La estrecha carretera por la que iban desde que salieron de la Interestatal 87 rodeaba la parte baja de los Catskills para llegar a los Poconos. Henry se sentía mejor por momentos en tanto su elegante y nuevo coche deportivo —con la capota bajada— aumentaba la distancia entre ellos y la ciudad de Nueva York.
Henry había llamado a Harry Westmore antes de marcharse; sólo le dijo que iba a estar fuera unos días, para tratar de recobrar el ritmo fluido de la narración de Supersemental, cuya satisfactoria secuencia final no conseguía encontrar hasta el momento.
Gloria conducía con gran pericia, como sucedía con casi todo lo que hacía. Era un día templado; el ambiente estaba perfumado por la fragancia del bosque que atravesaban; de vez en cuando interrumpía el desfile de árboles un puente sobre un riachuelo que, al parecer, descendía de las laderas hacia el noroeste. Henry se relajó, apoyado en el respaldo; se adormeció de vez en cuando, con el sol dándole de lleno en la cara. A media tarde, ya habían llegado a unos cuantos kilómetros de su destino, según las instrucciones que, la tarde anterior, la secretaria del doctor Schwartz le había dado a Henry.
—Si Springhaven es tan bonito como este paisaje que hemos atravesado, te aseguro que hará maravillas en ti, Henry —exclamó Gloria.
—Casi me siento capaz de volver a escribir.
—Esa es la mejor noticia que he oído en varios días.
Cuando Gloria tomó con habilidad una curva pronunciada en la estrecha carretera, Henry se volvió para contemplarla. La joven llevaba un vestido veraniego blanco y una cinta elástica de color pastel en el cabello. Había adelgazado mucho, según se percató Henry, desde el día en que se encontraron en el metro. Se dedicó a examinarla atentamente…, por primera vez en varias semanas…, y vio que había cambiado también en otras cosas.
Desde el principio, Gloria fue una mujer muy segura de sí misma, pero su aparente desfachatez había desaparecido en gran parte. Henry intuía que esta sensación se debía, en gran parte, a que, durante el primer mes de estrecha relación, había llegado a conocerla mejor. Incluso su voz había cambiado; seleccionaba más cuidadosamente sus palabras; en general, era mucho más sofisticada que cuando llegó a su apartamento con las fotografías, el día siguiente a su encuentro en el metro; aunque todavía poseía esa calidez innata que lo atrajo desde aquella ocasión.
—¿Ocurre algo malo? —La voz de Gloria interrumpió su meditación.
—No. ¿Por qué?
—Me estabas mirando como si no me hubieses visto nunca antes —Gloria emitió una risita sorda—. A pesar de que has visto de mí todo lo posible…, excepto tal vez lo que se ve en la mesa del médico.
—Estaba pensando que has cambiado mucho desde el día en que nos conocimos.
—Para mejorar, espero.
—Decididamente…, aunque siempre fuiste una persona muy real.
—Sabes por qué he cambiado, ¿no?
—No estoy seguro.
—Cuando una persona como tú confía en uno y depende de uno, es inevitable que uno mejore, Henry. Además, la Gloria del libro es mucho más agradable de lo que era yo; así que supongo que tuve que cambiar para parecerme a ella. Verás: nadie me había tratado antes como una dama. Hasta cuando hacíamos el amor siempre te has mostrado tierno y te has preocupado de que signifique también algo para mí. Una mujer puede reconocer eso en un hombre, aunque éste no diga nada.
—Creo que ésa es la cosa más bonita que me han dicho, Gloria.
—Es la verdad. Por eso me enfado tanto cuando veo que se burlan de ti, como lo hizo esa ramera de Dillingham. Y cuando pienso que las mujeres que has tratado tan bien, como Elena y Leonora, no han querido ayudarte, en el momento en que las necesitabas tanto, me dan ganas de darles un puntapié que las haga reaccionar.
—¿Qué vas a hacer si no acabo el libro y no te hacen la prueba para la película? —preguntó Henry.
—Seguiré trabajando contigo…, si tú quieres.
—No estoy seguro de poder escribir, ni siquiera una novela histórica. Y, en el mejor de los casos, no te podría pagar mucho…; nada que se parezca a lo que ganabas como modelo.
