Alejandro entra por un lateral y sube al estrado de un salto atlético. Se alza un murmullo en la compañía. ¡Aquí está!
Un viaje de veintiséis días nos ha traído a Frada, al sur de Afganistán. A nuestra derecha, la columna bordea el Dasht-i-Margo, el Desierto de la Muerte. A la izquierda, se alzan las estribaciones de las cumbres del Paropamiso («sobre las que el águila no puede volar») y, más allá, las ensilladas del Hindu Kush. Divisamos los picos a cien millas de distancia, cubiertos ya con un manto de nieve. Aquí, en la vía militar, la grava que se pisa provoca ampollas en los pies. La noche está plagada de víboras y escorpiones.
Es otoño. Ha empezado a soplar el Bad-i-sad-o-bist-roz, el «viento de los ciento veinte días». Durante cuatro días en Frada, nuestras compañías —los maces que nos integraremos en las tropas regulares— han formado al amanecer para oír la arenga del rey. Durante cuatro días Alejandro no aparece. Nos retiramos abatidos, inclinados para aguantar las ráfagas abrasadoras del vendaval.
Lo que hace de Afganistán un lugar tan penoso es que no tiene cobijos. El viento baja de las montañas aullando sin que haya siquiera una ramita que frene su impetuoso avance. El paisaje es espectacular, pero su belleza —si es que se la puede llamar así— es rigurosa e implacable. No hay árboles que intercepten la lluvia, que desciende —cuando lo hace— en proporciones inimaginables. En la estación calurosa tienes que cubrir cualquier superficie de metal expuesta al sol. Si la tocas sin protegerte, te levanta unas ampollas impresionantes. Ahora le toca al viento.
Marchar con semejante vendaval es como caminar por un túnel. El universo se limita al estrecho espacio que hay entre los ojos resguardados y el petate del hombre que camina delante. ¿Dónde estamos? Como es habitual, nadie nos lo dice. En un declive de algún lugar al este del lago Seistán, un tipo de aspecto pintoresco alcanza la columna con una carreta tirada por dos mulas. «¡Hola, en la calzada!», brama mientras intenta aprovechar el impulso cogido cuesta abajo para dejar atrás el atasco. Nos apretujamos en el arcén. El viajero es un cronista, uno más de la cohorte de aprovechados historiadores que se han pegado al grupo de Alejandro con el compromiso de documentar para la posteridad todas las hazañas de la expedición. Los soldados adoran y odian a esos Horneros de medio óbolo, a los que ven como espectadores que presencian desde sitio seguro lo que ocurre en el escenario donde ellos, los combatientes, derraman sangre de verdad. Aun así, esos ratones del punzón están aquí con nosotros, tragan el mismo polvo y se sacuden de las botas las mismas serpientes. Además, están al tanto de las noticias.
—¡Eh, «rayacera»! —le llama Tolo—. ¿Qué novedades hay?
El cronista se anima al oír el acento del sargento.
—¿Sois maces? —Toda la columna es de aqueos y licios—. ¿Qué hacéis en retaguardia?
—Dínoslo tú, que eres el que está al corriente.
—¿De dónde sois?
Esta es la pregunta que todos los cronistas hacen a los soldados. Nos convierte en bobos, como les debe de ocurrir a cualquier otra tropa de milicos estúpidos. Gritamos el nombre de nuestras ciudades, como si pensáramos que nuestro nuevo amiguete las va a apuntar en sus despachos y nos hará famosos.
El cronista se llama Costas y tiene el porte refinado de un actor o un músico; el del tipo guapo y con labia que no ha tenido que arrimar el hombro en su vida. Como muchos de sus colegas, aparenta un aspecto soldadesco; lleva capa y gorro militares, este con ala flexible.
—¿Por qué no escribes un libro sobre nosotros? —le dice Trapos—. Somos el verdadero ejército.
—Lo haría, pero ¿quién iba a leerlo? —ríe el cronista.
La columna prosigue su marcha hacia el sur de Frada. Por fin, al quinto amanecer, el estandarte de nuestro rey aparece. Pajes reales y caballeros de la Guardia Real nos trasladan de nuevo al interior de una empalizada cubierta, a sotavento de una escarpa, un sitio que ha sido palenque para subastas de caballos. El vendaval amaina. Alejandro entra.
