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Se dan tres días de descanso a las brigadas que han tomado Cirópolis. A los hombres les hace mucha falta, pero ese respiro es aún más crucial para caballos y mulas; los animales tienen que comer forraje fresco o se desplomarán. El tren de asedio se ha reunido ya al ejército y trae correo. Recibo doce cartas de Dánae, todas en un paquete. La más reciente es de hace siete meses. Bandera me concede media hora para que saboree mi correspondencia.

—Luego vuelve al campamento y prepárate para ponerte en marcha.

Encuentro un poco de sombra debajo de un muro de adobes. En la plaza que se abre frente a mí, nuestra sección y otra más atan en hilera a mujeres y niños prisioneros. Como ya había dicho antes, Alejandro ha permitido por primera vez a las tropas que tomen cautivos en esta campaña para que los vendan y se queden con las ganancias. Es evidente que el propósito del rey, más que meter dinero en la bolsa de los soldados, es darnos un acicate para prender hasta la última matrona y el último chiquillo y que de ese modo no escape ni un solo pequeñajo para llevar esperanza a sus compatriotas. La otra sección y la nuestra los hemos puesto juntos a todos tras acordar repartirnos las ganancias de la recaudación del día.

Me siento en el suelo con las cartas de Dánae. Como cualquier milico, lo primero que hago es colocarlas por orden, la más reciente encima. De ese modo sabré enseguida si mi chica me ha mandado un «lo siento, querido».

Y, en efecto, lo ha hecho.

Otro hombre. Dánae teme que se marchite su juventud. Me ama, pero… Como todos los soldados, he temido que llegue este momento. Me lo he planteado una y otra vez y me he preparado para ello al imaginar que sería doloroso. Ahora, ante el hecho consumado, no siento dolor. No siento nada.

Al otro lado de la plaza, los esclavistas marcan sus adquisiciones. Esos rufianes son árabes; todos. Saben reconocer un mal lote cuando lo ven y estos mocosos y perras afganos son exactamente eso. Insolentes, analfabetos, amantes de la libertad; las probabilidades de amansarlos son las mismas que las de domesticar una manada de chacales. Huirán o morirán en el camino. El mensaje de Dánae lleva escrito varios meses y se me ocurre que probablemente estará casada a estas alturas. Es muy posible que esté embarazada.

Un impulso perverso me hace abrir y leer las otras cartas, las primeras, cuando mi prometida aún era mía. Son esas las que me parten el alma. Se nota entre líneas que Dánae ha conocido a ese hombre que ahora me sustituye en su corazón y al que empieza a sentirse unida. ¿Acaso puedo reprochárselo?

Yo estoy con Shinar.

Llevo meses con ella.

Soy yo quien ha andado con engaños, no Dánae.

Los esclavistas evalúan su adquisición como harían con un hato de caballos o de mulas. Examinan dentaduras y pies. Tienen cuidado cuando golpean a su ganado (cosa que hacen con una crueldad que supera incluso la de los propios afganos) para no dejar marcas que menguarían el valor de sus mercancías.

Regreso al campamento y me encuentro con una juerga en marcha. Los soldados no están sombríos después de las masacres. Se desfogan, le dan a la priva y bromean. ¿Han conseguido trofeos? ¿Habrá recompensas o ascensos? Si han perdido a un amigo, eso incrementa su odio por el enemigo. No tienen remordimientos. Ha sido un buen día de trabajo. Como algo con Nudillos y Lucas. No les hablo de la carta de Dánae. Mis compañeros suman las mujeres y los niños de la captura del día. Púgil ha ido a hacer un trato con los árabes. Nudillos nos recuerda a Lucas y a mí la debacle de nuestro primer combate, hace muchos meses, en el pueblo con los rediles de ovejas.

—Habéis llegado muy lejos.

—Púdrete en el infierno —le contesta Lucas.

Bandera aparece con órdenes. Hemos de estar preparados para ponernos en marcha dos horas antes de amanecer. Formaremos parte de la columna que partirá hacia el sur en persecución de Espitámenes. Alejandro se dirigirá hacia el norte a marchas forzadas para ocuparse de las tribus al otro lado del Jaxartes. Nudillos se levanta y se rasca.

—¿Cuánto ha sacado Púgil? —pregunta, refiriéndose a la venta de los esclavos. Bandera no le contesta.

—¿Y qué hay de esos chicos? —Nudillos alude a tres muchachos saludables que capturamos en una cantera. De doce o trece años. Tendrían un precio alto.

Bandera entrecierra los ojos y mira hacia las montañas.

—Algunos de nuestros chicos han tropezado en la ciudadela con el sitio donde los afganos despedazaron a nuestra guarnición —contesta.

Eso quiere decir que a todos los cautivos se los pasará a cuchillo en represalia. Adiós a nuestro dinero por venta de esclavos.

—Qué mierda de guerra —se queja Nudillos.