Nuestra columna regresa a Artacoana y se encuentra con la ciudad baja abandonada y la ciudad alta reducida a escombros. En nuestra ausencia los nativos se han alzado y se los ha aplastado. Al este de las colinas, el asedio del Pecho de la Madre ha terminado. Alejandro y su cuerpo de élite ya han emprendido la marcha hacia el sur, a Drangiana, en persecución del rebelde Barsaentes y del comandante de caballería Espitámenes.
Nos enteramos de que son hombres de Espitámenes a los que nuestra partida ha estado persiguiendo. La masacre original fue obra de él. Por orden suya, se traicionó a nuestros pobres compatriotas; por orden suya, se los entregó para que los mutilaran.
¿Dónde está ahora? Ha huido de nuevo.
Nunca había visto una ciudad arrasada. El callejón donde estaba la tienda de nuestro zapatero ha quedado reducido a cascotes y cenizas. El barrio de las curtidurías es un montón de ruinas; los milanos y las jaurías de perros salvajes se han adueñado de los barrios de los ricos. Sólo los parques han salido incólumes. Están llenos de campamentos de tiendas; muchachas que acarrean agua en jarras de barro van y vienen del río.
Nuestra columna de reemplazo sigue sin incorporarse a las tropas de Alejandro. En cambio, nos reuniremos a las divisiones pesadas bajo el mando de Crátero, que han vuelto a Artacoana en pos de Alejandro. El tren de asedio está cargando ahora para viajar al sur; es su artillería la que ha arrasado la ciudad. Examinamos el trabajo que ha hecho. La mitad de la muralla de la ciudad está reducida a polvo; quedan los armazones de troncos que escudan las trincheras desde las que nuestros ingenieros y topos han excavado sus zapas. En el suelo hay una docena de grandes catapultas de largo alcance quemadas y rotas; al parecer es el resultado de las salidas a la desesperada del enemigo. Todo el pinar de la cima del Pecho de la Madre está carbonizado y sólo quedan cenizas.
A nuestra unidad le conceden diez días libres para descansar y volver a equiparse. Nos dan permiso para subir a la Ciudadela a echar un vistazo. Se notan los callejones donde el enemigo se había parapetado tras carretas y montones de cañizo y zarzo. Las sucesivas murallas, que no son de piedra sino de adobes, aparecen resquebrajadas como castillos de niños. Esqueletos carbonizados de enemigos cubren el suelo de las habitaciones, tan negras como el interior de una herrería; al caminar, trituras huesos quebradizos.
Salimos fuera para contemplar el Pecho de la Madre. Es un afloramiento rocoso espectacular por lo defendible, más resistente que la propia ciudad. Densos bosques tachonan sus flancos. Unos riscos escarpados son su fachada por el oeste y un curso seco marca la pendiente oriental, que no es tan escarpada. Vemos los puntos donde Alejandro ha cortado esas vías de escape para dejar atrapado al enemigo y en qué otros ha congregado a sus tropas a lo largo de los precipicios. Esperó a que el viento soplara del oeste y entonces ordenó a sus zapadores que aclararan las densas y resecas pinadas. Dejó una vía de salida en el flanco oriental, donde la configuración del terreno, como un embudo, encauzó al enemigo en fuga hacia un desfiladero rocoso; situó a sus hombres con jabalinas en un terreno alto próximo y a su caballería en los flancos, más abajo. Tenían órdenes de no dejar escapar a nadie. Cuando la ciudad cayó al día siguiente, nuestros chicos pasaron por la espada a todos los hombres en edad de combatir y vendieron como esclavos a mujeres y niños.
Crátero tiene órdenes ahora de hacer pagar a la región su complicidad en la revuelta. Nuestra unidad se ha integrado en sus tropas. Actuaremos como fuerzas de bloqueo. Hay once pueblos diseminados por el valle y la misión de nuestras compañías es cortar cualquier vía de escape. Los hombres de Crátero se encargarán de los pueblos.
