Los guerreros de Espitámenes provienen de cinco naciones. Bactrianos y sogdianos conforman el grueso de su ejército. Estos son auténticos afganos, hombres de clan del territorio situado entre el Hindu Kush y el Jaxartes; combaten como la caballería tradicional a las órdenes de oficiales persas civilizados y nativos entrenados por persas. El Lobo también tiene una infantería de hombres de tribus del sur, del Panjshir, de Kabul y de los valles de Ghorband, de Ghazni y Kandahar y de las planicies de la lejana Artacoana. Estas son sus verdaderas tropas afganas. Los restantes combatientes son escitas. Esos son auténticos salvajes. La primera nación, la de los sacas, son gentes de montaña y del desierto que subsisten con su ganado y sus hatos y van buscando el pasto de temporada. La segunda, la daas (que significa «ladrón»), vive del bandidaje. Los daas no son tan numerosos como los sacas pero son mucho más belicosos. Unos y otros son nómadas de las estepas al norte del Jaxartes, lo que llamamos Tierras Salvajes, y a lo largo de siglos han ahuyentado a todos los monarcas imperialistas que intentaron someterlos. La tercera y más temible nación de los escitas es la de los masagetas. Es la verdadera raza guerrera que desprecia el trabajo físico y que vive únicamente del asalto y el saqueo. Los guerreros de los masagetas desmontan sólo para dormir. Son los jinetes más sensacionales del mundo. A ellos corresponde la gloria de haber abatido en batalla a Ciro el Grande hace doscientos años, en defensa de sus estepas nativas.
A estos demonios nos han entregado a Lucas y a mí. Ya tienen otra media docena de prisioneros maces. La fuerza se divide.
Espitámenes y sus bactrianos se dirigen hacia Maracanda, en tanto que los sacas y los daas se dispersan hacia sus pueblos o, para ser más precisos, hacia los campamentos temporales donde sus mujeres e hijos esperan en los carromatos cerrados que constituyen sus casas. Los masagetas, que son los que nos han capturado, se encaminan al norte, hacia el Jaxartes. Este desplazamiento no se realiza en un único grupo, sino que los distintos clanes y bandas se separan y cada cual enfila hacia su punto de destino. Lucas y yo vamos con los demás cautivos; nos han cubierto la cabeza, pero son bolsas tan harapientas que se puede ver algo a través del tejido. Hasta con los ojos vendados uno puede calcular el número de jinetes por el sonido, así como la dirección en la que se camina, gracias a la posición del sol. Calculo unos dos mil jinetes en esta partida de masagetas (la nación, nos han dicho, la componen más de cien mil), que ahora se fragmenta en cien grupos como poco. El nuestro debe de tener unos cuarenta. El que manda en el grupo está a nuestro cargo; habla el dari bastante bien y chapurrea el griego, así que nos podemos comunicar. Su método para interrogarnos es directo; nos hace preguntas a gritos a través del saco que nos tapa la cabeza; si nuestras respuestas no son satisfactorias o no contestamos con suficiente rapidez, nos apalea en las costillas, las rodillas y los riñones con una porra que no hemos visto pero que golpea como un bastón de combate.
Lo estoy pasando muy mal con la cabeza y el brazo. Para Lucas la cosa es peor, ya que la herida de la cara no deja de sangrarle; con el calor y los infernales insectos afganos, la bolsa que le tapa la cabeza se convierte en un horno en el que se asa. Además, las costillas y la rodilla lesionadas lo torturan de manera constante. A eso hay que sumar el miedo a la muerte, que nos atormenta a los dos.
—Si muero —me dice Lucas cuando nos paramos la primera noche—, no permitas que el ejército se invente una historia ficticia. Cuéntale a los míos lo que pasó realmente. En cuanto a mi propio final, no tengo esos escrúpulos.
—Pues a los míos cuéntales la bola más gorda que se te ocurra.