Es como si el sol se hubiera descolgado por una cuerda. Todo abatimiento se disipa; la luz del día, que ha sido deslucida y pálida, se vuelve dorada y brillante. No esperaba que nuestro señor fuera tan apuesto. Lleva una sencilla capa de caballería sin insignia de rango ni de realeza. Es más alto de lo que me imaginaba. «Así es como tendría que sentirse uno en presencia de Perseo o Belerofonte o del propio Aquiles», pienso. Estallan las aclamaciones y no cesan a pesar de los brazos extendidos del rey y sus requerimientos de silencio. Sonríe. El gesto le hace parecer increíblemente joven. Su porte atlético aumenta la impresión de mocedad y los atractivos rasgos, rasurados, incrementan la sensación de juventud y vigor.
—¡Caballeros! —Más que oírle, le leemos los labios porque es imposible oír nada con semejante clamor—. Amigos míos, por favor…
Cuando disminuye el alboroto, Alejandro nos da la bienvenida y nos anuncia que ya no somos reemplazos, sino soldados de la fuerza expedicionaria. Empezaremos a recibir paga de combatientes desde la fecha de nuestra llegada a Artacoana y todos los gastos de la marcha nos serán reembolsados. Nos asignarán a regimientos. Por primera vez presencio esa facultad del rey sobre la que tanto se ha comentado, y que es su capacidad para conocer rostros y recordar nombres. Recorre con la mirada las filas delanteras y saluda a conocidos por su nombre o patronímico, se refiere a hermanos o padres que han servido en las unidades desde su inicio con fáciles comentarios jocosos y exhorta a los recién llegados a que estén a la altura de la fama de sus mayores.
—¡Creedme, hermanos, todavía queda mucha gloria que ganar… y mucho botín!
El recinto estalla de nuevo en aclamaciones. Alejandro habla brevemente de la campaña actual y presenta su plan para las operaciones que tendrán lugar. La lucha, dice, acabará pronto. Sólo queda la persecución de un enemigo que ya ha emprendido la huida y matar o capturar a comandantes que ya están derrotados. Se compromete a que nos habremos marchado de aquí para el otoño y seguiremos hacia la India, cuyas riquezas y saqueos empequeñecerán hasta el basto tesoro de Persia.
—Dicho esto —añade Alejandro—, a ningún enemigo, por muy primitivo que sea, hay que tomarlo a la ligera, y nosotros no cometeremos ese error aquí.
De un momento a otro su expresión se torna grave. Se adelanta hacia el borde de la plataforma, que ha sido el estrado del subastador, y sale al reborde, como para estar lo más cerca posible de sus tropas neófitas.
—Amigos míos, a pesar de lo breve que ha sido vuestra estancia en los reinos afganos no se os puede haber pasado por alto que aquí estamos librando un tipo de guerra distinto. Algunos de vosotros podéis tener la sensación de que esto no es para lo que habíais firmado. Que estos no son los campos de gloria con los que habéis soñado. Entended una cosa: las acciones que realizamos en esta campaña son tan legítimas como las llevadas a cabo en cualquier otra. Esta no es una guerra convencional. Tiene poco de eso. Por ello hemos de luchar de un modo nada convencional.
»Aquí, el enemigo no se enfrentará a nosotros en una batalla campal, como hicieron otros ejércitos a los que combatimos en el pasado, sino en las condiciones que elegirá. Para nosotros su palabra no tiene valor. Viola las treguas por costumbre; traiciona en la paz. Cuando lo derrotamos, no acepta nuestro dominio. Vuelve una y otra vez. Nos odia con una pasión tan intensa que sólo la aventajan su paciencia y su capacidad de sufrimiento. Sus niños y sus ancianos, incluso sus mujeres, contienden contra nosotros como combatientes. Sin embargo, no lo hacen abiertamente, sino que se presentan como inocentes y hasta como víctimas que buscan nuestra ayuda. Cuando mostráis compasión, atacan con sigilo. Todos habéis visto lo que nos hacen cuando nos cogen vivos.
»Tened en cuenta, amigos, que he hecho ofertas buenas y generosas a los pueblos nativos. No quería causarles daño, pensaba hacerlos nuestros aliados y amigos. Aborrezco este tipo de lucha. Si existiese una alternativa, la tomaría sin pensar. Pero el enemigo no lo permitiría. Ya hemos visto sus métodos. No tenemos más opción que adaptarnos a él.
