El Raudal de Bendiciones es el río de Maracanda. Nuestra columna de descerco marcha a lo largo de su cauce a buen paso para alcanzar a Espitámenes, que tiene sitiada la ciudad. Donde el río emerge de las cumbres al nordeste de las murallas, lo hace como torrente y baja, atronador, por un desfiladero que llaman Quebrada de las Hermanas (en memoria de dos vírgenes afganas que, según la leyenda, saltaron al vacío para morir en un gesto de desafío contra algún invasor del pasado) para después nivelarse un trecho antes de sumergirse bajo tierra. Cuando se pasa por encima se oye correr el torrente subterráneo. Cerca del pueblo de Zardossa, la corriente emerge de nuevo para desplomarse por otro desfiladero, esta vez uno somero, en un vado llamado Riscal del Consejo. A esa altura el río se ha extendido a media milla de anchura y es tan somero que hasta un niño puede vadearlo. Numerosos bancos de arena e isletas, que los nativos denominan «viajeros», tachonan el canal. Desde una orilla apenas se alcanza a ver la otra. La rivera y las isletas están cuajadas de sauces, retamas y álamos, el tipo de plantas que abunda cerca de una corriente subterránea. En estos días, en otoño, las semillas de álamo navegan río abajo. El aire está blanco con las algodonosas simientes.
Nuestra columna se compone de dos mil trescientos hombres, de los cuales tres cuartas partes son de infantería, todos maces, a las órdenes de Andrómaco, apodado el Patillas por la espesa barba pelirroja, y de Menedemo, un comandante de caballería gallardo y brillante con sólo veintisiete años y que a los diecinueve había ganado la corona de laurel en el pentatlón de Olimpia. A nuestro medio escuadrón comandado por Bandera y Estéfano se le asigna cobertura de flanco; cabalgamos en el ala derecha de avanzada, alertas a una posible emboscada. Estamos en una expedición de cuatro días a marchas forzadas a través de un terreno semidesierto poblado de matojos, espinas de camello y tarayes. Durante todo el segundo día troto al lado del poeta.
Estéfano es uno de los pocos maces que no lleva, como se dice, una mujer de campamento. Tiene esposa e hijos allá, en casa, aunque nadie le ha oído hablar de ellos; sólo sabemos que les escribe una carta a diario. Sin embargo, eso no revela mucho ya que el poeta mantiene de forma simultánea correspondencia con un montón de colegas, actores, filósofos, músicos y sabe el cielo con quiénes más. Cuando el ejército se queda en una ciudad extraña, Estéfano tiene costumbre de alquilar una vivienda para él solo, incluso cuando el cuerpo le asigna al campamento o a acantonamientos. Lo hace para escribir. Qué fácil resulta olvidar lo famoso que es. Siempre está invitado a banquetes y recepciones (con las que el ejército transige en pro de las relaciones locales), a las que asiste con el formal atuendo militar y por lo general escoltando a una de las damas de moda de la ciudad que, con frecuencia, es a su vez poetisa o si no, mecenas de las artes. Mi fascinación por él ha aumentado, si cabe, a medida que nos hemos ido conociendo mejor. A decir verdad, nadie lo conoce realmente. Ni estando borracho suelta la lengua. Me he sorprendido a mí mismo mirándolo con atención cuando no se da cuenta. Observo su modo de beber y de comer; hasta el más mínimo detalle de su conversación me cautiva. ¿Qué habla de algún autor con aprobación? Rebusco por todo el campamento el libro de ese tipo. ¿Qué manifiesta desconfianza por cierto oficial? No me acerco a ese hombre.
Desde las montañas, el poeta se ha convertido en el campeón de nuestras mujeres afganas. Durante la marcha busca la ocasión de ponerse junto a ellas para conversar en farsi o en dari o, con Shinar, en griego. Se ha erigido en su enlace con el ejército. Lo he visto enseñando a Shinar a leer. Cree que no la valoro y me lo hace saber.
