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Todos los hombres del campamento del Jaxartes reciben la orden de llevar raciones para siete días. Se manda a las unidades de avanzada en plena noche hacia la ciudad fortificada más cercana de las siete. Las órdenes son cercar la población y no permitir que ningún enemigo escape para dar la alarma a las demás. Se envían divisiones adicionales con las primeras luces del día para que pongan cerco a las plazas fuertes más lejanas. Alejandro manda avisar al tren de asedio. Este y el resto de pertrechos pesados todavía no han llegado al Jaxartes. Es un milagro que la columna haya escapado a los merodeadores de Espitámenes; de no haber sido así, también habrían acabado masacrados esos hombres. Se manda a dos escuadrones de caballería ligera a localizar a esas tropas y hacerles dar media vuelta hacia las siete plazas fuertes. Arietes, balistas y catapultas no se transportan nunca montados por ser demasiado pesados. Sólo se transportan las piezas de hierro, así como los ejes y engranajes de las manivelas y las bandas de torsión hechas con cabello humano. Las partes de madera de las piezas de artillería se construyen in situ con tablones de la zona. Es asombrosa la rapidez con la que los ingenieros son capaces de cortar y dar forma a las piezas, montar los ingenios y tenerlos listos para empezar a disparar. Con esas máquinas de guerra se echarán abajo las murallas de las siete plazas fuertes. Todas excepto las de la más grande, Cirópolis; son de adobe. Se desmenuzarán y se harán polvo.

Mientras el ejército se prepara para abandonar el campamento del Jaxartes se hace correr la voz: por primera vez, Alejandro permite a las tropas llevar consigo a mujeres y niños a los que han capturado para que los vendan para su propio beneficio.

El rey dirige unas palabras a nuestra brigada, formada a lo largo de los corrales de ganado mientras el cielo empieza a clarear. Cae una llovizna que, al juntarse con el polvo acumulado en el pelo y en la ropa de las tropas mientras se recogían los bártulos por la noche, hace que los hombres tengan aspecto de figuras de barro. Los caballos están maneados y con las cebaderas puestas; las mulas roznan mientras los encargados de las recuas las organizan en reatas.

—Amigos míos, no pocos de vosotros tenéis compañeros y amigos en las guarniciones de las siete plazas fuertes. No alberguéis esperanza de hallarlos con vida. El Lobo del Desierto no tiene motivo para refrenar su brutalidad ni la de sus tropas. Ahora, hermanos, respondedme y sed sinceros. ¿Sois capaces de controlar vuestros impulsos en un ataque? ¿Podéis luchar como soldados y no como bestias salvajes? Si creéis que no, entonces decidlo ahora y os dejaré aquí. No os equivoquéis, mi intención es no dejar que ningún soldado enemigo escape a vuestra venganza. Pero lo haremos como un ejército, no como chusma. ¿Podéis controlaros? ¿Puedo contar con vosotros?

Adana cae en una mañana. Alejandro no dirige las cosas desde lejos. Asciende por una escala con la primera oleada de asalto. Dentro de la ciudad, incluso a los muchachos y a los viejos se los pasa a cuchillo. A mediodía las tropas han cruzado las seis millas que hay hasta la segunda plaza fuerte: Gaza, cercada ya por la brigada de Poliperconte. Nuestra compañía, al mando de Bandera y Estéfano, desmonta; dejamos los caballos en el cordón del cerco y entrarnos para tornar la ciudad por asalto.

