13

El ejército emprende la marcha hacia el Hindu Kush en una radiante mañana de otoño. Ash, el arriero afgano, nos ha abastecido de las mujeres que necesitamos para reemplazar las bestias que no conseguimos alquilar. Jura que son buenas portadoras. Fuertes. No habrá problemas. Llevo demasiado tiempo en Afganistán.

El plan parece aceptable. Me gusta.

La ciudad de Kandahar, de la que parte el ejército, se ha rehecho completamente. La hemos construido nosotros mismos en veinte días siguiendo las órdenes de Alejandro; hemos levantado murallas y empalizadas, hemos abierto calles y hemos excavado fosos defensivos. Ahora es una ciudad de tiendas, pero los colonizadores e inmigrantes no tardarán en hacer de ella una urbe de verdad. Se ha dejado allí una guarnición compuesta de merces griegos, veteranos incapacitados y maces que quieren quedarse por razones propias o cuya riqueza hace que ya no sea apto para el servicio. La nueva ciudad controlará el río y las encrucijadas de la calzada del valle bajo de Arghandab y los mantendrá abiertos para el comercio, las comunicaciones y el suministro del ejército.

El nombre oficial de la ciudad es Alejandría de Aracosia, pero los nativos la llaman ya Iskandahar, «ciudad de Alejandro», por Iskander, la versión persa del nombre de nuestro rey. Iskandahar está repleta de mujeres, en su mayoría jóvenes y todas hambrientas. Son peshnarwan, exiliadas, despojadas por la guerra.

El cinturón verde de Afganistán meridional es un tormento de pulgas, tábanos, moscardas y piojos. La senda hacia las montañas se abre paso entre canales de irrigación de los que salen insectos en unas nubes siseantes de zumbidos. Se te meten a montones en la boca y en los ojos, y te establecen colonias en el culo. Caballos y mulas sufren de un modo espantoso. Llevas puesto el equipo al completo y las piernas las cubres con una capa de barro (que los insectos traspasan de todos modos), así como una capucha de malla en la cabeza. El sendero se extiende a lo largo del Arghandab durante unas cincuenta millas en una constante y suave ascensión antes de comenzar la subida de verdad hacia las cumbres. En un pueblo llamado Omir Zadt —«Nariz del Maestro»—, el camino recto se convierte en un continuo zigzag. La columna se prolonga a lo largo de millas. De noche, los campamentos están colgados de la cara de la montaña. Tan pronto llueve como graniza o nieva; o las tres cosas a la vez. Las mulas roznan de noche. Huelen la proximidad del invierno; quieren regresar corriendo al establo, no subir hacia una atmósfera cada vez menos densa y más fría.

Como ya he dicho, nuestra sección ha alquilado porteadoras, once en total, para que vayan con las ocho mulas y otras dos más que Ash encuentra milagrosamente cuando averigua que me queda medio daric. Tampoco es nuestro grupo el único que ha recurrido a esta modalidad. Cada brigada tiene al menos doscientas mujeres, todas vestidas con pantalones, chaleco y pettu, así como el calzado astroso que los afganos llaman pashin.

La razón de que los contratistas escojan mujeres en lugar de mulas para entrar en las montañas es que si una mujer se lesiona, se agota o muere, la pérdida es menor. Una mula es una inversión seria. Aun así, uno sería un mentiroso si dijera que los ojos no se te van hacia esas muchachas delgadas de ojos oscuros. Una de ellas, que en realidad se llama Shinar aunque los maces le han puesto el mote de «Bizcochos» porque no le da apuro alzarse el pettu para agacharse a la orilla del camino, tiene unos diecisiete años, una edad intermedia entre mi hermana y mi novia, y es la única —excepto una chica de piernas largas llamada Ghilla— con un brillo inteligente en los ojos. Es delgada pero fuerte. La observo cargar un saco de sésamo que pesa la mitad que ella. Nunca habla. La cuarta noche me he acercado a Ash; quiero que le pregunte cómo ha acabado siendo una porteadora.

—Esas preguntas no deben hacerse nunca —me censura Ash.

