La noche ha caído cuando vuelvo en mí. Lucas me sujeta. Estamos agazapados en el río los dos, escondidos debajo de un terraplén de la ribera, con sólo los ojos, la nariz y la boca fuera del agua. A Lucas lo han herido con un sable en la frente. Ha perdido un ojo y todo el lado izquierdo de la cara, envuelto en un vendaje improvisado, es un amasijo de sangre, cabello y carne. Tiene varias costillas rotas —aunque eso no lo sé todavía— y la rodilla derecha medio aplastada al habérsela pisado el casco de un caballo. Me sostiene por detrás, rodeándome el pecho con los brazos para que no me hunda bajo el agua. La cabeza me cuelga sobre su hombro. Raíces y ramas forman una pantalla que cubre nuestro escondrijo. Hago un esfuerzo para hablar, para darle las gracias, pero él me sisea para que guarde silencio.
En la corriente, el enemigo saquea los cadáveres. Buscan supervivientes: a los suyos, para rescatarlos y a los nuestros para rematarlos y desvalijarlos. Llevan antorchas. Cuando alguno ve un movimiento hace una seña y sus compañeros y él convergen en el punto indicado. Estoy helado. Me atormenta una sed horrible. El dolor del cráneo es tan fuerte que casi me deja sin sentido. Ya no tengo clavado en el hombro el astil de la flecha. Lucas me ha salvado la vida. Me asalta un fuerte sentimiento de culpa. Le suplico que se marche, que se ponga a salvo. Me hace callar con dos dedos sobre los labios.
—Estás mal de la cabeza, Matías.
Vuelvo a desmayarme. Cuando vuelvo en mí, la luna, que antes estaba alta a mi izquierda, ahora se mete a mi derecha.
—¿Puedes sujetarte tú solo?
Encuentro una raíz y me recuesto contra ella. Lucas me suelta. Los dioses saben cuánto tiempo lleva sosteniéndome a flote.
El río está abarrotado de cadáveres. Los cuerpos se han amontonado contra la maraña de broza y los troncos hundidos en el agua. Los daas y los masagetas cortan el cuero cabelludo a los hombres y luego los despojan de todo lo que valga algo; dejan desnudos los cadáveres. Los maces y los merces muertos se golpean unos contra otros en la corriente como trozas amontonadas. Esos son nuestros compañeros. Bandera y Estéfano podrían encontrarse entre ellos. Trapos ha entrado en los libros, lo sé. Y Nudillos estaba en la cola. La última vez que vi a Pulga tenía una lanza hincada en una cadera y una flecha clavada en la tráquea.
Las ratas de río se han encontrado con un banquete; corretean por encima de la montonera de carne y el pelaje mojado les brilla a la luz de las antorchas.
El enemigo ha encendido hogueras a lo largo de ambas orillas. Cualquiera habría pensado que, a estas alturas, semejantes salvajes se habrían entregado al alboroto y al desenfreno. Pero o poseen una firme disciplina nativa o sus oficiales están hechos de mejor madera de lo que imaginábamos. Hay centinelas apostados. Se atiende a las monturas. Incluso los grupos que saquean los cadáveres en el río lo hacen con la formalidad, hasta con el señorío, de magistrados que reparten una herencia. Un protocolo dirige la expoliación. Alcanzamos a oír a los guerreros.
—¿Mataste tú a este?
—No, creo que es tuyo.
Al menos eso es lo que imaginamos que dicen antes de que el cuchillo de escalpar trace el medio círculo de oreja a oreja mientras la mano del que toma el trofeo apuña el cabello de la víctima en una madeja y, con la rapidez que da la práctica, desprende el cuero cabelludo. La intensidad del horror al presenciar esto es imposible de transmitir con palabras. Te sientes enfermo, se te revuelven las tripas. Lo más insoportable es estar incapacitado y desarmado. Y, por supuesto, tienes miedo. Te desprecias por apelar desvergonzadamente, desde el fondo de tu corazón, a un cielo en cuya clemencia no sólo nunca has creído sino del que te has mofado y que has puesto en ridículo con todas tus energías. Pero no puedes evitarlo. El corazón te palpita en el pecho con tanta fuerza que estás seguro de que el enemigo tiene que oír el ruido y que los sonoros latidos lo conducirán hasta tu escondrijo. No obstante, tampoco puedes refrenarlo, al igual que te es imposible reprimir el ahogado resuello que es tu respiración.
