15

El ejército pasa el invierno en Bagram, una ciudad de guarnición construida siglos atrás por Ciro el Grande, en el templado valle alto al pie del macizo central. Dos ríos, el Kofen (o Kabul) y el Panjshir, irrigan una ancha planicie bordeada de cumbres.

El lugar es un paraíso, de momento. Cuenta con numerosos acuartelamientos para el ejército, forraje seco para los animales y terreno llano donde entrenar. Nos dicen que los pasos septentrionales se encuentran ya bajo veinte pies de nieve. La acumulación llegará a sesenta en pleno invierno. Ni siquiera a Alejandro se le ocurre otra forma de cruzar a Bactria. Como había predicho Ash, no alcanzaremos a Beso y a Espitámenes hasta la primavera.

Las recuas de mulas y camellos siguen subiendo desde Kandahar con su carga de armaduras, armas, grano y caballos para el futuro ataque. La amante de mi hermano Elías ha subido con una de las columnas. Se llama Daria. Su belleza le da cierta celebridad, al menos entre los maces. Los afganos la aborrecen; y también casi todas las nativas que tienen relaciones con el invasor. Ella y Elías tienen alojamiento en el sector antiguo de Kapisa, en una agradable callejuela bajo moreras de invierno y ciruelos silvestres. Abren un salón de reuniones y consigo que Bizcochos entre a su servicio. Un peso que descargo de mi conciencia.

El ejército entrena y comienza la construcción de otra ciudad de guarnición que se llamará Alejandría del Cáucaso.

Ahora vemos al rey todo el tiempo. A diario hace las rondas por los regimientos que entrenan acompañado sólo por un par de mensajeros y un paje o dos como guardia personal. Desmonta y adiestra personalmente a los hombres. Las tropas lo adoran.

Vivimos en tiendas con capacidad para dieciséis hombres, con suelos de paja compacta. Las mujeres se encargan de cocinar y el servicio funciona. Hasta Lucas tiene una chica ahora, Ghilla, la de las piernas largas. Soy el último de nuestro grupo que sigue sin pareja, aunque confieso que he cogido por costumbre visitar de vez en cuando a las «jornaleras». ¿Le soy infiel a mi prometida? Ahora bebo más de lo que solía. Tienes que hacerlo, por el frío y el aburrimiento.

Ash se ha quedado porque el ejército le paga el forraje de su recua. En primavera cruzará las montañas con nosotros. A las mujeres las ha despedido. Dice que para qué alimentarlas si pueden encontrar trabajo en la nueva ciudad o si no seguir como «gallinas», el escalón más bajo de las esposas de campamento.

Para mi sorpresa, me he hecho bastante amigo del viejo mamón. Tiene conocidos por todas partes. Como novatos, a Lucas y a mí nos asignan todas las tareas en las que se trabaja como un esclavo; nunca terminamos antes de anochecer. Hemos acabado tomando más veces el rancho con los afganos que acompañan al ejército que con nuestros propios compañeros maces. En tiempos normales, explica Ash, su tribu, los dadicas, estarían peleando ferozmente contra al menos otras dos o tres. Ahora, con la invasión, todos son los mejores compañeros: pactianos, incluidos los apiratas y los higenos; los tircos y los támanas; los meonios y los satagíadas; y otro centenar más. Le pregunto a Ash cómo puede aceptar un empleo de Alejandro si nos odia tanto.

—Al final os echaremos, macito.

Y ríe mientras me pasa otra chuppatie.

Lucas todavía lo está pasando muy mal por el enemigo que mató en el cordal de las cumbres. Siente vergüenza por haber sido incapaz de rematar al tipo y al mismo tiempo se siente culpable por no ayudarle a salvar la vida. Los ojos del afgano, mirándolo con reproche, lo acosan en sueños. Lo que es peor, confiesa, es el recuerdo visceral, siempre presente, de clavar la lanza en las entrañas de otro hombre. Intento hacer que no se sienta tan solo y le hablo de la angustia de mi propia experiencia infame cuando me tocó matar a un hombre: la sensación de horrible placer del momento, seguida al instante por un remordimiento atroz, asco y disgusto, conmigo mismo y con la raza humana al completo, y la sospecha de que has cambiado para siempre y para mucho, mucho peor. Pero nada de lo que le digo le ayuda; soy igual que él, un novato. Necesita oírlo de alguien veterano, alguien con experiencia. Es Tolo, quién lo hubiera dicho, el que calma la angustia de Lucas.