Me da a entender que el caso de la joven no es algo excepcional. Afirma que los pueblos de estas chicas han sido incendiados, que todos los padres y hermanos han huido o los han matado.

—¿Los maces?

¿Narik ta? ¿Y eso que más da?

La opinión del viejo hacia las que están a su cargo es que son afortunadas por estar vivas. A su modo de ver, es su salvador. Les llena el estómago, les da trabajo. ¿Quién más haría algo así? Sus propios dioses y antepasados las han abandonado por pecados cometidos en esta vida o en otra. Le pregunto a Ash cómo sabe él eso; alza las manos al cielo con las palmas hacia arriba.

—Si no fuera la voluntad de Dios, no habría ocurrido así.

Ash trata a las mujeres como a mulas. Las conduce con voces como «jía», «so» y chasquidos de lengua en lugar de emplear palabras, las azuza con la tralla y las para con golpes y manotadas.

No sabes lo que es una mula cargada hasta que ves los fardos con los que les hace apechar un afgano. Las pobres bestias van tan sobrecargadas que apenas pueden trotar. Pues para las mujeres es peor. No se les proporcionan soportes para fardos ni correas, sino que simplemente se les da un saco o una caja y se les señala el camino que asciende. Si vacilan, las golpean; si caen reventadas, su carga se reparte entre las demás y se las abandona para que mueran.

La chica llamada Bizcochos es la primera que ha replicado. Tuve oportunidad de verlo en un lugar donde el sendero cruza un torrente. Se yergue y le dice algo a Ash. El viejo rufián no habría tenido una reacción más sorprendida si una mula se hubiese puesto a hablar. Empuña el chatta, que es una cuerda doble con nudos retorcidos en las puntas. En mi vida había presenciado una paliza igual y doy un paso para ponerle fin, pero el sargento Bálago me sujeta.

—La chica es de su propiedad. Insultarás su honor si te interpones.

—¡A la mierda con su honor!

El viejo sigue golpeando salvajemente a la muchacha. Bálago me sujeta con más fuerza. Por los dioses, no lo soporto. Ash se da cuenta de mi mirada y asesta unos pocos trallazos más de propina, sólo para demostrar quién manda en esta caravana. Después para. La muchacha yace inmóvil. Ninguna de sus compañeras hace un solo movimiento para ayudarla y tampoco a mí se me permite acudir en su ayuda.

Cuando la columna recoge y se pone en marcha media hora después, la chica sigue tendida en el mismo sitio. Sin duda está muerta. Pero unas cuantas millas después, senda arriba, la vuelvo a ver. Las compañeras se han repartido su carga y se la llevan mientras ella avanza con esfuerzo, silenciosa como una bestia.

La columna ya se ha internado en las montañas. De noche las mujeres duermen apiñadas en un grupo, sin otra cosa con la que arroparse que sus pettus raídos. Una vez, a medianoche, Bálago declara que tiene tan llenas las bolas que o monta a una mujer o a un asno, al que pille primero, y hace una incursión a su campamento.

—¡Uf, qué olor! —exclama antes de regresar a todo correr para acabar por sí mismo el trabajo.

Seguimos ascendiendo. En otros ejércitos los soldados tienen sirvientes. En el de Alejandro un hombre carga con su equipo; las acémilas se usan sólo para cargar cuerda y tiendas, herramientas para construcción de calzadas, armas y armaduras de repuesto, así como su propio forraje. Una mula de cada tres va cargada exclusivamente de heno y grano, con las cebaderas atadas encima y agitándose como gallardetes con el ventarrón. ¡Cómo aúlla la noche en estas alturas! Cuanto más ancho sea el valle, más llevadero se hace el viento; en las gargantas silba realmente fuerte. A veces el sendero tiene forma de arco, un hueco tallado literalmente en la montaña. Tienes que agacharte o te abres la cabeza. El ventarrón sopla ladera arriba por la mañana y ladera abajo por la noche, excepto en las tormentas, cuando sopla de todas partes.

He de reconocer que Ash tiene razón en una cosa: las mujeres son duras. Más que nosotros. Con los pies envueltos sólo en harapos, caminan con seguridad a través de pedregales de desprendimientos y por ventisqueros helados sin protestar, como mulas. Lucas se come con los ojos a varias mientras viajamos.