Al otro lado de las puertas la lucha se disputa de casa en casa. Los defensores se abren paso a golpes a través de las paredes divisorias; mientras nuestros compañeros desalojan una habitación, el enemigo se escabulle a la siguiente dejando tras de sí una cascada de adobes y escombros. Si nos acercamos demasiado, da la vuelta a la casa corriendo y ataca por la retaguardia. Ha aprendido a disparar a través de ventanas y a lanzar flechas y dardos desde arriba. Desalojar las casas es un trabajo de equipo: el elemento de penetración, el de asalto y el de seguridad. Uno o dos soldados echan abajo la puerta. Sus compañeros irrumpen por el hueco protegidos con armaduras y con la espada por delante al tiempo que giran sobre sí mismos para cubrir ambas paredes. Las casas afganas son todas iguales: un patio que se ramifica en dos pasillos con habitaciones; a veces hay otra planta encima, con escalera y techo. El equipo de asalto entra a tropel a través de la primera brecha y después desaloja la casa habitación por habitación. Si hay dos puertas, el equipo pasa por ambas a la vez. Pero el enemigo tiene previsto esto. Ha preparado vigas del techo para que se desplomen sobre nosotros y suelos para que cedan bajo nuestros pies. Sus mujeres e hijos pequeños nos combaten desde los tejados haciendo caer tejas y piedras. Si atacamos desde el tejado y un compañero resulta herido, las pasarnos moradas para sacarlo de allí. Forzar la entrada por abajo significa entablar una lucha comprometida en lugares oscuros como boca de lobo; las habitaciones interiores no tienen ventanas. Irrumpir en ellas es como zambullirse en una alacena. El polvo lo cubre todo; el enemigo acecha detrás de biombos o se agazapa en trampillas del suelo. En una casa, Dados recibe un lanzazo justo en las pelotas. Sacarlo de allí le cuesta a Rojillo una oreja y una saeta makhate —un proyectil con un tipo de punta particularmente jodido— clavada debajo de la mandíbula. Tenemos que cortar la punta con tenazas de hierro y sacarla hacia delante, a un pelo de la carótida. El enemigo es un maestro en fingirse muerto. Pasas junto a un cadáver en un pasillo oscuro y de repente vuelve a la vida y se abalanza sobre ti con una daga en cada mano. O lanza vasijas de barro llenas de nafta y mechas de trapos; cuando se rompen al chocar contra una pared, a cualquier desdichado milico al que le salpique ese líquido lo envuelve de golpe una llamarada.

Sólo hay una respuesta a semejante resistencia y es no dejar una sola alma viva. A los heridos se los remata donde caen. A los prisioneros se los conduce como ganado para ponerlos bajo custodia y ejecutarlos después con las manos atadas a la espalda y la cabeza tapada con sus propios pettus. Las tropas maces sanean un distrito del mismo modo que un cirujano cauteriza la carne gangrenada. Barrios enteros se esterilizan, reducidos a cenizas. Buey, nuestro coronel, afirma que se sabe que una posición se ha neutralizado cuando no queda nada que sirva de pasto al fuego. En cinco días el ejército toma las siete plazas fuertes. He oído que ha habido quince mil bajas en el enemigo. Bandera comenta que un capitán del cuerpo de servicio del rey le ha dicho que veinte mil. El propio Alejandro está gravemente herido; al alba, en Cirópolis, lo alcanzó el impacto de una gran piedra. A mediodía se ha recobrado lo suficiente para hacer acto de presencia para ordenar a las unidades que no reduzcan sus ataques.

Al sexto día, toda la región ha quedado reducida a polvo. No he evacuado en todo ese tiempo; los únicos retortijones de tripa que he tenido me los ha provocado el horror. Los ojos se me han hundido en las cuencas. Las grietas de las manos y los labios las tengo cubiertas con una capa de sangre seca. No me queda una sola pulgada en el cuerpo que no esté lacerada, escoriada, magullada. Nadie se sienta porque levantarse después es un martirio. Nadie puede comer ni escupir ni mear. Nos desplomamos como árboles talados y dormimos como piedras.

Costas el cronista nos encuentra en medio de los escombros. Le odiamos. Odiamos a todo aquel que no ha entrado en tropel por las puertas junto a nosotros. En su favor hay que decir que el cronista lo tiene en cuenta y anda de puntillas. Su presencia nos resulta insufrible.

—¿Sabes lo que no aguanto de vosotros, rayaceras? —le dice Lucas al cronista en un tono de voz que jamás había oído en mi apacible amigo—. Las frases huecas con las que disfrazáis los hechos para que luego toda esta mierda parezca que tiene sentido. Mi amigo ha cambiado en estos seis días. Todos hemos cambiado. Hemos tenido que matar a sangre fría a hombres desarmados, atados y con los ojos vendados. No hay alternativa. No podemos tenerlos bajo custodia y tampoco podemos soltarlos. Además, los odiamos y los tememos. Los alineamos en filas de a veinte y los mandamos al infierno tan deprisa como el cocinero de un campamento avía un par de pichones o de tordos. Lucas ya no resiste esto. Como yo, lleva un cuchillo afgano curvo, un khofari, para degollar, y la piedra de amolar colgada al cuello con una tira tosca de cuero.

