12

Al grupo —Lucas y yo y nuestros compañeros Trapos y Pulga— nos han asignado al regimiento de los Compañeros de a pie a las órdenes de Coeno y del señor persa Artabazo o, para ser más exacto, a este y a su «columna volante». Al día siguiente formamos filas para reconfigurar la tropa. Alejandro ya ha emprendido la marcha; sus unidades rápidas se han dirigido hacia el sur, en dirección al valle de Helmand y a la que llegará a ser ciudad de Kandahar.

La división de Coeno es la segunda más importante del ejército, aventajada sólo por las brigadas de élite de Alejandro. Los regimientos de falanges se estructuran conforme a una jerarquía de prioridad y prestigio. En un orden convencional de batalla, la brigada de rango superior ocuparía el puesto de honor en el extremo derecho de la línea, a continuación de la Guardia Real y de los Compañeros de caballería de Alejandro. En esta nueva guerra, un puesto de honor significa que te encomiendan las operaciones más difíciles y arriesgadas contra los componentes más duros del enemigo.

Eso no es una buena noticia. Y para nosotros, los novatos, es peor. Encajados en la línea decimosexta, Lucas y yo estamos condenados a tragar polvo todo el día en la columna y a entrar agotados al campamento horas después de anochecer, cuando todo el guiso caliente se ha terminado y no queda un solo sitio seco donde tumbarse que no esté ya ocupado. Como «cebollinos», somos esclavos de cualquiera superior en rango (lo que significa la totalidad del regimiento) y hemos de arreglarles el equipo, conseguirles como sea comida y leña y hacer su guardia además de la nuestra. Lo que es peor, estamos enfermos. Lucas tiene almorranas y diarrea. Yo, lombrices, y las plantas de los pies hechas trizas. Para colmo, nos hemos separado de Bandera, Tolo y Estéfano, que han vuelto a sus antiguas unidades. ¿Qué vamos a hacer? Desesperados, nos acercamos a nuestro sargento mayor, al que los hombres llaman Bálago por la espesa y gris mata de pelo y, haciéndonos propaganda de excelentes jinetes de la renombrada caballería de Apolonia, solicitamos que se nos transfiera a la unidad de exploradores montados.

—De modo que sois jinetes ¿verdad? —inquiere nuestro nuevo jefe.

¡Somos centauros!

—Destacados —dice… Y nos asigna como arrieros con la impedimenta. Ahora sí que estamos bien jodidos. Como arrieros, tenemos que levantarnos tres horas antes de amanecer y preparar la recua, viajar en el culo de la columna todo el día y después trabajar duro hasta la medianoche acomodando mulas y asnos. Al viento de ciento veinte días todavía le quedan noventa y uno para terminar, según nuestras cuentas. La desesperación habría acabado con nosotros de no ser por el milagro que nos espera en Kandahar.

Mi hermano.

Elías me encuentra en la ciudad. O, para ser más exacto, Estéfano lo encuentra a él y los dos nos rastrean a Lucas y a mí por el bazar.

¡Qué alegría verlo! Elías sonríe de oreja a oreja.

—¿Pero es este nuestro pequeño filósofo? —Me sujeta con los brazos extendidos ante sí para comprobar cuánto he crecido (tenía quince años la última vez que nos vimos) y después me da un abrazo que por poco no me despachurra. Mi hermano llora. Y yo también—. No esperaba volver a verte —dice.

—Ni yo a ti.

Mi hermano es una celebridad. Dos Leones de Plata y uno de Oro tachonan su capa escarlata de los Compañeros de caballería; en el cinturón, de piel de serpiente, hay tantos «salivajos» —remaches de hierro, uno por cada enemigo abatido— que parece que es de metal. Su montura (la séptima, nos dice, desde que se marchó de Macedonia) es una preciosa yegua castaña con cordón blanco y las cuatro cañas blancas, a la que llama Meli, que significa «miel». Tiene otros dos caballos en su reata, unos castrados más preciosos incluso y, por si fuera poco, una bellísima amante afgana; la conoceré esta noche, cuando lo celebremos. Por lo visto, Elías sólo se queda un día más en la ciudad. Después, su compañía y él —es un brigada de las operaciones de avanzada— tienen que dirigirse al norte, valle del río Arghandab arriba y entrar en las montañas; buscarán alianzas y compromisos de suministros con los maliks locales.

