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Se suponía que nuestra fuerza de reemplazo tenía que partir de Trípoli a los tres días de haber desembarcado, pero nos hemos quedado atascados aquí otros veintidós días hasta que han llegado las monturas de la caballería y nuestras armas. No es para tomarlo a broma, ya que a nuestro grupo no se le ha pagado aún (ni a nosotros ni a nadie) y con los pocos cuartos que nos quedan no tenemos para vivir. Hemos acabado robando como espartanos. Es lo que hace todo el mundo. A las tropas de escolta no nos dejan entrar en la ciudad, así que sableamos, rebuscamos en la basura, rateamos, trocamos y apostamos. A saber cómo, pero funciona. He acabado con la mayor parte de mi equipo renovado y con un par de botas decentes para sustituir las que se me estropearon en el mar. Lucas y yo hemos hablado con un par de jinetes de los Compañeros que regresan a Apolonia y que conocen a mis hermanos y tienen noticias suyas.

A Elías lo han herido pero se encuentra bien; ahora está en el hospital de Frada, al sur de Afganistán. A Filipo (Elías tiene nueve años más que yo y Filipo, catorce) lo han ascendido a comandante. Ahora se encuentra en la India, como enviado en las operaciones de avanzada, para negociar alianzas con los potentados nativos con antelación a la ofensiva de Alejandro por el Hindu Kush hacia el Punjab. Los nombres de esos lugares me suenan increíblemente románticos. ¡Mis hermanos! ¡Qué tíos tan ilustres! ¿Cómo voy a lograr estar a su altura? ¿Los reconoceré cuando los vea?

La caballería de los Compañeros, en la que mis dos hermanos sirven, es el cuerpo de élite de las unidades en combate de Alejandro. Cuando te aceptan en un escuadrón, se te arregla la vida. De hecho, ese hombre se convierte en el compañero del rey. Puede comer con él, ir de juerga juntos, dirigirse a él por su nombre, (aunque pocos se atreven a hacerlo, es cierto). Las brigadas de la falange comparten el nombre de Compañeros (pezétaroi, «compañeros de a pie»), pero no es lo mismo, ya que el rey está en la caballería y sus compañeros más íntimos también son jinetes.

En teoría, cada escuadrón de Compañeros se compone sólo de jinetes de su región natal: Apolonia, Botica, Torone, Metone, Olinto, Anfípolis y Antemunte, escuadrones que Alejandro llevó a Asia. (Hay otros cuatro de otras partes de Macedonia, pero se quedaron como guarnición en Grecia y el norte tribal). Pero en la práctica, jinetes destacados acuden de todas partes del reino buscando un hueco. Conozco hombres que se han casado o que los ha adoptado una familia del lugar con tal de probar suerte en las pruebas.

Las pruebas duran cuatro días. Los dos primeros son para ejercicios obligatorios; el tercero, carrera a campo traviesa; el cuarto es para combate. Un jinete debe aparecer con una reata de siete caballos. Se le exige utilizar cuatro como mínimo a lo largo del recorrido de trabajo (para demostrar que no hace trampas al montar un animal avispado), y uno de esos cuatro tiene que servirle de montura en la carrera de obstáculos o en las pruebas de combate. Se necesitan diez años para entrenar una buena montura de caballería y los costes ascienden a lo que cuesta una granja pequeña. Sólo el hijo de un hombre rico puede intentarlo, a menos que lo patrocine otro hombre rico, como les ocurrió a mis hermanos, o que a su padre lo haya condecorado el rey.

De muchachos, mis dos hermanos eran caballerizos y cabalgaron en el hipódromo como jinetes de carreras. No sabría deciros cuántas noches llegaron a casa con la cabeza partida y las espinillas destrozadas. Eran imparables. En las pruebas de Apolonia, cuando Elías sólo tenía diez años, se coló en el corral mientras ensillaban los caballos y se subió no en uno, sino en dos campeones, con un pie en el lomo desnudo de cada animal al tiempo que asía las riendas de uno con la mano izquierda y las del otro con la derecha; y no sólo cabalgó a toda velocidad como si tal cosa, sino que además hizo que los caballos saltaran las dos vallas, dentro y fuera, todo ello encaramado a los animales como si llevara los pies clavados en los lomos. La paliza que recibió como castigo casi lo dejó sin conocimiento, pero valió la pena; se había dado a conocer. Él y Filipo, cinco años mayor, eran capaces de bajar del caballo a galope tendido y subir de nuevo de un brinco, sujetos únicamente con la crin del animal enrollada a una muñeca; sabían hacer «la revuelta» (colgarse por un lado del caballo, deslizarse por debajo del vientre y montar por el otro lado). Cualquiera de los dos ensartaba una pera con la lanza larga sujeta con una sola mano y a galope tendido, como si tal cosa. Sus conocimientos veterinarios y en lo que llamamos «hiposofía» (todo cuanto pasa dentro del establo) eran parejos a los de cualquier albéitar del reino. No obstante, ninguno de los dos superó la prueba de calificación y no sólo una vez, sino en cuatro ocasiones —eso da una idea de la gran cantidad de excelentes jinetes que tenía el reino— antes de que, por fin, los enviaran en la expedición del segundo año con cuatro mil reemplazos al mando de Amintas Andromenes. Cruzaron a Gaza, en Palestina, por mar y se reunieron con el ejército del rey en Egipto.