—Ya no voy a dedicarme a eso tampoco…, nunca más. Cuando no tenía mucho criterio, me sentía bastante feliz haciéndolo. Pero ahora —Gloria emitió otra risita sorda— supongo que eres el profesor Higgings para mí y yo soy tu Eliza…, como en Mi bella dama…, siempre dispuesta a llevarte tus pantuflas. De todos modos, soy lo que has hecho de mí, y me gusta tanto, que así seré de ahora en adelante.
—No creo poder amar a nadie realmente, excepto a Selena —advirtió Henry.
—Está bien —aceptó Gloria—. Supongo que podría enamorarme de ti, si me dejara llevar, pero conozco mi lugar. O sea, en tu cama y en tu oficina, cuando me necesites, pero no en esa parte de tu vida que corresponde a una esposa.
—¿Es justo para ti eso?
—Me contento con ello.
Henry ya no habló, pero no podía eludir la convicción de que ya no le quedaba más remedio que convertirse nuevamente en el viejo Henry, no sólo con el fin de salvar el pellejo, sino de compensar a Gloria por la confianza que depositaba en él.
—Parece que estamos a punto de llegar.
Henry se hallaba reclinado en el asiento, con los ojos cerrados, disfrutando de la paz que le proporcionaba el solo hecho de alejarse de la ciudad, cuando las palabras de Gloria fijaron su atención en la carretera.
Estaban cruzando un estrecho puente encima de un riachuelo burbujeante; más adelante se veía lo que, a primera vista, era una posada rústica. A ambos lados del edificio principal, como bastidores en un decorado teatral, se extendía, hacia el bosque y desaparecía entre los árboles, un alto vallado compuesto de troncos maltratados por el tiempo, que se elevaban al cielo. Gloria se detuvo frente a unos escalones que conducían a la entrada y apagó el motor.
—Sea lo que sea que hacen aquí, no quieren que el resto del mundo se entere —observó la rubia.
—No lo sabremos si nos quedamos en el coche. Entremos.
Al lado de la puerta de la posada, un pequeño letrero indicaba: «Tocar el timbre y la puerta se abrirá».
Henry pulsó el timbre y, antes de que la puerta se abriera silenciosamente, oyeron cómo se deslizaba un cerrojo. Aún no habían visto ningún ser humano y, cuando Henry, al franquearle el paso, miró a Gloria, ésta enarcó las cejas y se encogió de hombros.
Se encontraron en una pieza bastante grande, amueblada como una cómoda sala de estar en un hotel campestre. En la pared frente a ellos se encontraba un mostrador, detrás del cual había varias hileras de pequeños compartimentos. La mayoría de éstos estaba abarrotada de correspondencia y periódicos; de lo que parecía ser una oficina adjunta al mostrador provenía un rápido tecleo, que se paró cuando Gloria y Henry atravesaron el vestíbulo y se acercaron al mostrador.
La puerta de la oficina se abrió y salió una joven sonriente. Era alta, hasta escultural, de cabello negro como ala de cuervo y muy hermosa. Estaba desnuda.
—¡Vaya! ¿Quién lo iba a imaginar? —exclamó Gloria—. Es un campo nudista.
La joven sonrió.
—Bien venidos a Springhaven. Deben de ser el señor Walters y la señorita Manning. Los estábamos esperando.
—¿Es realmente un campo nudista? —logró tartamudear Henry.
—En cierto modo, sí. Me llamo Jacqueline Broders… Casi todos me llaman Jacque. Horace Aiken es mi tío.
—¿No se siente usted… —Henry buscó la palabra adecuada— cohibida?
Jacque Broders se echó a reír.
—Al principio, sí. Pero sólo por un día o dos. Se le pasa a uno de prisa. Aquí está Horace.
Un hombre alto, que sólo llevaba sandalias y una pipa, entró por la puerta trasera del vestíbulo. Tenía el cabello gris; tendría unos cincuenta años, y era toscamente apuesto.
—Estos son el señor Walters y la señorita Manning, Horace —comunicó la señorita Broders—. Acaban de llegar.
—Señorita Manning —Horace Aiken se inclinó con un gesto cortés y anticuado—, es usted aún más bonita que sus fotografías en los periódicos.
—Gracias —contestó Gloria.
—Señor Walters —Aiken le estrechó la mano con firmeza y cordialidad—, hace mucho tiempo que admiro su obra. No encuentra uno a menudo un autor que combine la habilidad literaria con las más altas tradiciones académicas.