—Lo que no debes olvidar, Matías, es que esta joven que comparte tu vida azarosa, lo mismo que hacen todas las demás con nuestros compañeros, ha atravesado mares del alma tales que ni tú ni yo podemos siquiera llegar a imaginar. En su pueblo, incluso el hecho de que un forastero la vea de refilón le acarrearía una paliza. Hablar con él le costaría la vida. Ahora está aquí, con nosotros. ¿Crees que estas mujeres han dejado atrás semejante desprestigio? Arde abrasador en sus entrañas a todas horas. Cada pizca de placer que comparten con nosotros la pagan con la moneda de la vergüenza sufrida en secreto. Y sin embargo nos aman. Esta chica te quiere. ¿La has oído alguna vez pronunciar el nombre de Dios? No puede, porque en su opinión y en la de sus compañeras el cielo las ha rechazado, las ha expulsado a un exilio del que nunca podrán volver. «Ojalá veas la espalda de Dios» es la maldición afgana más cruel que pueden echarte. Ese es el pan amargo que tu chica tiene que tragar como pueda cada amanecer.
Le pregunto si ha escrito versos sobre estas muchachas. No me contesta.
—Los soldados y sus mujeres no son tan toscos como imaginan sus superiores. Viendo a tu hermano Elías y a su amante cualquiera pensaría que se encuentra ante un noble y su dama por lo solícito que se muestra el uno por el bienestar del otro. Hasta Bandera, que las prefiere tercas, no las maltrata. Y ya que estamos en ello, ¿qué hay de esa hueste de alcahuetas y rameras que sigue al ejército llueva o truene? Se han convertido en una familia para nosotros. Ninguna chica de Macedonia ríe con tanta alegría como ellas ni se entrega de un modo tan completo a placeres tan sencillos como un baño en el río o una pelea en la nieve. El ejército lleva consigo miles de infantes. ¿Quién se ocupa de ellos? Esas mozas despreciadas por todos. Puede que empezaran como putas, pero han acabado convertidas en madres, hermanas y esposas. Qué atroz ha de ser ese tormento para ellas, que saben que el hombre al que llaman esposo en este país la abandonará cuando le llegue el licenciamiento y regrese junto a su verdadera esposa y sus hijos para no hablar nunca más de ella ni de sus mocosos, con los que ha compartido las alegrías y las amarguras más intensas de su vida. ¿Recuerdas cuando en el Oxo los tesalios vendían sus caballos? ¡Qué patéticas esas despedidas! Al día siguiente esos mismos hombres echaban también a madres e hijos. ¿Cómo se sentían los abandonados? ¿Habían pasado menos calamidades que nosotros? Cada legua que recorremos, ellos la recorren con nosotros. Sufren bajas, como nosotros. Mueren de fatiga y necesidad, de sed y enfermedad. Los cocean mulas; caen por precipicios; el frío les congela las extremidades. Tampoco son inmunes a los ataques enemigos, porque el enemigo sabe muy bien cómo asaltar nuestros campamentos y de hecho los buscan, en especial estos merodeadores de territorios salvajes —los daas, los sacas y los masagetas— para quienes el pillaje y el botín son hábitos muy arraigados. Estas mujeres también saben luchar. Todas llevan un pincho en el pelo y conocen todos los puntos blandos en los que clavarlo. Estas mujerzuelas y queridas son las campeonas denigradas de nuestra causa. Sin ellas, no duraríamos ni un mes.
La columna descerca Maracanda sin contratiempos. Espitámenes, que había controlado la ciudad por poco tiempo, se da a la fuga al vernos aparecer. Los nativos afirman que su huida se debe a que ellos le han apremiado a hacerlo; temen la venganza de Alejandro si el rey sospecha que la ciudad ha guarecido a su enemigo. O tal vez sólo es un cuento. Sea como sea, tan pronto como Andrómaco y Menedemo se enteran de esto (antes incluso de que nuestros compañeros hayan desmontado) la columna emprende la persecución. Como siempre, nadie nos dice nada. Nuestro medio escuadrón, que ha constituido un ala de la vanguardia, no recibe órdenes hasta que un correo enviado por Andrómaco llega a galope a mediodía de esta jornada ventosa, con el aire cargado de semillas algodonosas, y nos comunica que nos quedemos aquí mientras la columna, dando media vuelta, regresa por donde ha venido, y que, cuando haya pasado, nos reorganicemos como retaguardia. En otras palabras: que hoy nos saltamos la comida nosotros y nuestros caballos.
