16

Kabul está a siete mil pies de altitud. Al segundo día de marcha la columna ha llegado a los nueve mil. Coronamos los doce mil del paso Khawak el sexto día de artemisio. Temprano. Muy temprano.

El sol quema a esta altitud; tal es su fuerza que de hecho es el primer día que nos quitamos la capa de invierno y viajamos bañados en sudor. La reata es de una mula por hombre; la mitad de las bestias sólo cargan forraje y casi todo lo que carga cada hombre en su petate es pitanza. Hasta las monturas de caballería van cargadas; transportan botas de nieve, mantas y pellicas. El ejército no viaja con equipaje pesado y con muy pocas personas que dependan de él. Esas vendrán más adelante, cuando sea más seguro. Las porteadoras viajan con nosotros. Alejandro les ha doblado el sueldo; ese extra se les dará a ellas, no a sus capataces. Bizcochos viene conmigo y Ghilla, con Lucas.

La columna avanza en cuatro secciones. La de vanguardia abre la marcha; esos son los ingenieros del ejército. Su división conduce tres mil camellos cargados con postes y vigas, cables, cuerdas, tablaje y utillaje; construirán puentes para salvar gargantas y torrentes en crecida. La vanguardia también lleva ovejas y bueyes, no sólo para que arrastren maderos para la construcción, sino para ir aplastando la nieve del camino. Y para sacrificarlos para comer. A fin de proteger esos materiales los ingenieros cuentan con arqueros, honderos, lanzadores de jabalina, jinetes mercenarios de Lidia, Armenia y Media, con asalariados afganos del oeste, tropas de montaña que odian a los panjshiris, y por último, nuestros zapadores maces. Estos son rufianes del ejército despojados del privilegio de portar armas y que en cambio manejan hachas y zapapicos. Los pobres milicos abren caminos a través de ventisqueros de veinte y treinta pies de altitud. Alejandro y las unidades de élite van a continuación, el ágema de los Compañeros —la Guardia Real—, batallones de la primera brigada de Perdicas y Crátero, con lanzadores de jabalina agrianos, arqueros cretenses y otras compañías de montaña especializadas, incluidos ingenieros de combate con catapultas y oxybeles. Estas divisiones derribarán al enemigo en masa, aquí en el Panjshir, si los nativos de las tribus se oponen a que pasemos, y, más allá, en las estepas bactrianas, donde el rey supera a la caballería de Beso y de Espitámenes. A continuación marchan las brigadas de la falange central, incluida la nuestra, la de Hefestión y la de Tolomeo, así como los batallones no destacados de Perdicas y Crátero; después, las secciones pesadas; luego, las brigadas ligeras de Erigio, Átalo, Gorgias, Meleagro y Poliperconte, junto con la caballería mercenaria e irania. El equipaje va entre ellos y la retaguardia, que está compuesta por otros contingentes y tropas nativas ligeras. En total el número asciende a casi cincuenta mil hombres.

Seguimos subiendo. El invierno se despide con represalias; torrentes primaverales bajan atronadores por las quebradas con el color marrón del barro. Se supone que se tarda trece días en llegar al paso. El sendero discurre recto a través del Panjshir. Setenta millas. Montones de valles secundarios se ramifican de su eje central. Todos ellos aportan su catarata, su deshielo de glaciar; y todos descienden con una furia ensordecedora. Nadie que no sea panjshiri ha regresado jamás de estos remotos baluartes naturales.

—Cuando lleguemos a la cumbre estaremos a doce mil pies —comenta Trapos—. Aquí empieza el paso de Khawak, que tiene cuarenta y siete millas de largo.

La primera tormenta estalla al tercer día. Primero se pone a granizar, después nieva y, a continuación, graniza otra vez. Granizos del tamaño de proyectiles de honda nos hacen quitarnos los cascos y los escudos, bajo los que nos acuclillamos de cara a cualquier afloramiento rocoso que encontramos mientras que las mulas y los caballos se apiñan en un silencio penoso hasta que el vapuleo cesa. El sendero está cubierto de hielo. Todas las recuas y reatas están encajonadas en él; las pendientes resplandecen, escarpadas y peligrosas. Tras la tormenta, azota un viento gélido. Todos estamos empapados y tiritamos como potrillos.