—Entonces ¿el ejército va a seguir adelante? —pregunta Lucas para verificar los rumores que se oyen hace días.

Elías confirma que el propósito del rey es cruzar el Hindu Kush antes de que la nieve cierre los pasos. Invadirá Afganistán por el sur —no por el norte, como se había planeado anteriormente— y atacará a Beso y a Espitámenes en la estepa bactriana.

—Agenciaos una pellica y unas botas resistentes para la nieve. Dicen que el paso más bajo está a dos millas de altura.

Elías nos deja en el mercado. La faena que nos ha asignado Bálago para hoy es alquilar dieciséis mulas más.

—Traedme bestias que carguen peso —nos ha ordenado el jefe por la mañana a Lucas y a mí.

—Sí, sargento mayor.

—Y, chicos…

Nos volvemos.

—Escoged algunas que tengan aspecto apetitoso. Por si acaso hay que comérselas.

La columna, tal y como está configurada ahora, emplea treinta mil caballos y mulas. Pero todos se han alquilado en Frada y en los pueblos situados a lo largo de la ruta occidental. Sus propietarios no nos permiten llevarlos al otro lado de la montaña por miedo a perderlos por el frío o a manos de los bandidos y ellos tampoco acceden a subir con los animales. Por eso los exploradores adelantados del cuerpo de reconocimiento avisaron que se necesitaban más. La región respondió. En el litoral frente al pueblo de Gram Tal, el mercado de ganado se extiende a lo largo de millas. Tiendas y bichees —sobretechos de tres lados hechos con piel de cabra cosida— se alinean en calles, como si fuese una ciudad. Aquí se ha reunido a todos los camellos, yaboos y mulas existentes en cien millas a la redonda junto a sus dueños que los ofrecen en alquiler.

Si te preguntas qué diferencia hay entre el caballo y la mula, es que a la mula es más fácil pillarla. Eso no es ninguna tontería cuando se carga a los animales en medio de la oscuridad. Las mulas son más apacibles que los caballos. Se crean adhesiones en los grupos, de modo que puedes estacar a la cabecilla y a las demás dejarlas libres. Las patas delanteras de las mulas son más largas que las de los caballos; no se clavan en las pendientes y no se les rompen los huesos con tanta facilidad. Las mulas son menos propensas a ponerse nerviosas y a asustarse. Un caballo atorado en un ventisquero se afanará para liberarse hasta que el corazón le estalle; una mula tiene el sentido común de quedarse quieta y esperar a que la ayuden. Sin embargo, las mulas son más testarudas. Un caballo es leal; si te caes y te rompes una pierna, una buena montura se quedará pegada a ti sin moverse. Una mula te dirigirá una de esas miradas que te dicen «lo siento, tío» y se marchará a trote vivo.

Si os preguntáis qué hace al ejército de Alejandro superior al de todos sus rivales, entre otras cosas se debe a esto: nadie os dirá nunca nada. Uno tiene que deducirlo todo por sí mismo. Así se estimula la iniciativa. En otros ejércitos, milicos como Lucas y yo se quedarían parados sin hacer nada sin órdenes de sus superiores. En las unidades de Alejandro, un sargento está tan dispuesto a asumir responsabilidades como un capitán, y un guripa tanto como un sargento.

Pero ¡ay! Este tipo de iniciativas se vuelve ahora contra nosotros, ya que cualquier milico del tren de suministros que tenga graduación, por baja que sea, y al que han mandado la misma tarea que a nosotros, o abusa de su autoridad o simplemente nos echa con cajas destempladas de la vía pública. Somos novatos; los veteranos nos comen vivos. Por si fuera poco, una columna de doce mil soldados descansados, incluidos los de las cuatro brigadas al completo de la falange de Ecbatana, han alcanzado al ejército aquí. También necesitan mulas. Abarrotan el área del mercado. Se supone que Lucas y yo hemos de volver al campamento con dieciséis animales. Al final del día, en la reata tenemos los ocho bichos más feos y zarrapastrosos de Asia; no se nos ocurre de dónde vamos a sacar los otros ocho que faltan. La región está esquilmada de animales de carga. Por si tuviésemos pocos problemas, hemos topado con un comerciante de ganado afgano, de nombre Ashnagur —aunque le llamamos Ash— que nos pide el doble de precio y nos exprime al máximo. Lucas y yo apenas tenemos dinero para dos mulas. ¿Cómo vamos a conseguir otras ocho? Ash se compadece de nosotros y nos invita a entrar en su bichee, que comparte con un clan de otros veinte, como poco, para comer pollo y arroz con leche cuajada y platos de chuppaties —tortas de pan ácimo— que trae su mujer o una de sus hijas, no sabríamos decir si es lo uno o lo otro, ya que sólo se le ven las manos cuando pasa la comida a través del faldón medio abierto de la entrada. Cenamos sobre alfombras colocadas encima del suelo de tierra.