—¿Qué frases? —pregunta Costas.

—«Pacificada la región» —responde Lucas—. Esa me encanta. Es preciosa. Todos pensamos en Dados y en Rojillo y en que ningún cronista escribirá un solo párrafo sobre ninguno de los dos. Y que si lo hicieran lo trastocarían para adaptarlo a alguna idea hipócrita de honor o integridad. Estamos pensando en el redil de prisioneros afganos a los que degollamos ayer.

¿O fue hace dos días? No es justo que por ese asunto la paguemos con Costas, que es un tipo decente, para ser sincero, pero nos da igual.

—¿Por qué no lo cuentas tal como es? —demanda Lucas. Costas responde que la gente sólo quiere leer cierto tipo de historias, que no hay demanda para las que son de otra forma.

—Te refieres a las reales —dice Lucas.

—Sabes a qué me refiero.

Bandera aparece en el umbral; o lo que era un umbral, pero que ahora sólo es un montón de cascotes.

—No seas tan duro con él, Lucas. Sólo intenta ganarse la vida.

Costas se defiende. ¿Qué quiere él o cualquier otro cronista?

—Sólo adquirir cierto renombre, volver a casa llevando historias de países lejanos y ofrecerlas para que se lean en recitales.

—Lo malo, coño, es que las palabras tienen significado —contesta Lucas—. La gente se cree el montón de mierda que publicas. Creen que las cosas son así, sobre todo los chicos jóvenes que están deseosos de oír historias fascinantes y gloriosas. Tienes la obligación de contarles la verdad. Lucas dice que la palabra que más odia es «inmolar».

—¿Qué mierda significa eso? ¿Que ungimos a estos ladrones de ovejas y los tendemos sobre un ara para que se reúnan con su dios?

Nunca he visto a Lucas así. Estoy pasmado. Lo estamos todos. Parece que escupa cada palabra y, a medida que van saliendo entre sus dientes, hemos de hacer un esfuerzo para no ovacionarle. Él se da cuenta y se deja llevar por el entusiasmo.

—El lenguaje cuenta, Costas. Las palabras tienen importancia. ¿Cómo te atreves a adornar con frases bonitas los actos de horror que nos convierten en carniceros a los soldados que hemos de ejecutarlos y por los que dejamos de ser hombres para volvernos bestias? Mira mis pies. Eso negro no es polvo. Da igual que me restriegue la piel con lejía y sosa. La mancha de sangre humana no sale.

»¿«Inmolar»? ¿Por qué no lo dices claramente? Cuenta cómo les cubrimos la cabeza a esos desgraciados bastardos con su propia capucha, les atamos las extremidades, les hacemos doblarse pegados a sus compañeros, ojete contra ombligo. «Deja la garganta al aire», ordena el sargento. «De un tajo, tío». «Cuidado con la mano, no vayas a cortarte». ¿Dónde está ese cuadro en tus «crónicas»? ¿Dónde, la línea de hombres vivos, de rodillas en el suelo, con las manos atadas a la espalda? ¿Dónde, los delantales que llevamos puestos, como matarifes del osario y cómo, cuando ha terminado todo, arrojamos las ropas al fuego porque la peste nunca desaparece? Eso no lo cuentas ¿verdad? Ni cómo se retuercen en el suelo los hombres que matamos para escabullirse de los filos de nuestras armas y cómo tienes que sujetarles los pies entre tus piernas porque de otra forma hay que hacerlo entre dos. ¿Qué indulgencia se les da a esas víctimas? Cuanto menos, mejor; ninguna, si es posible. Para cuando llegamos a ellos parecen bultos, como si sacrificáramos paquetes. Los soldados los llaman «sacos». Sacos de sangre. Sacos de entrañas. Dioses, qué peste cuando salen al aire las tripas de un hombre. Eso no aparece en tus despachos, ¿verdad? No leemos nada sobre el sonido que hace el «rematador» cuando avanza por la hilera de hombres degollados con un garrote y aplasta cráneos como si fuesen nueces mientras que otros hombres aún vivos rezan en silencio o nos maldicen entre gorgoteos de sangre o piden clemencia. Los que guardan silencio son los que dan más miedo. Hombres con cojones. Hombres mejores que nosotros. Bandera ha permanecido inmóvil durante la diatriba de Lucas, consciente de que el horror puede ahogar a los soldados jóvenes y hay que darles la oportunidad de vomitarlo. Pero no va a permitir una sola palabra en favor del enemigo.