Nuestro nuevo y tardío contingente parte de Trípoli ahora, al vigésimo tercer día. Estamos en pleno verano y cualquier superficie de armadura debe llevar algún revestimiento de tela o de otra forma el sol la convertiría en una sartén. En casa nos entrenamos para hacer marchas de treinta millas al día cargados con el equipo y las raciones. Ahora, a través de Siria, caminar quince parece que fueran cuarenta y recorrer veinte, como si fueran cien. El sol cae a plomo; respiramos arena en vez de aire. En la marcha hacia Marato vamos con la lengua fuera, como perros.

Me pongo al paso junto a Bandera, que se da cuenta de que lo estoy pasando mal.

—El afgano hace cincuenta millas a pie en un día y el doble a caballo. No bebe y no come. Arráncale la cabeza y te lanzará otro par de golpes más antes de desplomarse.

La diana suena tres horas antes de amanecer y la columna sale dos antes que el sol. Los que van a la cabeza acampan a media tarde y los rezagados y el tren de suministro los alcanzan al oscurecer. Una hora antes del mediodía se ordena hacer un alto y se descarga a los asnos y las mulas; las acémilas pueden aguantar de seis a ocho horas, pero hay que quitarles la carga durante dos o de lo contrario caen reventadas. Para nosotros no hay tanta consideración. Tenemos veinte minutos y después… ¡Arriba, se acabó el descanso! En una de las paradas del tercer día de marcha, Lucas se apartó para mear y Bandera lo miró con desaprobación.

—No debería quedarte ni una gota.

Según él, si aún puedes mear es que no caminas lo bastante deprisa.

Ahora ya tenemos armas y cuando acampamos pronto, nos entrenamos. Operaciones de acordonamiento. Bloqueo y registro. Nunca habíamos oído cosas así. Despliegues en abanico. Barridos mediante columnas volantes. Todo esto es nuevo para nosotros.

En desplazamientos a larga distancia, la marcha diaria se plantea de manera que vaya de una zona habitada a otra, ya sea una villa o una ciudad que tiene encomendado el abastecimiento de pan y forraje o en la que haya al menos un mercado para el ejército. Ahora, en días seleccionados y como entrenamiento, la columna empieza a dar rodeos para evitar esos núcleos habitados. Aligeramos de ninguna parte a ninguna parte, levantamos un «campamento rápido» con zanja y parapeto y rodeado de una estacada. Nada de pan de trigo esos días. Cenamos bodrio, como llamamos a las gachas de cebada, que sacamos de la mochila de comida que llevamos todos y en la que se guarda la ración de grano para diez días. Lo sazonamos con mastuerzo o con las hierbas que podamos apañar y el pollo o ganso que alguna que otra vez distraemos de un corral. Para desayunar tomamos vino, aceite de oliva y «pan rápido» (una pasta de cereales molidos que se pone en remojo durante la noche y se cuece un poco sobre piedras planas de la hoguera de guardia o directamente sobre el fuego en las «palas», las planchas planas de hierro de las catapultas). Una comida de la que no queremos ni acordarnos es el «pienso» (gachas de mijo), pero hasta eso es preferible al «almuerzo de cigarra», que significa que no hay nada que llevarse a la boca. Tolo y Estéfano han incorporado ese «día de hambre», uno de cada siete, para que las tripas se nos acostumbren a lo que está por venir.

Bandera me ha adoptado —a su modo— o más bien yo me he pegado a él como un percebe. En Tápsaco ha ocurrido un incidente. Por fin nos han pagado y para celebrarlo mis compañeros y yo hemos buscado una barbería; al regresar al campamento no hemos encontrado la bolsa del dinero. Lucas la lleva siempre encima y en ella guardamos nuestro fondo común. Ha desaparecido. Esto es serio. Hasta el mes que viene no hay más pagas y no podremos soportar otro asedio del hambre. Busco a Bandera y le cuento que el último sitio en el que aún teníamos la bolsa ha sido en la barbería.

