7

La fuerza de acordonamiento desciende del alcor en ligeras zancadas y se desplaza por el terreno como la sombra de la luna. Nunca he visto a unos hombres moverse tan deprisa y tan en silencio.

Los pueblos afganos se proyectan en círculos, como los fortines, rodeados por un muro de ladrillos. Nuestros hombres saltan el de este a decenas, como agua que se desborda de una presa. Lucas y yo los seguimos torpemente, tratando de no perder de vista a Tonel. Nuestro cometido es no matar a nadie; estamos demasiado verdes para que se nos confíe tal responsabilidad. Sólo hemos de acorralar a las mujeres y a los niños y retenerlos para venderlos como esclavos más adelante. Saltamos el muro a todo correr. Dos perros yacen despatarrados, con un tajo en el cuello; obra de nuestros compañeros para silenciar a esos centinelas. Dentro hay otro muro. El lugar es una colmena de patios de cocina y rediles para rebaños. Tropezamos con cabras y con jaulas de mimbre para pollos y gansos.

Ya suenan los primeros gritos, de nuestros hombres y de los enemigos. Los perros aúllan por doquier. A las casas afganas se entra por el patio. Estas son de zarzos y bálago. Nuestros hombres prenden fuego a los tejados e irrumpen en el interior. Nuestra horda corre hacia el barrio meridional de la villa. Tonel grita al tiempo que señala una hilera de chamizos pegados al muro.

—¡Cogedlos según van saliendo!

Matronas y rapazuelos abandonan en tropel las cabañas en llamas. Tonel y otros los azuzan hacia los corrales que hay a lo largo del muro. En cuestión de segundos, nuestro grupo ha atrapado a una docena y siguen saliendo más; todos chillan aterrados.

Me vuelvo hacia el pueblo. Los caballos llenan todas las callejas mientras nuestros enemigos salen disparados, descalzos y medio desnudos. Nuestros chicos los lancean con la media pica o los derriban de los ponis con garfios. Es a la vez extraordinario y espantoso ver con qué eficacia nuestros maces realizan esta tarea. Acaban con todos los varones de una familia sin apenas hacer ruido, con tal presteza que las esposas y los niños se quedan conmocionados, aturdidos. Es la forma de matar de lobos o leones, la fría matanza de un depredador. Es un trabajo.

Nuestro grupo retiene a mujeres y chiquillos. A nuestros pies berrea una caterva de cabras y críos que se pega, aterrada, contra las paredes de zarzo del corral hasta el punto de que se comban y amenazan con irse abajo. Sigo sin saber qué se supone que tenemos que hacer. Echo un vistazo a Tonel, que se encuentra al otro extremo del corral. De repente una mujer saca algo de debajo de la ropa y se lo clava en el estómago.

Tonel no se mueve, simplemente baja la vista con gesto de sorpresa y luego la alza de nuevo hacia la cara de la matrona, que permanece paralizada ante él con una expresión igual de sorprendida. Lo ha apuñalado.

Tonel tiene empuñada la espada en la mano derecha. Sin apresurarse en absoluto, ase a la mujer con la mano izquierda por la tela del tocado y con un seco golpe le estrella el extremo de hierro del arma en el centro de la frente. Luego se vuelve hacia Lucas. Se ha oído el chasquido del cráneo de la mujer al partirse desde el otro lado del corral.

Al instante, todos los maces y aqueos empiezan la matanza de sus cautivos. En cuestión de segundos, veinte mujeres son cadáveres. La sangre mana de tal forma que parece que se hubiesen derramado a la vez grandes jarras de vino. No hay lucha ni forcejeo porque los macedonios ejecutan su labor con tal rapidez y de forma tan letal que a las víctimas se les quita la vida antes de que tengan tiempo siquiera de gritar. No es en absoluto un acto impulsado por el ansia de matar ni proporciona satisfacción hacerlo. Por el contrario, es evidente la exasperación de los maces porque ese montón de mujeres podría haberse vendido por un buen puñado de dinero.

El espanto me ha paralizado. Una cosa es contar semejante holocausto desde la segura distancia de un recuerdo y otra muy distinta presenciar cómo ocurre ante tus ojos. Una mujer afgana se aferra a mis rodillas mientras suplica a gritos. Dos niños entierran la cara en sus faldas.

—¡Rájala! —me grita una voz de hombre. Es uno de los maces que no conozco. Se llama Nudillos. Lucas se ha acercado a mí.

—¡Obedece, Matías!

Me vuelvo hacia él como en un sueño. ¿Qué esperan que haga? Desde luego, daño a esta pobre y desesperada madre, no. Un golpe me gira con violencia. Es Nudillos otra vez.

—¿Es que intentas matarme? —brama.

No sé de qué me habla. Me atiza un codazo en la mandíbula. Me tambaleo y veo que alza la espada sobre la matrona mientras los pequeños chillan aterrorizados.

Lucas me saca de allí tirando de mí. Ahora estamos fuera de los corrales. Hay caballería mace por todas partes. Se ven enemigos a docenas que escapan a galope entre las colinas. Nuestros chicos salen en su persecución.