—¿A quién se le ha ocurrido esta genialidad?
Estoy con Trapos, Púgil y Nudillos donde la calzada gira debajo de la muralla de la ciudad. Cuando nuestra unidad se entera de que no vamos a entrar, se alza un gemido general. La ciudad significa grano y agua fresca para nuestros animales, yacijas para nosotros o, al menos, sentarse en cuclillas detrás de la muralla y la oportunidad de dormir media noche. En cambio, ahora hemos de partir sin comer y sin descansar y sabiendo que la noche caerá dentro de pocas horas y nos sorprenderá en mitad de un terreno surcado por cientos de desfiladeros laterales en cualquiera de los cuales podría esconderse un regimiento; así como un río que, con la densa maleza y el aire cuajado de semillas algodonosas, nos hará estar tan ciegos como si nos hubiésemos metido en un banco de niebla. En medio de ese puré, el enemigo podría aparecer desde los matorrales o desde el desierto o incluso desde la somera corriente de agua.
—Chicos —dice Estéfano—, no me gusta nada esto.
Regresamos al trote por la misma ruta por la que hemos llegado. Hay un peligro cuando sirves a un comandante tan audaz como Alejandro y es este: cuando el rey no está presente y son otros los que tienen el mando, esos oficiales sienten vergüenza de actuar con menos arrojo y audacia de como imaginan que haría él; y eso puede meterte en problemas. Los soldados lo notan. Huelen el alud de mierda que se les viene encima.
—¡Fuera las cubiertas! —brama Bandera mientras recorre a medio galope nuestro frente. Se refiere a que quitemos las fundas de piel de buey que cubren las moharras—. ¡Frotadlas! —Se agacha para tomar un puñado de tierra con el que restregar el astil de la lanza para aferrarlo con firmeza. Siento como si me cayera un ladrillo en las tripas. Daría la paga de diez días por parar y soltar una mierda. Los cascos de monturas enemigas marcan un ancho surco hacia el este. El rastro es tan reciente que los excrementos de los animales casi humean. Miente quien, ante un rastro tan fresco, afirma que los huevos no se le ponen de tapaboca.
Nuestra posición ocupa las dos alas de retaguardia. Hemos pasado el pueblo de Zardossa y el río fluye a nuestra derecha, poco profundo y ancho, atestado de retamas y sauces. A la izquierda todo está cuajado de tarayes y chaparrales. Terreno de arbustos; no alcanzas a ver más allá de cien pies. Cada doscientas yardas te encuentras con la tajadura de otra barranca, semejante a una calzada lateral que desemboca en la principal. Faltan dos horas para que oscurezca. Los caballos resoplan en cada riachuelo tributario; tienen sed y quieren agachar la cabeza para beber. La orden es avanzar deprisa, así que los azuzamos para que crucen.
La disciplina de la marcha manda que una columna en un terreno tan apropiado para una emboscada debe proceder con extrema cautela. La caballería de las alas tendría que rastrear los matorrales en tramos de cincuenta yardas. Habría que asegurar cada barranco seco antes de que la columna lo cruzara. Pero el tiempo juega en nuestra contra. Y la maleza es tan frondosa que se tardaría una eternidad en peinar sólo una franja de un cuarto de milla. También debería haber cobertura de las alas a la orilla del río. Deberíamos ser dos escuadrones, no dos medios, y habría que inspeccionar todas las isletas hasta la orilla opuesta, invisible porque se interponen el denso matorral y las blancas semillas flotando en el aire.
Una hora para el anochecer.
Demasiado lejos de Maracanda para pedir que venga ayuda.