Jamás había visto guerreros tan aterradores como estos. Están cortados por el mismo patrón que Bandera, Tolo y Estéfano. No hacen alarde de sus proezas. Para ellos, esto es un trabajo. Son los veteranos que aprendieron el oficio en las guerras balcánicas bajo el mando del rey Filipo; ya eran tipos curtidos cuando Alejandro era un niño. Habían derrotado a Atenas y a Tebas y habían humillado a la poderosa Esparta. Persia y su imperio habían caído ante ellos. Las victorias de Gránico, Iso y Gaugamela eran sus trofeos; fueron ellos los que saquearon Tiro y Gaza, los que tomaron Babilonia, Susa y Persépolis.
Estos pueblos afganos son morralla para ellos. Acordonan dos en una mañana y los han reducido a cenizas para el mediodía. Los enemigos caen ante ellos como espigas de trigo; no les sirve de nada esconderse en graneros o pesebres porque los hombres de Crátero los sacan a rastras y los destripan al instante. Los ancianos les hacen frente, indignados, y maldicen a los invasores en un lenguaje que ellos no entienden ni les importa no entenderlo. Los maces los hacen hincar la rodilla y los despedazan como a puercos. Es un trabajo de granjero. La matanza.
Lucas y yo observamos con horror desde nuestros puestos en el perímetro. Lo más espantoso es el clamor de las mujeres, reunidas para la caravana de esclavos. Aúllan como animales; nada puede callarlas. Suben al cielo plegarias entre remolinos de polvo y columnas de humo negro. Conducimos a los fugitivos como si fueran ganado. A los que escapan se los dejamos a los lobos y los cuervos. Chiquillos silenciosos miran con los ojos desorbitados, negros como la muerte, mientras que las viejas, cubiertas las cabezas con tocas negras, alzan las manos al Todopoderoso para que su maldición caiga sobre nosotros.
La operación nos ocupa once días. Cuando regresamos a Artacoana, los ingenieros han trazado una nueva ciudad. La metrópoli, que se llamará Alejandría en Aria, es una muestra de la sagacidad de nuestro joven rey y de su apreciación en cuanto a la debilidad y la codicia del enemigo.
Todos los afganos nos parecen iguales a los milicos; no sabemos distinguir uno de otro. Pero Alejandro es más astuto para sacar conclusiones. Ve este país como un corral del diablo, con sus clanes y khels contendientes que llevan siglos guerreando entre sí. Las tribus del sur de Aria ambicionan este valle desde hace mucho tiempo, un valle que ha permanecido bajo dominio persa, sus odiados rivales del norte. ¿Por qué no dejar que unos nuevos gallos del corral lo intenten? ¿Por qué íbamos los maces a malgastar sangre y dinero para suprimir a los autóctonos? Que sus enemigos hagan el trabajo por nosotros.
Alejandro hace pública la llamada y no sólo para albañiles, carpinteros y carreteros, a quienes prometió trabajo por un salario insólito en estos reinos, sino también para colonos y pioneros. A estos últimos les prometió tierras y pastos, derechos de paso, garantías de exclusividad para comercio e intercambio. Las tribus meridionales acuden en masa, delirantes ante la perspectiva de dominar a sus adversarios del norte. En cuestión de días, el sitio de la construcción queda desbordado por todos los hombres sanos de las tribus de la región y la mitad de las mujeres respetables, que sirven como cocineras, alfayates, lavanderas, enfermeras, buhoneras, costureras, función esta vital porque hacen tiendas, fundas para fardos, petates, cinchas y cestos. También pululan por aquí hembras desheredadas —las peshnarwan, o «abandonadas»— para ejercer funciones que sus más afortunadas semejantes no harán.
El plan de nuestro rey funciona. Lo que hace unos días fuera el lugar de la espantosa masacre del valle se ha convertido en una floreciente ciudad en crecimiento. Los recién llegados han desplazado a los antiguos moradores y todos ellos le deben su buena fortuna a Alejandro. Hay trabajo de sobra. Esperanzas y salarios son grandes. Con tanta o más maña que poderío, nuestro rey ha puesto al país de rodillas ante él.
