El decimosexto día de desio nuestras tropas de reemplazo desembarcaron en la ciudad de Trípoli, Siria; era el principio del verano del sexto año del reinado de Alejandro, el cuarto desde que nuestra fuerza expedicionaria se internó en Asia. El rey y su ejército se encontraban entonces a mil millas en dirección este, en ruta desde Persépolis, la capital de Persia, a Ecbatana en Media, la residencia estival de sus reyes. El imperio persa había caído y Alejandro perseguía a su rey fugitivo. De acuerdo con los informes, el tren de provisiones de nuestro señor estaba formado por siete mil camellos y diez mil parejas de asnos, todos ellos cargados de oro.
Nuestro destacamento de reemplazo estaba formado por seis mil cien hombres a bordo de cuarenta y siete barcos. En el puerto de Trípoli no había capacidad para tantos y puesto que los navíos no tenían literas ni posibilidades de estar a la capa durante la noche, los capitanes, que no eran más que patrones de mercantes contratados, se reunieron y decidieron que entre nuestro transbordador (pues eso era la embarcación) y otros nueve o diez más nos acercarían a la costa. Una vez allí nos dirían a los milicos que recogiéramos nuestros bártulos, saltáramos por la borda y nadáramos hacia la playa. Y eso es lo que hicimos. La cosa habría tenido gracia si no fuera porque me cansé de sostener sobre la cabeza un par de botas estupendas y el agua salada me las estropeó. Así es como desembarqué en Asia, calado hasta los huesos y descalzo.
Las tropas de reemplazo no somos un ejército, por lo que no nos formaron en regimientos, sino en CC. EE. —contingentes embarcados— y ni siquiera teníamos armas al desembarcar. Tampoco había monturas para la caballería porque los animales venían en otros transportes que llegarían después. Nos esperaba un campamento tan grande como una ciudad, además de una escolta de seiscientos mercenarios sirios y mil cuatrocientos infantes licios, también mercenarios; al mando, oficiales macedonios que nos conducirían hasta Marato y desde allí, a través de Larisa, a Tápsaco, por donde cruzaríamos el Éufrates para viajar por Mesopotamia, Siria y Kurdistán. Tardaríamos entre tres y cuatro meses en alcanzar a Alejandro.
Como ocurre siempre en un campamento nuevo, a los hombres les faltó tiempo para dedicarse a sus pasatiempos favoritos: recorrer el lugar buscando amigos y afanar cualquier parte del equipo a la que tuvieran ocasión de echarle mano. No podías dejar ni un cuscurro de pan sin que alguien te lo birlase y en el menor descuido ya podías despedirte de un buen gorro o de un par de botas. La bolsa del dinero te la colgabas cerca de la de los testículos y después de estrecharle la mano a un desconocido comprobabas si seguías teniendo las dos en su sitio.
En el ejército de Alejandro, hasta el último soldado sabía cuál era su sitio, pero allí, a mil millas en la retaguardia, lo que primaba era el «todo vale». Comías cuando a los cocineros les daba la gana y dormías donde encontrabas un hueco en el que tumbarte. No te apartabas de los compañeros para que los mangantes no te quitaran hasta las pestañas. Mi grupo estaba compuesto por Lucas; Terres, al que apodamos Trapos por gustarle vestirse como un figurín; y el retaco, Pitón, más conocido por Pulga. Todos procedíamos de Apolonia, todos teníamos dieciocho años y todos nos conocíamos de toda la vida.
Lucas era el líder. Era un dirigente nato y se proponía que destacáramos de la tropa normal y corriente. Se suponía que tenían que pagarnos al desembarcar en Trípoli (había pasado un mes entre organizarnos y cruzar en barco), pero si en esa muchedumbre alguien tenía cuartos nunca vi señales de ello. De hecho, nos tocó pagar a nosotros. Las sanguijuelas que se encargaban de la cocina pedían dinero por entrar a la tienda del comedor. Se pagaba hasta por cagar.
—Hemos de buscarnos un toro —decidió Lucas, que se refería a alguien con rango al que pegarnos.
Lo encontramos en un sargento mayor llamado Tolmides. Tolo para abreviar. Era un tipo achaparrado, fuerte, con un gran bigote y un casco forrado con colmillos de jabalí; había sido compañero del padre de Lucas y estaba al mando de una compañía de infantería licia. Lucas lo vio en la cola de las letrinas.
—¡Eh, Tolo! ¿Dónde puede cagar por aquí un milico sin tener que pagar?
—Por las pelotas de Hades —exclamó Tolo, que rio mientras se acercaba—. Ya os habéis hecho mayores ¿eh, piltrafillas?
Mucho bromear, pero su rango no era ninguna tontería. Entraba en la categoría de los que llamábamos «cebollones». Nos llevó fuera del campamento y embuchamos algo con sus licios en la estepa.
Le preguntamos qué posibilidades teníamos de que nos pagaran.
Más o menos las mismas que teníamos de cagar marfil. ¿Cuándo nos asignarían a un regimiento?
Cuando untáramos a los oficiales que nos escoltaban. ¿Y que pasaba con el equipo?