De repente aparecen jinetes a nuestra espalda. Su número iguala a nuestro medio escuadrón de retaguardia; como nosotros, avanzan al trote, más o menos a un estadio de distancia. Se dejan ver con tal descaro que al principio creemos que tienen que ser de los nuestros. Nudillos suelta un penetrante silbido para alertar a Bandera, que cabalga a la cabeza del ala. A su lado, en la calzada de la ribera, marchan dos compañías de mercenarios de a pie. Bandera envía un jinete a sus capitanes. Ya vemos el despliegue de la infantería. Bandera espolea su caballo hacia atrás mientras nos indica por señas que formemos en cuñas.
Somos ochenta y nos dividimos en grupos de veinte. Los que están a mi cargo son los diez situados más a la izquierda. Pongo a Nudillos en la punta (lo que significa la zaga) y cabalgo para situarme en el ala. A mi izquierda, la isla más cercana está a unas cien yardas. Me da mala espina. Lucas pasa azuzando su montura y ocupa su posición en la cuña.
—¿Son de los nuestros? —pregunta en voz alta; se refiere a los jinetes que se acercan por detrás.
—¡Cabalga hacia ellos y entérate! —se ríe Bandera.
Ya notamos que la columna se comprime. A la cabeza se oye vocear a los hombres. Algo pasa allí delante. A través de la nube algodonosa que flota en el aire atisbamos compañías que forman frentes a la izquierda, de cara a los arbustos, y a la derecha, de cara a los bajíos. Entramos en una zona de riscos. Los ribazos ascienden, prominentes, a la izquierda. En lo alto aparecen jinetes. Arqueros. No son de los nuestros. No tenemos arqueros. Los jinetes que vienen por detrás han extendido su línea de frente. La franja llana de tarayes y chaparrales entre el río y los repechos debe medir alrededor de un octavo de milla. La cubren. Tras ellos aparecen más hombres montados. Van dos en cada caballo: jinete y soldado de infantería. Hemos oído hablar de esta práctica pero nunca la habíamos visto. Cuando entran en acción el jinete suelta al segundo hombre en pleno galope y ese tipo se une al combate a pie.
Estéfano sofrena su caballo en su puesto en la cola.
—¡Hijos de puta! —grita mientras señala al enemigo—. Lo tenían preparado desde el principio. Se refiere a que la huida de Espitámenes de Maracanda era una farsa. La emboscada estaba tendida hacía días. El enemigo ha tenido tiempo para prepararla. Sin duda ha acondicionado el terreno cavando trampas donde caigan animales y jinetes para que los aplaste algo de pesado, al igual que las otras llamadas toperas rompepatas; también habrán bloqueado las posibles vías de escape con matorrales y árboles talados.
Le pido a Bandera que me deje investigar la isleta. Demasiado tarde. Sin un solo ruido, la línea de árboles parece cobrar vida. Arqueros a caballo salen a descubierto. No disparan sus arcos y tampoco cargan; simplemente avanzan hacia el borde del agua y mantienen la posición. No hace falta más. Toda la compañía ha quedado inmovilizada. No podemos atacar a los jinetes que vienen por detrás porque pondríamos en peligro a la infantería a la que se nos ha ordenado proteger y no podemos cargar contra la isleta porque dejaríamos desprotegida nuestra retaguardia. Lucas maldice a las alas de avanzada por no haber limpiado esa pantalla tan evidente. Tal vez la rastrearon y la encontraron despejada. El enemigo podría haber estado escondido en isletas más alejadas y después habría avanzado fácilmente, sin que lo detectaran, una vez que los exploradores hubieran pasado.
¿Qué otras sorpresas nos tiene preparadas el Lobo? En la isleta hay unos doscientos hombres. Cuando nuestra infantería ataque, ¿cuántos más aparecerán?