—¡Venga, chicos! ¡No os quedéis ahí parados!

La columna ha entrado en el Panjshir propiamente dicho. El valle es bellísimo, mucho más ancho de lo que había imaginado y, a pesar de la altitud, no es especialmente «montañoso». Nuestros guías nos cuentan que, bajo la nieve, hay labradas grandes terrazas escalonadas y que en otoño los nativos cosechan arroz, cebada, pepinos, lentejas y habas en las laderas que ahora irradian un brillo cegador. Huertos enteros se ocultan bajo la capa de nieve acumulada: moras, peras, pistachos, ciruelas silvestres y más albaricoques de los que pueden cargarse en mulas para llevar al mercado.

Pronto acampamos en mitad de otra tormenta. No podemos extender el forraje para los animales porque el granizo y la cellisca lo empapan al momento. Los alimentamos usando cebaderas, que también están congeladas, atadas a ronzales helados. No hay madera, así que tampoco hay hogueras. Comemos la kishar —carne de cabra— fría, y cuajada que es un puro hielo. Me trago la bola helada que se supone que es una cebolla.

—Tercer día —sonríe Bandera—. Sólo quedan otros diez para llegar arriba.

Pegamos la pestaña en un apretado montón —las mujeres también— usando a los animales atados con ronzales como protección contra el viento. Dos veces durante la noche oímos el ruido de ataques a lo lejos, columna arriba. Nos sentimos tan mal que ni siquiera nos movemos. Estoy apretujado entre Bizcochos y Lucas cuando siento unos empujones rítmicos en alguna parte al sur de mis pies.

—¡Tolo, pedazo de cabrón!

Estallan las carcajadas.

—Sólo intento no quedarme congelado, compañero.

Nadie duerme esa noche ni la siguiente. Todos, del primero al último, rogamos que salga el sol, cosa que tarda en ocurrir porque los picos tapan los cálidos rayos hasta media mañana. A mediodía, los hombres nos desnudamos a pesar del frío y sólo nos dejamos puestas las botas. Emprendemos la marcha llevando la ropa empapada extendida encima de los fardos para que el viento la seque.

—No estás mojado de verdad hasta que no tengas empapado el pliegue del ojete —manifiesta Tolo.

—Lo tengo empapado.

—Entonces que los dioses te bendigan.

Estéfano alegra a la tropa prediciendo la victoria en Bactria. Jura que pillaremos a Beso y a Espitámenes con las pelotas al aire. ¿Por qué?

—Porque son hombres inteligentes y no pueden concebir que alguien con la mollera en su sitio cruce las montañas en esta época.

Quinto día. Caminamos a dos millas de altitud. De día y de noche las tormentas descargan nieve y granizo para después deshacerse en vapor y dar paso a un sol atroz. Ahora empieza el deshielo. Es como si la montaña entera llorara. Un millar de arroyos y riachuelos brotan entre las rocas, corren y se unen en torrentes tributarios y a continuación se precipitan en cataratas al río que discurre más abajo. Con el transcurso de los siglos las rocas se han fragmentado y todo es guijarro y pedregal a punto de deslizarse. Un paso en falso y entras en los libros, como decimos los soldados. Por lo que hemos oído, sigue así todo el camino a Khawak, sólo que allí arriba es peor aún. A esa altitud, casi tres millas, los ríos se convierten en glaciares bordeados de morrenas inestables de color grisáceo que son las únicas vías de paso. Esos campos de hielo son intransitables, con una anchura de media milla, resquebrajados por fisuras, grietas y brechas y atravesados por una maraña de grandes torres de hielo.

