándo es la próxima pitanza, cuándo podrás pegar la pestaña, cuándo la próxima orden de aligerar. ¿Dónde está el enemigo? Un día lo perseguimos por las montañas, al día siguiente, por la estepa. Eso es todo lo que sabemos. Eso es todo lo que hacemos. Esto es todo…

Todo y más que suficiente. Hasta yo le digo a Lucas que se calle. Mi amigo alza la vista.

—¿Por qué ningún cronista escribe sobre esto? Estéfano, tú eres un tipo intelectual, un literato. ¿Por qué no pones en estrofas algo de esto?

Nuestro líder se incorpora y mira al círculo formado por sus hombres sentados. Le dice a Lucas que su perorata se ha alargado demasiado.

—Estás cansado, amigo mío.

Los ojos de Lucas relucen a la luz de la hoguera.

—No tienes ni idea de lo cansado que estoy —contesta.