—Calar el melón, eso es lo más duro.

Se refiere a matar a un hombre con una lanzada en la tripa, que también se conoce como «desparramar los comestibles». Es un día en que estamos trabajando en la ciudad nueva, durante el descanso para comer.

—Cualquier sorchi se lía con eso. Agita la pica con las dos manos, igual que un ama de casa dando palos a una rata con la escoba. Clavar el arma en las tripas de un hombre… para eso hace falta coraje. Y la sensación jamás se olvida.

Eso le sirve de ayuda a Lucas y Tolo se da cuenta.

—El soldado disciplinado —continúa—, ataca con los dos pies bien plantados, mirando al enemigo, con confianza. Arremeter con el arma y mantenerse firme. Lo hiciste bien en el cordel, Lucas. Te vi. Me sentí orgulloso de ti.

Mi amigo se pone colorado. Tolo sonríe.

—¿Crees ahora que eres un soldado? —Y le da un cachete afectuoso—. ¡Has dejado de ser un niño!

Hacemos instrucción y seguimos con la construcción de la ciudad de guarnición. Nunca había practicado en una fuerza dirigida por Alejandro. Tenemos más días libres que cualquier cuerpo que conozca. Nada de toque de queda, nada de inspección nocturna en las tiendas. El ejército al completo deja de trabajar desde mediodía hasta dos horas después. Hay vino en abundancia y barato. Las tropas quedan exentas de servicio para formar partidas de caza (de hecho, la instrucción se sustituye a menudo por cacerías) y se nos da tiempo para entrenar en los gimnasios, que son las primeras estructuras que levantan los ingenieros, antes incluso que las capillas y los comedores. A las mujeres se les permite moverse por todo el campamento, a diferencia de las antiguas unidades al mando de Filipo y de la fuerza expedicionaria original de Alejandro; pueden dormir en los acuartelamientos con sus amantes oficiales (y en las tiendas de los milicos) y pueden acompañar a la columna en el campo. Tales son los privilegios de servir en un cuerpo comandando por Alejandro. Ahora, la parte mala.

Todas las unidades en entrenamiento están formadas y en armas dos horas antes de amanecer. Ninguna marcha diaria recorre menos de treinta millas y en muchas ocasiones superan las cuarenta. El paso marcado cubre veinte millas antes de mediodía y no son etapas de un día, sino de cinco y a menudo de diez. No hay más manduca que la que lleves encima; acábala y te mueres de hambre. Los dioses ayuden al hombre que tenga ampollas o lombrices. En la instrucción que se hace en casa es el sargento el que azuza. Aquí son los propios hombres. Alejandro no da órdenes. Simplemente actúa. Camina al lado de los hombres, a pie, con armas y armadura, y no hay un solo tío en todo el ejército que pueda mantener su ritmo. Entrena haga el tiempo que haga, de día y de noche. Un oficial que se distinga cenará en la tienda del rey, detrás de Crátero y Hefestión. En el ejército de Alejandro no existe el castigo corporal. Nuestro señor nos mete en vereda con la amenaza de exclusión del cuerpo y de su favor personal, al lado de lo cual ni la propia muerte tiene importancia. Una mirada desaprobadora de Alejandro hará caer en picado la valoración del veterano más condecorado, en tanto que una sonrisa o una palabra de elogio eleva al más insignificante guripa a la popularidad.

Los hombres aman a Alejandro. No es una exageración. Las tropas están pendientes de sus movimientos segundo a segundo, como lo está la manada del lobo dominante. La unidad gravita hacia su aparición y se nutre con su presencia, como el amante con el objeto de su afecto. Si le ocurre cualquier percance, el ejército lo nota, incluso a millas de distancia, y reacciona con alarma y desasosiego, que no se alivian hasta que vuelve a ver a su señor y se convence de que está ileso.