—Y a quien se le acaba la inspiración —adujo Henry.
—Esperemos que eso sea transitorio —repuso alegremente Horace Aiken—. Me alegró muchísimo que el doctor Isadore Schwartz me llamara con el fin de reservar un lugar para ambos.
—El señor Walters me estaba preguntando si éste es un campo nudista —le explicó a Aiken la escultural señorita Broders.
—Es una suposición muy natural. Es correcta… hasta cierto punto —precisó Aiken—. Creemos que, al liberar el cuerpo de la ropa que lo limita, se da el primer paso hacia el rompimiento de las cadenas convencionales y represivas que atan al espíritu e impiden un acercamiento a los demás.
—¿Es la… desnudez un requisito para ser aceptado? —preguntó Henry, vacilante.
—Sí. Pero lo hacemos de tal forma que los que vienen aquí buscando ayuda puedan llegar a ello gradualmente. Jacque les enseñará cómo hacerlo.
Desde detrás del mostrador, la señorita Broders sacó dos pequeños paquetes y dio uno a cada uno. Cuando Henry abrió el suyo, vio que contenía unos anteojos oscuros y una máscara, como las que se usan para los bailes de disfraz, que oculta parte de la cara desde el labio superior hasta lo alto de la frente.
El bochorno que acompaña la desnudez no es más que un reflejo de lo que se cree ver en la expresión del que lo observa a uno —explicó Aiken—. Al quitarse la ropa y, al mismo tiempo, ocultar nuestros rasgos con una máscara y anteojos oscuros, para que no nos reconozcan, desaparece gran parte del trastorno causado por la desnudez. A la mayoría de nuestros huéspedes les sugerimos que lleven la máscara durante veinticuatro horas… o durante el tiempo en que se sientan incómodos sin ropa.
Alzó la máscara y les mostró un número que tenía pintado.
—Durante el período en que lleva la máscara y las gafas oscuras, se le conoce sólo por el número de su bungalow, como puede ver aquí. También utilizamos los nombres, sin el apellido, para conservar el anonimato.
Henry logró despegar su mirada de la decorativa señorita Broders el tiempo suficiente para preguntar:
—¿Funciona realmente este truco de esconder la desnudez al ocultar sólo la cara?
—Muy bien —respondió Horace Aiken—. Ya lo verá.
—El doctor Schwartz no me dijo qué tratamiento utilizan aquí, señor Aiken.
—No tenemos una rutina fija, aunque formamos parte del movimiento por el Potencial Humano —explicó Aiken—. Me interesé en él después de pasar un tiempo en Esalen.
—¿Allí es donde tuvo la idea de lo de la desnudez?
—Bueno: eso es sobre todo idea mía. Estoy seguro de que usted y la señorita Manning verán que éste es un lugar muy cómodo, señor Walters. Cuando quiera participar en nuestro programa, se unen al grupo; nadie los forzará a hacerlo hasta que no estén dispuestos.
—Eso me parece bien pensado —indicó Henry.
—El manantial de agua caliente sulfurada que sale de las rocas fue una de las razones principales que me empujaron a escoger este sitio —indicó Aiken—. La temperatura del agua permanece constante casi todo el año, a unos treinta y dos grados.
—Una bañera caliente natural —comentó Henry.
—Exactamente. Algunos de los huéspedes se remojan días enteros en lo que llamamos la «piscina matriz»; copiamos el nombre de una que había en Esalen. Otros huéspedes participan activamente en los programas desde el principio.
—¿Te quieres quedar? —le preguntó Henry a Gloria.
—Si tú quieres…
—Bueno, pues lo intentaremos —declaró Henry—. Sin embargo, de ahora en adelante, prefiero que me llamen Bart.
—Por supuesto —aseguró el director de Springhaven—. Jacque reservó para ustedes las unidades adjuntas once y doce. Las horas de las comidas se encuentran en sus habitaciones y nadie los molestará, a menos que no se presenten dos veces seguidas a comer. La cena se sirve de las seis a las ocho.
—¿Le explicó el doctor Schwartz cuál es mi problema? —preguntó Henry.
—Sí, pero nuestros expedientes son confidenciales, si eso es lo que lo preocupa. Tomando en cuenta su…, digamos, su fama…, le aconsejo que lleve la máscara; si no, es posible que lo reten.