—Las mulas salen caras —comenta Ash.

Le contestamos que ya nos hemos dado cuenta de eso.

—Las mujeres son más baratas.

No comprendemos.

Nuestro anfitrión finge con mímica que levanta una carga.

—Tres mujeres cargan tanto como una mula y comen sólo la mitad. Y por la noche en el campamento —sonríe—, se puede conseguir un rato de distracción.

Llegamos al alojamiento de mi hermano dos horas antes de la medianoche. Elías y otros Compañeros han alquilado una casa en Gram Tal, villa que se convertirá en la ciudad de Kandahar.

El lugar está abarrotado cuando llegamos allí y el sonido de panderetas y cítaras es atronador. El vestíbulo está alumbrado con cirios. No encontramos a Elías. En campaña no hay lugar para el andrón, un cuarto sólo para varones. Aquí, esposas y amantes cenan al lado de sus hombres. Nos topamos con Costas, el joven cronista que conocimos en la marcha desde Frada. Se convierte en nuestro guía. Cuatro banquetes separados se reparten por las estancias; nuestros compatriotas están tan ebrios y son tan amistosos que tardamos un cuarto de hora en llegar al fondo de la estancia, donde mi hermano y sus camaradas actúan como anfitriones de su sala.

Es un aposento amplio, de techo bajo, dispuesto al estilo afgano: nada de cojines ni sillas, sólo alfombras para que todo el mundo se acomode. Maces en distintos estados de embriaguez cubren el suelo, algunos inconscientes en rincones y otros despatarrados contra las paredes. El grupo principal se apiña alrededor de una mesa baja y mantiene una animada conversación. Elías nos da la bienvenida. Nos instalamos apretujados a su lado y al de su dama. Costas lleva una ánfora de vino con la que contribuye al krater y por lo que se gana el aplauso general. Los soldados son de las OA (operaciones de avanzada); todos ostentan el pañuelo negro y marrón claro que los identifica como hombres de la tropa de reconocimiento.

Mi hermano hace las presentaciones a voces. A su espalda, de pie, hay un shikari afgano. Esa palabra significa «lobo de montaña». Son los guías, unos especímenes de aspecto feroz que acompañan a toda la caballería de vanguardia. Nunca había visto a uno tan de cerca. Aparenta entre cincuenta y sesenta años, es delgado como un junco y luce un enorme bigote negro que mantiene tieso con cera de parafina. Viste pantalones holgados —los kurgan— metidos en las botas de piel de cordero, así como chaleco, chaqueta y pettu, la larga envoltura de lana que sirve como ropón, refugio contra el viento y petate de dormir. Lleva a la cintura los tres cuchillos afganos habituales metidos en un fajín de color carmesí, y carga también con dos venablos de madera de cornejo con puntas de hierro. Por sus cartas sé que la familiaridad de Elías con las tribus del norte viene de lejos. Ha combatido contra la caballería bactriana y sogdiana en las campañas babilónica y persa y tras la victoria, al estar de servicio como correo con ellos y más adelante como enviado, se había traído consigo a esos hombres para contratarlos en unidades especiales a las órdenes de Alejandro. Conoce a los dos grandes sátrapas, Espitámenes y Oxiartes, que ahora cabalgan con el pretendiente al trono, Beso, por la vertiente bactriana de las montañas. No dice nada en toda la velada y tampoco lo he visto intercambiar una sola palabra con su guía, aunque el hombre está pegado a él toda la noche; de pie, en ningún momento sentado.

Le pido a Elías que mueva algunos hilos para meternos a Lucas y a mí en su compañía; haremos incluso el servicio como caballerizos. Riendo, mi hermano descarta eso con un ademán al tiempo que cita varias razones que obviamente son pretextos.