La unidad soportará cualquier cosa por su comandante. Las prácticas más tediosas se llevan a cabo sin un solo rezongo ni una palabra malsonante. Ejercicios a los que no se encuentra utilidad se llevan a cabo con determinación. Siguiendo órdenes del cuartel general, levantamos el campamento y dejamos peladas las cinco millas de suelo que antes ocupaba. Llegan nuevas órdenes: deshacemos los petates y lo montamos todo otra vez. En la construcción de la ciudad las tropas pican terrones helados todo del día y se emborrachan y fornican toda la noche. Están delgados como leopardos y ansiosos de entrar en acción.

El rey tiene medio centenar de unidades de operaciones de avanzada en la montaña. Mi hermano Elías y sus compañeros forman una de ellas. Estos son grupos de élite, compuestos en su totalidad por Compañeros, los más altos y apuestos, a lomos de las monturas más espectaculares. Su trabajo es negociar con las tribus. Llevan regalos de honor —copas de oro, espadas damascenas— y están autorizados para hablar y negociar en nombre de Alejandro. Tienen guías panjshiris, salangais y pactianos khawak, hombres de tribus que habitan los valles altos y los pasos que el ejército tiene que utilizar en primavera. ¿Se opondrán los clanes a que pasemos? Se dice que su número alcanza entre ciento veinticinco mil y ciento setenta y cinco mil hombres, incluidos los khels y sub-khels de valles principales y secundarios. Ningún invasor, ni siquiera Ciro el Grande, ha conseguido domeñarlos jamás.

Nuestro entrenamiento está claramente dirigido a enfrentarnos a estos merodeadores. Cada batallón tiene su propia artillería de altura para controlar las cumbres dominantes, así como sus compañías de tropas de proyectiles. Practicamos con botas para la nieve y pellicas. Los ingenieros y zapadores siguen las huellas fuera de Kapisa todo el camino hasta la cabecera del Panjshir.

Vemos al enemigo continuamente. Son centenares los que pasan el invierno por aquí, en el valle de Kabul, con sus familias. Y miles más han descendido a altitudes más templadas en las crestas que lo rodean. Sus tiendas de espadas ocupan los paseos de la ciudad de Bagram. Todos van montados y armados hasta los dientes.

Muchos encuentran empleo en el ejército. Tenemos varios en nuestro comedor extraoficial. He conocido a dos de ellos, Kakuk y Hazar, hermanos y más o menos de mi edad. La primera palabra que me enseñan, a la par que se señalan a sí mismos, es tashar, que significa potro salvaje. Ambos son buenos tipos, apuestos como leones, el primero con el cabello rubio y el segundo, de pelo negro; los dos lucen espesas barbas de las que presumen más que unos gallos de pelea. La paga les trae sin cuidado y por costumbre derrochan el sueldo de un mes en una noche de juerga. Se han unido a nosotros por la novedad y la aventura. Su atuendo se compone del gorro de fieltro bactriano con orejeras, pantalones gruesos de lana metidos por las botas de piel de oveja, chaleco, jubón y pettu. El fajín que les ciñe la cintura lleva los colores de su tribu y en él guardan la comida, las medicinas y los tres «matahombres» con filos de hierro: corto, medio y largo. Son curiosos como gatos. No se cansan de oír cosas sobre mi país. Cada costumbre que les explico les provoca ataques de hilaridad. No podría imaginarse compañeros más geniales, aunque salta a la vista que nos arrancarían los hígados —a nosotros o a sus compatriotas afganos— por el asunto de honor más trivial y eso, cuando el ejército se ponga en marcha en primavera y viole la integridad de su territorio, hará que se lancen sobre nosotros con toda la violencia de la que son capaces. He sabido que el orgullo de los panjshiris es su gran valle, el hogar y el cielo para ellos. ¿Pagará Alejandro el peaje para cruzarlo con badraga, escolta oficial? Ciro lo hizo. ¿O nuestro rey intentará pasar por la fuerza? Aún no ha cedido a ninguna extorsión. Al igual que Ash, los hermanos Kakuk y Hazar no ven contradicción en trabajar para Alejandro y estar deseando sacarle las entrañas.

