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En el último mes de invierno Lucas y yo ya estamos lo bastante recuperados para cabalgar. Nos reincorporamos a nuestra compañía, donde se entrenan nuevas unidades afganas. A la brigada de Ceno se le han asignado doscientos «voluntarios», en su mayoría daas, y algunos hombres de tribus de Ghazal y Pactia. Las órdenes de nuestro coronel Buey son capacitarlos para que operen en colaboración con fuerzas maces y solventar los problemas de la lengua, paga, mantenimiento, sustento, alojamiento, etc. etc. Y entrenarlos a ellos y a sus ponis para que combatan como nosotros.

Me gustan estos jóvenes guerreros afganos. Hago amigos. A través de ellos lanzo sondas en un intento de encontrar al hermano de Shinar, que sigo sin saber cómo se llama. Sin duda él y yo podremos hablar. ¿Cómo va a echar en cara a su hermana que se mezcle con maces cuando él ha hecho lo mismo?

Pero no consigo que estos chicos hablen. ¿Confían en mí? Sí. ¿Les caigo bien? Desde luego. El árbol genealógico afgano de tribus, clanes y khels se puede seguir como un directorio para encontrar a cualquiera. Pero no quieren hacerlo. Dos hermanos que conocí en Bagram —los panjshiris Kakuk y Hazar— se han alistado aquí, con la brigada de Meleagro.

Se ofrecen voluntarios para matar al hermano de Shinar por mí. Su tribu está en guerra con la de ellos; degollarlo redundará en su gloria. Se lo agradezco, pero declino su oferta.

—¿Y si pago una indemnización? —pregunto. Un precio de sangre, como por un homicidio—. ¿Volvería a aceptar a su hermana?

Kakuk contesta que la aceptaría.

—Y después la mataría —añade.

Empiezo a comprender que la mente afgana no ha cambiado un ápice en un milenio. Estos hombres de clan están más aferrados al pasado que los propios macedonios. Fuera de la ciudad de Bactra hay tres campos de entrenamiento: Medialuna, Velo de Viuda y Mango. En ellos, Buey, Estéfano y nuestros otros oficiales sitúan a las compañías de daas en un intento de enseñarles a cabalgar en cuña y a cargar flanco con flanco. Se bosqueja el ejercicio y se lleva a cabo un ensayo. Entonces se oye un toque de trompeta y los afganos, todas a una, revierten a las tácticas de horda que siempre han utilizado: galopar en círculo alrededor del enemigo mientras gritan y disparan flechas y saetas. Nuestros comandantes emplean todo tipo de incentivos para hacer que cabalguen como la caballería moderna. Se les retiene la paga. Se les restringe el rancho. Nunca había visto a Estéfano perder los estribos, pero con estos tipos le va a dar una apoplejía. El concepto de cohesión de una unidad militar les es totalmente ajeno. Luchan como guerreros individuales, cada cual buscando la gloria ante su jefe. Lo más irritante es la cachaza con la que aguantan las diatribas de los capitanes. No hay forma de sacarlos de sus casillas. No dejan de sonreír. Los que hablan griego repiten las órdenes palabra por palabra. Da igual. Suena la trompeta y salen a todo galope otra vez espoleando a sus monturas en círculos y vociferando.

Kakuk y Hazar me explican el problema. No es que los hombres de las tribus no quieran aprender las tácticas maces. Son sus caballos. Sus caballos no les dejan.

Estoy aprendiendo a interpretar la mente afgana y la forma tribal de expresar una idea. Los hermanos no quieren decir que los caballos no les dejan, sino que no les deja el corazón. A su entender, luchar al estilo macedonio, como una unidad, no es de hombres. Carece de honor. Es propio de mujeres. Para los nómadas de la estepa el objeto de una batalla es realizar actos de valentía, destacar ante sus compañeros. Los daas tienen una frase: «besar a la muerte en la boca». Ese es su ideal del guerrero. No se puede besar a la muerte en la boca excepto como individuo. Por ello no combaten en cuñas, no cargan flanco con flanco.

Cuando hablo de todo esto con Estéfano, lo entiende. Es un momento crucial. Se deja de intentar cambiar a nuestros afganos. Las implicaciones no nos pasan inadvertidas ni al poeta ni a mí.

—¿Qué piensas hacer con el hermano de Shinar?

Mis compañeros también se ofrecen voluntarios para quitar de en medio al tipo. No es necesario derramar sangre, dice Estéfano. Sólo hay que encontrarlo y sacarlo del campamento. De todas formas está al servicio del Lobo; lo están todos.

Yo no quiero resolverlo así. Encontraré una solución.

A lo largo del invierno me he ido sintiendo más unido a Estéfano. Está recopilando una lista con nombres de tribus, clanes y khels daas para el servicio de inteligencia del rey y yo le ayudo. Soy el único que chapurrea un poco su lengua.