El soldado está entrenado para responder a ciertas situaciones sin necesidad de recibir órdenes. Afrontando una carga de hombre a caballo, la caballería ataca en formaciones en cuña. En emboscadas por el flanco, la infantería ataca de inmediato. Nuestras tropas son de primera y están preparadas para realizar tales evoluciones hasta en sueños. Pero ni la gran destreza ni el valor nos servirán ahora. Estamos en una trampa y las mandíbulas se van cerrando. Gloria a Espitámenes. El Lobo del Desierto nos ha engañado como a bobos. Se ha servido del terreno y de la hora del día, de la extensión de la marcha y de la falta de agua y alimento; se ha aprovechado de nuestra arrogancia y de nuestra ignorancia. Nos ha obligado a luchar en su terreno y con sus reglas.
Nuestra fuerza es igual en número a la del enemigo. Estamos mejor entrenados y somos más disciplinados; llevamos mejores armaduras y armas. Sin embargo, estamos extendidos en hilera como patos en el agua. El Lobo caerá como un enjambre sobre nosotros. Lanzará a sus alas contra la cabeza y la zaga de la columna para, de ese modo, atrapar e inmovilizar a nuestros compañeros del centro. Luego partirá la columna en secciones. Galopando en círculo, sus arqueros rodearán cada sección aislada y dispararán a boca jarro para después retirarse a una distancia segura cuando intentemos aproximarnos a ellos. No tenemos arqueros. Si nuestra infantería abandona el abrigo de la formación en cuadro, armada sólo con lanza y espada, el enemigo a caballo incomunicará a los soldados y los masacrará meticulosamente. Si los de caballería intentamos la misma maniobra, los hombres de Espitámenes retrocederán hasta que no nos atrevamos a perseguirlos más lejos. Hagamos lo que hagamos, estamos acabados.
Es evidente cómo ha de actuar nuestra retaguardia; tan obvio que nuestros oficiales no se detienen siguiera para dar la orden. Simplemente se dirigen a sus puestos, conscientes de que todos los hombres se moverán a su señal. Y llega. Bandera dirige nuestras dos cuñas directamente hacia los jinetes que se aproximan por detrás. De forma simultánea, nuestra infantería merce, que tenemos al lado, se coloca en formación de cuatrocientos de frente y cuatro de fondo y avanza hacia el río con intención de luchar cuerpo a cuerpo con los arqueros de la isleta. Estéfano permanece inmóvil con nuestras tropas restantes, más o menos cuarenta, mientras que los oficiales de infantería retienen a nuestra reserva, unos ciento cincuenta. Todos sabemos que el enemigo retrocederá ante nuestra carga para después atacarnos por los flancos con tropas escondidas una vez que nos hayamos alejado demasiado de la base. No podemos evitarlo. Hemos de atacar antes o el Lobo nos empujará más aún dentro de la trampa.
Al frente, nuestra columna de infantería se extiende a lo largo del río más de una milla. Desde atrás vemos al enemigo que empieza a acribillarlos. Son tácticas tan antiguas como el propio infierno. Pero funcionan. Cerrar círculos en torno al enemigo atrapado, dispararle a galope; cuando te ataca, retrocedes; cuando se cansa, vuelves a atacarlo. Contra una infantería sin cobertura en los flancos como la nuestra a lo largo de ese río somero, la victoria es sólo cuestión de tiempo y paciencia. Azuzando reatas de mulas y caballos cargados con más flechas, vemos a los soldados auxiliares de Espitámenes aparecer por la zona de los riscos y por la corriente. Los astiles van atados como gavillas para que los arqueros montados cojan las flechas a galope y vuelvan a la lucha con la aljaba llena.