Tolo nos dijo que no repartirían armas hasta que llegásemos a Tápsaco o más adelante y que entonces también tendríamos que soltar dinero por eso.
—No os preocupéis, que el furriel os lo descontará de la hoja de soldada. —Se refería a la cuenta de nuestro sueldo. Iríamos saldando la deuda conforme pasara el tiempo prestando servicio.
—Esto no nos lo dijeron allá, en casa. —Lucas parecía abatido.
—Si lo hubieran hecho, no os habríais alistado —respondió Tolo, que se echó a reír.
Nos pegamos a él. Tolo y sus camaradas maces habían servido como exploradores en operaciones de avanzada, llevando a cabo misiones de reconocimiento para Alejandro en Aria y Afganistán. Los habían mandado a la retaguardia para entrenar a los reemplazos durante la marcha. Ganaban una paga doble por ello y el doble de eso por escoltarnos.
—No os pongáis tristes, hermanitos. —Tolo señaló hacia el este, a la noche asiática—. Ahí fuera los hombres caen como moscas por el calor, por enfermedades o simplemente porque se chalan. —Se dio golpecitos en la cabeza—. Ascenderéis rápido si demostráis ser fuertes. No manchéis vuestra hoja de servicio, haced lo que os manden y estaréis en el buen camino.
Había otros seis maces en el grupo de oficiales de Tolo, entre ellos Estéfano de Egas, el famoso poeta de guerra, un héroe condecorado y una auténtica celebridad. Estéfano tenía treinta y cinco años y a esas alturas ya debería ser capitán o teniente como poco, pero seguía plantado en sargento de línea por propio gusto. El que sigue es uno de los poemas que lo han hecho famoso allá, en casa, incluso uno de los preferidos por las mujeres.
EL BAGAJE DE UN SOLDADO
La práctica enseña al soldado a preparar
el petate con lo que más necesita encima,
para tenerlo a mano. En los bolsillos de fuera,
las cebollas y los ajos, bien envueltos,
para que no apesten la capa aguadera
y el zamarro que guarda al otro lado.
Al fondo, debajo de todo, mete esos objetos
que debe proteger a toda costa contra el polvo,
contra el extravío, contra los elementos.
Allí, envueltas en la piel de gamuza que me diste,
amada esposa, es donde guardo tus cartas.
El más joven en esa camarilla de oficiales maces ya pasaba de los treinta; algunos tenían cincuenta e incluso más. Eran los cabrones más duros que jamás habíamos visto. Nos tenían acojonados. Cualquiera de ellos, por sí solo, habría podido zurrar a todo el grupo. Acabamos haciéndoles recados y cargando con su equipo sin que nadie nos mandara hacerlo, sólo para que no nos arrancaran la cabeza de un mordisco. Una noche, Lucas y yo fuimos a recoger leña y regresábamos con paso cansino al campamento cuando uno de ellos nos llamó, un sargento abanderado cuyo nombre real nadie se había atrevido a preguntar y al que la tropa llamaba simplemente Bandera, el título habitual por el que hay que dirigirse a alguien de su rango.
—Vosotros dos, venid que os voy a enseñar algo.
Soltamos la leña y corrimos a toda prisa hacia él como colegiales. Bandera llamó a uno de sus licios y le ordenó dar media vuelta para ponerse de espaldas. Luego me plantó bruscamente en la mano el astil de su media pica, una versión corta de la sarisa que entonces se usaba en Asia.
—Mátalo —ordenó.
Me puse rojo como un tomate. ¿Estaría hablando en serio?
—¿Cómo acabas con un hombre que huye de ti?
Yo no lo sabía.
Bandera ordenó al licio que diera media vuelta.
—¿Y si se da la vuelta y te hace frente?
Yo no lo sabía.
—Ocupa su sitio.
—¿Qué?
De repente me encontré ocupando el lugar del licio.
—Corre —ordenó Bandera. Antes de que pudiera dar un paso, estaba de bruces en el suelo y sin resuello. Ni siquiera sé dónde me golpeó Bandera, sólo sentí la parte trasera de la media pica que me hacía caer patas arriba en un instante y, al siguiente, el impacto en mi cráneo. No podía moverme ni respirar; estaba indefenso.
—Así —le oí aleccionar a Lucas—. De costado, para que el hierro no se atasque entre las costillas. —Y me lanceó. No fue un simple pinchazo; profundizó lo bastante para que sintiera el filo arañarme en el hueso.
Bandera tiró de mí y me ayudó a levantarme. Lucas estaba pálido.
—Si el enemigo te hace frente, lancéalo ahí. Un golpe seco. Y tiras para sacar la pica enseguida y que no se atasque.
Bandera se volvió hacia mí.
—Cuando golpeas a un hombre, ¿con qué fuerza lo haces?
Antes de que tuviera tiempo de contestar, Bandera había atizado a Lucas en el pecho con el extremo del asta de la media pica. Nunca había oído un golpetazo así. Mi compañero se desplomó en el suelo como muerto.
—Hazle esto al afgano —añadió Bandera—, antes de que él te lo haga a ti.