—Llevo demasiado tiempo en este sendero, Matías. Algunas de esas chicas empiezan a parecerme atractivas.

La actividad principal de Afganistán es el bandidaje. Cada valle es el hogar de un clan diferente y cada uno de ellos le saca peaje al viajero. La política de Alejandro es someter a todas las tribus salvajes que hay a lo largo de cualquier ruta que recorre. Eso significa enviar tropas a los cordales de las cumbres para proteger la ruta de la marcha. Lucas y yo nos ofrecemos voluntarios. Cualquier cosa vale con tal de romper la monotonía.

Emprendemos la ascensión a las zonas altas como gatos hacia una vaquería. Hay escaramuzas a diario. En su mayor parte los enemigos son nativos desarrapados y no van armados con arcos (a esta altitud el viento manda las flechas a tomar por saco), sino con hondas con las que pueden lanzar piedras del tamaño del puño de un crío a un cuarto de milla de distancia vertiente abajo. Si una de esas te acierta por encima de las cejas ya no tendrás que preocuparte por el próximo día de paga. Perseguimos a esos bandidos, que se retiran de una posición defensiva de rocas amontonadas a otra y allí lanzan maldiciones y hondazos rompecráneos hasta que ponen pies en polvorosa cuando nos acercamos y los tenemos a tiro. Sus hijos, ágiles como cabras, actúan como vigías.

Ahora acampamos por encima de las nubes. Todo el terreno lo configuran campos de nieve. En las zonas que no tienen el manto blanco, las brañas alpinas lucen alfombras de retama y brezo. Los días son deslumbrantes por el sol cegador y durante las noches hace un frío atroz. Se tarda una eternidad en calentar una escudilla de caldo y cocer un huevo es imposible. El pan se pone duro. Una carrera de doscientos pies nos deja sin resuello. Lo asombroso es que sigue habiendo moscas.

Al quinto amanecer topamos con Bandera, Tolo y Estéfano. Se supone que los grupos de los cordales han de regresar a la columna después de cinco días para descansar. ¡A la mierda con eso! No estamos dispuestos a que nos aparten de nuestros mentores otra vez. Nos gusta estar aquí arriba, donde nadie nos da órdenes y, si se consigue evitar que te rompan la crisma las catapultas manuales del enemigo, las posibilidades de que te hagan picadillo son remotas.

Con las cumbres alrededor hasta Ash se convierte en un buen tipo. Encontramos campamentos abandonados por el enemigo; imposible imaginar algo tan primitivo. Ash señala las marcas de diferentes clanes, unos límites que los khels jamás traspasarían en tiempos normales, pero ahora, invadidas por el gran Alejandro, las tribus se han unido.

Pregunto sobre Espitámenes. Ash lo conoce; o conocía a su padre. El viejo fue un héroe que cayó con gloria combatiendo contra los escuadrones de Alejandro en la defensa de las Puertas de Persia. Al hijo, Espitámenes, no lo han educado para ser soldado, afirma Ash. De joven era enfermizo, un ratón de biblioteca. La enseñanza que recibió fue como astrónomo y estudioso zoroástrico.

—Bueno, pues se puso al día con rapidez —comenta Bandera, que le cuenta a Ash las atrocidades llevadas a cabo con nuestros hombres siguiendo las órdenes del Lobo del Desierto. Ash se encoge de hombros y Bandera lo mira fijamente—. Tú beberías también nuestra sangre ¿verdad, viejo ladrón de ovejas traicionero?

—Con gusto —contesta Ash entre risas.

Predice que Espitámenes será el enemigo más enconado al que Alejandro se haya enfrentado.

—Porque ese joven es aún más osado que vuestro rey y su talento para la guerra le viene dado por Dios. Fijaos en que ya ha hecho que vuestro ejército lo persiga por más de medio país y sin embargo aún estáis tan lejos de alcanzarlo como al principio.

Ash afirma que Espitámenes ha huido a través de las montañas y que no lo alcanzaremos hasta la primavera, que nos combatirá como un lobo en la oscuridad.