Es imposible que estos tíos te caigan mal. Me he sorprendido a mí mismo envidiando su orgullo, su vida libre. El trabajo les es desconocido. Sus ponis se alimentan del dulce pasto en verano y de forraje seco en invierno, cuando se cierran los pasos. Sus esposas y hermanas les tejen las ropas, les preparan el dal y el ghee. Las familias habitan en casas de piedra, de cuya propiedad son capaces de recitar hasta veinte generaciones atrás. Las únicas partes desmontables son las puertas de madera y los tejados (en caso de evacuación por luchas a causa de enemistades antiguas). Cada grupo familiar cuenta con dos residencias, la de verano y la de invierno. Si ataca un clan rival, los khel los expulsan gracias a que conocen mejor el terreno. Si un enemigo extranjero entra a la fuerza, como Ciro en el pasado o Alejandro ahora, las tribus se retiran a refugios a mayor altitud y mandan llamar a familiares más lejanos hasta que reúnen la cifra necesaria; entonces atacan.

El nangwali es el código de honor del guerrero afgano. Sus dogmas son el nang, es decir, el honor; la badal, o la venganza; y la melmastia, la hospitalidad. El tor —«negro»—, abarca cualquier asunto relativo a la virtud de las mujeres. La afrenta al honor de una hermana o esposa no se puede volver spin —«blanco»— por ningún otro medio excepto la muerte. Las enemistades de sangre, me cuentan los dos hermanos, dan comienzo por el zar, las zan y la zamin, es decir, por el dinero, las mujeres y la tierra.

En casos de badal la revancha se cobra a manos del padre o del hijo. En el tor es a manos del marido, excepto en el caso de mujeres solteras; entonces los varones de la familia no descansarán hasta que se haya hecho justicia. El código del nangwali prohíbe el robo, la violación, el adulterio y el falso testimonio; se castiga la cobardía, el abandono de hijos por parte de los padres y la usura. El código prescribe ritos para nacimientos y muertes, para armisticios, desagravios, rezos y dádivas, así como todos los demás trámites de la vida. La pobreza no es un delito. El respeto a los mayores es una virtud cardinal, a la que sigue la paciencia, la humildad, el silencio y la obediencia. Las leyes para la higiene son estrictas, aseguran los dos hermanos, aunque si hay algún rastro de ella ante mi vista he de confesar que se me pasa por alto. Su visión de la vida es la de una noble resignación ante el destino. Todo es decisión de Dios, creen los afganos. Así, nada puede hacer uno salvo ser un hombre y aguantar.

En cuanto a mi tutela de Bizcochos, me traerá problemas, afirman mis amigos. A la joven le queda al menos un hermano vivo, un capitán de caballería que actualmente está al servicio de Espitámenes. Kakuk y Hazar lo conocen; es un paladín de una tribu rival. Si nos encontramos tendré que atacarlo sin vacilar. Es asunto del tor, la sangre lo es todo. Siempre se puede pagar la vida de un hombre.

Una mañana, al despertar, me encuentro con que Kakuk y Hazar se han ido; casi todos los panjshiris del campamento se han «brincado» también. La primavera se acerca; en las zarzas ya brotan moras. Los exploradores informan sobre centenares de nativos que regresan a los valles altos por rutas que sólo ellos conocen. Le pregunto a Bandera sobre esto último.

—Los pasos —contesta—, siguen aún bajo veinte pies de nieve. Nada que no tenga alas atravesará las montañas hasta dentro de otro mes, como poco.

Sin embargo, Ash cuenta otra historia. Los contratistas del tren de suministros están poniendo pegas, nos informa. No subirán con sus recuas al Panjshir si se les da tiempo a los clanes para que lleguen a casa y se organicen en un ejército.

Esa noche Alejandro ordena levantar el campamento otra vez. Desmontamos tiendas y cargamos las recuas, como ya hemos hecho otra docena de veces en ejercicios de prácticas.

Esta vez no se trata de un ejercicio. Dos horas antes de amanecer, las unidades de vanguardia del ejército se ponen en marcha con el rey a la cabeza y emprenden el ascenso por el camino que lleva al Panjshir.