En retaguardia, el enemigo no espera a recibir la carga de nuestras cuñas. Su línea de frente se divide cuando aún estamos a doscientos pies y se dispersan por los riscos a un lado y por el río al otro. No tenemos una táctica para contrarrestar eso. No podemos romper la formación para dar caza a esos bastardos de uno en uno. Pero continuar la carga dejando atrás el frente original del enemigo significa que te atacan por la retaguardia en cuanto regresan a su formación, cosa que hacen tan rápidamente como golondrinas, y por el flanco lo hacen sus compañeros que esperaban escondidos, a los que vemos ahora salir a centenares por detrás de los repechos de las aguadas y descender por las cuestas. Nuestra unidad tenía asignado el servicio de reconocimiento; no tenemos peso para enfrentarnos a tantos hombres. El Lobo lo sabe. Nos ha vuelto a superar en astucia. Mientras Trapos y yo frenamos a nuestra tropa de diez hombres, el frente del enemigo se reagrupa y galopa a nuestra espalda con intención de aislarnos del grueso de la columna. Lo único que podernos hacer es espolear a nuestras monturas de vuelta lo más deprisa posible.
Estamos muertos y lo sabemos. La sensación es como jugar una partida de castillo contra un maestro, en la que cada movimiento que haces, por muy correcto o arriesgado que sea, sólo conduce a hundirte más en la mierda. La mente piensa deprisa en busca de alguna táctica o estratagema que nos devuelva la iniciativa, pero estamos atrapados como zorzales en ajonje y cuanto más forcejeamos más nos atoramos. Los acontecimientos se suceden con tal rapidez que no tenemos tiempo de imaginar ningún plan excepto revertir a lo fundamental: formar, hacer frente al enemigo, prepararse para resistir y morir.
Entretanto, el Lobo ha hecho saltar la misma trampa contra nuestra infantería de retaguardia que ataca la isleta. Nuestros compañeros avanzan por el río con el agua hasta la pantorrilla. Ahora el enemigo saca más jinetes por los flancos, aísla a nuestras tropas y cae sobre ellas como un enjambre. Montan los corpulentos caballos partos de diecisiete palmos[1] de alzada y grandes cascos que levantan rociadas de agua en los bajíos, lo que reduce más la escasa visibilidad del final del día. Sería un hermoso espectáculo si su significado no fuera tan calamitoso. Más jinetes aparecen por nuestra retaguardia. Bandera y Estéfano lanzan sus cuñas contra ellos. La lucha se desarrolla exactamente como habíamos temido.
El enemigo cae sobre nuestra infantería en dos columnas, una por tierra firme, en paralelo a los riscos, y la otra por la orilla y por el propio río. En otras palabras: cabalga a lo largo de nuestro «eje» por ambos lados. Ataca a intervalos de un cuarto de milla y corta la columna. Desde retaguardia no alcanzamos a ver eso, pero sí lo oímos. No hay sonido en el mundo que se parezca al choque de caballería pesada contra infantería pesada. Los bactrianos y sogdianos de Espitámenes son tropas disciplinadas, unidades de la fuerza principal reclutadas e instruidas por oficiales persas. Están entrenadas para luchar en columnas y en cuñas; saben sacar provecho de las brechas en los cuadros de infantería con tanta eficacia como cualquier soldado de caballería del mundo. Los daas y los masagetas del enemigo son salvajes, simplemente. No utilizan tácticas y se limitan a atacar en tropel. Y es suficiente. Los masagetas protegen el pecho de sus monturas con gruesas planchas de fieltro y bronce a las que se les da el nombre de «rebujo» y ellos se protegen las piernas, desde la cadera hasta el tobillo, con piezas de armaduras. Cuando una caballería pesada de esas características arrolla a una formación de infantería, los hombres de a pie no tienen ninguna posibilidad. No obstante, nuestros mercenarios a las órdenes de Andrómaco se cuentan entre las tropas más tenaces y disciplinadas del ejército. Son griegos —arcadios, aqueos y mantineos con sus propios oficiales espartanos— todos veteranos, muchos con más de cincuenta años. Han luchado por el trono persa, primero a las órdenes de los excelentes comandantes Memnón de Rodas y su hijo Timondas, y después a las de Glauco y Patrón, dos capitanes de infantería extraordinarios que sirvieron a Darío hasta el fin; y que sólo se unieron a Alejandro, aceptando el pago por ponerse a su servicio, porque la causa del rey persa está perdida sin remedio. Estos guerreros han combatido cinco años a través de tres mil millas y han afrontado todo tipo de acción imaginable, tanto en derrota como en victoria. Su arma es la pica de doce pies, mortífera para la caballería, y la manejan con una destreza sin igual. La matanza en los bajíos de este día sobrepasará cualquier acción de la guerra afgana, con excepción de determinadas batallas y masacres, porque ninguna de las dos partes cede. Los guerreros daas, sacas y masagetas del Lobo luchan por el botín y la gloria, para destruir al odiado invasor, en tanto que los mercenarios lo hacen simplemente para sobrevivir.