En persa, daas significa «ladrón». Para los afganos de la ciudad de Bactra o la de Kabul, que saben citar a Zoroastro, esas tribus del norte son los despojos del mundo, pero Estéfano y yo los consideramos valientes, dignos y honorables. Los masagetas (mis captores a las órdenes del jefe de guerra Gancho) pertenecen a una cultura puramente caballista, arrogante y orgullosa que azota a sus mujeres y practica la tortura. Los daas son tan salvajes como ellos, pero no tan crueles. Habituados a la más espantosa pobreza, andan de juerga el día de la paga como marineros de parranda. El dinero fluye de sus manos, son incapaces de actuar con tacañería. El concepto de préstamo no existe entre ellos. Les pides y te dan, sin que se les pase por la cabeza que se lo devuelvas. La noción del mañana está fuera de su alcance. El ahora lo es todo. Jamás he conocido a nadie que se ponga tan ciego como ellos. Y son unos borrachos alegres. El calor y el frío es lo mismo para ellos, como lo son el dolor y el placer, la penuria y la opulencia; fanfarronearán, pero no se quejarán; se vengarán, pero no guardarán rencor. Estando de guardia, un centinela daas ocupará su puesto hasta que el cielo se resquebraje o, si se le envía solo a través de un erial de cien millas, caerán reventados él y su montura antes que darse por vencido. Aunque nos odian por nuestras incursiones en suelo sagrado, cabalgarán a nuestro lado en la batalla y jamás nos traicionarán. Así es su mundo. Son leales, alegres, amables y tan corruptos que no puedes enfadarte con ellos. Para ellos, un soborno es simplemente cuestión de buenos modales, y sobornar a alguien no es más que una muestra de amistad y consideración. Podrán hacer que te sientas horrorizado o estupefacto, pero es imposible no respetarlos.

Ya me encuentro lo bastante bien como para participar de lleno en el ejercicio final del invierno. Las unidades en su totalidad toman parte; Alejandro en persona lo dirige. La simulación de combate es tan real que decenas de hombres y caballos sufren heridas y las de media docena son mortales. A nuestro compañero Dados le ha atravesado limpiamente la cubrenuca el proyectil de una catapulta. Tengo que escoltarlo en camilla hasta el hospital de Bactra.

Shinar no se encuentra en el hospital cuando llego allí. Nadie me dice adónde ha ido. Temeroso de que su hermano la haya encontrado, galopo hasta nuestro alojamiento. Tampoco está allí. La encuentro pasada la medianoche en casa de Elías, en el suelo de la cocina de Daria. Ghilla y Jenin se inclinan sobre ella. Shinar yace de costado, envuelta en una manta; está tiritando y la alfombra está empapada con su sangre.

No es porque su hermano haya dado con ella.

Ha tenido un aborto.

Jenin es la chica que realiza este servicio en nuestra sección. Comprendo lo que ha ocurrido.

Estoy profundamente apenado. Por el niño nonato, por Shinar, pero sobre todo por el hecho de que mi pareja haya actuado con sigilo para que no me entere, para llevarlo a cabo cuando yo estaba ausente; y por el muro de silencio y evasivas que sé que ella y sus compañeras alzarán en el instante en el que intente ayudar.

—¿Cómo estás, Shinar? ¿Por qué hiciste esto? ¿Por qué no me lo dijiste?

Porque temía que estuviera dispuesto a rechazarla y abandonarla, me dice. Rompe a llorar. Me arrodillo a su lado.

—Shinar —me oigo decir con una voz tan rebosante de ternura que me sorprende—. Shinar.

Ghilla la sostiene. Jenin presiona una compresa de lino donde persiste la hemorragia.

—Dime la verdad. ¿Estás bien?

—No —contesta.

La mente me funciona a toda velocidad. ¿Qué podría utilizar como litera? ¿Cómo llevarla al hospital? Le acaricio la frente empapada de sudor. Me vienen a la memoria otras ausencias.

—¿Habías hecho esto antes?

No responde.

Me enfrento a Ghilla y a Jenin.

Todas enmudecen. ¿Qué otros mundos pueden estar más lejanos que el mío y el de Shinar?

—No quiero que vuelvas a hacer esto. —Asesto una mirada furiosa a las otras mujeres y después miro de nuevo a la mía—. ¿Lo entiendes, Shinar? Si lo haces, te abandonaré.

Ha perdido muchísima sangre. Tenemos que llevarla dónde puedan ofrecerle ayuda. ¿Por qué no ha hecho algo para no quedarse embarazada? Todas las mujeres que van con el ejército tienen medios para prevenir embarazos. ¿Y por qué iba a conservar al niño en vista de las amenazas de su clan y sus paisanos y sin la seguridad de una promesa o compromiso por mi parte? De hecho, sería todo lo contrario, porque es evidente que cree que estoy dispuesto a darle de lado.

¿Será posible que esta mujer me ame?

Desestimo tal posibilidad enseguida y no porque me parezca remota (después de todo, hace más de un año que se acuesta en mi cama), sino porque la idea tiene sentido… Y cada vez que creo que algo tiene sentido con ella, su reacción me desconcierta.

¿Y qué hay de lo que siento yo? Había creído que tenía bajo control mis sentimientos hacia ella. Sin embargo, me sorprendo abrazándola con suave delicadeza. Siento que se me humedecen los ojos y me pongo tenso para contener las lágrimas, pero Shinar lo nota.

—¿Me dejarás ahora? —pregunta.

La estrecho contra mí.

—Lo harás —añade.

—No. —De nuevo me sorprendo a mí mismo por la certidumbre con la que he respondido—. Pero tienes que hacer algo por mí.

—¿Qué?

—Tienes que dejarme que te ayude.

El hospital la admitirá. El jefe de cirujanos es su jefe; los otros médicos la conocen y la aprecian. No pueden ponerla en el pabellón con los soldados, pero la meterán en el ala de la ciudad, que es igual de buena. Los cirujanos han visto miles y miles de abortos provocados. Se lo digo a ella, aunque lo sabe muy bien. La beso. Toda resistencia desaparece de su cuerpo.

—No creo que pueda andar —dice.

—No te abandonaré, Shinar. No estoy enfadado contigo, sólo preocupado. Por ti y por esa pobre criatura… —Soy incapaz de decir «nuestra»—… que hemos perdido porque otros nos odian. Se aferra a mí e intenta incorporarse.

—Ayúdame —me pide.