El rey habla de fuerza de voluntad… la nuestra y la del enemigo. El enemigo, afirma, no tiene posibilidad de vencernos en él campo de batalla, pero puede socavar nuestra resolución con su obstinación, su encarnizamiento; si consigue espantarnos con su barbarie, entonces puede, si no derrotarnos, sí evitar que lo derrotemos. Nuestra fuerza de voluntad tiene que sobrepasar la suya.
—Los tipos de operaciones que ahora nos vemos obligados a emprender, métodos de persecución, de captura e interrogatorio, el trato a los mal llamados no combatientes, todas esas acciones que abordamos en este lugar… también son actos de guerra. Y vosotros sois los guerreros que los llevan a cabo. Dicho lo cual, no soy insensible al hecho de que no pocos de vosotros tenéis padre y hermanos que han buscado y encontrado la gloria en una clase de guerra totalmente diferente y que quizá no tengáis aguante para esta otra, más dura y menos ilustre. No es mi intención obligaros. Tampoco voy a forzar una votación verbal en el acto, porque sé que, con el peso de la influencia de vuestros compañeros, muchos apoyarían con entusiasmo cualquier pauta de actuación que yo sugiera, y esto intimidaría a otros y los arrastraría, como uno de los caudalosos ríos afganos, hacia un curso que en el fondo de su corazón no desean seguir.
»En consecuencia, esta asamblea finaliza. Dejemos pasar la noche y el día de mañana. Tomaos tiempo para pensarlo, para consultarlo con el corazón y para discutirlo con los amigos. Decidid qué queréis hacer. Entonces, habladlo en privado con vuestro sargento o vuestro brigada. Si pensáis que no podéis participar en esta guerra, el ejército encontrará otros puestos donde podáis ser útiles, ya sea en suministro, apoyo o guarnición o, si así lo deseáis, podréis uniros a las columnas que vuelven a casa, sin rencores y con la paga completa por el tiempo que hayáis estado en servicio, incluido el viaje a Macedonia. La paga completa y bonificaciones para los que se queden.
Al oír esto la asamblea estalla en vítores. Alejandro tiene que pedir silencio de nuevo.
—Pero si elegís quedaros, amigos míos, sabed lo que exijo de vosotros: que os comprometáis de todo corazón con esta empresa. Nada de quejas. Nada de echarse atrás. Que luchéis junto a vuestros oficiales y compañeros; que luchéis junto a vuestro rey. Sabed que mi propósito es conquistar todas las naciones antes sometidas al trono de Persia. Eso significa la India. Significa Afganistán. No os equivoquéis; este país es vital para nuestra causa. Constituye la puerta al Punjab, la vía indispensable entre el este y el oeste; hay que someterlo antes de que podamos seguir adelante.
»Y quizá más importante es que las estepas bactrianas han sido durante siglos la ruta de invasión para los nómadas escitas. Esos bárbaros han devastado este país una y otra vez. Salen repentinamente de las tierras agrestes y huyen de vuelta a ellas. A lo largo de la frontera, hace doscientos años, Ciro el Grande erigió una barrera de fortines para impedir el paso a esos salvajes. Aquí cayó él, abatido por los jinetes de las tribus que llamamos masagetas. Fracasó. Nosotros no lo haremos. Perseguiremos a los bárbaros hasta sus refugios e infundiremos tal terror que tendrán que suplicar la paz. Hay que asegurar nuestra posición en este país. Para conseguir eso estáis aquí y eso será lo que haremos. Una vez ultimada la tarea, cruzaremos por el Hindu Kush a la India, donde no sólo espero encontrar riquezas que excedan incluso las que ahora poseemos y hacer que pasen a nuestras manos, sino a un enemigo con honor y un tipo de guerra más noble.
»Pero antes de la India está Afganistán.
»Eso es todo, amigos míos. Dadle comida al estómago y encontrad un sitio donde descansar los huesos. Sé que las adversidades a afrontar en este campo de batalla no son las que esperabais. Pero sois hijos orgullosos de una nación célebre. Al igual que vuestros padres y hermanos superaron cualquier fuerza que se les opuso, ya fuese humana o de la naturaleza, también los haréis vosotros, no temáis. Mañana os incorporaréis a vuestros regimientos.