Nuestro grupo regresa de la cacería de conejos y nos encontramos con que cuatro quintas partes del ejército han cruzado el Oxo. El campamento bulle en un arranque de excitación. ¡La guerra podría acabar pronto! Espitámenes y Oxiartes han enviado mensajes a Alejandro. Tienen bajo custodia al pretendiente al trono, Beso. Lo entregarán a la justicia macedonia si nuestro rey les ofrece a cambio la paz. Pues claro que lo hará. El tratado podría firmarse en cuestión de días. Otra buena sorpresa nos aguarda: caballos.
Durante nuestra ausencia valle abajo, Alejandro ha licenciado con honores a tres escuadrones de caballería de Tesalia, seiscientos sesenta hombres. Los manda a casa más ricos que príncipes. Las monturas salen a la venta. Por supuesto, todos estamos con la bolsa demasiado vacía como para comprar uno. El ejército toma cartas en el asunto; pagará la tarifa a cuenta. El precio es un «paquete»: dieciséis meses de ampliación del alistamiento.
—Lo tomáis o lo dejáis —dice Estéfano. Él lo acepta y nosotros, también. Cruzamos el Oxo como infantería montada.
Ahora nuestras órdenes son peinar la región en busca de animales de monta que reemplacen a los que se perdieron en las montañas y en el desierto pedregoso. Alejandro quiere siete mil monturas y monturas de refresco, adecuadas para cabalgar, en otoño. Para entonces, Afganistán habrá pasado a formar parte del imperio. El ejército volverá a cruzar el Hindu Kush, esta vez hacia la India, antes de que caigan las primeras nieves.
Estoy enamorado de mi montura. Es una yegua niseana, de capa tordilla blanca y marcada en el anca derecha con hierro en forma de pantera. Se llama Khione, que significa «nieve», Costó tres talentos de plata cuando su anterior jinete la adquirió en Media. La he conseguido por la mitad. Un robo. Tiene nueve años y más cicatrices que Alejandro. Es de constitución corriente, aunque es de cuello fuerte, patas largas y pecho ancho y musculoso. Tiene rarezas. Le gusta que se le dé de comer en pesebre; no probará el heno —ni siquiera la avena— si se le echa en la tierra. Se asusta con cualquier cosa blanca. Muerde. Cabecea. No consiente que se la mande. Le dan terror las abejas. Le encantan las peras y come moras hasta empacharse.
También es un animal de primera para la caballería. Rápida como una liebre desde que emprende el galope, enfila en línea recta y la mantiene como tirada con la regla de un carpintero. No se planta ante ninguna zanja, muro ni obstáculo. En la formación en línea, galopa flanco con flanco junto a los otros caballos sin intentar superar a los que van a su lado; y en la formación en cuña, maniobra como una golondrina en una bandada. Yo no la entreno; me entrena ella a mí. Es la mejor montura que he tenido y la quiero tanto como a mi propia madre.
Como infantes montados recibimos la misma asignación —un «parche», como decimos nosotros— para alimento y cuidados del animal, igual que la de los soldados de caballería. La usamos para contratar caballerizos; o sea, a nuestras mujeres. Ghilla sigue con Lucas, y Shinar, conmigo. Nuestro parche de un dracma al día cubre los gastos con holgura y lo mejor de todo es que, en la estepa, donde nuestras monturas pueden pastar, guardaremos en la bolsa del dinero lo que sobre.
Y estamos ganando una fortuna en el mercado caballar.
Los nativos saben que la guerra casi ha terminado. Todos esos rufianes quieren desprenderse de sus ponis. En medio mes nuestro grupo se hace con más animales de los que puede ocuparse y más amigos nuevos de los que puede acoger. Regresamos de la pradera al este de Maracanda guiando trescientos diez caballos y casi el mismo número de hombres bactrianos, sogdianos e incluso unos pocos daas y masagetas, todos ansiosos de alistarse como mercenarios con Alejandro. La moral está muy alta. Todos nos hemos convertido en los mejores compañeros del mundo. Una noche ocurre un incidente.
Un guerrero sogdiano se encapricha con Shinar. Me ofrece un excelente potro a cambio. Salta a la vista que espera que acceda. Es casi la medianoche; estamos reunidos en nuestro campamento macedonio, donde varias veintenas de estos espíritus salvajes se han congregado, todos ellos ciegos de kumis —leche de yegua fermentada— y tan salidos como garañones. La situación requiere no poca delicadeza. Ofender al tipo (respaldado por varios de sus compañeros, tan capullos como él) podría provocar una gresca, cuando no un baño de sangre.
