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Nuestra columna de reemplazo tarda ciento veintisiete días desde Trípoli hasta que alcanza, por fin, a las unidades de retaguardia del ejército de Alejandro. Hemos recorrido mil seiscientas noventa y seis millas según los agrimensores (que miden las calzadas con una precisión de media mano) a través de toda Siria y gran parte de Mesopotamia, Media, Mardia, Hircania y trechos considerables de Partia y Aria. He gastado tres pares de sandalias y el doble de la paga que me dieron para la marcha. Tengo la ropa hecha harapos. Llegué al frente —si es que se puede usar ese término en una guerra que se disputa en un teatro de operaciones de mil millas de anchura y novecientas de fondo— cobrados tres meses de anticipo. Le pasa lo mismo a todo el mundo.

Cuando se recorren largas distancias en columna, el tiempo lo mides en marcas peculiares del paisaje. Digamos que al coronar una cuesta llegas a un valle desierto, una panorámica de veinte o cincuenta millas de extensión. Te pones como objetivo las colinas que se alzan al otro extremo y mientras caminas hacia allí marcas el progreso a medida que te acercas. Y así, todo el día. O eliges otras marcas intermedias: pequeñas elevaciones, aguazales, lechos de río secos; wadis o nullahs, como los llaman en el este.

Se ven los fenómenos atmosféricos en millas a la redonda cuando atraviesas Media e Hircania. A mediodía, los turbiones cruzan la planicie. Los chaparrones caen en un sector de la columna y en cambio no lo hacen en otro. Ves precipitarse cortinas de agua de las hinchadas panzas de las nubes sin que jamás llegue al suelo porque se evapora a gran altura por el calor del aire.

Enormes sombras se deslizan sobre las planicies de forma que unas zonas del suelo están oscuras en tanto que otras resplandecen y se forman dibujos a medida que las nubes se desplazan por el cielo. Si se acumulan frentes tormentosos sobre las montañas, entonces hay aguaceros al final del día.

Los comandantes de Alejandro no aguantan que la hueste avance trabajosamente en una larga columna; no es estético ni castrense; no se puede combatir en esa formación. Así que cuando el terreno lo permite, las tropas se abren en abanico de diez o quince columnas de frente. Eso es bueno porque cuando se llega al campamento, la hueste al completo puede alcanzar a la vanguardia en una hora en lugar de cuatro. La columna prepara los bártulos antes de dormir; de esa forma se está preparado para emprender la marcha en la oscuridad, antes de amanecer. Aparte de las salidas de reconocimiento, la caballería utiliza sus monturas en contadas ocasiones durante una marcha y los jinetes van a pie junto a sus caballos para que los animales no malgasten fuerzas. Los caballerizos conducen por las bridas a un animal de refresco en cada mano. A los caballos no se les permite ir sueltos en manada, ni siquiera en los ríos donde beben. De lo contrario, volverían a las jerarquías equinas y no servirían como animales de monta.

Cruzando Media vemos caza en abundancia. Gacelas y asnos salvajes; la columna los divisa a millas de distancia por la nube de polvo que levantan en el aire límpido. Se organizan partidas de caza del mismo modo que se haría con operaciones militares: las divisiones envían compañías montadas para cercar a los animales dando un amplio rodeo, a veces de hasta veinte millas, para cortarles la huida y conducirlos hacia los corrales improvisados con cuerdas —si se ha tenido tiempo de prepararlos— o simplemente haciéndoles correr hasta el agotamiento por campo abierto. Los jinetes regresan con carne para las ollas del ejército. Es muy divertido y todo el mundo quiere ir. Rompe la monotonía.

