29

El ejército pasa el invierno en la ciudad de Bactra.

Alejandro ha vuelto a tomar Maracanda; el Lobo del Desierto ha huido hacia el norte, a las Tierras Salvajes. El propósito de Espitámenes sigue siendo evitar la confrontación directa con los macedonios. El enemigo se dispersa, a la espera de la llegada de la primavera.

Afganistán —una vez que se cierra el paso— se convierte en seis naciones diferentes, cada una de ellas aislada de las otras. Susia y Artacoana, al oeste, quedan incomunicadas de Bamian, en el centro y a su vez separada de Frada (llamada ahora Proftasia, «Anticipación») y de Kandahar al sur por cumbres infranqueables, y de Kabul en el Paropamiso central. Desde la meseta aria, una fuerza resistente puede tomar la calzada de las caravanas hacia el sur, por el Desierto de la Muerte, y subir por los valles Helmand y Arghandab hasta Ghazni, Kapisa y Bagram, pero desde allí no hay vía por la que acceder al Panjshir, Khawak o cualquier otro paso al norte de Bactria. En la ciudad de Bactra estás aislado del sur por el Hindu Kush y del nordeste por el Cáucaso escita. Al sur del Oxo, los sogdianos tribales se dispersan hacia sus reductos. En cuanto a la estepa más allá de Jaxartes, es un lugar tan inhóspito en invierno que los propios daas, sacas y masagetas se retiran a cuarteles de clima más suave.

Lucas y yo estamos confinados en el hospital de Bactra. Lo detesto. Nadie que no haya sido soldado puede entender la necesidad imperiosa de regresar con tu unidad. Cuando Bandera, Púgil y Rojillo nos hacen una visita, nuestro tormento se redobla. Nuestros compañeros nos gastan bromas sobre «pasajes a casa». Ni el propio infierno podría hacer que aceptáramos eso.

—¿Estás chiflado? —le dice nuestro amigo Moyuelo a Lucas—. ¡Has perdido un ojo!

—Un ojo no es suficiente.

El hospital no es una tienda de campaña, sino la finca reconvertida de algún noble bactriano. En el patio tenemos camastros, fuentes y ciruelos. Nos llega el correo y la pitanza nos la traen caliente y a su hora. Aún falta bastante hasta que Lucas y yo nos recuperemos.

—No lo noté mucho cuando me pasó —comenta mi amigo—, pero después se ha desquitado.

Lucas me observa a veces; y yo a él. Nos reímos cuando nos pillamos haciéndolo.

—¿Estás bien? —me pregunta. Nos volvemos a reír, pero no es algo que tenga gracia. Algunas cosas han cambiado entre nosotros dos. Antes, Lucas y yo compartíamos todos los secretos, nadie se interponía entre él y yo. Ahora antepone a Ghilla, le cuenta cosas que no me cuenta a mí. Así tenía que ser; me alegro por él. Los dioses saben que no puedo hacer lo mismo con Shinar. Pero hay un distanciamiento. Ahora me siento más unido a Bandera. Me preocupa Lucas. Antes nunca se callaba las cosas, siempre las hablaba. Todavía lo hace, pero es diferente. No se trata de algo concreto. Es sólo que… No es el mismo. De una cosa estoy seguro: antes moriré que permitir que le ocurra algo malo. El astil que lo ensarte tendrá que atravesar antes mi carne. Siento lo mismo hacia otros de mi anda, incluidos los nuevos que acaban de llegar de casa y a los que ni siquiera he visto aún. Le comento esto a Bandera.

—Te estás convirtiendo en un soldado —me dice.

Lucas y yo no somos capaces de hablar de lo de Raudal de Bendiciones. Es demasiado doloroso. Sin embargo, sí lo hablo con Bandera. Allí perdí a mi grupo, mi montura y mis armas. Sólo la suerte y el heroísmo de Lucas evitaron que también perdiera la vida.