—Cuando os deis la vuelta, él ya estará en otra parte. Cuando os canséis, os atacará. Ash predice que Espitámenes nos desgastará, que se valdrá de nuestra propia agresividad e impaciencia para que actúen contra nosotros.

—Al final, vuestros propios hombres suplicarán marcharse de este país y vuestro rey aceptará cualquier acuerdo de paz que se le ofrezca.

El resplandor es tremendo a esta altitud. Asesorados por nuestros shikaris preparamos unos protectores oculares de cuero y madera y nos los atamos sobre los ojos. En caso contrario nos quedaríamos ciegos. De todos modos, la abrasadora luz pasa a través; penetra por las paredes de piel de cabra de la tienda o de una manta doble de lana. «Levantamos» pelo de caballo de las catapultas de torsión para hacernos una especie de anteojeras para ponerlas sobre los protectores. Si miras con los ojos entreabiertos una rendija, ves. Las vistas son espectaculares.

—¿A qué altura crees que estamos? —le preguntamos a Bandera en lo alto del cordal montañoso. Él señala un pico que hay doscientos pies más abajo.

—En casa, eso sería el monte Olimpo.

Le creo.

Una extraña pareja se ha hecho amiga aquí arriba: Estéfano y Ash. Al arriero y al poeta se los ve charlar a todas horas. Un amanecer, al levantar el campamento, Estéfano nos rocía la espalda con agua, que es la forma de decir «buen viaje» o «ve con Dios» en pactiano.

El viejo enseña al poeta proverbios afganos.

Dios es tímido como un ratón en una pared hueca

Que, según Ash, quiere decir que uno ha de acercarse a la divinidad en silencio y con humildad. Estéfano admira esto, pero a mí me repugna.

—¿Y qué dice tu dios sobre dar una paliza de muerte a una mujer? —le pregunto al mamón.

—¿Por qué no le preguntas tú? —replica el viejo.

—Te lo estoy preguntando a ti.

—Quizá, Matías —interviene Estéfano—, tú y yo ganaríamos más no emitiendo juicios en tierra extraña.

Aunque ciego, Dios ve; aunque sordo, oye.

¿Qué diablos significa eso?

Reza a Dios con el estómago vacío.

Estoy asqueado. ¿Qué clase de religión siguen estos mamones que les permite mutilar a nuestros hombres cuando aún están vivos? ¿A qué piojosa deidad que los empareda entre ignorancia y miseria le rezan?

—Cada precepto de sabiduría que adquieres con racionalismo te aparta más de Dios —dice Ash.

El viejo nos cuenta que su religión no tiene nombre, aunque Estéfano ha deducido, con la información obtenida de este villano y de otras fuentes, que los afganos son descendientes de Afghan, hijo de Saúl, hijo de Jeremías, que fue comandante de Salomón de Israel y que construyó el templo de Jerusalén. Nabucodonosor se llevó cautivos a Babilonia a muchos de ellos, donde florecieron y se casaron con sus amos asirios y más adelante con persas y medos. Finalmente las tribus se asentaron en el desierto de Ghor, alrededor de Artacoana, y se hicieron llamar los BaniAfghan o Bani-Israel. Creían en un solo dios, creador del universo. Esto encajaba bien con la fe persa de Zoroastro (nacido en Bactra, en el Afganistán septentrional), y cuyo dios de luz, Ahura Mazda, no es tan distinto del Yahvé de los hebreos.

Sea como sea, dice Estéfano, las congregaciones hicieron buenas migas. Una nueva raza surgió, producto de la mezcla de medos y tapurios, daas, escitas y gandharis, pero todos, para sus adentros, eran afganos, todos seguían una versión del mismo dios afgano.

A mí todo esto me suena a un montón de patrañas. La religión de Ash, hasta donde alcanzo a imaginar, es un cúmulo de supersticiones tribales tan absurdas como las de nuestros habitantes de las tierras altas de Macedonia que veneran al azar, las tumbas y los antepasados. Le pregunto a Estéfano cuál es su religión.

