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Decidme, macedonios y mercenarios que habéis cruzado desiertos y mares para traer la pobreza a nuestros pueblos: ¿Qué mal le hemos hecho a vuestro rey? ¿Han pisado nuestros ejércitos dentro de sus fronteras? ¿Nos hemos llevado sus ganados? ¿Hemos atropellado a sus mujeres? ¿Es que ni siquiera a nosotros, que vivimos en la soledad de los páramos, se nos permite ignorar su gloria?

El Lobo del Desierto se dirige a nosotros, los prisioneros, pero sus palabras están dichas para que las oigan sus tropas. La multitud se apiña en la falda de la montaña y no queda ni un hueco libre. Sus vítores clamorosos interrumpen el discurso de Espitámenes una y otra vez. La muchedumbre golpea las astas de las picas contra los escudos y martillea el suelo con el extremo de garrotes y rompecráneos.

—Vuestro señor Alejandro —sigue hablándonos Espitámenes a los cautivos—, ha derrotado a Lidia y a Siria. Egipto y Mesopotamia se inclinan ante él. Persia le pertenece. Los afganos de Bactria están en su poder. Ahora extiende sus manos insaciables hacia nuestros hatos y rebaños. ¿No es bastante ancho el mundo para contener su codicia?

Las atronadoras aclamaciones obligan de nuevo al Lobo a interrumpir su arenga. Alza los brazos para pedir silencio. Lucas y yo lo vemos con claridad. Es, en efecto, el hombre que vislumbramos en el Raudal de Bendiciones. De cerca parece mayor y más delgado. Pero, a la luz de las antorchas, sus ojos irradian el brillo de una gran inteligencia y su voz transmite fácilmente fuerza y autoridad. Se me eriza el vello de la nuca. Aquí hay un adversario. Aquí hay un enemigo que hiela la sangre.

—Macedonios, ¿es que vuestro rey no se da cuenta de que, mientras somete a los bactrianos, los sogdianos se sublevan y cuando vuelve para meter a estos en cintura son los daas y los sacas los que se le lanzan al cuello? Todos los otros tiranos se sacian de conquistas. Sólo para el vuestro la victoria es la fuente de la que brota más avaricia. No puede ganar siempre. ¿Veis cómo se unen nuestras tribus para hacerle frente? El odio hacia él ha hermanado al lobo y al león y hace que el cuervo y el águila surquen el cielo como compañeros.

Espitámenes informa a la asamblea de que durante días Alejandro ha estado reuniendo a su ejército y preparándose para cruzar el Jaxartes. Está a punto de invadir incluso la Tierras Salvajes.

—Muy pronto, este gallito pendenciero va a descubrir hasta dónde llegan las razas de los escitas, pero nunca conseguirá alcanzarlas. Nuestra pobreza nos hará más veloces que su ejército, que carga con el botín de tantas naciones. ¿Cómo va a controlarnos? Cuando nos crea lejos, nos verá en su campamento. Cuando los ojos le digan que nos tiene delante, nos descubrirá a su espalda. Somos la nube y los fantasmas de la noche. No puede abatirnos con fuego ni inmovilizamos con piedra, porque perseguimos y huimos con la misma rapidez. He oído que las soledades de las estepas escitas son motivo de mofa en proverbios griegos, pero nosotros preferimos lugares desiertos que ciudades y ricos campos. ¿Por qué? ¡Por la libertad! Preferimos alimentos toscos en libertad que un festín de pasteles de miel con cadenas.

Esas palabras parecen hacer que la montaña entera levite. La ingente muchedumbre clama por nuestra sangre y la de nuestro rey.

Espitámenes va de aquí para allá bajo la luz de las antorchas. Se ha quitado el tarbousse y pasea con la cabeza descubierta. Tiene hebras grises en el cabello, que es espeso y le llega a los hombros. Camina con dificultad y tiene la piel cetrina. ¿Estará enfermo? Sólo la voz y los ojos parecen gozar de una fuerza inquebrantable. Habla de la arrogancia de Alejandro al atacar a través de Jaxartes.

—Del mismo modo que hace sólo unos días nuestros guerreros masacraron al enemigo en los bajíos del Raudal de Bendiciones, así acabaremos con Alejandro y sus asesinos a sueldo cuando intenten pasar al otro lado del Jaxartes. Dios no permitirá que ese blasfemo pise nuestro sagrado suelo. ¡El río correrá rojo con la sangre del invasor derramada por la espada del Todopoderoso!

Al igual que Gancho en otras arengas, Espitámenes saca a relucir el catálogo de supuestos conquistadores a los que el valor de afganos y escitas hizo fracasar en el glorioso pasado. Que Alejandro no se confíe en su celebrada buena suerte, porque el viento que comienza en el norte, cambia de dirección y sopla del sur. El Lobo se vuelve de nuevo hacia los prisioneros para dirigirse a nosotros.

—Vuestro rey nos tiene por salvajes e ignorantes, pero hemos aprendido algo que él no sabe: la debida medida del destino del hombre bajo el cielo.

