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Los europeos no pueden entender la miserable posición social de una mujer sola en el este. Es una criatura inferior a un perro porque al menos el animal tiene una utilidad digna, que es proteger el campamento. A los ojos de sus compatriotas afganos, una mujer desprotegida no es adecuada ni siquiera para violarla y asesinarla. Antes preferirían lapidarla. Es una proscrita, abandonada por su dios y sus antepasados. La fatalidad la acompaña y no hay nada que el hombre de clan tema más que la mala suerte.

Sin quererlo, nos hemos convertido en los guardianes de nuestras mujeres. Las provisiones del ejército, que se habrían cargado a lomos de acémilas, van en cambio en la espalda de nuestras mujeres. Y ellas están encantadas de llevarlas. Así que Bizcochos ha dejado de llamarse así. Ahora es Shinar. Bonito nombre. Significa «refugio» en dari.

—En los pueblos de Ghor, de donde somos —cuenta Ghilla—, siempre hay una casita de piedra, que a veces sólo es un montón de rocas con un tejado, en las colinas que hay por encima de la ciudad. Ese sitio es de todo el mundo. Cualquiera puede refugiarse allí, incluso un criminal, y nadie lo apresará y se lo llevará contra su voluntad. Ese refugio se llama shinar. Os preguntaréis, supongo, qué pasa por las noches entre Shinar y yo. Exactamente lo que estáis pensando que pasa. ¿Significa eso que soy desleal con mi prometida? En el ejército hay un dicho:

Quien derrama sangre por rey y ejército

cenará de balde en tierra extraña.

Significa que las sutilezas de casa no cuentan aquí fuera. Esto es una guerra. Antes pedirle a un hombre que luche sin licor o sin opio a que aguante esta vida sin mujeres. No pensaba así cuando salí de casa. Me decía que le sería fiel a Dánae, que sería la primera. Como decía antes, el Oxo tiene mil doscientas yardas de anchura. Mientras ingenieros del ejército montan pontones y las unidades preparan balsas y bhoosa (pieles de tiendas rellenas de paja, cosidas y tratadas para ser hidrófugas) para cruzar la corriente, a nuestra compañía la mandan con otras cuantas a investigar los pueblos que hay a lo largo de la orilla. Las órdenes son traer de vuelta cualquier cosa que flote y cualquier cosa que el ejército pueda montar o comer. Las mujeres se quedan para hacer el trabajo de campamento y tejer cuerda para cable. Hago guardia con Lucas la primera noche que pasamos valle abajo.

—¿Qué tal entre Ghilla y tú? —le pregunto.

Me contesta que a qué me refiero.

—Ya sabes, en la cama.

Mi amigo lo piensa.

—Bien —dice luego.

Esto es embarazoso, así que me callo.

—¿Qué? —pregunta Lucas—. ¿Qué te ronda por la cabeza?

—¿Hay afecto entre Ghilla y tú? —digo después de una corta vacilación—. Me refiero a que si charláis o… reís.

«Pues claro», es la respuesta de Lucas. No sabe bien a dónde quiero llegar. Y yo tampoco.

—Con Shinar no hablo ni palabra —continúo—. Nada. Ni antes ni durante ni después. Es como si ni siquiera fuera a mí a quien hace verterse en ella. Podría ser cualquiera.

—¿Quieres decir que es fría?

—No, todo lo contrario. Me agota. Pero la sensación en todo momento es de…

—¿Qué?

—… De vergüenza. Después se odia a sí misma. Sin embargo, a la noche siguiente vuelve tan hambrienta como siempre. —Miro a Lucas a los ojos—. Sólo quería saber si todas las afganas eran así.

Bandera se acerca en su ronda de los centinelas. Cierro el pico. De estas cosas sólo puedo hablar con Lucas.