Huyo por las calles. Ahora estoy solo; corro a zancadas entre chamizos hechos con adobes. A saber cómo he perdido mi arma. Otros maces pasan a toda carrera, en parejas o en grupos de tres; acorralan a afganos en callejones sin salida y los despachan. Nuestros enemigos —es decir, esos carniceros que han masacrado a nuestros compañeros en el desierto— han huido todos. Los que quedan son del pueblo, los pequeños terratenientes nativos que les han dado refugio. Camino entre el caos de paredes desplomadas y carros volcados. Comprendo que he cometido un delito grave al dudar en los corrales de ovejas. Si una de esas tipas tenía un arma, todas tendrían. Había que tomar medidas de inmediato. Un soldado con el que no pueden contar sus compañeros es más peligroso que un enemigo. Eso lo tengo claro. Sigo corriendo. En una calleja veo a Amintas el zapador lancear a un afgano por la espalda; apunta entre los omóplatos, pero cuando el hombre, tratando de huir, se encarama a un muro, la media pica de nueve pies se le hunde en la parte carnosa del trasero, atraviesa por la cavidad de la pelvis y le sale por el vientre. El hombre chilla y cae hacia atrás; el astil se parte cuando el cuerpo del afgano empalado se retuerce. Las tripas del pobre tipo se salen por la espantosa raja que se le ha abierto al caer; se enredan en la escala que ha quedado debajo de él, aunque no es una escala propiamente dicha, sino un simple tronco de árbol descortezado con trozos de ramas a los lados, a guisa de peldaños. El hombre se afana en recoger las tripas y se las mete por el agujero del vientre sin dejar de chillar, aterrado. Doy media vuelta y echo a correr. En la calle tienen lugar más escenas de degollinas. Intento escapar de ellas por miedo a que ese horror me vuelva loco. Al mismo tiempo sé que mis camaradas se darán cuenta si huyo, así que busco una forma de que mi marcha parezca intencionada. Que esté solo y separado de mi unidad es una falta punible con latigazos; que haya perdido el arma significa la muerte. Y no voy manchado de sangre. Eso es todavía peor. Me delata. Todos los demás están pringados hasta las cejas. Me estrujo las meninges: ¿dónde encuentro algo de sangre con la que embadurnarme?

Una mano me agarra por detrás. Es Tolo. Me ha descubierto. Sin decir palabra me saca del callejón y me lleva a un patio de tierra. Media docena de maces llenan el sitio. Tolo me empuja a través de la entrada baja de una choza al interior de un abarrotado cuarto oscuro. Me arreo un trastazo tan fuerte en el cráneo con el dintel que casi me caigo redondo. Tolo me empuja hacia algo que hay en el centro del cuarto. Es un hombre. Un afgano de unos cincuenta años con unas trazas que impresionan y al que sujetan dos maces a los que no identifico. Al cautivo le han dejado sin dientes a golpes y la boca es una masa sanguinolenta. Está de rodillas. Tolo me agarra la mano derecha y me pone en ella la empuñadura de un destripador, como llaman al cópiele, una espada corta de tipo espartano.

No hace falta que dé una orden. Está claro lo que tengo que hacer.

No puedo.

—¡Ventílatelo! —me grita Tolo. ¿Cómo? No tengo ni idea de qué tipo de golpe he de asestar. Los ojos del afgano se quedan clavados en los míos. Dice algo en su idioma que no entiendo. Noto la hoja de Tolo rozándome el cuello. El viejo repite su maldición, ahora a gritos.

Arremeto con la espada contra su vientre, pero no lo hago con suficiente fuerza y el hombre se retuerce hacia un lado al tiempo que chilla. Noto que la hoja rebota en las costillas del viejo y resbala. Ni siquiera le he hecho sangrar. Tolo me suelta un bofetón y añade una sarta de obscenidades. Oigo reír a los hombres que tengo detrás y siento que la cara me arde de vergüenza. Los dos maces que sujetan al viejo lo vuelven a poner delante de mí. El hombre me escupe a la cara y me grita la misma maldición. Agarro la empuñadura con las dos manos y arremeto contra su vientre moviendo el arma de abajo arriba. Pero ahora he empujado con demasiado fuerza y la punta de la espada lo ha atravesado y asoma por detrás. Se ha quedado atascada entre las costillas, por la espalda, y no consigo sacarla. Oigo a los dos maces que tengo detrás desternillarse de risa. Tolo me atiza otra vez. Pongo el talón en el pecho del viejo y saco la espada de un tirón. La tripa se le abre, pero no por ello mengua una pizca su entusiasmo para escupirme e insultarme.

Alzo el arma y la hundo, apuntando a la arteria del muslo del viejo, pero de algún modo no le corto a él, sino a mí mismo. Me abro un tajo en la pierna derecha del que mana sangre con una abundancia inimaginable. Estoy fuera de mí por la vergüenza, la mortificación, el miedo, la rabia y la angustia. Ahora hasta Tolo se ríe. Por si fuera poco, un perro ha entrado en el cuarto y se organiza un jaleo tremendo. El afgano sigue escupiéndome. Una forma surge en mi campo visual, por encima de mí y hacia mi izquierda. Más que ver, noto una mano que ase al viejo por el pelo; la forma asesta una cuchilla de revés, con fuerza, seguida de una segunda y una tercera. La cabeza del cautivo se desprende del tronco. Salpicaduras de la médula espinal manchan los pies del ejecutor.

Es Bandera. Suelta la cabeza, que cae al suelo con un ruido que recuerda un melón reventado. Los maces sueltan el cuerpo descabezado, que se inclina en mi dirección arrojando borbotones de sangre por el agujero del cuello. Arrojo todo lo que he comido en los últimos tres días.

Ya fuera, soy consciente del penoso espectáculo que ofrezco. A diferencia de mis compañeros, que tienen las manos y las pecheras embadurnadas como expertos trabajadores del matadero, yo estoy empapado de muslos a pies con sangre ajena y sangre propia y con vómito, meados y tierra. Lucas me restaña la herida. Identifico al coronel mace Buey cuando pasa por delante con varios oficiales y me mira con guasa y con desdén.

—¿Qué tenemos aquí? —inquiere.

—Los nuevos reemplazos —contesta Tolo mientras sale de la choza.

Buey sacude la cabeza.

—Los dioses nos asistan.