Salta a la vista que me está protegiendo. El cuerpo de operaciones de avanzada es peligroso.

—Bebe —me grita—. Hablaremos después.

Estoy asombrado por la cantidad de alcohol que mi hermano ingiere. En Macedonia, Elías siempre había sido un bebedor muy moderado. Ahora sin embargo está borracho como una cuba. Todos lo están. Es una bebida fuerte destilada del centeno y de la cebada, tan ardiente que hasta un caballo se atragantaría. Intento seguir su ritmo, pero la habitación me empieza a dar vueltas. Mi hermano se da cuenta y sonríe con regocijo. Estará muy mamado, pero no se le escapa ni el menor detalle y cuando se levanta para servir una libación, no vierte una sola gota.

Conforme se desgranan las horas, se me presenta la ocasión de observarlo. El cabello, cobrizo con pinceladas grises, le cae en ondas hasta los hombros y le tapa una cicatriz que sólo ha podido hacerla el golpe de un sable; le baja desde la oreja izquierda, de la que le falta la mitad, y le atraviesa la mandíbula hasta la barbilla. En la mano izquierda le faltan dos dedos y el brazo lo tiene doblado permanentemente en un ángulo fijo; cuando alarga la mano derecha hacia el cuenco, tiene que utilizar el hombro porque de otro modo no llegaría. En dos ocasiones se ha disculpado para ir a aliviar la vejiga; las dos veces ha podido levantarse gracias a la ayuda de su amante y creo que no es por la embriaguez, sino porque los tendones de la espalda no se le distienden. Se da cuenta de que lo observo y se echa a reír.

—¡Desapruebas mis excesos con la bebida, hermanito! Pero mañana al amanecer, mientras tú gimes tendido en el suelo al notar los párpados como clavados, sin poder abrirlos, yo estaré en la silla montado, listo para cualquier cosa.

Le creo. Su ropa está raída y tiene la piel curtida como cuero por el sol. Es un guerrero. Y sus camaradas, también. Ninguno de ellos lleva barba. Como Alejandro, todos los Compañeros del cuerpo de operaciones de avanzada prefieren ir con la cara rasurada.

La amante de Elías ocupa un hueco en la alfombra que hay a mi lado, pero, al igual que con el guía, mi hermano no la presenta. Es encantadora, una pactiana de la campiña cercana a Ghazni, aunque de esto me enteraré más adelante. El hecho de que ella y el resto de esposas y amantes asistan a la fiesta en el reservado de los varones es una violación al decoro inimaginable en Macedonia y merecedora de la muerte aquí, en el este. Nadie se da cuenta ni le importa. En un período de calma que hay en el jolgorio, la novia de Elías me enseña frases en dari. Habla un griego salpicado de palabrotas soldadescas que ella dice con una ingenuidad encantadora. Me estoy enamorando un poco. No consigo sonsacarle cómo conoció a mi hermano ni en qué circunstancias se emparejaron. No obstante, me pone al corriente de las noticias sobre nuestro hermano mayor, Filipo, por propia iniciativa. Ha regresado sano y salvo de la India. Ahora está con un destacamento de élite de la unidad de comandos de montaña; ya han cruzado el Hindu Kush y han entrado en Afganistán septentrional, detrás de las líneas enemigas, y buscan alcanzar alianzas entre las tribus y Alejandro. Los fardos en sus caballos de carga van repletos de oro.

Pasada la medianoche, Costas el cronista se enzarza en una discusión con dos compañeros de Elías. La polémica es sobre la reciente conjura contra el rey. En Frada, Alejandro ha sometido a juicio sumarísimo a su comandante de los Compañeros de caballería —Filotas, hijo de Parmenión— con el cargo de traición. El ejército lo ha condenado a muerte y se ha cumplido la sentencia. Parmenión, de setenta años de edad y general de alto rango del ejército desde los tiempos de Filipo, también ha sido ejecutado siguiendo órdenes de Alejandro, aunque no había vinculación directa entre él y el crimen de su hijo. En el ejército se han alzado muchas voces indignadas y disconformes. Además, Alejandro ha actuado contra unos veinte oficiales más que tenían lazos familiares con Parmenión, algunos de los cuales han sido ejecutados y a otros se los ha cesado o se los ha arrestado. Los camaradas de mi hermano defienden estas medidas. Tal es la ley de los reyes desde antes de Agamenón, manifiesta un capitán llamado Demetrio.

