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Lo que nos salva la vida es la pellica de Tolo y su capa militar. Con estas prendas hacemos una especie de techo sobre el angosto túnel que Bizcochos ha cavado en el hielo. Bizcochos me cuenta después que me he empeñado en arrastrar a Tolo para llevarlo con nosotros. Es preciso que Bandera me golpee con los codos (ya no siente las manos) para que me dé cuenta de que nuestro sargento mayor está muerto.

—Estiró la pata abajo —dice Bandera.

Estoy furioso. ¿Por qué no me lo dijo? Ha hecho que nos deslomemos para… Sin embargo, también consigue despertar en mí un gran respeto. ¡Dioses, qué soldado! Y qué amigo.

—¡Desnudad el cadáver! —grita Bizcochos para hacerse oír por encima del aullido del viento. Sin las ropas de Tolo no sobreviviremos a la noche.

—¡Nunca! —grito—. ¿Vamos a dejarlo desnudo?

Lo absurdo de mis palabras me impacta como un golpe. Y a Bandera. Nos echamos a reír. No podemos parar.

Tardamos diez minutos en retirar las ropas de Tolo de su cuerpo rígido. Bandera y yo seguimos desternillándonos de risa. Bandera coge el casco forrado con colmillos de jabalí, lo que desata en nosotros otro ataque de hilaridad. Las lágrimas se nos congelan alrededor de los ojos; tenemos la barba enmarañada con el hielo.

El pobre Tolo yace desnudo. Azul por la capa de escarcha. Resbaladizo. Tenemos que amarrarlo como a un batel a una media pica clavada en el hielo para evitar que vuelva a deslizarse por el borde del precipicio. Nos avergüenza nuestra reacción histérica, pero no podemos evitar reírnos.

Aguantamos la noche interminable en el agujero de hielo, Bizcochos y yo con Bandera entre los dos; tiene los pies pegados contra mi vientre y ella le ha hecho meter las manos debajo de sus brazos. Por la mañana nos rescata la avanzadilla de la sección posterior de la columna que viene ascendiendo. Nos sacan de nuestra tumba, rígidos como muertos. Increíblemente, el día amanece cálido. A mediodía, cuando nos reunimos con Nudillos y Rojillo, a los que ha mandado Estéfano a buscarnos, el calor del sol es tan intenso que tenemos que quitarnos las capas. Las atamos sobre la narria improvisada con la piel de buey en la que arrastramos el cadáver de Tolo.

El descenso hasta las estepas nos lleva otros nueve días. En ese tramo, en los flancos septentrionales (y sin sol) del Hindu Kush, es donde las penalidades del ejército llegan a su apogeo. Recorremos el paso de Khawak durante seis días. Parece que nunca vamos a salir de él. Veintidós millas a la cumbre y veinticuatro más hasta el sendero en la falda de la montaña. Bandera ha jurado llevar a Tolo todo el trecho hasta la planicie; no quiere enterrar a su compañero en un agujero encajado en el hielo para que lo ultrajen en primavera lobos o afganos. Sin embargo, no tenemos fuerzas para tirar de su peso. Muchos otros se esfuerzan en la misma tarea que nosotros y arrastran cadáveres de compañeros muertos de frío. Al final dejamos a Tolo, junto a otros treinta, debajo de un túmulo de grandes rocas que ningún depredador ni bárbaro podrá apartar a empujones.

Todos los días amanecen envueltos en sombras; el sol sale, pero los picos interceptan los rayos. Los estómagos están vacíos y las piernas parecen de plomo. La columna levanta el campamento y se pone en marcha. A mediodía el calor del cielo asalta los picos que se alzan sobre nosotros. Ahora llegan los aludes. Es primavera. El deshielo libera las masas de nieve colgadas en las vertientes. Una y otra vez los deslizamientos entierran el camino. Se tarda una eternidad en abrir paso a través de ellos. El primer día en el desfiladero recorremos tres millas. Al tercero, menos de una. Es imposible localizar los tiris nativos —los refugios subterráneos donde los habitantes de la zona almacenan sus provisiones en invierno—, ni siquiera por las fortunas pagadas a nuestros guías. Lo peor es que mucho de lo que dejamos tirado en el camino, por lo extremo de la situación, era comida. No nos queda nada. Masticamos cera y madera; nos comemos las sandalias de recambio. En Kabul el ejército se entrenó tanto que adelgazó y ahora no nos queda nada de reserva de grasa en el cuerpo. Además, son muchos los que están mal equipados de ropa y calzado. Al lado del camino yacen hombres que ya no se levantan, que cierran los ojos para no volver a abrirlos.

Con el hambre, la disciplina de la columna se hace añicos. El ritmo desesperante de «deprisa-ypara», común en cualquier hilera de hombres que avanzan uno tras otro, se vuelve letal cuando los aludes rompen la columna en secciones que quedan incomunicadas entre sí. Cualquiera que tenga siquiera una pizca de comida se encuentra asediado por sus hambrientos compañeros. Un tarro de miel se vende por el sueldo de seis meses. El aceite de sésamo con el que nos frotábamos la piel para protegernos del frío (el de oliva se ha agotado) alcanza el precio del rescate de una emperatriz. Esta era la carga que llevaba Bizcochos, pero la tiró en la Cuerda del Tendal para ayudarnos a subir a Tolo. Llega la orden de sacrificar a las acémilas, una por compañía. No hay madera para encender lumbres; engullimos la carne cruda.

Al sexto día aparece Alejandro. Increíble, pero ha desandado las millas que nos separan de la cabeza de la columna, acompañado por Hefestión y algunos pajes de su séquito. Sí, las tropas han maldecido su nombre. Presenciando la muerte de sus compañeros, no pocos han condenado a nuestro señor por su imprudencia al osar entrar en estos parajes agrestes tan al principio de la estación. Ahora, al verlo, los asalta una profunda vergüenza. Aquí, ante nosotros, con la sencilla capa de caballería, se halla nuestro soberano, que a estas alturas podría estar comiendo en las cálidas tierras bajas pero que, en cambio, ha elegido regresar con nosotros y compartir las penalidades. No va montado, sino a pie. No tiene comida; ni para nosotros ni para él. Cuando la columna se detiene para acampar, nuestro señor excava en la nieve con la punta de su pica para sacar raíces de silfio y cena ese forraje para cabras. Al ver caído a un hombre, Alejandro lo levanta con sus propias manos. Nos dice que las tropas a la cabeza de la columna estarán dentro de tres días arrancando peras de los huertos en las llanuras bañadas por el sol de Bactria. ¡Arriba esos ánimos, compañeros! ¡Resistid! Las penalidades que sufrimos ahora, por amargas que sean, se pagarán en la moneda de vidas de compañeros salvadas cuando caigamos sobre el enemigo por la retaguardia, donde no nos espera y no ha preparado defensas.

El enemigo huirá, promete Alejandro, acometido por el terror ante nuestra aparición en masa desde estos pasos inclementes, hazaña que se había considerado imposible en esta estación hasta haberlo conseguido nosotros.