»Los grandes árboles tardan en crecer, pero caen en una hora. Hasta el león sirve de comida para los pájaros más pequeños y el óxido acaba con el hierro. Así pues, decidle a vuestro rey que aferre su suerte con fuerza, porque la fortuna es escurridiza y no se la puede retener contra su voluntad.

»Por último, si vuestro señor Alejandro es un dios, debería conferir bienes al ser humano, no despojarle de los pocos que tiene. Pero si es un hombre mortal, que recuerde qué sitio ocupa en el plan del Todopoderoso. Pues, ¿qué es realmente la locura sino recordar cosas que hacen olvidarse de uno mismo?

Dos amaneceres después, Alejandro ataca a través del Jaxartes. Nuestro grupo de cautivos, custodiado por Ham y los otros, observa desde un pico que da a la vasta planicie desarbolada.

El río tiene una anchura de trescientas yardas. En la orilla más próxima se concentran treinta mil bactrianos y sogdianos, daas, sacas y masagetas. La hueste oscurece la ribera a lo largo de dos millas, aglomerada como el enjambre de un hormiguero. Ni siquiera me atrevo a mirar de reojo a Lucas. ¿Qué posibilidades tienen los nuestros de tomar una ribera hostil contra semejante horda?

Las balsas y flotadores de Alejandro se lanzan al cruce. Vemos jinetes, despachados por Espitámenes, galopar hacia las tropas de las alas derecha e izquierda, llamándolas hacia el centro. El frente del enemigo se contrae. La profundidad y densidad se concentra en ese sector de la ribera de mil yardas de lado a lado, hacia el que la flotilla de Alejandro avanza. El Lobo sitúa a sus arqueros al frente, al mismo borde del agua. Son tantas las ganas de disparar contra nuestros compañeros que algunos de ellos se meten hasta los muslos en la corriente por propia iniciativa. El enorme arco escita se usa sujetándolo con un pie contra el suelo; lanza saetas la mitad de grandes que una jabalina. Esas flechas surcan cien yardas por el aire con suficiente potencia para atravesar una armadura.

¿Cómo cruzará Alejandro el último trecho, al alcance de semejantes andanadas?

En primera fila del grupo de cautivos que contemplamos la escena desde el pico se encuentra Aeropo. Oírnos a sus compañeros que le narran lo que acontece. Pregunta si nuestras tropas hacen algún movimiento en los flancos, si el cruce del río sólo es un ardid, si nuestro rey manda caballería corriente arriba o corriente abajo para superar al enemigo y atacarlo desde los flancos y la retaguardia.

Todos los ojos se esfuerzan en divisar algo para contestar. Nada.

¿Y las embarcaciones? Aeropo maldice su ceguera. ¿Son lanchas o balsas? ¿Cuántas hay?

El ataque mace avanza en oleadas: las almadías reforzadas como reductos; las balsas —que transportan veinte, treinta, cincuenta hombres— guarecidas con protecciones laterales y manteletes en proa. La flotilla consta al menos de cinco mil embarcaciones. Cruzan en líneas tan compactas que parecen un enjambre de avispones. Se ha montado y aparejado gran cantidad de tramos de pontones flotantes que se extienden desde la ribera ocupada por los maces hasta dos tercios del ancho del río, todo lo lejos que se podía llegar sin ponerse al alcance de los arcos escitas. Desde esas plataformas fijas, ancladas en el lecho del río, cientos de cables se extienden todo el tramo hasta la orilla de embarque. Desde el pico en el que nos encontramos apenas distinguimos esos cabos debido a la gran distancia que nos separa, pero es evidente que nuestros compañeros no impulsan las embarcaciones con remos (de otro modo veríamos la corriente desviar su curso).

Lo que hacen es remolcarlas con cabos encordados en las troclas de las plataformas de los pontones ancladas en el canal.

—Nuestros compañeros deben de ir jalando de los cables para avanzar —dice Aeropo cuando le describen la escena—. ¿Qué trecho han cruzado en la corriente?

Le contestan que la mitad. Cincuenta yardas más y estarán al alcance de los arcos escitas.

—¿Y los caballos?

Los están cruzando a nado. Van detrás de las balsas y las barcazas. La infantería ligera, con decenas de miles de soldados, nada detrás de los caballos, con los brazos y las armas apoyados en bolsas bhoosa de piel de cabra rellenas de paja.

—¿Y Alejandro? ¿Lo veis?

Al frente, por supuesto. Incluso desde tanta distancia distinguimos el brillo de su armadura y los destellos del casco de hierro bruñido como plata y doble penacho.