—¿Eran mejores hombres, Lucas, cuando despellejaron a nuestros compañeros o los atravesaron con espetones y los pusieron sobre brasas?

—Odio al afgano —replica mi amigo—. Es una bestia y un cobarde. Pero lo que más odio es que nos ha rebajado a su nivel. ¿Puedes defender las masacres que estamos llevando a cabo, Bandera? ¿Es esto el honor macedonio?

Las comisuras de los labios de nuestro sargento se inclinan en una lóbrega sonrisa.

—No hay honor en la guerra, amigo mío. Sólo en las odas a la guerra.

—Entonces ¿qué hay?

—La victoria.

Se hace el silencio en el grupo.

—La victoria —repite luego Bandera, que se dirige a todos nosotros—. Es lo único que importa. Ni la decencia ni la caballerosidad. Mirad a la guerra a la cara. Reconocedla por lo que es. Os volveréis locos si no lo hacéis.

Se vuelve hacia Lucas.

—Te admiro, Lucas. Eres un buen soldado y has demostrado tener cojones al decir en voz alta lo que piensas. Pero con todo mi respeto, amigo mío, tu postura es la de una mujer. Tus palabras son las de una mujer. Deberías avergonzarte incluso de tener esos pensamientos, como sé que se sentirían tus padres y tus hermanos si se enteraran. El papel de un hombre es luchar, alcanzar logros, conquistar. ¿En qué era ha sido diferente? El instinto del hombre, si es un hombre, es ejercer su supremacía o morir en el intento. Como le dijo Sarpedón a su amigo Glauco mientras se encaminaban a la batalla en el campo de Troya:

Vayamos y ganémonos la gloria o procurémosela a otros.

—La gloria —replica Lucas—, es un bien escaso por aquí. Bandera rechaza su comentario con un gesto.

—¿Acaso un león vacila? ¿Un águila se refrena? ¿Cuál es el anhelo de un corazón valiente si no aspirar a grandes hazañas? He ahí el estandarte que Alejandro sostiene ante nosotros. Por Zeus, hombres que aún no habrán nacido dentro de mil años maldecirán al amargo destino por no haberles permitido marchar junto a nosotros. Nos envidiarán por haber participado en semejante causa y haber logrado tales gestas como ninguna unidad militar volverá a lograr jamás.

—¿Cómo cortar el cuello a hombres desarmados?

—¿Preferirías que estuvieran armados, Lucas?

—No soy un cobarde, Bandera. Lucharé contra cualquiera, incluido tú. Pero no te asesinaré. No te ataré las manos y te mataré como a un cerdo y lo consideraré un acto de valor. Y si tú eres capaz de realizar tales actos sin que te remuerda la conciencia, entonces eres peor que una mujer. Eres un animal.

Bandera se levanta de donde está sentado y yo me incorporo de un salto y me interpongo entre ambos.

—Deja en paz a Lucas, Bandera. Como hombre y como griego puede pensar y hacerse preguntas, plantearse lo que está bien y lo que no.

En un instante Bandera recupera el control de sí mismo.

—¿Y qué está bien y qué no, Matías? ¿O es que tú también te pones de parte del enemigo?

—Cuando éramos muchachos —contesto—, cabalgábamos noche y día entrenándonos para la carga y la persecución. Soñábamos con hallarnos ante nuestro rey como caballeros y héroes. Todavía lo hacemos. —Me vuelvo hacia Lucas y los demás—. Tiene que haber un modo de ser un buen soldado en una guerra asquerosa.

Púgil se echa a reír.

—Cuando lo encuentres, Matías, no dejes de venir a contárnoslo.