No puedo volver a poner en una posición así a maces que sirvan a mis órdenes. No permitiré que los oficiales, por buena que sea su intención, nos conduzcan a mis hombres y a mí hacia un peligro sin antes decir lo que pienso. Me plantaré, si es preciso. He enterrado a Trapos, a Pulga y a Nudillos, así como a los hermanos Tea y Tortuga. Eran unos muchachos, todos ellos, pero también eran hombres. Buenos hombres. Ahora, en una mesa debajo de los ciruelos, escribo cartas a sus padres. Es la tarea más dura que he tenido que hacer nunca.

—Hay cosas que te cambian en una guerra —explica Bandera—. Y no siempre son las que esperas que lo hagan.

Sé que para Lucas no ha sido la pérdida del ojo ni la dura prueba de la cautividad. Eso se lo ha tomado con una calma admirable. Dice que es la suma de todo. La acumulación. Hace veinticinco meses que salimos de Macedonia. Parece que sean veinticinco años.

—Un soldado se mantiene bajo control con la idea de volver a casa —afirma Bandera—. Así es como lo ha conseguido Lucas, contando los días. Ahora se da cuenta de que los días se suceden sin fin.

En el hospital he llegado a apreciar a Bandera más que nunca. Cada vez que creo que he acortado un poco la distancia con él, me doy cuenta de que aún lo tengo leguas por delante. Le cuento lo que se siente al estar a merced de los masagetas.

—Siempre pensé que una experiencia tan dura te fortalecía o hacía que tuvieras menos miedo, pero pasa todo lo contrario. Te socava porque ya sabes lo vulnerable que eres y lo mal que pueden ponerse las cosas.

Cuando recuerdo el tiempo que estuve prisionero me entran temblores. Las rodillas se me aflojan diez veces al día. Nunca he dado mucha importancia a los dioses, pero ahora empiezo a planteármelo.

Un soldado no debería pensar nunca. Bandera no tiene que decirlo, porque oigo su voz dentro de mi cabeza:

—Por eso los dioses hicieron el matarratas y el nas. Bebemos. Ahora entiendo la sed. Nos pillamos una tajada. Estar embotado es bueno, te ayuda a curarte.

Aún no tengo fuerza en el brazo derecho por culpa del hombro, así que levanto la copa con la otra mano. Los cirujanos dicen que sufrí fractura de cráneo. Faltó poco para que me uniera a la mayoría hace tres meses. ¿Cuánto tardará en curarse? No lo saben. Yo sé que siento cada pisada en el suelo de tablones del pabellón de heridos. Cuando cuelgo la capa en un gancho, apunto hacia un lado y después la deslizo por encima, tanteando, porque si no, no acierto. Tengo la sensación de que mi cráneo es una cebolla que alguien hubiese dejado caer al suelo.

A Lucas lo premian con un León de Bronce por las heridas recibidas. Yo recibo el segundo. A Lucas le condecoran con una Corona de Rey al valor y lo ascienden a cabo. Nuestra gratificación es la paga de un año y la condonación de todas las deudas con el ejército. No es la lluvia de dinero que parece, ya que tendremos que comprar caballos y reemplazar el equipo partiendo de cero.

Las mujeres se han reunido con nosotros. Han viajado de Bactra a Maracanda y vuelta. Ghilla está preñada de Lucas de antes, a principios de verano. Se le nota debajo de la ropa. Le dice a todo el mundo que Lucas y ella se casarán. Si algún hombre de su familia se enterara de su estado no habría fuerza bajo el cielo que les impidiera rajarle la tripa. A ella no le importa. Ha dejado atrás a su tribu y sus crueles códigos. Eso es algo genial y a la vez aterrador de presenciar.

Las otras chicas han dado la espalda a Ghilla. Su rebelión las espanta. Sólo Shinar sigue siendo amiga suya. Shinar ha encontrado empleo en la enfermería. Es un trabajo que le va. Habla el griego con fluidez y no es escrupulosa con nada.

—Tu chica —me dice el jefe de cirujanos— vale para esto.

La ha trasladado de la lavandería al pabellón, con una paga de un óbolo diario, una cuarta parte de lo que cobra un soldado de infantería, una fortuna comparado con todo lo que conocía. Le ha dado ropa adecuada para el hospital y no permite que ningún hombre, sea oficial o soldado raso, la trate de forma irrespetuosa.

Shinar se supera día tras día. También ella está cambiando.