Durante las marchas los masagetas subsisten con cuajadas y sangre. Esta última la extraen de las venas de los animales de su hato mediante una caña afilada; luego cierran la herida con saliva y barro. Nadie hace aspavientos por esto, y los que menos, los propios animales. Los guerreros complementan su sustento con una especie de papilla de arroz o de mijo que no se diferencia mucho de nuestro «pienso» y que toman fría con uvas pasas, lentejas o nueces. De bebida llevan kumis, la leche fermentada de yegua. Cazan, como nosotros, sobre la marcha, así que la carne de alguna que otra avutarda o cabra salvaje va a parar a la olla. Los masagetas sólo encienden lumbres de día, en un alto de la marcha, y de noche se ponen en movimiento otra vez. En esta época del año, los días son abrasadores y por las noches das diente con diente. No se hacen paradas que duren más que unas pocas horas, excepto en ciertas eminencias del terreno defendibles y en complejos de cuevas. Allí las tropas dormitan todo el día, hombres y ponis.
Durante la marcha los masagetas cantan. Es un sonsonete que canturrean durante horas y que dirige primero un guerrero, después otro y así hasta que todos los bandidos de la columna han tenido su turno. A excepción de las pendientes más escarpadas, ninguno desmonta. Los masagetas hacen todo a lomos del caballo, incluido responder a la llamada de la naturaleza. En su léxico, caminar es cosa de mujeres y perros. A Lucas, a mí y a los otros prisioneros nos hacen andar hasta que ya no nos sostenemos en pie; después, nos arrastran. Los cuidados están reservados para los ponis que tiran de nosotros. Cuando tu peso se convierte en una carga excesiva para tirar de ella, nos suben y nos atan a la grupa de nuestros yaboos, con estacas metidas por debajo de los codos, las manos atadas delante y los tobillos atados por debajo del vientre de los animales. Cuando perdemos el equilibrio y caemos, cosa que nos pasa una y otra vez, nos dejan colgados cabeza abajo. La cabeza nos rebota contra las piedras a lo largo del camino y nos sangran los tobillos, las muñecas, la boca y los oídos. Al cruzar arroyos la cabeza se nos mete debajo del agua, eso si no la golpean ramas y piedras sobre las que nos arrastran nuestras monturas. Sorprendentemente, al ir boca abajo conseguimos tragar suficiente agua enlodada para no morir de sed. Cuando el grupo acampa, nos quitan las bolsas de la cabeza, nos dejan comer y después nos atan a estacas tendidos boca arriba y despatarrados en el suelo. La primera noche, un tipo con aspecto de no tener muchas luces se para de pie a mi lado, sin decir nada. Es obvio que me evalúa como un ejemplo del invasor europeo. Estudia mis rasgos con seria concentración y luego se agacha y coge una piedra pesada. Me preparo para recibir el golpe que me aplastará los sesos, pero el tipo se limita a alzarme la cabeza y a colocar la improvisada almohada debajo, con delicadeza.
Durante la marcha evoco la imagen de Shinar. Eso me da fuerzas. ¿Qué pensaría si lo supiera? ¿La complacería? ¿Le habrá llegado la noticia de la masacre? ¿Teme por mi vida?
Los propósitos surgen. Hago tratos con el cielo. A intervalos, otras partidas de guerra se cruzan con nosotros; parlamentan e intercambian noticias. Es evidente que se trama algo al nordeste. Los hombres de las tribus conferencian con gran animación y después cada grupo se va por su lado.