Nuestra columna avanza valle abajo. El campo a lo largo del Oxo es completamente distinto al que hay en Bactra. Allí, en las llanuras centrales, hay ciudades a las que se les puede llamar joyas. Aquí, todo es abobe y cañas. Terreno de asaltantes e invasores. Todos los hombres son guerreros; cualquier eminencia es un fuerte. Si eres un muchacho, sales con las cabras al alba en dirección a las espinas de camello. Las chicas se sientan en cuclillas y tejen. La comida es khisma, nueces y moras secas. El queso de la zona es el nafta, salado como salmuera y duro como una piedra. Se conserva cinco años. Los hombres se han ido hace mucho cuando entramos en un pueblo. Cuando les hacemos preguntas a las mujeres, ellas se llevan las manos a las orejas.

—En este país todo el mundo es sordo —comenta Nudillos.

—Sordo y estúpido —dice Rojillo.

Tenemos un guía con el nombre hebreo de Elihu; respeta la Pascua judía, pero sigue a Zoroastro. Es un tipo interesante que habla con fluidez el farsi, el dari y el griego. Ha vivido en Halicarnaso y ha peregrinado una vez Nilo arriba. Le he pedido su opinión: ¿cuándo acabará esta guerra?

—Nunca —contesta riendo.

Avanzamos por un promontorio de arenisca. Se alcanza a ver a cincuenta millas de distancia.

—Sólo en este territorio —Elihu señala el desolado paisaje— hay siete señores de la guerra que gobiernan. Cada uno de ellos es un reyezuelo respaldado por su propio ejército. Esos hombres son la ley. Imparten justicia, imponen treguas, presiden los consejos tribales; defienden a viudas y huérfanos, dan cobijo a ancianos y débiles. En la batalla marchan en cabeza. Se odian entre sí, pero más os odian a vosotros, los macedonios. —Elihu dibuja un mapa en la tierra.

»Belasaris, Miámenes y Petenes gobiernan el territorio entre el Oxo y la ciudad de Bactra. Oxiartes gobierna al sudeste. La base de Espitámenes y Darafernes estaba al oeste, entre Artacoana y el paso de Bamián, pero ahora han subido hacia el norte y se han aliado con los jefes que hay al otro lado de la frontera. Corienes, Catanes, Melpanor e Histanes son los que mandan al nordeste, en Sogdiana. A sus órdenes cabalgan cientos, miles, de subcapitanes y comandantes. Eso sin contar a los daas, los sacas y los masagetas al norte del Jaxartes. Sus hombres se cuentan por decenas de miles y son aún más ingobernables que estos afganos.

Por Elihu me entero de que existe la ley tribal a’shaara, que regula la conducta de las mujeres.

A’shaara significa «pacto» o «contrato». Es lo que vincula al individuo con la familia, la tribu y los antepasados. Estos últimos son los más importantes. Cuando te dan la espalda, Dios también lo hace.

Le hablo de Shinar y del peso de la vergüenza que parece soportar.

—Tendrías que haberla matado en vez de protegerla —afirma.

Elihu explica que el delito que he cometido se llama al satwa en dari. Los hebreos también tienen un nombre para eso: tol davi. Significa deshonrar a alguien al realizar un acto de responsabilidad que le correspondía hacer a esa persona y no ha hecho.

—Si un forastero se detiene a la puerta de mi casa y mi padre no tiene comida que ofrecerle, es un hecho lamentable, pero no un delito —continúa Elihu con la explicación—. Sin embargo, si a continuación nuestro vecino le proporciona alimento al forastero, entonces ha incurrido en al satwa contra mi padre. ¿Lo entiendes, Matías? El vecino ha deshonrado a mi padre ante el forastero. Es una terrible transgresión en nuestro país. El delito es peor aún en tu caso, porque has rescatado a una mujer cuando tendría que haberlo hecho su hermano. Lo has deshonrado mortalmente ¿comprendes?