A lo largo del otoño y principios de invierno Alejandro envía divisiones a cuadrantes lejanos del país. No quiere dar tregua a Espitámenes. Además, la ciudad de Bactra no puede mantener el número de tropas que la desborda. Han llegado diecisiete mil soldados de refuerzo de Macedonia y Grecia. Personas dependientes del ejército —vivanderos, contratistas y la masa de gente en general— superan la cifra de sesenta mil. El campamento se ha convertido en la cuarta ciudad más grande del mundo, superada solamente por Babilonia, Susia y Atenas.

El día en el que el ejército se dispersa a sus posiciones invernales, Alejandro convoca a la totalidad de las fuerzas y se dirige a ellas en el que quizá sea el discurso más extraordinario jamás pronunciado por un rey de Macedonia. Toma la medida sin precedente de transcribirlo y hacer que se distribuya a todas las unidades de todos los puestos del país.

Citando la masacre del Raudal de Bendiciones, no hace responsables a sus tropas ni a los comandantes subordinados, sino a sí mismo.

—Toda la culpa es mía, amigos míos. He cometido el pecado capital de un comandante: subestimar al enemigo. El Lobo del Desierto no venció a quienes cabalgaban en esa columna; me venció a mí. Por Zeus, creía que vapulearía a esos demonios en cuestión de meses. Los consideraba unos salvajes ignorantes, unos iletrados en las técnicas de la guerra moderna que no eran adversarios para nuestras fuerzas, que han derrotado al imperio más poderoso de la tierra. Me equivocaba. Es obvio que el enemigo nos entiende, mientras que nosotros no lo entendemos a él. Nos ha hecho bailar a su son. Tiene respuesta a cualquier táctica que le lanzamos. Es más astuto que nosotros. Nos ha superado en la lucha y a mí me ha superado en la estrategia.

Alejandro comunica que las unidades se entrenarán en nuevas tácticas todo el invierno. La campaña de Afganistán entra ahora en su segunda fase. Seguirán órdenes detalladas, pero de momento es suficiente conque las tropas entiendan que las operaciones habituales se han terminado.

Como parte de ese nuevo programa, oficiales del servicio de inteligencia de Alejandro entrevistarán a todos los supervivientes del Raudal de Bendiciones. Han venido a hacernos preguntas a Lucas y a mí al hospital. Todo lo que podemos recordar sobre la masacre y lo que pasó posteriormente queda registrado para que nuestro rey lo examine. Damos nombres y descripciones de nuestros captores, itinerarios aproximados de sus rutas, intentos de situar los lugares de los manantiales y depósitos de abastecimiento.

El día del solsticio mi hermano Elías llega a Bactra. Su pareja, Daria, viaja con él; han tomado alojamientos junto al río, en la ciudad de Anahita, junto con otros dos oficiales de operaciones de avanzada. Paso algunas tardes con ellos, cuando Shinar está de servicio en la enfermería.

—¿Has informado a madre de este acontecimiento? —se mofa Elías de mí—. ¡No soportará perder a otro hijo por los ardides de las mozas extranjeras!

Y estruja en un abrazo a su querida.

Elías, aunque destinado a las operaciones de avanzada, participa en reuniones informativas al más alto nivel. Lo sabe todo. Su interés respecto a mí es mantenerme lejos del peligro. Su influencia sigue echando a pique todas mis solicitudes para entrar en operaciones de reconocimiento en terreno enemigo.

—¿Qué le pasa a tu amigo? —se interesa. Tampoco aprueba que beba tanto—. Acabarás como yo si no vas con cuidado. —Eso lo dice para asustarme, pero para mí es un cumplido.

Todas las tardes que me lo permiten me quedo hasta tarde con Elías y sus compañeros. Son los tipos más geniales que jamás he conocido, equiparables a Bandera y Estéfano en cuanto a valor, destreza y visión militar y superiores a ellos en gallardía y carisma. Me da que pensar el que se tomen tan en serio al enemigo.

—Este sitio es peor que Persia —declara el compañero de Elías, Demetrio.

—Pondrá a prueba a todos los hombres —conviene Arimmas, un capitán—, pero a nuestro rey más que a ningún otro.