—Si un hombre conspira contra el trono no sólo ha de pagar con su vida, sino con la de cualquier varón de su familia, incluidos infantes. De otro modo, esos a los que se ha perdonado buscarán venganza y si no lo hacen de forma inmediata, entonces lo harán más adelante. Nunca ha sido más imperioso tomar esas medidas que ahora, cuando el ejército está en guerra y en territorio enemigo.

Con una sonrisa, Costas aplaude las opiniones del capitán.

—Amigo mío, hablas de la guerra entre los afganos y nosotros. No es esa la campaña que Alejandro está disputando. Su guerra es dentro del ejército, entre las unidades antiguas y las nuevas.

Los Compañeros no permiten que se ponga en tela de juicio a Alejandro, ni siquiera en broma.

—¿Te atreves a tachar de conspirador al rey? —espeta el capitán.

—Sólo comento —contesta el cronista— la conveniencia de esas condenas.

Costas añade que si no se han dado cuenta de que ahora la mitad del ejército está compuesto por extranjeros. Las unidades, que al iniciarse la campaña eran prácticamente todas macedonias, están compuestas ahora por extranjeros más que nativos, hay más mercenarias que de milicia, más persas, medias, sirias, armenias, lidias, capadocias, que europeas.

—Mirad a vuestro alrededor. Dos tercios de nuestra caballería combatían contra nosotros hace un año. ¿A quién son leales esos extranjeros? Sólo al hombre a cuya clemencia deben su vida y de cuyo favor dependen sus esperanzas y fortunas.

—¿Adónde quieres ir a parar, amigo?

—A que esta guerra, mi valiente capitán, que todos creíamos que había terminado hace medio año, está a punto de convertirse en una segunda guerra cuyo fin no alcanza nadie a ver. ¿Acaso piensas que tus regimientos van a conquistar Afganistán y van a estar de vuelta en casa antes de la Fiesta de la Escarcha? ¡Jamás! Nuestro rey se está creando un nuevo ejército con el que combatirá aquí y hacia el este para siempre. Derribar el imperio persa es la menor de sus conquistas. ¡Os ha derrotado a vosotros y ni siquiera os dais cuenta!

—No nos discursees con tanta suficiencia, redactor de obituarios.

Ha sido mi hermano el que ha hablado y todos los que están en la habitación se vuelven hacia él.

—Nos dices que miremos a nuestro alrededor. Pues nosotros te decimos que hagas lo mismo. —El gesto de Elías abarca a los asistentes, repantigados y borrachos como cubas—. Aquí, malditos sean tus huesos, hay hombres que tenemos a la muerte por compañera y que, sin embargo, saldremos mañana a su encuentro para hacerle frente. ¿Qué nos importa dónde nos conduzca nuestro rey ni contra quién? ¡Es nuestro señor!

Al oír esto último, la cámara estalla en un clamor.

—¡Su brazo derecho ha derrotado a nuestros enemigos! ¡Su ímpetu nos ha alzado del anonimato a la fama! ¡Por su voluntad, el ancho mundo está en nuestras manos! ¿Qué somos sin él? ¿Dónde estaríamos si sirviéramos a otro?

La estancia retumba con cada frase.

—¿Conoces la Ciropedia de Jenofonte? —demanda mi hermano al cronista.

Contigo, ni en territorio enemigo tenemos miedo.

Sin ti, incluso volver a casa nos asusta.

Elías y yo salimos a la noche, bajo las estrellas. El amanecer lo llevará a las montañas. Se despide de mí con un abrazo.

—¿No me preguntas nada sobre madre y Eleni? —Eleni es nuestra hermana pequeña.

—Sí, sí, claro.

Pero mientras le hablo de ellas me doy cuenta de que mis palabras no retienen su atención. El shikari aúpa a la consorte de mi hermano a la silla de montar. La mujer espera. Me separo de mi hermano.

Elías me mira a los ojos con una expresión que es cariñosa y severa a la par.

—No malgastes el tiempo pensando en casa, Matías. No sirve de nada y sólo puede causar dolor.