Desde donde lucha nuestro medio escuadrón, en la retaguardia, no se ve nada de esto. No sabemos nada de otros combates que se disputan a lo largo de los otros tres cuartos de la columna. Nos han aislado. Somos ochenta hombres a caballo y cuatrocientos a pie. El mérito de que alguno salga vivo de esto hay que atribuírselo a Bandera y a Estéfano que, en medio de la refriega, adivinan que la intención del Lobo al estructurar la emboscada es empujar a nuestras tropas hacia la retaguardia o hacia el río (vías que aparentan ser las únicas factibles para escapar de la encerrona) y que a lo largo de esas vías Espitámenes ha situado más tropas de caballería e infantería al acecho para masacrarnos. En cambio, nuestros oficiales nos conducen hacia los riscos. Allí nos espera el enemigo para acribillarnos con jabalinas y piedras. Pero eso es mejor que afrontar una línea tras otra en las otras direcciones. Si nuestras monturas no hubieran estado agotadas, si hubiésemos tenido un descanso de una hora al menos durante el día, el grueso de la compañía tal vez habría podido abrir brecha y, una vez en los repechos, habríamos roto el cerco.
Pero el enemigo está descansado y nosotros, exhaustos. Ni a nuestros animales ni a nosotros nos quedan fuerzas en los miembros para remontar las cuestas. Los cascos no encuentran agarre en la arena; los jinetes salen lanzados de la silla y ruedan cuesta abajo; los rematan allí donde caen. Los que aguantan en la silla agotan a sus monturas y se desploman con ellas. Sólo unos pocos puñados consiguen pasar. Cuando nuestro frente cede, el enemigo se nos echa encima en tropel por los flancos y empieza a empujarnos, a infantería y caballería, en un gran revoltijo, de vuelta al río. Luchar para vencer ya es impensable. La única esperanza es romper el cerco y escapar. Conduzco a mis diez —o lo que queda de ellos: Lucas, Rojillo, Púgil, Trapos, Nudillos y dos hermanos llamados Tea y Tortuga— a forzar una apertura en la orilla del río. Lucas va en punta. Los adversarios son todos arqueros a caballo armados con potentes arcos compuestos, de hueso y cuerno. Disparan a nuestras monturas. Veo a Intrépido, el caballo de Lucas, recibir dos flechazos de manera simultánea, uno en el pecho y el otro, en el cuello. El animal no se frena siquiera, sino que se lanza hacia delante; los astiles se parten por los movimientos de los poderosos músculos al tiempo que el caballo pone los ojos en blanco, aterrorizado. Lucas atraviesa con su lanza el cuello de un arquero daas. Estoy a su izquierda y veo la cabeza de tipo doblarse hacia atrás con un seco chasquido, como un muñeco roto, mientras en la garganta se le abre un enorme tajo. La lanza de Lucas vibra y se parte por el peso del adversario; está a punto de caer por el brusco desplazamiento. También mi media pica hace mucho que se ha partido; sólo tengo el sable, inútil como una vara contra los adversarios protegidos con armadura. Un daas con un bigote enorme me bloquea la salida. Me doy cuenta de que a su maza le falta la cabeza; voy hacia él con mi sable, pero cuando amago la arremetida algo me golpea en el brazo y lo paraliza. Me han disparado. Una saeta, larga como la regla de un carpintero y tan gruesa como un pulgar, me ha entrado por el hombro derecho desde atrás y me lo ha atravesado. La punta se ha partido, pero el astil roto me sobresale más de un palmo por delante. Me inmoviliza el hombro. No siento el brazo. Pierdo el sable. La extremidad cae como la de una marioneta a la que le cortan las cuerdas. Soy muy consciente, dolorosamente