Los Compañeros temen que Alejandro no haya comprendido aún a lo que se enfrenta. Bajo su punto de vista, deberíamos vaciar toda la región. Deportar a la población, hombres y muchachos, como hizo Ciro en Ionia y Nabucodonosor en Palestina.

—Ninguna otra medida doblegará este país —dice Demetrio.

La pesadilla de la guerra en Afganistán es conseguir que el enemigo plante cara y luche. Alejandro cree que sólo hay una cosa que lo obligará a hacerlo y es perseguirlo con una fuerza y cerrarle el paso con otra. De ahí el segundo paso de nuestro rey: reconfigurar las unidades en divisiones autónomas. Ahora, Alejandro cede un ejército en miniatura a cada comandante de brigada, una fuerza compuesta por todos los elementos de combate: caballería e infantería ligera y pesada, artillería y tren de asedio, tropas de reconocimiento, servicio de inteligencia, servicio médico, intendencia y organización logística. De entrar en contacto con el enemigo, Tolomeo, Perdicas o Ceno ya no lo perseguirán por sí solos con la esperanza de hacerse con toda la gloria. En adelante, una división empujará al enemigo hacia otra división y después acabarán con él entre las dos.

Estas medidas son innovaciones en firme. Mucho más controvertida es la tercera: la integración en las unidades de cantidades ingentes de tropas afganas. Los Compañeros creen que esto es un solemne disparate.

—Hace dos años que cabalgamos con shikaris afganos —dice Arimmas—. No hay ni uno solo de ellos que no estuviera dispuesto a comernos crudos si pudiera salir impune.

Pero Alejandro lo ha decidido ya. De hecho, hemos empezado a ver en el campamento a los montañeses del Panjshir, a soldados de infantería de Ghazni y Bagram, jinetes sogdianos y bactrianos así como los recientemente contratados contingentes de jinetes daas, sacas y masagetas. ¿Podemos fiarnos de ellos? A nuestro rey no le importa. El razonamiento de Alejandro es que al pagar los servicios de esos bandidos se evita al menos que vayan a unirse a Espitámenes.

Nuestro señor tiene el propósito de transformar el país a toda costa, civil y militarmente. Su innovación más atrevida es el sistema de oikos (grupos familiares). Establece por decreto «incentivos de emplazamiento». Esto significa que soldados del ejército que en el pasado han recibido salario como individuos, de ahora en adelante recibirán paga y asignaciones como grupo familiar. En otras palabras, que tu pareja queda incluida. Un hombre recibe un extra por la mujer que lo acompaña.

Además, Alejandro dicta que a los hijos de uniones legales entre maces y esposas extranjeras se los considere ahora ciudadanos macedonios. Podrán cobrar la pensión de sus padres y su educación correrá a cargo del estado. Esto es algo sin precedentes. Es revolucionario. De un plumazo, se anulan mil años de costumbres y nomos.

El decreto agravia a los hombres de la vieja guardia. Por mucho que se tache de conservadores a los militares nunca se llegará a la exageración. Aborrecen los cambios; veneran lo antiguo y desprecian lo nuevo. Y se niegan a ver los matices grises; para ellos sólo hay lo bueno y lo malo. Lo que propone Alejandro con la introducción del pago por grupo familiar es una bofetada a todas las matronas decentes de Macedonia; nuestras esposas y madres que han mantenido unida la nación con su devoción y fidelidad. (Por supuesto, esos mismos maces han tomado a todas las rameras extranjeras que han tenido a mano).

Pero los soldados se sienten amenazados por una razón mucho más personal. Perciben beneficios del sistema oikos como paliativo al desarraigo emocional de vivir lejos del hogar. Eso salta a la vista. El pago por grupo familiar incita a los nuevos como Lucas y yo a tomar esposa «aquí fuera». Y, lo que es peor desde el punto de vista de la vieja guardia, a que nos planteemos tener un futuro en estos países.

Lo que los viejos soldados temen más es esto: Alejandro nunca volverá a Macedonia. Nunca los llevará a casa. Es evidente que nuestro señor detesta esta guerra en Afganistán, pero no igual que las tropas. Los hombres quieren empaquetar los bártulos y regresar a su tierra, mientras que él desea acabar aquí para seguir hacia el este.