—Vale ¿y dónde infiernos estaba él cuando Shinar lo necesitaba? —pregunto—. ¡No habría tenido que hacer nada si él hubiese estado allí para ocuparse de ella!

—Exactamente.

—¡Debería estarme agradecido! ¿Acaso no he defendido a su hermana? ¿No le he salvado la vida? ¡Por los dioses, no hay nada que desee más que entregársela sana y salva!

Elihu sacude la cabeza.

Has deshonrado a los familiares de esa mujer al hacer por su hermana lo que ellos tendrían que haber hecho… Y por eso no podrán perdonarte nunca. En cuanto a ella, es el instrumento de esa deshonra. Los antepasados han sido testigos. Eso es lo que siente ahora al estar contigo. Y si despiertas algún sentimiento en ella, la vergüenza es doble.

—En otras palabras —digo—, para un afgano sería preferible que Ash el arriero siguiera golpeando y maltratando a Shinar, incluso que la matara, a que yo la haya ayudado.

—En efecto.

—O que Tolo o algún otro milico la hubiera violado y humillado. Eso también habría sido mejor.

—Exactamente —contesta Elihu.

Lo único que soy capaz de hacer es sacudir la cabeza, incrédulo.

—Y te diré algo más —añade nuestro guía—. Cada acto de amabilidad que tienes con esa mujer sólo conducirá a sumirla más en la vergüenza. Debes entender que a su modo de ver es indigna. Ha roto el pacto de la a’shaara —dice Elihu—. Por eso, Dios le ha vuelto la espalda.

—Bueno ¿y qué clase de dios es ese?

—Yo no soy un sacerdote, Matías.

—No tiene nada de dios. Es un demonio.

Elihu extiende las manos con las palmas hacia el cielo, el mismo gesto que utilizaba Ash y que viene a ser como nuestro encogerse de hombros.

—Este es el país del demonio —dice—. Y vosotros estáis librando una guerra contra él.

Otro de los cometidos de nuestra columna es tomar prisioneros. Los soldados lo llaman la «cacería de conejos». Hemos de atrapar a cualquier varón al que podamos echar mano, cuanto más alto el rango, mejor, y entregarlo vivo e ileso a los oficiales de Alejandro. Acordonamos pueblos, despertamos a abuelas y esposas. «¿Dónde está tu hijo?», «¡Entréganos a tu marido!». Es un servicio infructuoso. Cuando agarras por el cuello a un hombre, finge que es sordomudo o interpreta toda una escena de inocencia ultrajada. Sabes que está con el enemigo; todos lo están. Pero ¿qué puedes hacer?

Nuestra compañía se ciñe a una buena disciplina en los arrestos gracias a Estéfano, que no consiente la brutalidad. Pero muchas otras unidades no se andan con miramientos. A nosotros no nos corresponde ponerles freno. A su modo de ver, nosotros somos negligentes. Pero da grima ver cómo se machaca a alguien que no puede defenderse y, por supuesto, con eso sólo se consigue que los afganos nos odien más, sobre todo si se hace delante de la esposa, la madre y los hijos del cautivo.

—¿Piensas alguna vez en tu madre? —me pregunta Lucas una tarde, después de haber puesto patas arriba tres aldeas por la mañana.

—En todo momento. Y en mi hermana. Y en Dánae.

Esa tarde entramos a saco en otro pueblo y abrimos violentamente otra ristra de silos subterráneos. Contienen las provisiones de arroz y lentejas de tres familias. Nos las apropiamos. Las madres se aferran a nosotros y claman entre llantos que se morirán de hambre. Bandera garabatea unos BC, los bonos de compensación. Las mujeres los miran sin comprender.

—Entregadle esto al jefe de intendencia y los oficiales os pagarán cuando pasen por aquí. Elihu traduce. Las matronas parpadean como si no hubiesen oído.

—Os pagarán el doble de lo que vale lo que nos llevamos. Las viejas no lo pillan.

—Todos son sordos y estúpidos.