El páramo afgano que, a los ojos europeos, parece inhóspito y monótono, tiene para estos hombres calzadas principales y vías tan inequívocas como la de Atenas a Corinto o la Calzada Real Persa. El desierto contiene para ellos posadas y serais, lugares de oración, plazas públicas y mercados. Conocen cada giro, dónde hay manantiales de agua dulce y pasto verde y cualquier otra cosa como si sacaran la información del viento. El grupo va de un depósito enterrado a otro. Cae la noche; la compañía desmonta y excava. Nuestro jefe (al que Lucas y yo llamamos, entre nosotros, «Gancho» por la nariz) supervisa el trabajo. De uno de los refugios sacan bichees y tasajo de gacela, ghalla (el tofu o queso de soja), armas, ropa y vino. Mientras se levanta el campamento a la mañana siguiente, el clan entierra la comida y todos los avíos que les sobra —khisar, petates y bridas que hay de más— para el próximo grupo que llegue allí.
—To dal Iskandera chounessi —dice nuestro guardia—. Alejandro no tiene esto.
Los interrogatorios han pasado a ser algo más que las rutinarias palizas nocturnas. Lucas y yo hemos aprendido unas cuantas palabras y nuestro guardián, Ham, resulta que sabe mucho más griego de lo que aparentaba al principio. Estamos recostados contra unas piedras, en grupos de cuatro, con las manos libres, aunque los tobillos nos los han atado a estacas clavadas al suelo. El jefe, Gancho, nos acosa a preguntas. Quiere saber por qué seguimos a Alejandro. ¿Somos de la misma tribu? ¿Estamos relacionados por lazos de sangre o de matrimonio? Cuando respondemos que no, crece su desconcierto. ¿Por qué vinimos aquí? ¿Qué buscamos? Señala hacia la estepa.
—¿Habéis viajado mil leguas para robarnos lo poco que tenemos?
Gancho se llama Baropamisiates, que significa «hombre de las colinas». Quiere saber cosas de nuestro país, Macedonia. ¿Se pueden criar caballos allí? ¿Cuántas esposas puede poseer un hombre? Al oeste de nuestras fronteras, ¿el cielo se precipita realmente en el mar?
Por encima de todo, Gancho siente curiosidad por Alejandro. Que nuestro señor sea de una estatura inferior a la media desconcierta e irrita al afgano.
—Si los dioses hubiesen querido que la talla corporal de vuestro rey fuese pareja a su ambición, ni la propia tierra habría tenido suficiente espacio para contenerlo, y con una mano habría querido tocar el sol naciente y con la otra, el poniente. ¿Qué clase de hombre desea aquello que jamás puede alcanzar? De Europa pasa a Asia y de Asia, a Europa. No lo detienen montañas ni desiertos ni los mares inmensos frenan su avance.
Gancho nos da la charla sobre la necedad de monarcas pasados que llevaron la guerra a las gentes libres de las estepas: Semíramis, el audaz Sargón, Ciro el Grande.
—Ese orgulloso tirano que se hacía llamar Elegido de Dios, cuyos sirvientes llevaban delante de él una imagen de oro del sol… Ahora sus huesos yacen mezclados con nuestro polvo y sus entrañas se han dispersado convertidas en festín de perros y cuervos.
Los afganos, afirma Gancho, tienen dos aliados invencibles: el tamaño y la desolación de su tierra.
—Vuestro rey podrá derrotarnos, pero jamás rendirá a semejantes aliados.
Es una idea equivocada creer que el desierto es un terreno llano, liso como una mesa, por el que viajar es una simple cuestión de dirección y rapidez. Por el contrario, la estepa es un laberinto de trampas y escollos naturales, de cañones sin salida y riscos. Ríos de arenas movedizas aparecen en medio de escarpas rocosas; ciénagas salobres se materializan en mitad de baldíos arenales. Fallas de un cuarto de milla de profundidad surgen como salidas de la nada y no se las puede rodear. Un enemigo que sabe moverse por un territorio así cuenta con una ventaja insuperable. En retirada puede atraer con señuelos a sus perseguidores para meterte entre promontorios sin salida de los que sólo puedes escapar volviendo por donde has venido, o tenderte cebos en laberintos de gargantas y cañones de los que él sí sabe cómo escapar, pero tú no. Sabe cómo conseguir que te pierdas y que te pongas a girar en círculos. Y siempre está el agua y su falta. Recorrer una tierra tan agreste sin un conocimiento preciso de dónde están los manantiales y los pozos es un suicidio. Una unidad no puede desplazarse más de dos días en cualquier dirección; simplemente, hombres y caballos no pueden cargar con el agua suficiente para ir y volver. Tener guías nativos no sirve de nada. Todos trabajan para el enemigo. Un afgano que ayuda al invasor vuelve a su pueblo para encontrar a su mujer e hijos despedazados o esperándolo para despedazarlo a él. El adversario vencido en combate sabe encontrar fácilmente una vía de escape mientras que tú, en su persecución, has de enfrentarte a una maraña de desfiladeros y cursos secos de río, consciente en todo momento de que el enemigo es un maestro en huidas fingidas y emboscadas en retroceso.