consciente, de que sigo teniendo a la espalda al que me ha disparado; y muy cerca, a juzgar por la potencia con la que la saeta me ha atravesado. Volverá a taladrarme si no me escabullo. Hago girar a Khione hacia el río. Justo delante de mí se encuentra otro arquero afgano, este a pie. Dispara. Veo las dos palas del arco impulsarse hacia delante. Veo venir disparados astil y punta directos al centro del pecho. Encima del coselete llevo un peto de hierro que perteneció a mi abuelo y al que he maldecido mil veces por lo que pesa y lo que entorpece. He intentado una y otra vez librarme de él ofreciéndolo a precio de ganga a milicos confiados; nadie ha sido tan tonto para quedárselo. Esta antigua pieza de armadura me salva la vida ahora. El proyectil me golpea de lleno en el plexo solar. El impacto me lanza hacia atrás, por encima de las ancas de Khione. Cesan todos los sonidos. La luz se vuelve rara. No puedo mover las extremidades. ¿He muerto? ¿Esto es el infierno? Es agua.
Estoy en el río.
El instinto me hace aferrarme a las riendas de mi montura. Pero mientras me hundo, asido a ese cabo salvavidas, Khione planta los cascos y levanta la cabeza; la tira de cuero se parte. Me sumerjo. El enemigo está por todas partes. Esta vez es seguro que voy a ser historia. El enemigo nos pisotea en las zonas someras del río. Es una táctica y la ejecutan con destreza. Un casco me pisa la espalda. Me trago un buche de agua y barro. El peso de la armadura me arrastra al fondo. No distingo arriba de abajo. Abro los ojos bajo el agua. Las saetas atraviesan el cieno gris verdoso. Tenemos a los hombres del Lobo justo sobre nosotros y disparan a bocajarro. Los que llevan lanza nos ensartan como a peces. Se apodera de mí la loca idea de que tengo que salvar a mis compañeros. Agarro a un merce al que no conozco y tiro de él hacia la superficie con el brazo indemne. Me enfurece que no haga ningún esfuerzo para ayudarme. Se me ocurre que a lo mejor está muerto; eso me pone más furioso. Me impulso hacia arriba con trabajo. Allí, en la corriente, mi compañero Trapos se tambalea. Tres astiles le sobresalen en el vientre. Tiene los ojos vidriosos. Se desploma, muerto; el daas le corta el cuero cabelludo.
Me asalta el horror. Me sumerjo. La rodilla de un caballo me da un golpe tremendo en el cráneo; más que sentir, oigo cómo se rompe el hueso. Boqueando para respirar, me impulso hacia arriba. Frente a mí, un merce entra chapoteando en el agua embarrada. Un nativo lo arrolla con el caballo y le atraviesa la espina dorsal con la lanza. El salvaje desmonta en la corriente y le arranca el cuero cabelludo al griego cuando aún está vivo, luego se vuelve lanzando gritos de alegría mientras alza su trofeo. Aunque parezca imposible, el griego se incorpora con la sangre manándole del cráneo despellejado y partido. Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedan, clava el astil roto de su pica de doce pies en el hígado de su asesino. Al ver esto, otros tres nativos corren hacia él; el merce da la vuelta al astil y se lo clava en el cuello; sigue vivo cuando los daas lo decapitan de un tajo. Escenas igual de horrendas tienen lugar a todo lo largo de la columna. Lo último que veo antes de perder el sentido es que a mi preciosa y pequeña yegua se la lleva por las riendas un gallardo afgano elegantemente ataviado. Ese guerrero no alardea ni hace gestos ostentosos como sus salvajes compatriotas, sino que se limita a alejarse al trote, satisfecho como un tratante que acaba de hacer una compra ventajosa en el mercado.