Un ejército que se desplaza a través de un territorio atrae por igual comercio y curiosidad de todo tipo. Han llegado actores de Éfeso y Esmirna; tenemos danzarines y acróbatas, arpistas y narradores, poetas, rapsodas; hasta sofistas dan disertaciones que, para mi sorpresa, tienen concurrencia. En Armenia, asistí a una conferencia fascinante sobre geometría tridimensional en medio de una gran tronada que descargó en el cordal de las montañas. De campamento en campamento, viajan junto a la columna caravanas de comerciantes o simplemente nativos que cargan a tope, a sus asnos con cualquier cosa que puedan vender: dátiles, ovejas, cerveza de pistacho, huevos, carne, queso. ¿Qué es lo que más buscan los chicos? Cebollas frescas. Allá, en casa, las cebollas se usan para condimentar los guisos. Aquí te las comes crudas. Son dulces como manzanas. Un hombre puede pagar la mitad del salario de un día por una buena cebolla. Evitan que se te caigan los dientes.

Tengo prometida en Macedonia. Se llama Dánae. Durante la marcha le escribo cartas imaginarias. Le hablo de dinero, no de amor. Cuando nos casemos, Dánae y yo necesitaremos el equivalente a la paga de seis años para hacer una oferta por una granja, ya que ninguno de los dos quiere estar en deuda con nuestras familias. A la primera oportunidad, me ofreceré como voluntario para operaciones de avanzada. La paga es doble. Esto no se lo puedo decir a Dánae, porque se preocuparía.

Hay muchas cosas que un hombre no debe contarle a su novia. Lo de las mujeres, por ejemplo. Un ejército viaja acompañado por otro ejército de putas y rameras, por no mencionar a las esposas del campamento, que constituye un contingente auxiliar más permanente, y cuando este se diluye en «territorio del lobo» —territorio enemigo— las nativas vienen a reforzar sus filas. Hemos oído muchas cosas sobre el aislamiento al que someten a sus mujeres los asiáticos y sin duda tal cosa es cierta en tiempos normales. Pero cuando un ejército tan cargado de botín como el de Alejandro pasa frente a tu casa, ni siquiera el patriarca con más vista que un lince puede tener vigiladas a sus hijas constantemente. Las doncellas siguen a la columna buscando la novedad, la libertad, el idilio, e incluso el milico más torpe sabe cómo emborracharlas hasta tumbarlas para tener un revolcón rápido. Estas chicas se quedan para remendar ropa y hacer la colada. La mitad de esos chochitos están apurados —vamos, que están preñadas—, de cuando pasó hace unos meses el ejército que va con Alejandro. Lo que no impide pasárselas por la piedra. Yo no, desde luego. Ni Lucas. Nosotros les somos fieles a nuestras novias, y eso es motivo de pitorreo para nuestros compañeros.

Tolo es un putero que siempre está a la caza de algún higo. Se beneficia nativas de dos en dos. «Una en cada cadera —dice—. Para que no se me enfríen». La paga de sargento mayor de Tolo, contando las bonificaciones, es de dieciséis dracmas al día (dieciséis veces más que la mía). Por ese dinero uno puede comprar una casa aquí o contratar a medio pueblo para que haga el trabajo que quieras.

El ejército tiene su propia jerga. «Calentura» es la palabra para referirse a las mujeres. Jaca. Higo. Coñete. Rueca o bert (por la palabra nativa tallbert, «madre») para una afgana. Ellos también tienen su propia jerga para nosotros. Maces. Milicos. Bullahs (de «estúpido» en su lengua). Al sexo le llaman qum-qum. Al enemigo nuestros chicos le dicen baz, que es el nombre más común entre los varones afganos, por ejemplo: «Los baz andan ahí fuera esta noche».

Hay mujeres de dos clases en Aria y Afganistán. A las que están bajo la protección de padres y hermanos se las llama tir banal, «la joya». Si se te ocurre dirigirle siquiera una mirada, su gente te degollará. Las de la otra clase han perdido la protección del clan. Quizá sus familiares masculinos han muerto en alguna pelea o en una guerra o esas mujeres han cometido alguna transgresión y las han repudiado. Estas son las chicas con las que nosotros, los maces, nos relacionamos. Sin embargo no son fulanas. Tienen dignidad. Tienes que casarte con ellas.

Aquí el matrimonio no es como en casa. Uno de mis compañeros de andas, Filotas, conoció a una chica en un pueblo al oeste de Susia. Por la noche ya se habían casado. Nada de ceremonias; sólo tienes que declararlo y ya está. Mis compañeros se burlan de mí porque me tomo en serio el matrimonio. Así es como lo siento. No puedo aceptar estos apaños sin compromisos y sin ritos. No me parece bien.