Le explico al sogdiano, con respeto, que Shinar es mi esposa.
Esto provoca sus carcajadas. A los ojos de los afganos, la chica es claramente una proscrita. Salta a la vista que el cabrón se propone pasársela a sus amigotes como regalo del banquete.
—¿Qué defecto le encuentras a mi potro? —pregunta, refiriéndose al precio que ofrece.
—Ninguno. Es un bonito animal.
Alza las manos con las palmas hacia arriba como diciendo: «Entonces, cerremos el trato».
—La mujer es mi esposa —repito.
Ahora el valentón cree que le estoy tomando el pelo. Que le falto al respeto. He herido su amor propio.
Bandera aparece y evita el estallido. Compra el potro por el triple de su precio real. Satisfechos, el capullo y sus compinches se van con la fiesta a otra parte.
Sólo que ahora Shinar está furiosa. Se marcha airada. ¿En qué la he ofendido? No tengo ni idea. Ghilla va tras Shinar. Ni siquiera ella consigue hacer que vuelva. Al alba, cuando la columna se pone en marcha, resulta que falta Shinar. Alguien ha encontrado su cabello, cortado y tirado en el suelo. No tengo la menor idea de qué significa eso. Durante las dos noches siguientes Ghilla intenta animarme. Que el afgano valentón intentara rebajar a Shinar tratándola como una prostituta la había insultado de sobra al recordarle lo vulnerable de su posición. Sin embargo, que yo afirmara que era mi esposa sin serlo (y, lo más grave, cuando sus compatriotas afganos sabían que no lo era), significaba añadir otro insulto al anterior.
No lo pillo. ¿Es que no la defendí? ¿Acaso no estaba dispuesto a derramar sangre por ella?
Ghilla suspira.
—¿Tan ciego estás que no ves lo que siente por ti?
—Oh, venga ya. No me vengas con esas.
—Al decir que es tu esposa sin que lo sea y sin que lo vaya a ser nunca, le estás restregando por la cara su amargo destino.
Al día siguiente Shinar vuelve. Reanuda sus tareas como mi caballerizo, pero no me habla ni me mira a la cara. No quiere decirme por qué se ha cortado el pelo. Perfecto. Estoy en una guerra a tres mil millas de casa. Con esa tragedia tengo más que suficiente. Me niego a participar en otros dramas paralelos.
Dos días después la columna llega a Adana, la primera en la serie de siete plazas fuertes. Alejandro ha estado aquí hace sólo unos días; el lugar se rindió y se le dio la bienvenida al redil. Alejandro en persona ha seguido adelante hacia el Jaxartes, último reducto del imperio persa. Ahí se detendrá nuestro rey.
En esta frontera, Alejandro marcará el límite de su avance septentrional. Una guarnición mace se ocupa de controlar Adana. Nos enteramos de que las otras seis ciudades fortificadas han caído sin oposición. Nuestros compañeros las guardan también como tropas de guarnición. Todas las noticias son buenas. Ahora que se ha arrestado a Beso, sus aliados daas, sacas y masagetas se han marchado a su tierra de las estepas, al norte del Jaxartes; sus bactrianos y sogdianos se han desperdigado de vuelta a sus pueblos. Los señores de la guerra han accedido a firmar la paz. Alejandro ha agasajado a Espitámenes y a Oxiartes con los preciados caballos de guerra niseanos y ha mandado traer de la ciudad de Bactra más regalos de honor. Convocará un congreso en el Jaxartes. Allí, en una ceremonia, hará de los altos nobles afganos sus deudos e incorporará en el ejército, con la paga más cuantiosa, a todos los hijos y príncipes que quieran enrolarse en la presente aventura. Los propios señores de la guerra, si lo desean, cabalgarán con los Compañeros de Alejandro cuando el ejército marche hacia la India.
