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La columna llega a Artacoana a los ciento veintisiete días de haber salido de Trípoli. Ni el propio infierno podría ser más horrible que la parte baja de la ciudad, a los márgenes del cauce seco del río; pero la parte alta, la Ciudadela, es increíblemente elegante y civilizada. A las mujeres se les permite salir a las calles, aunque tapadas de pies a cabeza. Se las oye soltar risitas detrás de los velos. Hay parques por todas partes. Bosquecillos de tarayes proporcionan sombra; las ramas exudan una especie de sustancia azucarada que los nativos llaman amassa. Te puedes pasar todo el día comiéndola y seguirás teniendo el estómago tan vacío como cuando empezaste. A última hora de la tarde descargan chaparrones que empapan la ciudad; el suelo absorbe el agua en cuestión de segundos y se queda tan reseco y yermo como estaba antes del aguacero. Los persas investidos por Alejandro administran la ciudad. El propio Alejandro ha continuado la marcha hacia el nordeste con el ejército en pos de Beso, que se había proclamado sucesor de Darío. Nuestro rey invadirá Afganistán desde el norte, antes de que el invierno cierre los pasos.

Artacoana es famosa por sus fábricas de calzado. Toda la parte sur huele como una tenería. Se consiguen excelentes botas, bolsas y sillas de montar por casi nada. A la mañana siguiente de llegar allí, Lucas y yo encargamos unas botas tobilleras a medida; el zapatero nos había prometido que los dos pares estarían terminados a última hora del día siguiente y el hombre nos ha dado el alegrón de cumplir lo dicho. Mientras el zapatero nos las prueba estalla un alboroto en la calleja. Chiquillos y mujeres pasan por delante de la tienda a todo correr, alarmados. Pisándoles los talones aparecen dos correos maces que se dirigen a galope tendido a la parte alta de la ciudad. Si presiente problemas, el instinto del soldado es agruparse con su unidad. Lucas y yo salimos a la calle a tiempo de ver entrar una desastrada columna de infantería macedonia que llega del desierto y avanza penosamente. El hecho de que no lleven escolta de caballería significa que ha sucedido algo terrible.

De vuelta al campamento nos encontramos con Bandera y Tolo en el camino. Estéfano va con ellos. Nos cuentan que ha habido una masacre a dos días de camino al sur de la ciudad. Rebeldes al mando del traidor Satibarzanes y su comandante de caballería, Espitámenes (al que llaman «Lobo del Desierto» por su astucia) han tendido una emboscada a una compañía de noventa maces, entre ellos sesenta Compañeros, así como a ciento veinte mercenarios y los han matado a todos excepto al grupo que vimos entrar penosamente del desierto. Partirán dos columnas montadas para vengar esto. A Lucas y a mí nos reclutan para la segunda.

El primer grupo parte al instante; es la columna de persecución y su trabajo consiste en localizar el rastro del enemigo y seguirlo. Nuestra tarea en la segunda columna es cargar pertrechos y seguir a la primera con armaduras, raciones y el equipo pesado. Vale la pena ver a Bandera, a Tolo y, en especial, a Estéfano trasegar con el equipo y prepararlo. Pobre del enemigo cuando estos hombres lo alcancen.

Nuestra columna de persecución es un cuarto de brigada, alrededor de cuatrocientos hombres, la mitad maces y la otra mitad aqueos. El comandante es Amintas Aeropo, más conocido por «Buey». La compañía no ha entrenado ni combatido nunca como unidad; ni siquiera hemos hecho prácticas. Tolo divide en dos a nuestro grupo de sesenta y cuatro, con Bandera al mando de una sección y Estéfano al mando de la otra. Lucas y yo estamos con el poeta. Todos vamos montados —mi compañero y yo en asnos— y llevamos de las riendas una mula con carga. Seguimos el rastro de la primera columna hasta el anochecer. Jinetes que han retrocedido se reúnen con nosotros y nos guían en la oscuridad. Mis botas nuevas aún no estaban cosidas, así que guardo las sandalias desgastadas en una alforja y monto descalzo.

Alcanzamos a la columna de persecución dos horas antes del amanecer. Tenemos tiempo para comer algo y descansar un rato. Las dos columnas prosiguen la marcha al día siguiente. La comarca al sur de Artacoana la forman valles desiertos; las cadenas de colinas se suceden unas a otras. Cuando va a caer la noche del segundo día de viaje, unos jinetes exploradores regresan a galope. Se llama a reunión a los capitanes. La columna se divide en tres: una fuerza de bloqueo dará un rodeo hacia el sureste; una segunda fuerza de asalto irá hacia el suroeste (esos somos nosotros); la tercera montará un campamento base con posiciones de cobertura y nos seguirá cuando se la llame.

Emprendemos la marcha a pie, en la oscuridad. Nadie nos dice nada a Lucas y a mí; no se han impartido órdenes y nos da vergüenza preguntar. Sólo tengo las sandalias viejas y a estas alturas las suelas están hechas una pena.

El último explorador vuelve al trote una hora antes de amanecer. Por fin Tolo convoca a nuestras secciones. Nos reunimos en una barranca, debajo de un afloramiento alomado de basalto; la luna se está poniendo. Alcanzamos a distinguir un río en el desierto, de unos cien pies de ancho y dos dedos de profundidad, que brilla como una cinta hasta desaparecer más allá del recodo del afloramiento. Al parecer, sus meandros pasan por un pueblo que está fuera del alcance de la vista, detrás del alcor. El enemigo se ha refugiado en ese pueblo, porque se ha localizado sus caballos. Ignora que nos encontramos aquí.

Tolo bosqueja el pueblo en la arena. Será una operación de acordonamiento. Las columnas cercarán el lugar y entrarán con las primeras luces.

«¿Podré hacerlo? —me pregunto—. ¿Seré capaz de enfrentarme al enemigo cara a cara? ¿Qué haré cuando la rabia o el terror lo impulsen a lanzarse contra mí?».

—¿Prisioneros? —pregunta un sargento al que no conozco.

—¿Tú qué crees? —pregunta Tolo, tras mirarlo fijamente. La reunión de oficiales termina. A Lucas y a mí siguen sin decirnos nada. Estéfano se acerca.

—Vosotros atraparéis a las mujeres.

Señala a un cabo mace llamado Tonel y nos ordena pegarnos a él. Un instante después Estéfano desaparece, armado. Tonel, de unos cuarenta años, tiene un ojo lechoso y brazos como barras de hierro. Otros seis forman a su lado, cuatro maces y dos aqueos. Guardan las picas y cogen cuerdas en las que hacen nudos corredizos con destreza y rapidez. Nadie nos da órdenes ni nos dice qué hacer. Los otros no se han despojado de la espada, así que nosotros tampoco lo hacemos.

Lucas se pone al paso con Tonel cuando echamos a andar.

—¿Qué hacemos con las mujeres?

El cabo se detiene.

—Bueno —empieza—, no vais a pedirlas en matrimonio.