En la columna recibimos el correo. Las cartas de casa nos llegan cada diez días; en las tropas hay gente a la que le llegan cartas del ejército que está más al este. Esta es de mi madre:

… No tienes que escribirme notas desenfadadas, hijo, y tampoco me importa el progreso de la actual campaña. Dime que estás bien, nada más. Mantente con vida, hijo mío, y vuelve a casa conmigo.

Hay una carta de mi hermano Elías, que va con la guardia personal de Alejandro en Afganistán, por delante de nosotros. No lleva sello de tributo. El correo desde un ejército en combate está exento de tasas.

Todas las cartas informan de las mismas noticias:

Darío ha muerto.

El rey de Persia ha caído, muerto a manos de sus propios generales cuando huían de Alejandro. Los de la columna de reemplazo nos quedamos desolados con esas nuevas. La guerra acabará pronto y haremos el hatillo para volver a casa con la bolsa tan vacía como cuando emprendimos este viaje.

Elías parece gozar de un estado de ánimo excelente.

¡Matías, pequeño bribón! ¿Cómo estás? ¿Ya has catado tu primer chochito asiático? ¡Bienvenido al ejército combatiente, pobre milico!

Se encuentra bien, dice, a excepción de una herida a la que le quita importancia. Dice que ahora está en el hospital, en Frada, cerca del Gran Desierto de Sal, el Kavir; por eso tiene tiempo para escribir.

La guerra persa está en las últimas, hermanito. Todos los grandes cerebros enemigos buscan llegar a acuerdos. Es todo un espectáculo ver la llegada de esos peces gordos. Por delante van, bajo bandera blanca, sus lugartenientes o sus hijos si los tienen. Las acémilas vienen cargadas de botín «para Iskander», que es el nombre persa de Alejandro. Los recibimos como a gatitos caprichosos y tenemos órdenes de tratarlos como si fuesen azúcar que debemos llevar a casa en la lengua.

Grandes generales y gobernadores persas, nobles que han luchado contra nuestros chicos por toda Asia —Artabazo, Fratafernes, Nabarzanes, Autofrádates, así como los que han matado a Darío: Satibarzanes y su adlátere Barsaentes— han doblado la rodilla y han sido recibidos con clemencia por Alejandro. ¿Quién más podría dirigir el imperio por él? Hasta los mercenarios Glauco y Patrón, comandantes de la excelente caballería pesada de Darío, han acudido con sus mandos para acordar la paz. Ahora forman una unidad del ejército de Alejandro.

Sólo queda un enemigo rebelde. El general persa Beso, con ocho mil soldados de caballería afgana y con acceso a treinta mil más: los jinetes escitas de más allá del Jaxartes. Se dice sucesor de Darío y está reuniendo un ejército para proseguir la lucha.

No te preocupes, hermanito. Sus propios generales saben de dónde sopla el viento. Nos traerán su casco —con la cabeza dentro— en muy poco tiempo.

En Aria, cerca de la frontera con Afganistán, tenemos la primera oportunidad de desenvainar armas fuera de los entrenamientos. A Tolo y a Bandera, con la mitad de nuestra compañía de mercenarios, les asignan la tarea de dar protección a un tren de suministros que ha de llegar a un pueblo situado a dos días de la calzada militar. Lucas y yo vamos. A mitad de camino, en una zona de barrancales, un destacamento de jinetes aparece sobre una cresta, al frente. Tolo, Bandera y los «merces» salen en su persecución y nos dejan a los sorches con unos cuantos arrieros y nativos para proteger la caravana. Por supuesto, nada más perderse de vista nuestros compañeros aparece un grupo de otros treinta bandidos. Nosotros somos doce y sólo cuatro estamos armados. Los forajidos son los maleantes de aspecto más feroz que hemos visto nunca. Nosotros no les damos ningún miedo. Cabalgan directamente hacia los suministros y empiezan a servirse. Intentamos ahuyentarlos con palabras amenazadoras al tiempo que blandimos las armas. Ellos hacen otro tanto, aunque de un modo bastante más convincente. Nuestros nativos han puesto pies en polvorosa colina arriba, fuera del alcance de las flechas. Poco después estamos con ellos. Lucas quiere atacar; dice que nos someterán a consejo de guerra por cobardía si no lo hacemos.

