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Soy el tercer y último hijo de mi familia que parte hacia Afganistán. Mis hermanos mayores lo hicieron como soldados de caballería. Yo he firmado como infante.

No hay mucha diferencia entre caballería e infantería en Afganistán, como ocurría en las primeras campañas de Alejandro en Asia Menor, Mesopotamia y Persia. En el este se espera que un soldado de infantería salte a lomos de cualquier criatura que soporte su peso —caballo, mula, asno o yaboo (el poni afgano)— y cabalgue hasta el lugar donde está la acción, que allí desmonte y combata o incluso que luche a lomos del animal si es preciso. Del mismo modo, los soldados de caballería, incluso la unidad de élite de los Compañeros del Rey, restan importancia a echar pie a tierra y liarse a puñetazos al lado de los «pisahormigas».

Mi padre perdió la vida en Afganistán o, para ser más exacto, murió de sepsis en un hospital militar de Susia, en la provincia de Aria, situada en la frontera occidental del país. Mi padre no era un soldado de caballería ni un infante, sino un ingeniero del tren de asedio; lo que las tropas llaman «topos», porque los minadores y zapadores se pasan el tiempo cavando trincheras, levantando parapetos y retirando tierra con capazos de mimbre. Se llamaba como yo, Matías.

Mi padre combatió en el río Gránico, en Tiro, Gaza e Iso. Era un auténtico héroe. Y mis hermanos, también. Una vez, teniendo yo dieciséis años, mi padre envió a casa un recibo de depósito del ejército por valor de un cuarto de talento de oro. Con él compramos otra granja con dos graneros y un arroyo que tenía agua todo el año, y con lo que sobró tuvimos suficiente para vallarla con piedra.

El más vivo deseo de mi padre era que yo, el hijo menor, no fuera a la guerra. Además, mi madre se oponía con todas sus fuerzas a cualquier paso encaminado a alejarme del país.

—Achaca si quieres a tu mala suerte que te haya parido el último de la camada, Matías —me dijo una vez—. Pero, te guste o no, eres mi baluarte y el baluarte de esta granja. Tu padre murió y jamás volveremos a ver a tus hermanos. El afán de gloria será su perdición y como legado dejarán grandes nombres, nada más.

Mi madre temía que, estando en otros países, pisara el lazo tendido por alguna desvergonzada moza extranjera, que me desposara con ella y no regresara a Macedonia jamás.

Sin embargo, tenía dieciocho años y estaba tan deseoso de gloria como los demás jóvenes enardecidos de un reino cuyo monarca de veinticinco años, Alejandro, hijo de Filipo, había saqueado el imperio más poderoso del mundo en sólo cuatro años y había entusiasmado a su país con conquistas, fama y tesoros.

En el ejército macedonio los alistamientos no se hacen por años, sino por ciclos o «paquetes». Un paquete consta de dieciocho meses. El período mínimo es de dos paquetes, uno para entrenamiento y otro para servicio, pero un hombre debe comprometerse para un tercer ciclo si lo llaman a filas para ir al extranjero, lo que haría un total de cuatro años y medio. Funciona así: un recluta entra en servicio con un regimiento del Ejército de Ocupación. Esta era la fuerza que Alejandro dejó para mantener bajo control a Grecia y las tribus del norte. Todos esos contingentes eran territoriales; había que proceder de la región de ese regimiento o no se podía acceder a él. Cuando Alejandro necesitó reemplazos en Asia, mandó pedirlos a Macedonia. A veces se reclutaban regimientos enteros; otras, a personal especializado en actividades militares tales como inteligencia o ingeniería de asedios o simplemente soldados de infantería con antigüedad a los que les tocaba en suerte.