El quinto mediodía estalla una revuelta de los porteadores. Unos cien sirven en nuestra división; tiran las cargas y se niegan a ascender más. Quieren más dinero. Estéfano es el comandante de nuestra sección. ¿Qué se puede hacer? ¿Matarlos? Capitula y les paga de su bolsillo; los porteadores no aceptan vales del ejército.

El granizo y la nieve que cae a lo largo de toda la noche machacan el campamento; por la mañana tardamos horas en sacar a los rebeldes de los agujeros donde se han refugiado durante la noche. Ahora los arrieros se amotinan también. Ash es uno de sus cabecillas. ¡No son guerreros! ¡No firmaron para pasar por esta dura experiencia!

Ash quiere que se le devuelvan las mulas. Todos quieren lo mismo. Estéfano y los otros oficiales se tiran media mañana negociando. La columna se está fragmentando. Elementos de vanguardia siguen camino sin nosotros. Se abren brechas. Detrás de nosotros deben de haberse iniciado otras revueltas porque ninguna sección nos adelanta. A mediodía, Estéfano consigue reprimir la insurrección. El sol ha asomado de nuevo; el optimismo se reaviva. Pero al cabo de una hora aparecen nubes purpúreas, cae la temperatura y un diluvio de cellisca y granizo se precipita sobre la columna. El vendaval sopla con tanta fuerza que no se puede avanzar un paso; hasta las mulas tropiezan y caen en el peligroso suelo. Acampamos tres horas antes de oscurecer por la simple razón de que es imposible seguir adelante.

Busco a Ash. Ha desaparecido. Lo mismo que los demás arrieros. Han abandonado sus recuas, su medio de vida, y han preferido correr el riesgo de volver camino abajo, solos y a pie.

La oscuridad cae sobre el campamento. El frío nos hace dar diente con diente. Las mujeres lo aguantan sin protestar. De noche, Bizcochos duerme descalza, con los envoltorios de tela que calza puestos alrededor del torso para que se sequen y pone los pies en la tripa de otra chica en busca de calor, y a cambio le hace el mismo servicio al calentarle los suyos debajo del pettu. Me ha hecho que meta las manos debajo de sus brazos. Hemos aprendido a buscar el sitio para dormir fuera de quebradas estrechas, por las que el ventarrón aúlla. Es mejor en las partes anchas del sendero o al socaire de un afloramiento, si consigues encontrar uno antes que tus compañeros. Las noches son insoportables, hagas lo que hagas.

—Sólo otras ocho amanecidas más —dice Bandera.

Amanece y Estéfano tiene a los maces formados y armados. Despertamos a los porteadores en sus agujeros en la nieve. Antes de que tengan tiempo de dar su siguiente ultimátum, Estéfano da el suyo:

—¡Salid! Salid pitando de ahí y sacad vuestras cargas.

A punta de lanza los hacemos volver al camino. Quieren comida.

—Claro, seguro que la queréis.

Gritan que quieren sus pellicas y sus cubiertas.

—Venid a cogerlas —responde Estéfano con una cita de Leónidas.

Los porteadores claudican y Estéfano los arenga. «¡Adelante, hacia Khawak! ¡Desde allí es cuesta abajo! ¡Sobresueldo para todos en Bactria!».

Recorremos un buen trecho ese día; y también al siguiente. ¿Dónde está la cumbre? Hemos perdido contacto con la columna, tanto por delante como por detrás. Nuestros shikaris no pueden hacer nada; no conocen la montaña. Cada tormenta entierra el sendero a más profundidad. Y con el sol es peor. El calor propicia los aludes, aunque todavía ninguno ha amenazado nuestra sección. Sin embargo, más adelante, allí donde ha habido desprendimientos, borran todo rastro del camino y se tarda horas en abrir una nueva vía; cuando salimos al otro lado, sólo las preces nos devuelven la confianza en que no hemos perdido el rumbo.

Al séptimo día se acaba el forraje de los animales. De hecho, nosotros llevamos a media ración desde el cuarto amanecer. Mi estómago resuena con más ecos que un aljibe vacío. Cada paso se convierte en un tormento.