—¿Tú estás loco? —le increpa Trapos—. Esos merodeadores nómadas nos matarán a todos.

Los bandidos se van y no dejan nada. Nos sentimos idiotas. Tolo y Bandera regresan y, sin mediar palabra, organizan una persecución. Cuando los jinetes ven llegar a la tropa tiran el botín y huyen. Lo recuperamos todo.

—No perdáis ni un minuto de sueño por esto —nos anima Tolo después—. Hicisteis lo correcto. La culpa fue mía por dejaros solos.

Pero nos sentimos chasqueados. El miedo nos ha dejado la mente en blanco y las extremidades agarrotadas.

Estando en marcha, el ejército hace un alto cada cinco días para que los animales descansen. En casa esto sería un día de asueto dedicado a pasatiempos y a reparar el equipo. En el ejército de Alejandro, no. Aquí, en el este, entrenamos.

Aprendemos defensa contra la caballería; aprendemos formación en cuadros huecos y cortinas defensivas móviles; aprendemos cómo simular una carga y cómo recobrar terreno. Hasta cabalgamos un poco. Por cada montura principal, los caballerizos conducen dos animales de refresco. Estas reatas son propiedad de los jinetes; en una guerra convencional, los soldados de caballería jamás te permitirían acercarte a sus animales. Pero en este teatro, es otra historia. Aquí fuera no existe nada parecido a un caballo principal. Se nos ha reclutado como infantería montada y así constamos en los libros. En caso de entrar en acción y tener que salir la caballería principal, formaremos una auxiliar con monturas de refresco para proteger a la columna.

Seguimos viaje. Practicamos operaciones de acordonamiento; es decir, cercar pueblos. Nuestras compañías ensayan en emplazamientos ficticios a través de Armenia y de la Siria mesopotámica, y después en el marco real, en las montañas kurdas, al este del Tigris. La fuerza rodea una aldea en la oscuridad para estar en posición de ataque con las primeras luces. Se lleva a cabo en completo silencio. El propósito es que no escape ningún aldeano. La formación de asalto es en orden abierto, en tres líneas.

Punta Punta

Ala Ala Ala

Zaga Zaga

La misma configuración se utiliza para la persecución del enemigo. El principio es la cola de golondrina invertida, en la que a un enemigo individual se le hace pasar entre las puntas, se lo ataca por las alas y lo remata la zaga.

Ala Ala

Zaga

Cuando se cierra el acordonamiento alrededor de un pueblo siempre se deja una vía de escape. La caballería y las tropas de proyectiles se ocultan en los flancos de esa vía. Así es como nos enseñan a tomar prisioneros, derribándolos mientras corren (los rangos más altos son siempre los primeros en salir), en lugar de intentar tomar cautivos de forma selectiva en la confusión del asalto.

Ahora pasamos más tiempo practicando golpes mortales. Es inquietante. Lucas y yo nos hemos sentido atraídos hacia los sacrificios al amanecer para observar la forma en que los sacerdotes degüellan ovejas y cabras.

¿Seremos capaces de hacer lo mismo a un hombre?

¿Nos quedaremos petrificados en el momento crucial?

Somos muy conscientes de ser unos muchachos, no hombres como Bandera y Tolo. No hacemos nada como ellos. No hablamos como ellos ni nos plantamos en la misma postura. Ni siquiera meamos como ellos. Ellos habitan en una esfera que está muy por encima de nosotros. Los imitamos. Los observamos como si fuésemos niños. Están fuera de nuestro alcance.