Las primeras barcazas maces han llegado a la marca de los dos tercios de la corriente; en los pontones. Los arqueros escitas empiezan a disparar al aire y los proyectiles caen al agua con un chapoteo a escasas yardas de las balsas más adelantadas. Resuenan fuertes gritos entre el enemigo y vemos a los hombres de las tribus avanzar en tropel. Millares se apiñan en la orilla y centenares se meten en la corriente en su afán de entablar la lucha con los maces que se acercan. En nuestro pico, Ham y los guardias se han adelantado. Ellos también quieren presenciar el espectáculo. Captores y prisioneros toman posiciones codo con codo, paralizados por el drama que está a punto de convertirse en batalla campal. Veo a Ham mover la boca al tiempo que golpea rítmicamente el suelo con el pie.

—Ahora —nos dice a Lucas y a mí—, veremos a vuestro rey ahogarse en su propia sangre.

—No apuestes por ello —contesta Lucas.

La primera oleada de las barcazas de ataque macedonias se ha detenido. La segunda se acerca por detrás, seguida de una tercera y una cuarta. Unidas forman un sólido frente de mil yardas de punta a punta y setenta y cinco de fondo. A unas cien yardas, enfrente de ellas, las hordas escitas bailotean en la orilla a la par que lanzan insultos y pullas. En el pico, todo el grupo contiene la respiración.

De repente, se iza un banderín en la embarcación de Alejandro. A lo largo de la ribera ocupada por los macedonios se alza un millar de carpas cuadradas que nosotros (y el enemigo) hemos supuesto que son tiendas para el ejército. Nuestro rey hace una señal y las telas y pieles de las carpas se retiran. Debajo aparecen dotaciones y máquinas.

—¿Qué pasa? —grita Aeropo.

—¡Catapultas! —responde uno de nuestros compañeros—. ¡Proyectiles incendiarios y jabalinas!

Una andanada de mil saetas surca el aire desde la orilla macedonia. Trazos de humo tiznan el cielo. Se dibujan trayectorias luminosas de parábolas de fuego.

Todos forzamos la vista. Apenas atisbamos las máquinas al encontrarse demasiado lejos, pero no cabe error en las salvas de humo y llamas que salen disparadas desde la ribera macedonia. Recipientes incendiarios.

Nafta en llamas.

—¡Piedras y saetas! ¡Las barcazas las lanzan también!

Ahora las embarcaciones de asalto avanzan. Llevan catapultas. Cada barcaza es un reducto naval con una máquina lanzadora; el frente de una milla es una gran plataforma de artillería.

Los bárbaros se han apiñado de tal forma al borde del agua que es imposible que nuestros artilleros fallen. Una segunda andanada sube en arco al cielo. Antes de que esos misiles lleguen a su destino, la artillería lanza una tercera andanada y llueve fuego sobre el adversario. El caos se desata en la orilla enemiga. Cada saeta traspasa a un guerrero o un caballo de los escitas, cada recipiente incendiario explota en medio de la masa de hombres y bestias.

Para los afganos la artillería moderna es una experiencia completamente nueva. Desde luego, para Ham lo es. Contempla la escena que se desarrolla allá abajo con los ojos desorbitados por el horror. Ese sonido que no se parece a ningún otro —el clamor de hombres y animales dominados por el pánico— asciende con tal sonoridad que lo oímos sin dificultad a pesar de lo alejados que estamos. Los arqueros del enemigo que estaban delante han dado media vuelta y huyen en desbandada, con lo que desatan el caos en los jinetes que estaban detrás de ellos. Se abren grandes brechas en las filas delanteras del enemigo. Vemos a las alas correr a toda prisa a derecha e izquierda y a la retaguardia darse a la fuga. En el tumulto, los jinetes arrollan a las tropas de a pie y la infantería provoca el caos en la caballería.

La primera oleada de Alejandro sigue avanzando y está a cincuenta yardas de la orilla. Oxybeles y catapultas disparan a bocajarro. ¿Dónde está Espitámenes? La situación del enemigo sólo puede designarse como pandemónium. Las oleadas de ataque macedonias se dirigen hacia la ribera a toda velocidad. Por encima de sus cabezas pasa una descarga tras otra de fuego y hierro. Las tropas que tapizaban con tanta densidad el frente enemigo de mil yardas ahora se desperdigan como humo al viento.

Los cautivos, eufóricos, gritan de alegría. Ham y sus compañeros están estupefactos. Y ahora es cuando ocurre lo más extraño. Aunque nuestros guardianes son numerosos y van armados mientras que nosotros estamos con las manos vacías, es a ellos a los que el terror deja petrificados y nosotros los que tomamos la iniciativa.

El primero en llegar a la orilla es Alejandro. De eso no nos enteraremos hasta después, pero sí vemos una oleada de nuestros compañeros que emerge de los bajíos en tanto que el enemigo arroja a un lado escudos y armas, y huye en desorden.

En el pico, nos lanzamos sobre nuestros captores, aunque antes de que hayamos dado tres pasos, Ham y sus compañeros se dan a la fuga montaña abajo.

Al caer la noche, la planicie allá abajo está completamente vacía ya que el enemigo huye hacia el norte, a las Tierras Salvajes, perseguido por las brigadas de a caballo y a pie de Alejandro.