—Tolo —digo mientras camino a su lado con esfuerzo—. ¿Tendríamos que preocuparnos?

—Confía en los dioses benevolentes —contesta.

—Pensaba que no creías en los dioses.

—Y no creo.

No se ha vuelto a hablar de motines. Los porteadores caminan sin separarse de nosotros. Viviremos o moriremos juntos.

Así es como el peligro te alcanza. Paso a paso. De repente, estás ahí. Miro a Lucas. Incluso con los protectores de ojos y forrado de ropa como un fardo, noto su aprensión. Ya no se trata de la guerra, sino de sobrevivir.

Séptima noche. Dos soldados de un comando llegan al campamento tambaleándose, enviados desde la sección que nos precede, para guiarnos hasta allí. ¡Un pueblo! ¡Sólo tres millas más allá! Los refugios de los nativos, bajo la nieve, guardan vituallas y forraje. Sobrevivimos a otro interminable asedio de la oscuridad auxiliados por la esperanza.

Todo el día siguiente la sección avanza, aterida, bajo una fuerte tormenta. Eso está bien; significa que nos encontramos cerca de la cima. Más o menos a mediodía vemos sepulturas recientes. Compatriotas nuestros de las secciones que van delante. Acogemos, avergonzados, la vista de esas tumbas con alivio porque quiere decir que vamos por buen camino. Por si fuera poco, el mal de las alturas se suma a nuestras penalidades. Nadie puede comer; vomitas todo lo que ingieres. Estamos débiles y desorientados; la tarea más simple se convierte en monumental. Recuerdas, pongamos por caso, que tienes en la mochila un trozo de tasajo. Ahora intentas sacarlo. Tardas en quitarte un mitón hasta contar cincuenta y para entonces ya se te ha olvidado por qué te lo querías quitar. Dos tipos se suben a la frente los protectores de ojos, se les olvida volver a bajarlos y la nieve los ciega. Hay que atarles una cuerda y guiarlos.

Agachamos la cabeza y seguimos adelante. Cada cual se repliega en su propia espiral de dolor. Ves tus pies y oyes el crujido de tus pisadas. ¿Dónde están nuestros guías? Los dos soldados del comando nos dicen que se han apostado hombres a lo largo del sendero para esperarnos y llevarnos al pueblo. Lucas avanza para situarse a mi lado mientras caminamos.

—Aquí pasa algo raro. —Señala al sol—. Vamos en dirección nordeste.

—¿Y en qué dirección deberíamos ir?

—No lo sé, pero hacia allí, no.

El camino da vueltas y revueltas, avanza en zigzag y cruza ensilladas y cornisas. ¿Quién podría orientarse?

Cuando se viaja por un lugar tan agreste te sorprendes a ti mismo poniendo nombres a los accidentes del terreno. En una cresta de borde afilado: «Cuerda del Tendal». «Dos Torres». «Casa de Hielo». ¿Dónde está el pueblo? ¿De verdad hay comida más adelante? ¿Tendremos una hoguera?

Pasado el mediodía. Atravesamos una zona de pizarra y guijarros, una morrena de glaciar excavada por el inmenso río congelado que ha formado esta cuenca. El resplandor es cegador; una y otra vez se abren brechas en la columna. El suceso se convierte en normal, sin provocar alarma. De todos modos, estamos ciegos.

De repente surge una conmoción más adelante. ¿El pueblo? Una hilera de nuestros compatriotas pasan deprisa en sentido contrario.

«Por ahí vais mal, hermanos».

Hemos perdido el camino.

Hemos subido por el valle equivocado.

—¡Un trabajo redondo, compañeros!

—¿Qué genio está al mando en este jodido grupo?

Hombres y animales nos pasan de vuelta por donde hemos venido. Agarro a Lucas.

—Esto es serio.