Sobre todo esto nuestros captores nos ilustran con gran empeño. A estas alturas ya se han descartado las bolsas de la cabeza y las vendas de los ojos. Nuestros carceleros quieren que veamos a qué nos enfrentamos nuestro rey y nosotros. Para cuando el grupo cruza el Jaxartes (de noche, con bolsas bhoosa y los caballos nadando al lado), ya ni siquiera nos vigilan. ¿Adónde íbamos a ir?
Al norte del río, una serie de estribaciones recortadas atraviesan la planicie. Ya estamos en las Tierras Salvajes. El grupo sube por las colinas siguiendo una senda tan precaria que hasta los inigualables jinetes han de desmontar e ir a pie. Estoy pensando que ni siquiera los escorpiones pueden vivir en este infierno cuando rodeamos una ensillada y aparece el campamento más bonito que uno podría imaginar. Chiquillos y mujeres de un encanto impresionante corren a los brazos de padres y esposos; jóvenes de aspecto orgulloso se ocupan de los caballos de los guerreros y de los cautivos de la masacre del río. A Lucas y a mí nos conducen a empujones, sujetos los brazos, a un callejón sin salida entre altas rocas. Nos rodean mocosos y matronas salvajes.
¿Nos desmembrarán ahora?
Nuestro interrogador nos deja. Todos los hombres se van. Las mujeres y los niños empiezan a examinarnos. Nos tiran del pelo y nos meten los dedos en los oídos. Algunos nos pinchan la tripa con palos y otros nos dan pellizcos. Nos abren los párpados a la fuerza. Una vieja me mete la zarpa en la boca; cuando reculo, agarra una piedra y me golpea entre los ojos. Otra me tantea los testículos. Chillo. Como ya he dicho, nuestro interrogador se llama Ham y grito su nombre con terror. En cuestión de segundos el joven aparece, seguido por media docena de compatriotas. Se tronchan de risa. Ham nos explica que a las matronas y los mocosos les habían dicho que los maces no eran hombres, sino demonios, y que sólo lo estaban comprobando.
Todo el día siguiente las matronas caminan en tropel pegadas a nosotros. Nos tiran piedras y nos golpean la espalda y las piernas con garrotes. Vamos maniatados a la espalda. En las bajadas de desfiladeros rocosos las mujeres nos zancadillean y ululan con regocijo cuando nos golpeamos la cabeza al caer. Lucas lo está pasando muy mal con el ojo y las costillas; las mujeres se dan cuenta y lo atormentan sin descanso. No nos odian, no es ese el impulso que hay tras su crueldad. En realidad somos demonios para ellas. Nuestro cabello pajizo y los ojos de color avellana son señales para estas mujeres tribales de que no somos una raza de congéneres humanos, sino prole del infierno. Cuando el ojo de Lucas empieza a lagrimear un líquido oscuro, las mujeres se lo tocan con el dedo y chupan lo que les queda pegado en la yema, desconcertadas al descubrir que los macedonios derraman sangre como ellos. Por último, cerca ya del ocaso, se aburren y nos dejan en paz.