Nuestra compañía llega al Jaxartes dos días después. Se han construido nuevos corrales para caballos a las afueras del campamento de Alejandro. Los oficiales de intendencia se encargan de nuestros trescientos diez ponis (otras compañías han traído en total más de cuatro mil, además de —nos cuentan— otros tres mil que hay en las siete plazas fuertes). Diez días más y las unidades habrán resarcido todas las pérdidas de animales de carga y de monta. Nuestra parte es una nada despreciable fortuna. El grupo nada en la abundancia. Saldo mis deudas y aún me queda suficiente para renovar ropas y equipo e incluso para tratar algunos achaques de Khione. Los chicos se congregan en torno a una pelea a orillas del río. El campamento de las putas ha alcanzado al ejército; hay cortesanas para aquellos que no tienen una mujer y suficiente matarratas y nas para pillar un buen colocón.
Recojo un ramillete de lupinos para hacer las paces con Shinar, pero ella no lo acepta y se aleja río abajo.
Mierda.
—¿Es que soy una bestia para ti? —me increpa cuando ve que la sigo—. He oído el dicho de vuestros soldados, el de «quien derrama sangre por rey y ejército…». ¿Crees que no sé lo que significa eso?
Le contesto que a mí no me habrá oído decirlo.
—Quiere decir —continúa— que somos animales para vosotros. Lo que hacéis en esta tierra extraña no significa nada. Ghilla no es nada para Lucas y yo no soy nada para ti.
—¿Es por eso por lo que te cortaste el pelo?
—Sí.
—¿Y por lo que huiste?
—Sí.
—¿Habrías preferido que te hubiese entregado a ese valentón y pasar después por todos sus compinches? —le pregunto. Me acusa de tergiversarlo todo.
—¿Debería haberte dejado con Ash? ¿Debería haber seguido adelante y dejarte tendida a un lado del camino, inconsciente por la paliza?
—¡No soy tu esposa!
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Sientes alivio o te enfurece? —La sujeto por los hombros—. Shinar. Shinar…
—Deberías respetarme. ¡Te he salvado la vida!
¿Respetarla? Le recuerdo que fui yo quien compró su libertad.
—¡No quiero la libertad! ¿Qué puedo hacer con ella?
No lo pillo.
—¿Qué quieres de mí? —pregunto.
—Nada. No quiero nada de ti.
Empieza a recoger toda su ropa. Ya he presenciado montones de broncas entre otros maces y mujeres afganas. Ahora el idiota soy yo. No me lo puedo creer.
—¿Adónde vas?
—Eso no es de tu incumbencia.
Una vez más me deja sorprendido con sus conocimientos del griego.
—¿Dónde aprendiste a hablar tan bien mi lengua?
—De ti.
La exasperación me vence y le ordeno que regrese al campamento, pero ella me hace frente, cruzada de brazos.
—¿Es que no lo entiendes, Matías? Lo he perdido todo. Sólo te tengo a ti. Entonces se derrumba. La tomo entre mis brazos y, para variar, no se resiste.
—Shinar —le digo—, la primera vez que te vi en las montañas, tu belleza me llegó al corazón. Tus ojos, tu piel… La forma en que el viento te agitaba el pelo y te lo echaba sobre la cara…
No tengo labia. No se me dan bien estas cosas. Lo único que se me ocurre es decirle lo que me hace sentir. Parece que sirve. Poco a poco se apacigua. Hago que me prometa que no volverá a huir.
—¿Te entristeció que me marchara? —me pregunta.
—Sí. No tenía a nadie con quién pelearme.
Subimos la colina de vuelta al campamento, el uno rodeando al otro con el brazo. En el campo la noche se vuelve fría con rapidez; la calidez de su cuerpo de mujer contra mi costado es una grata sensación. Ya estoy deseando que el día toque a su fin.
Pero cuando llegamos a la fogata, en lugar de una hoguera ardiendo en pleno apogeo nos encontramos a Trapos y a Rojillo echando arena a patadas sobre cenizas muertas. Los caballos están ensillados para entrar en acción, se preparan armas y armaduras.
—¿Qué pasa, Rojillo?
Bandera aparece montado y trae mi yegua por la brida. Lleva puesta la armadura y la media pica sujeta con una mano; a lomos de Khione van mi equipo y mis armas.
—Nuestro querido amigo Espitámenes —dice—. No podía dejarnos acabar nuestra fiesta en paz. El Lobo, sigue explicando Bandera, ha vuelto a atacar con malas artes, a traición. Cruzando el Jaxartes de noche con cuatro mil guerreros, ha atacado e invadido las siete plazas fuertes. Ha masacrado a nuestras unidades de las guarniciones. La campiña entera está en llamas. Bandera me tiende las riendas de mi yegua.
Al parecer, la guerra no ha terminado. Acaba de empezar.