A las unidades del ejército que no se dedican a proporcionar seguridad a la construcción —es decir, nosotros (las brigadas de Crátero han marchado al sur para alcanzar a Alejandro y sus tropas de élite)— las tienen muy ocupadas con incursiones nocturnas para acabar con los últimos rastros de resistencia. Atacamos valle abajo, los mismos pueblos que los hombres de Crátero devastaron antes y a los que los hijos afganos que huyeron a las colinas regresan al caer la noche para visitar a sus madres y esposas para que les curen heridas y para conseguir comida y noticias. Echamos abajo las puertas a patadas y los sacamos a rastras a la noche. Se ha dado orden de no pasar por la espada a los cautivos delante de sus mujeres. Hay que llevarlos al desierto y desperdigar sus restos para que sean irreconocibles; esto provoca un terror más duradero a causa de las creencias nativas sobre la existencia de djinns y demonios. El olor a sangre atrae a los lobos, que se alimentan con la carroña de los cadáveres. Las manadas han aprendido a seguirnos. Los ojos amarillos relucen con la luz de las antorchas y es imposible espantarlos, ni siquiera cuando se los acribilla a pedradas.
El que más detesta este trabajo es Lucas. Tiene los ojos hundidos y con ojeras.
—¿Somos más civilizados que el enemigo? —pregunta una noche, cuando los jóvenes nos tiramos despatarrados al suelo, exhaustos, al lado de algún camino, a la vuelta del trabajo de la tarde—. ¿En virtud de qué definición nos llamamos a nosotros mismos soldados y salvajes a nuestros adversarios?
Púgil advierte a Lucas que baje la voz. Los oficiales podrían oírle y pensar que está de parte de los afganos.
—Que les jodan a los afganos —responde Lucas—. Me importa una mierda lo que les pase a esos cobardes asesinos. Hablo de nosotros. De ti y de mí, Púgil… Y de Matías y Trapos y de todos los jóvenes milicos a los que nos han arrojado a este infierno. ¿Qué nos está pasando?
Lo que nos pasa está claro, aunque ningún novato aparte de Lucas tiene las pelotas de decirlo en voz alta: hemos entrado en un crisol del alma, en el horror de la guerra, y eso nos cambiará. Ya lo ha hecho. ¿Dónde acabará? ¿Quiénes seremos entonces? En mi caso, siento su peso a lo largo de toda la noche dentro del cráneo en forma de escenas de carnicería que se representan a sí mismas con tal derroche de horrores macabros que no me atrevo siquiera a cerrar los ojos.
—Una parte de mí se muere y algo malo crece en su lugar —dice Lucas—. No sé qué es, pero me da miedo y lo odio. Yo me doy miedo y me odio.
Lucas nos llama la atención hacia nuestra posición en la formación de jinetes. Nos ha visto alejarnos de la primera línea, donde se lleva a cabo la matanza. Tiene razón. La escalofriante crudeza de la guerra nos ha afectado a todos. Muchos no pueden dormir. Otros se han atrincherado tras el silencio y el aislamiento.
—Todos pensamos lo mismo —dice Lucas—. ¿En qué me he metido? ¿Podré aguantarlo? ¿Me volverá loco?
Lo veo en todas las caras; nos estamos planteando preguntas: «¿Cómo puedo salir de esto? ¿Qué tendré que hacer para que me manden a casa?».
—Todos no —responde Púgil.
—Trapos y Pulga lo respaldan.
—¿Y qué me dices de ti, Matías? ¿Cómo puedes soportar esto?
—Por mi padre y mis hermanos —contesto con sinceridad, aunque ni siquiera lo había pensado hasta este momento. Los tres son soldados y héroes. Preferiría morir antes que demostrar que no soy digno de ellos. La vergüenza por mi fracaso en el primer pueblo (y otras reacciones de repulsa e indecisión desde entonces) me han hecho ser, si acaso, más crítico conmigo mismo para desechar las dudas, para ser un soldado, para rechazar argumentos tales como los que expresa ahora mi amigo—. No podemos permitirnos pensar así. ¡Así es la guerra, Lucas!
—Sí —contesta mi amigo—. Pero ¿qué clase de guerra?