—Por Zeus —gime Lucas—, no habría podido sobrevivir una hora más.
Sólo una chica del grupo no ha participado en el sañudo ataque; es una muchacha de unos quince años con los ojos como obsidiana y el cabello negro como ala de cuervo. Ahora, cuando a los prisioneros nos estacan para la noche, se desliza hasta nosotros aprovechando las sombras y se arrodilla al lado de Lucas para enjugarle el ojo con un trozo apuñado de su pettu que antes ha empapado en agua fresca del manantial. Yo estoy estacado a tres pasos de distancia, al lado de otro cautivo llamado Medon; siento el pecho henchido de emoción al contemplar tal acto de piedad en este horrible sitio.
De repente un hombre aparece en la oscuridad, alza a la chica de un brusco tirón y se pone a abofetearla con violencia. La maldice y la acusa de algún delito que no alcanzamos a descifrar; la muchacha no intenta defenderse. En cuestión de segundos, la mitad de la partida de guerra se ha reunido. Los hombres chillan; Lucas, los otros y yo gritamos también. ¡La chica no ha hecho nada malo! ¡Soltadla, hijos de puta! El hombre aferra a la muchacha ante sí, por el cabello, y los hombres de la tribu braman con aprobación. El bruto se vuelve hacia nosotros, los cautivos. Un cuchillo curvo, un khofari, centellea en su mano. Nos lo enseña con deliberada lentitud y después pasa la hoja por la garganta de la chica con tanta fuerza y tan hondo que casi le corta la columna vertebral. Me pongo a gritar. Todos lo hacemos. El hombre tira el cadáver a sus pies; no se detiene siquiera los veinte segundos que la sangre de la pobre criatura tarda en formar un charco sobre las piedras. Se limita a dar media vuelta y se aleja a zancadas, rodeado de los hombres que no dejan de pregonar su aprobación.
—¡Dioses todopoderosos! —grita Medon—. ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué ha hecho eso?
Ham y sus compañeros miran fijamente a la muchacha asesinada.
—Es su padre.
Las mujeres arrastran el cadáver de la chica y se pierden en la oscuridad. Ham nos dice que había violado el código a’shaara. El delito no era imputable a nosotros, los maces, por recibir ayuda, sino de la chica por ayudarnos. Lo repentino y monstruoso del acto nos ha dejado mudos. ¿Cómo es posible algo así? ¿Cómo puede un padre asesinar a su propia hija?
Dormir queda descartado. Nos apretujamos, temblorosos bajo los harapos que nos cubren. En algún momento durante la segunda guardia nos levantan a patadas. Todos esperamos que nos asesinen como a la chica de cabello azabache, pero nuestros carceleros ya no se acuerdan de ella. Ham y un guerrero de más edad nos conducen a Lucas y a mí a una cresta desde la que se tiene una perspectiva de treinta millas. El resto de la partida ya está agrupada allí. Ham señala a lo lejos, hacia una línea de lumbres que parecen tan numerosas como las estrellas del cielo.
—Iskander —dice.
Es el campamento de Alejandro en la ribera sur del Jaxartes. Echo una mirada de reojo a Lucas. ¿Qué querrán ahora de nosotros nuestros captores? ¿La confirmación de que las hogueras de guardia son realmente de Alejandro? ¿Conjeturar sobre las intenciones de nuestro rey o sobre la dirección de la marcha? Pero no, los afganos no quieren nada, sólo enseñarnos la masiva congregación de nuestros compatriotas. Eso es lo que estos demonios quieren. Lo que han estado esperando.