—Dios no lo quiera —exclamó con fervor Henry.
—Mañana usted y yo tendremos una larga charla, señor Walters, y después le asignaré un terapeuta. Jacque es uno de ellos. Si me da usted las llaves de su coche, haré que metan sus maletas en las unidades once y doce, mientras Jacque anota la información que necesitamos para nuestros registros. Probablemente querrán descansar antes de cenar.
—¿Nos desnudamos aquí? —preguntó Henry a Jacque Broders cuando Horace Aiken se marchó con las llaves del coche.
La señorita Broders se echó a reír.
—¿Ve cómo es fácil, señor Walters? Hace menos de diez minutos que se encuentra aquí y ya no le parece tan censurable la idea de la desnudez.
—En su caso, eso es seguro —dijo galantemente Henry.
—En el momento en que vi este lugar supe que te haría bien, Henry —informó Gloria—. Ya estás más relajado…, como Bart en el libro.
Los bungalows que albergaban a los huéspedes de Springhaven se encontraban esparcidos entre los árboles que rodeaban el gran manantial. Este había sido agrandado y ahora aparecía como una piscina rectangular en medio de la cual brotaba la fuente del manantial. Aunque la piscina estaba al aire libre, la rodeaba una pared de puertas de cristal corredizas; éstas podían abrirse para permitir la entrada de la brisa en tiempo caluroso y cerrarse para detener el viento en las noches frescas. A los bungalows mismos se llegaba por medio de un camino que serpenteaba en el interior del vallado. Cuando Jacque Broders llevó a Henry y a Gloria a sus habitaciones, vieron que sus maletas ya se hallaban ahí.
—Su coche estará seguro en el aparcamiento del exterior del vallado; no cerramos nunca nada con llave en Springhaven —explicó Jacque a Henry—. Encontrarán un albornoz en cada armario empotrado —prosiguió—. A algunos de nuestros huéspedes les gusta remojarse por la noche, en la piscina caliente, pero el aire puede ser bastante fresco después del atardecer, por lo que recomendamos que lleven el albornoz al salir, para evitar enfriarse.
—Las habitaciones eran parecidas a las de un motel; las camas, muy anchas, y los muebles, cómodos, aunque un tanto rústicos. Cada habitación tenía su propio televisor en color.
—Piensan en todo —observó Gloria, cuando Jacque se hubo marchado—. Bueno: ¿cuál es el programa, Henry…, quiero decir Bart?
—Voy a dormir la siesta —aseveró Henry—. ¿Y tú?
—Creo que iré a bañarme desnuda en ese manantial caliente. Te despertaré a tiempo para la cena.
No tenía mucho sentido deshacer las maletas, por lo que Henry se limitó a sacar su equipo de afeitar y un par de bambas. Se quitó la ropa, la colgó en el armario y se puso la máscara que le había dado Horace Aiken. Al contemplarse en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario, Henry se examinó con sentido crítico.
Parecía que los acontecimientos de los últimos días no lo habían cambiado físicamente, lo que le sorprendió, pues se sentía muy diferente. Se encontraba de espaldas al espejo, torciendo el cuello, para ver si aún se notaban los arañazos que le había hecho Rashid, cuando Gloria abrió la puerta que comunicaba las dos habitaciones entre sí.
—¿Qué tal estoy?
Gloria llevaba sus propias gafas oscuras sobre la máscara y un par de zapatillas de ballet. Nada más.
—Maravillosa.
—¿Te gustaría gozar de esa maravilla?
—No nos arriesguemos todavía. —Henry le dio una cariñosa palmada en el trasero—. Ve a nadar, pero no te olvides de despertarme cuando regreses. Tomaremos una o dos copas…, a fin de darme valor para ir a cenar.
Henry creyó que no podría conciliar el sueño, pero, para sorpresa suya, se durmió de inmediato y no se despertó hasta que Gloria entró alrededor de las seis menos cuarto y apagó el televisor.
—Debiste ir a nadar en cueros. —Gloria se observaba en el espejo—. Esa piscina es muy relajante, pero ahora parezco una langosta hervida. ¿Qué tal si nos sirves esas copas que me prometiste, mientras tomo una ducha fría?
—Claro. ¿Conociste a alguien interesante?