Al final, los veteranos no pueden seguir enfadados con Alejandro. Para ellos es el sol y la luna. Se sienten dolidos por esta revolución de su comandante, pero siendo como son gente sencilla, sólo saben esforzarse más, luchar con más arrojo, demostrar que aún son indispensables. Por encima de todo, su más ardiente deseo es ganarse de nuevo su afecto. Ni que decir tiene que Alejandro posee una afinadísima percepción para captar todo esto y sabe cómo sacarle el mejor partido posible. Ahora agrega un elemento más para causar revuelo en el país.

Dinero.

La riqueza que ha entrado a espuertas en Afganistán con el ejército de Macedonia ha alterado la economía de toda la región. En el mercado de la ciudad, una pera cuesta cinco veces más que antes. Los nativos no pueden pagar esos precios. Entretanto, ha surgido una nueva economía: la de campamento, la de puertas macedonias adentro, donde la pera sigue costando cinco veces más que antes pero al menos el mace se la puede pagar. La gente del lugar se enfrenta a la disyuntiva de perecer de hambre o de someterse a esa nueva economía, ya sea como proveedores o como sirvientes, ocupaciones ambas que le son aborrecibles al orgullo afgano. Peor aún, el sistema oikos tienta a sus mujeres jóvenes. Los soldados conocen todas las monedas de seducción con las que pagarse chorba, higo o chochete. Ahora cuentan con otra zanahoria nueva que agitar ante sus narices: el matrimonio. Los patriarcas nativos procuran encerrar a sus hijas, pero la atracción del campamento mace es irresistible por el dinero, la aventura, la novedad, el idilio y ahora incluso la perspectiva de conseguir un marido. Porque estos invasores no son en absoluto desagradables ni carecen de atractivo. Los regimientos maces desfilan, repletos de jóvenes capitanes y sargentos abanderados, a caballo y a pie, convertidos en aventureros con el azófar de las túnicas y el rutilante centelleo de los brazos. Las muchachas se escabullen por las ventanas a medianoche para consumar citas en brazos de sus ardorosos amantes de ojos color avellana. Cuando las delegaciones de los padres de la ciudad recurren a Alejandro esperando ayuda para refrenar ese tráfago, dice todo lo que hay que decir y se muestra cortés, pero no hace nada al respecto. Quiere infiltrar a las chicas. Debilitar, incluso cortar, los lazos de familia, clan y tribu es su objetivo; objetivo que persigue de manera deliberada. Es su política.

En cuanto a Lucas y a mí, nuestras mujeres empiezan a actuar de un modo extraño. Ghilla, preñada, sigue los pasos a Lucas con su anadeo de oca. Y si yo salgo del hospital, Shinar me asesta miradas afiladas como dagas.

Esto también es lo que quiere Alejandro. Lo que no conseguiría oro ni hierro lo obtendrá la carne. Pondrá este país cabeza abajo y lo sacudirá hasta que claudique.

Estamos en el mes afgano de saur, a finales de invierno. Shinar ha dejado de hablarme y tampoco duerme en nuestra tienda.

—¿Qué pasa ahora?

—Nada.

Se pasa día y noche en el hospital. Lleva velo cuando trabaja o, para ser más exacto, se ata el tocado de la cabeza hasta los ojos. Lo mismo hacen Ghilla y las otras mujeres. Ninguna de ellas responde con sinceridad a mi pregunta.

Acudo a Jenin, la chica que suministra a nuestra sección el matarratas y el nas. Ella señala las nuevas tropas afganas que transitan por el campamento.

—Hermanos y primos —dice.

No entiendo.

—Hermanos que reconocen a hermanas. Primos que reconocen a primas.

Jenin me cuenta que había un chico en el campamento del pueblo nativo de las mujeres y que las vio y habló con ella.

—Nos dijo que mi padre y el hermano de Shinar se encuentran en la ciudad de Bactra.

—¿Quieres decir como parte del ejército de Alejandro?

—Nos degollarán si nos encuentran.

De ahí los velos. De ahí que permanezcan entre paredes.

—¿Qué podemos hacer?

—Matarlos —contesta Jenin.