La columna ya ha pasado por Susia. Los huesos de mi padre reposan aquí, en el cementerio militar. No nos han dado tiempo para hacer un alto. Los reinos afganos se encuentran a sólo unas pocas etapas de marcha más allá. Hace días que a nuestra fuerza la siguen «nubes» y «fantasmas», que es como se llama en la jerga de los soldados a los andrajosos jinetes montados en yaboos. Según nuestros guías no son afganos, sino arios y partos, pueblos que se supone que hemos conquistado. Lucas los mira con desconfianza.

—Pues por su modo de actuar a mí no me lo parecen.

Ahora la columna avanza armada todo el tiempo y flanqueada por la caballería. Una cosa que no había esperado viniendo del ejército es el prodigioso consumo de alcohol. Es impresionante cómo se le da a la priva. Los veteranos se ponen ciegos todas las noches hasta caer redondos. Por la mañana hay que despertarlos a patadas y a veces ni siquiera eso funciona. La columna recoge los bártulos en medio de una cacofonía de toses, bascas, carraspeos, vomitonas; los hombres están hechos unos zorros durante las primeras cinco millas. Si el enemigo atacara al amanecer nos haría picadillo.

Bandera dice que aún será peor después del primer combate. Nos aconseja a Lucas y a mí que empecemos a beber ahora para que el estómago se nos acostumbre.

—En el frente no se aguanta sin beber.

En el ejército se llama «matarratas» y «meados» a la abrasadora priva barata que deja a un hombre sin sentido como si hubiese recibido un golpe en la sien. Esos licores no se parecen en nada al vino rebajado con agua que beben los caballeros en la cena para animar la conversación; es alcohol fuerte que se traga puro, sin aguar. Los destiladores salen de la columna, hombres que saben hacerlo con arroz, centeno, remolacha, pistachos, dátiles de palma; sacan un brebaje de mijo y sésamo asqueroso como cuajada rancia, pero que pega tan fuerte que los hombres hacen cola para conseguirlo. Los coroneles dejan exentos de servicio a los maestros cerveceros y los mandan, hasta escoltados por caballería, a preparar el mejunje sin el que el ejército no funciona. Barricas de cerveza de centeno y trigo, tan espesa por los posos que tienes que sorberla con una caña, se reparten por depósitos situados en la ruta de la columna en marcha. En Aria, la columna se quedó sin priva durante un tramo de cuatro días de marcha y se llegó a echar mano a las dagas entre compañeros por culpa de la tensión. Los comandantes tuvieron que mandar grupos armados para afanar algún tipo de bebida e incluso cosas como peladuras de pintura de tablones de barcos con tal de evitar que los hombres se mataran entre ellos.

¿Por qué beben los soldados? Bandera dice que para no pensar, que si piensas, empiezas a tener miedo.

El principal narcótico en Afganistán es el naswar o «nas», una goma resinosa de color oscuro que se extrae de las amapolas opiáceas. Lo haces una bola y te lo metes debajo del labio. Te pone negras las encías. El nas viene en dos tipos: el negro y el marrón. El marrón es más barato y en la goma aún quedan semillas. En la tropa se le llama «alpiste». El negro es una pasta pura. La gracia es que se distingue a un oficial de un recluta dependiendo de si usa «negro» o «alpis». Yo no pienso probar esa mierda, pero hay muchos que no pueden pasar sin ella. Hay otras drogas, como el hosheesh, el kanna y el bahng; son tipos de opio. El primero y el tercero se fuman en una pipa, mientras que el segundo se mastica. Los tres son tan baratos como los nabos y es fácil conseguirlos. Alejandro ha prohibido el consumo de todo eso, excepto el vino, pero ni siquiera él puede poner freno a este tráfico.

Todas las noches la bebida se cobra la vida de uno o dos hombres y sus sargentos tienen que escribir cartas a las viudas. Estéfano complementa su paga redactando decesos inventados para esos informes. No le puedes decir a una esposa que su marido se ha fundido los sesos con nas negro y que se ha partido el cráneo al irse de cabeza a una zanja.

Los fantasmas afganos continúan siguiendo a la columna. Hemos acelerado el paso; nos estamos acercando a Alejandro. Llegan mensajeros que han estado con él hace sólo seis días.

¿Cuándo entraremos en acción?

—Cuando menos nos lo esperemos —responde Bandera.