Corriente abajo, el enemigo ha formado una barricada a través del río con guerreros a caballo y a pie en una línea de piquete, de orilla a orilla. Inspeccionan todos los troncos y las ramas que bajan flotando. Cualquier mace que intente escabullirse arrastrado por la corriente acabará topando con ellos.
Lucas me indica —por la señal marcada en una raíz— que el nivel del río está bajando. Al amanecer nuestro escondrijo quedará al descubierto. Tenemos que excavar. Antes he dicho que la vergüenza es más fuerte que el terror. Pero incluso la vergüenza tiene un amo y es la fatiga. Lucas y yo estamos demasiado exhaustos para sentir orgullo o miedo. Ya sólo queda el entumecimiento. Grupos de búsqueda acampan en la isleta, sobre nosotros. Si descubren nuestro refugio subterráneo nos desollarán vivos. Nos enterramos en el cieno como sapos en un barrizal.
Por agotado que esté, aún puedo apreciar la brillantez de la emboscada y de la masacre que el Lobo del Desierto ha orquestado como un maestro de la guerra. Era una caja de sorpresas dentro de otra, ruedas dentro de ruedas. Cada vez que mostraba a nuestros oficiales elementos de su plan, estos respondían con el contragolpe adecuado e incluso más agresivo. Sin embargo, cada evolución sólo conducía a los nuestros más dentro de la trampa. Participar era como presenciar desde el escenario la representación de una tragedia en la que cada escena se muestra en sucesión, sólo que aquí el drama es la muerte y nosotros, los actores.
El enemigo ha encontrado en Espitámenes a su genio, un comandante astuto, implacable y audaz que no sólo entiende las tácticas de Alejandro sino el espíritu que hay tras ellas y está, en verdad, por delante de nuestro rey tanto en su concepción como en la ejecución. La luna sigue descendiendo; el enemigo reduce progresivamente la búsqueda de supervivientes. En cierto momento, un hombre pasa a caballo ante nuestro escondrijo, al paso, rodeado de un séquito de jinetes bactrianos y sogdianos. ¿Será Espitámenes? ¿El Lobo en persona? Si es él, parece más joven de lo que me había imaginado, poco más de cuarenta años, esbelto como, un junco, nariz ganchuda y mirada penetrante. Monta un castaño árabe, un animal que no es grande pero de conformación perfecta, cuello fuerte y orgulloso y el pecho profundo de un corredor. Durante unos cinco segundos veo el rostro del Lobo. Si se trata realmente de él y no un comandante subordinado, es, como hemos oído, un hombre instruido y culto, no un salvaje. Tiene más aspecto de estudioso que de guerrero y más de sacerdote que de los dos anteriores. Su atuendo es de estilo bactriano a excepción del tarbousse persa —el gorro de fieltro que cubre las orejas, la frente y la barbilla— con una capa de caballería de color pardo sobre pantalones y blusón. Calza botas militares, de piel de buey, no de becerro como llevan los presuntuosos. El único emblema de autoridad, de serlo, es una daga de tipo damasquino, con mango de marfil, que lleva colgada de un correaje por el cuello y los hombros. Tiene serio el semblante y eso se refleja en sus compañeros.
¿Me consideraríais desleal si me confieso fascinado por ese hombre? Es algo que no puedes evitar. El tipo posee esa cualidad, inherente a todos los comandantes natos, de propósito centrado e imperativo. Los que lo acompañan son todos gallardos y montan animales espectaculares. Sin embargo, más adelante no recuerdo rasgos o peculiaridades de ninguno de ellos. Su comandante acapara toda mi atención.
En etapas posteriores de la campaña, el mito en torno a Espitámenes evolucionaría y crecería. Se oiría hablar hasta la saciedad de su zoroastrismo ferviente, de la modestia de su porte, de su piedad y austeridad, de su devoción por las Escrituras, de que no utilizaba caballerizos salvo a su hijo de catorce años, Desdas, y cuidaba personalmente a sus animales, de que dormía en el suelo junto a sus guerreros y no comía hasta que el hambre de los demás se había saciado. Su odio hacia el invasor macedonio era legendario, al igual que su valor en combate. Aunque sus orígenes tribales venían de los anah de Sogdiana, por parte de madre, gozaba del respeto de todos los pueblos, incluso los daas, los sacas y los masagetas por su dedicación a la causa común; era el único comandante al que seguirían aparte de los suyos. Se comentaba una y otra vez su reverencia por los santuarios de sus antepasados, su elocuencia cuando les hablaba a los suyos y su falta de avaricia. Los hombres decían que el Lobo era un alma gemela de Alejandro. Sin embargo, la sensación que tuve en aquella fugaz ojeada en el río fue que, de no ser por el rumbo de los acontecimientos, Espitámenes habría preferido la vida contemplativa a la de acción y que en el fondo era más un asceta que un guerrero. En eso se diferenciaba de nuestro rey, que ante todo era un luchador y un conquistador y que, privado de la gloria y de la exultación de la guerra, preferiría renunciar a la vida antes que amoldarse a otra forma de existencia inferior.