En cuestión de minutos, el campamento se ha recogido y nos ponemos en movimiento. La partida aligera toda la noche. Sin andarse con contemplaciones, dejan de lado esposas e hijos, que se dispersan por cursos secos hacia valles pedregosos. Pasada la medianoche, veinte guerreros nuevos refuerzan la partida; por la mañana, otros dos grupos, de sesenta y noventa hombres, incrementan más aún su número. La cabeza me echa humo de querer entender qué significa la presencia de Alejandro en el Jaxartes. Si las luces de las hogueras de guardia son reales y no una treta para engañar al enemigo en cuanto a su número, entonces nuestro rey ha reunido al grueso de su ejército a lo largo del río, incluidas las unidades del tren de asedio. Eso sólo puede significar que Espitámenes ha venido hacia el norte desde Maracanda y ha entrado en las Tierras Salvajes. De otro modo, Alejandro habría ido directamente a la ciudad para vengar la masacre del Raudal de Bendiciones, de la que sin duda ya ha sido informado a estas alturas.
A la segunda noche, las tropas que viajan con Garfio han ascendido a casi mil hombres y hay jinetes que van y vienen constantemente entre la suya y otras divisiones. Salta a la vista que se avecina una batalla. El enemigo se está agrupando para hacer frente a Alejandro. Ahora traen más prisioneros, otros supervivientes del Raudal de Bendiciones que escaparon del río para acabar atrapados en las colinas y en el desierto. Las partidas los traen en grupos desarrapados; en total suman unos treinta y tienen peor aspecto que nosotros. El oficial de mayor grado es Aeropo Neoptolomeo, un capitán de la caballería de los Compañeros. Lo conozco de oídas; fue el comandante a cuyas órdenes luchó mi hermano Elías en Kandahar. Es joven, menos de treinta años. Fue uno de los syntrophoi condiscípulos de Alejandro, con el que él y sus otros compañeros compartieron de preceptor al filósofo Aristóteles. Los afganos le han sacado los ojos y lo conduce otro de los prisioneros.
Nos arrean como ganado hacia un confinamiento situado casi en el centro del campamento. A pesar de su ceguera, Aeropo va al frente. Nos pregunta el nombre a todos y los memoriza; nos organiza en una unidad con un objetivo —resistencia en coordinación— y una cadena de mando. Para mi sorpresa, el enemigo lo permite.
—Van a matarlo —dice Lucas.
La noche cae; hombres de tribus siguen llegando al campamento a decenas y a centenares, abarrotándolo.
—Primero se divertirán con él poniéndolo en ridículo —añade mi amigo— y después lo harán pedazos en nuestra presencia.
Lucas se acerca a Aeropo y, con respeto, le informa de su temor.
El capitán no se sorprende. Sólo comenta que, tradicionalmente, los bárbaros se arman de valor antes de un combate maltratando a los que son más débiles.
—Esta noche me toca a mí —dice. Nos aconseja a Lucas y a mí que recemos a sean cuales sean los dioses que creamos más capaces de ayudarnos a contener el intestino—. Personalmente, mi favorito es Odio.
A medianoche llevan a Aeropo ante la asamblea presidida por Sadites, el jefe de guerra de más categoría (que sustituye a Garfio y a los otros maliks insignificantes), en la zona situada al pie de los riscos de basalto. La noche es tan luminosa como un mediodía. Las tropas reunidas ahora se cuentan ya por miles y siguen llegando más y más con cada hora que pasa. El campamento ocupa la base de una montaña entera.
Aeropo sirve como sustituto de Alejandro. Su papel esta noche es el de ser arengado y tratado brutalmente. Al pie de los riscos se encuentra Sadites de pie. Un jaleo cuya causa está fuera del alcance de nuestra vista distrae su atención. Aparecen más jinetes. El frente de bárbaros se apiña en torno a Sadites y luego empieza a alejarse. El jefe se acerca a Aeropo, que espera, sujeto por dos guerreros, en el centro del raso alumbrado por antorchas.
—Dios ha decidido salvarte la vida esta noche —declara Sadites, que señala una ensillada de la montaña. Desde allí, montado en su hermoso corcel árabe y rodeado de su guardia de honor de jinetes, avanza nuestro verdugo y ahora salvador, Espitámenes.