—Llévame allí —dice.

Recluta a Tolo y a un cabo mace llamado Rojillo. La tienda del barbero es a la vez su vivienda, una casucha de adobe con un sombrajo delante y una cocina a un costado. Es la hora de comer y la esposa no quiere abrir la puerta. Es una bruja gruñona que nos encara con mucha frescura.

Bandera echa abajo las tablillas de una patada. Todas las tiendas de la ciudad se amontonan en el distrito del mercado, un hormiguero infestado de cólera llamado Terik, que significa «paloma». En cuestión de segundos, los dueños de todos los puestos de la calle se apiñan a nuestro alrededor al tiempo que farfullan en su lengua y nos ordenan que nos larguemos. El cobertizo del barbero está a reventar de pilluelos y abueletes; también hay tres o cuatro hermanos o primos, hombres jóvenes, todos ellos armados y de pie, con cara de pocos amigos. Bandera va cargado con su garfio, una peligrosa arma que se usa para desmontar a los jinetes de la caballería, y una espada corta sujeta al hombro con un correaje; Tolo y Rojillo tienen sus espadas; Lucas y yo también las llevamos, pero quieran los dioses que no tengamos que utilizarlas. Bandera va directo hacia el barbero. Mediante señas y algunas palabras de la lengua de esta tierra le hace entender que queremos nuestro dinero.

—¡Fuera! —nos grita el tipo—. ¡Fuera de mi casa! ¡No tengo nada!

Bandera lo agarra por el cuello y lo estampa contra la pared. Tolo y Rojillo empiezan a volcar muebles, o las cuatro tablas que sirven como tal; tiran el caldero de cocinar y dan patadas a las tortas de pan que han caído al suelo. A estas alturas, los habitantes de la mitad de la calle han cerrado el círculo a nuestro alrededor y todos braman indignados y claman la inocencia de su vecino. Lucas y yo estamos seguros de que hemos cometido un error. ¡Debemos de haber perdido el dinero en cualquier otro sitio! ¡Dejemos en paz a esta pobre gente!

La cara del barbero se ha puesto de color púrpura, está atragantado y pone a sus dioses por testigos de que no es culpable de nada.

—¡Bandera, son inocentes! ¡Vayámonos!

Bandera no me hace ni caso, suelta al barbero y coge a un crío que se agarraba a los pantalones del viejo, aterrorizado.

—¿De quién es este mocoso?

El barbero no contesta. Nadie dice nada, pero salta a la vista que el crío es suyo. Bandera se vuelve hacia Tolo.

—Córtale un pie.

Tolo y Rojillo despatarran al crío, que chilla a más no poder. Tolo desenvaina el acero, la turba blande sus dagas y Bandera mira al barbero.

—¿Dónde está el dinero? —No obtiene respuesta. Le pregunta a la madre. Nada. Hace una seña a Tolo, que alza la espada.

En el último instante, una chiquilla suelta un chillido y señala un rincón en el suelo sucio. La madre la abofetea, el caos aumenta y Bandera investiga donde señaló la niña. Aparece nuestra bolsa de dinero.

Ya en la calle, Lucas y yo temblamos sin parar.

—Mentirosos y ladrones —masculla Tolo—. Todos ellos. Intentamos dar a Bandera parte del dinero recuperado; lo rechaza.

—Recordad esto —dice al tiempo que hace un gesto hacia el cobertizo del barbero—. Si la hermanita no hubiese chillado, mamá y papá habrían dejado que le cortáramos el pie a su hijo.

Tiene razón.

—¿Y se lo habríamos cortado?

Bandera no contesta.

—A la cría le darán una buena paliza. Si no la matan a golpes, faltará poco.

Tres días después marchamos por el paso que sale del valle de Reghez. Cargo con un macuto de unas sesenta libras en la espalda y un fardo, más o menos la mitad de pesado, sobre el pecho; las cuerdas que los sujetan me están dejando los hombros en carne viva. Bandera se pone al paso a mi lado.

—Dándole vueltas a la cabeza otra vez ¿eh?

Luego sonríe y sigue marchando.

Ver caminar a Bandera es como ver fluir el agua. Tiene el cráneo del color del pergamino; para el caso que hace, es como si el sol cayera sobre una piedra. Nota mi mirada clavada en él.

—Te estás preguntando qué es un soldado ¿a que sí?

Le contesto afirmativamente y él señala una bestia de carga que sube por el camino delante de nosotros.

—Somos mulas, muchacho. Mulas que matan.