Todo eso era irrelevante para un joven de mi comarca, Apolonia. Apolonia no tiene regimiento de infantería; es una región de caballería. El escuadrón más famoso de los Compañeros de Alejandro, la ile de Sócrates Satón, procede de Apolonia. Este escuadrón, en el que mis dos hermanos sirvieron, encabezó la carga en la batalla del río Gránico; combatió en el flanco derecho de Alejandro en las grandes victorias de Iso y Gaugamela. En Dión tenía más estatuas de héroes que cualquier otro escuadrón, incluso el del rey. Como todos los jóvenes del territorio fascinados por la guerra, Lucas, mi mejor amigo, y yo habíamos empezado a entrenar todos los años, antes incluso de aprender a caminar, preparándonos para el día en que pudiéramos acceder a las pruebas y, con la ayuda divina, convertirnos, como los héroes de Apolonia que nos precedieron, en Compañeros del Rey.

Llegamos demasiado tarde, Lucas y yo. Para cuando nos llegó el momento, el ejército de Alejandro había penetrado tanto en Asia y había asimilado tropas de tantas naciones derrotadas que nuestro rey ya no mandaba alistar escuadrones de Compañeros en Macedonia salvo para reemplazar hombres muertos, heridos o licenciados. Todas las tropas de caballería que empleaba en ese momento eran escuadrones de mercenarios, en su mayoría persas, así como sirios, lidios, capadocios y jinetes de otros reinos del conquistado este. Ningún mace podía unirse a ellos, ni aun en el caso de que pudiera ir al otro lado del mar, que no podía, ni aunque supiera hablar la lengua bárbara, que no sabía.

Sólo había un modo de que Lucas y yo llegáramos a Asia: como soldados de infantería a sueldo. Como mercenarios.

Por entonces, montones de contratistas —llamados piloforoi por los gorros de fieltro que llevaban— viajaban por las ciudades de Grecia y Asia Menor alistando tropas. Era un negocio. Los candidatos pagaban una tarifa, a la que llamaban «poni» porque era tan excesiva que con ella se podría comprar un buen potro. Esas sumas iban a parar a los gorros de fieltro.

Al cumplir los dieciocho años, Lucas y yo viajamos seis días hasta el puerto de Metone, punto de contratación de tropas de infantería mercenarias. Las tabernas estaban plagadas de profesionales avezados: arcadios y siracusanos, cretenses y rodios, incluso oficiales aqueos y espartanos. Todos se conocían de enganches anteriores; tenían compañeros y camaradas que los subirían a bordo. Lucas y yo éramos los más jóvenes con mucha diferencia y no conocíamos a nadie. Ningún piloforoi quería saber nada de nosotros por convincentes que pareciéramos al mentir sobre nuestra edad o nuestro historial de servicio (que no teníamos).

Pasaron diez días y nuestro dinero para sobornos menguaba rápidamente con los intentos de abrirnos hueco o comprar un destino a cualquier parte. Al final, nos fuimos a buscar al general de reclutamiento en persona. Ni siquiera pudimos acercarnos a él, por supuesto. Un sargento de línea, oriundo de Pela, nos echó a patadas.

—Un momento, chicos —dijo al oírnos hablar—. ¿Sois de Apolonia?

Nos preguntó si sabíamos montar.

¡Éramos centauros!

El sargento preparó nuestros papeles en el acto y no quiso aceptar dinero. Nos apuntó en infantería montada. Eso era lo que más necesitaba Alejandro. Lucas y yo no nos creíamos la suerte que habíamos tenido. Preguntamos en qué unidad estaríamos y cuándo nos darían nuestros caballos.

—Nada de unidades y nada de caballos —contestó el sargento. Nos había apuntado en la lista de reclutamiento porque éramos macedonios entre tantos forasteros—. Ningún oficial en el extranjero ha rechazado jamás a un chico de casa.

Le dimos las gracias de todo corazón, pero él le quitó importancia.

—No os preocupéis por la unidad con la que embarcáis ni si vais a oler siquiera una hora de instrucción. Allá, en el este —agregó—, el rey os reclutará dondequiera que os necesite.