—¿La mía? —Se echa a reír—. ¡Yo rindo culto a la poesía!

Daría la paga de un mes por oírle disertar sobre su tema, pero elude mis preguntas y sigue con la cena. He descubierto una cosa: su verdadero nombre no es Estéfano. Su significado es «laurel» y admite que lo escogió para sí de una corona que ganó una vez en Delfos.

—Entonces ¿cómo te llamas realmente?

—No me acuerdo.

—¿Con qué nombre te alistaste?

—Se me ha olvidado.

Me aconseja que me cambie también el mío.

—Adopta un nombre de guerra, Matías. Resuelve un montón de problemas.

A esta altitud las hogueras se hacen con brezo y aulaga. Los tallos fibrosos se arrancan del césped; les cuesta prender y dan tan poco calor que puedes meter la mano en ellos. Pero no tenemos nada más con lo que preparar la pitanza.

Le pregunto a Estéfano cómo puede ser poeta y soldado. ¿No entran en conflicto esas vocaciones, si es que no son irreconciliables?

De nuevo elude la pregunta y vuelve al tema de los nombres de guerra.

—Fíjate en nuestro amigo Bandera. ¿Sabías que era un mathematikós de joven?

¿Profesor de música y geometría?

—Él no lo admitirá, Matías, pero lo he visto coger un arpa de mano y sacarle melodías dulces como néctar.

—¿De dónde eres, Bandera? —pregunto.

—No lo recuerdo.

—¡Oh, venga ya!

—Se me ha borrado de la memoria.

Ash se acomoda a mi lado, encima de su piel de oveja.

¿Narik ta? —dice. ¿Qué más da? (Literalmente «¿Y qué?»). Estéfano muestra su aprobación con una risa.

—Matías ¿captas la profundidad y la sutileza de la religión afgana?

—No.

—Cuando nuestro amigo Ash pregunta «¿Qué más da?», no lo dice desde la desesperación o la desesperanza, como lo haríamos tú o yo al emplear la misma frase. Si no que plantea una pregunta puramente filosófica. ¿Acaso importa?

—¡Pues claro que importa! —replico—. Eso no es religión. No ofrece esperanza; niega el albedrío, la iniciativa, la potestad de obrar. Es la antítesis de todo lo que simboliza este ejército, porque ¿qué significa el éxito de Alejandro si no la fuerza de voluntad del hombre como individuo?

—¿Y qué éxito es ese?

—¡Mira a tu alrededor!

Tras oír esto, el resto del grupo se dispersa.

—Entonces ¿la conquista es tu religión? —me pregunta Estéfano.

—La acción lo es. Y la virtud. Como la personificáis Bandera y tú y nuestro rey.

—Vaya. ¿Lo hacemos?

Los veteranos resoplan, un sonido amortiguado por las pellicas. Empieza a hacer demasiado frío para seguir con este coloquio.

—¿Sabes, Matías? —dice Estéfano—. Te tomé afecto desde el principio. ¿Te digo por qué?

—Porque nunca se calla —interviene Bandera.

—Porque hace preguntas.

—Ese es su problema.

—Y un día puede que tenga las respuestas.

El castañeteo de los dientes impone concluir el simposio. Estéfano se levanta para hacer su ronda por las posiciones de los centinelas.

—Me preguntas, amigo mío, cómo puedo ser poeta y soldado y mi respuesta es: ¿cómo se puede ser soldado sin ser poeta?

Esa noche dormimos a orillas de una charca. Al despertar nos encontramos con un carnero de montaña y sus hembras que nos observan desde lo alto de una quebrada. Les lanzamos piedras y emprenden la huida pared arriba con la facilidad con la que uno de nosotros subiría un tramo de escalera.

Ese día entramos en contacto con el enemigo. Este es un enfrentamiento de verdad. Lucas es el primero en matar a uno de ellos. El tipo lanza una piedra enorme y luego corre hacia él blandiendo daga y espada. Lucas lo atraviesa con la media pica. El enemigo tarda varios minutos en morir mientras Lucas se queda en cuclillas a su lado, demasiado impresionado para ofrecerle ayuda, y berreando como un chiquillo.