A nadie le ha entrado el pánico todavía, pero notamos que el caos se avecina. Volvemos sobre nuestros pasos. La columna se disloca más aún cuando algunos compañeros que van en contramarcha interrumpen la fila en su prisa por desandar la morrena. La mala suerte nunca viene sola. Ahora la acompaña otra tormenta. El cielo se tiñe de púrpura, el viento aúlla, el frío nos golpea como un muro de hielo.

Los hombres dan trompicones, caminan a tirones. Los que vienen detrás te empujan, dominados por un creciente terror. El miedo se ha contagiado también a mulas y caballos.

—¡Alto todos! —brama Estéfano mientras camina a lo largo de la columna—. ¡Hermanos, controlaos! —Llama a los soldados por su nombre, les conmina a mantener el orden. Funciona. La integridad de la marcha se restaura.

Las mujeres son las más fuertes. Ninguna suelta su carga ni hace amago de salir corriendo. Bizcochos y Ghilla se quedan pegadas a Lucas y a mí.

—¿Ka’meesha? —«Estáis bien», grito para hacerme oír por encima del aullido de la tormenta. Asienten con un gesto, envueltas en ropa de pies a cabeza. La columna reemprende la marcha. Faltan tres horas para que anochezca. No se han pasado órdenes, pero todos entendemos: tenemos que retomar el camino correcto y encontrar el pueblo o nadie sobrevivirá a la noche con una tormenta como esta.

Descendemos. Pasamos por la Casa de Hielo. Dejamos atrás las Dos Torres.

Ahora la Cuerda del Tendal, esa cresta con forma de columna vertebral de quinientos pasos de punta a punta. Un penacho de nieve se desplaza lateralmente empujado por el vendaval. Tenemos que avanzar al socaire, cegados por la nieve que levanta el viento.

—¡Encordaos todos! ¡Sin excepciones!

Las secciones pasan en hilera a través de la columna vertebral por los escalones cortados en el hielo durante el cruce anterior. Utilizar la media pica. Hincarla, por el extremo del pincho, en la pendiente; contar dos para darle tiempo a incrustarse; después, impulsarse hacia delante. Todos al tiempo. Increíblemente, lo conseguimos.

—¡El camino!

La alegría se transmite a lo largo de la columna. Nuestros guías gritan desde la cabeza de la columna. ¡Refugio! ¡Refugio para la noche! Jubilosos, nos palmeamos la espalda y los hombros cargados unos a otros. ¡Recuento! La columna forma para ponerse en marcha otra vez.

—¿Dónde está Tolo?

Es Bandera, que repasa la lista.

—Lo vi justo antes de cruzar. —Rojillo señala hacia atrás.

—¿Y dónde está ahora?

Nadie lo sabe.

Bandera recorre la columna hacia atrás al tiempo que retira tapabocas y protectores de ojos para examinar cada rostro.

—¿Iba atado? ¿Quién lo vio encordarse?

La columna ya ha salido de la pendiente y ha dejado atrás el vendaval. Estamos al resguardo de una cara de la montaña y casi tenemos sensación de calidez.

A nuestra espalda, al descubierto, la Cuerda del Tendal aúlla. Bandera regresa sin haber encontrado a Tolo.

—¡Seguid! —ordena mientras nos empuja hacia delante, en dirección al pueblo.

—¿Y tú qué, Bandera?

—¡He dicho que sigáis!

Lucas y yo nos rezagamos. Vemos a Bandera y a Rojillo ir uno al encuentro del otro. Apenas oímos nada. Rojillo señala el fondo de la vertiente de hielo.

—… si Tolo ha caído ahí abajo, ya está criando malvas. Bandera se da la vuelta. Lo vemos cargado con una cuerda y un destral que ha cogido del fardo de una mula. Rojillo se reúne con la columna, que sigue avanzando. La gente arrastra los pies en dirección al pueblo. Lucas y yo nos miramos.

—Me quedo —dice mi amigo.

Le miro a los ojos. Está en peores condiciones que yo; se habrá congelado dentro de una hora.

—No. —Soy idiota—. Tú vete.

Lo empujo para que se ponga en marcha.

—Guárdame algo caliente.