La luna se pone. Faltan dos horas para que amanezca. Oímos a los sirvientes del campamento enemigo recogiendo los bártulos. Al alba, Espitámenes se pondrá en marcha. Quizá sobrevivamos después de todo, Lucas y yo.
Pero al clarear el cielo nuestra esperanza se acaba. Lugareños.
Una columna de mujeres y niños se aproxima desde Maracanda. Se han puesto en camino para picotear los despojos del invasor hasta dejar los huesos limpios. Llegan a centenares. Para ellos es un día de fiesta.
Lucas y yo hemos socavado un hueco en la orilla y nos enterramos en él como ratas. Pero los lugareños y sus perros olisquean por todas partes y a los pocos minutos nos descubren. Mujeres y niños se arremolinan en torno a nuestro escondrijo mientras nos maldicen y nos arrojan piedras. Lanceros de las brigadas sogdianas de Espitámenes nos sacan a la fuerza. Las mujeres y los chiquillos nos apedrean y nos apalean. Casi me descoyuntan el brazo indemne. Nos hieren con cuchillos, nos arañan los ojos y nos tiran del pelo. No dejan de gritar dos palabras: utan y quoonan, que más adelante descubrimos que significan «comemierda» y «perro sarnoso». No ofrecemos resistencia. Si acaso, intentamos parecer más débiles y vapuleados de lo que realmente estamos. No funciona. Los malos tratos se redoblan. Al final, el ataque exacerbado de los lugareños es lo que nos salva cuando los lanceros, que al menos son soldados sujetos a una disciplina, nos protegen y nos sacan en volandas de allí como prisioneros para que sus superiores nos interroguen. Espitámenes ya ha partido con las unidades de vanguardia. El resto de la columna monta a caballo. Nadie sabe qué hacer con nosotros. Se conferencia y Lucas y yo no entendemos nada de lo que se habla, excepto que nadie quiere cargar con la responsabilidad de cuidarnos y custodiarnos. Parece que al final van a arrojarnos a las brujas y a los mocosos. La fiebre de los guerreros de hacerse con trofeos se ha consumido; no quieren nuestro pelo, no hay honor en ello, y no tenemos armas ni armadura de las que despojarnos.
—¡Rescate! —grito con una voz tan enérgica como me permite mi aporreada caja torácica, en parte por los sogdianos, con la esperanza de que les atraiga la idea y quieran sacar provecho. Mi esfuerzo tiene por recompensa un golpe en la coronilla con una maza de piedra. Mientras me protejo la cara me llueven más golpes en la espalda y los brazos. Tengo la sensación de que me han atravesado el cráneo con un clavo. Para mi sorpresa, descubro que la cautividad me ha reanimado. En mi interior empieza a crecer una oleada de odio y le doy la bienvenida. El ser humano es un mentiroso nato y, por lo tanto, yo también lo soy. De hecho ya he decidido no darles ni un solo dato a estos canallas, enterarme de todo lo que pueda sobre ellos y usar hasta lo más mínimo para hacerles daño, tan rápida y cruelmente como sea posible. Ninguno de los soldados enemigos entiende la palabra «rescate», por supuesto, pero parece que la idea se les ha ocurrido también a ellos. Al menos eso es lo que imaginamos que discuten los cabrones de una forma tan animada. Entretanto, las brujas y los mocosos siguen escupiéndonos a través del cordón de nuestros defensores; las mujeres incluso se orinan en las manos y nos arrojan los meados. La deliberación acaba. Nos ponen a cargo de dos guerreros con aspecto de novatos que no tendrán más de dieciséis años; nos atan las muñecas por delante y las toscas correas de cuero sin curtir las sujetan a las colas de dos ponis de carga en la columna. Azuzan a los animales para que se pongan en marcha; a nosotros nos hacen lo mismo. Partimos a un trote vivo. Piedras y puñados de barro nos persiguen por el aire a lo largo de media milla calzada adelante mientras la jauría de mujeres y mozalbetes aúllan pidiendo nuestra sangre. Mientras esto sucede, Lucas y yo no echamos siquiera una ojeada furtiva, ni siquiera alzamos la vista del camino. Las cosas han ido mal y empeorarán más aún.