—Una pareja de Weehawken… Lois y Bob. Leí algo en uno de tus libros acerca de una Venus en miniatura, y Lois encaja en la descripción, te lo aseguro.
—¿Y Bob?
—Es un pesado, pero parece un dios griego. Tengo entendido que Lois lo sorprendió con otra mujer y están aquí para tratar de salvar su matrimonio. Yo no creo que valga la pena salvarlo a él, si no es como garañón, tal vez.
Henry preparó unos bourbons dobles y llevó las copas a la habitación de Gloria. La joven aún estaba en la ducha, pero salió y empezó a secarse con una mano; con la otra tomó la copa que Henry le ofrecía.
—No les dijiste a tus amigos de Weehawken quiénes somos, ¿verdad?
—Ni una palabra. No vi a mucha gente, pero te aseguro que observan la regla de Horace Aiken, la de usar sólo los nombres de pila.
—No te olvides de llamarme Bart —le recordó Henry.
—No lo olvidaré. Después de todo, a quien estamos tratando de curar es realmente a Bart.
—¿Te sentiste un poco cohibida… sin la ropa?
Gloria se echó a reír.
—Bueno: te da la sensación de que todos te están mirando, pero sólo por unos minutos. Luego te acuerdas que tú también los estás mirando, y entonces ya no importa.
Una vez apuradas sus copas y cuando Gloria se hubo secado y peinado el cabello, eran las seis y media. Henry sentía calor interiormente por la bebida. También tenía hambre.
—¿Vamos a cenar? —preguntó.
—Me preguntaba si pensabas renunciar a ello.
—Horace Aiken dijo que te vienen a buscar si no te presentas a las comidas.
—Quizá te iría mejor si te envía a Jacque Broders. ¿Estás listo para tu presentación?
—Más o menos. Vamos.
Siguieron un camino serpenteante que iba desde los bungalows al comedor principal, en un ala de la posada por la cual habían entrado a Springhaven. Vieron a varias personas en el camino, todas desnudas como ellos, pero no se encontraron cara a cara con ninguna de ellas hasta no traspasar el pórtico del comedor, donde se toparon con otra pareja que salía. Se trataba de una pareja de mediana edad, desnuda y sin máscara, que les dio una sonriente bienvenida.
—Buenas tardes. —La mujer tenía el cabello gris, era agradable y rellenita—. Esta noche la langosta está deliciosa.
—Gracias.
—Henry mantuvo cuidadosamente alzada la mirada.
—Sois nuevos, ¿verdad? —preguntó el hombre.
—Llegamos apenas esta tarde.
—Probablemente os sentís todavía un poco cohibidos, pero se os pasará pronto. Por cierto, me llamo George y mi esposa, Tettle… Tet para mí.
—Bart y Gloria. Somos de Nueva York.
—¿Te fijaste que George me miró de arriba abajo? —inquirió Gloria cuando Henry le abrió la puerta—. Aunque tenga el cabello gris, no se le escapó nada.
Se oyeron en el crepúsculo las voces de los otros dos, que se alejaban camino de uno de los bungalows.
—Sé que he visto a esa pareja en algún sitio —indicó Tet.
—Esa chica ciertamente me parece conocida —repuso George—. ¡Imagínate que fueran celebridades! Sería divertido, ¿no?
El comedor estaba iluminado, alegre y atestado de comensales. Cuando la puerta se cerró detrás de Henry y de Gloria, el mecanismo que frenaba el empuje chirrió y, como si fuera una señal, las voces que habían llenado la sala se callaron repentinamente. Henry estaba seguro de que todas las caras se volvieron simultáneamente hacia ellos y tuvo que reprimir un fuerte deseo de huir. Sin embargo parecía que a Gloria no la afectaba el súbito escrutinio de unas cincuenta personas, así que Henry dominó su impulso y trató de aparentar que esperaba al jefe de comedor en el restaurante Four Seasons.
—¡Hola, Gloria! —Un joven alto sentado a una de las mesas les hizo señas para que se acercaran—. Os hemos guardado sitio.
—Esos son Bob y Lois —explicó Gloria a Henry—. ¿Quieres que nos sentemos con ellos?
—¿Por qué no?
El murmullo que llenaba la sala cuando entraron se reanudó, mientras Henry y Gloria se encaminaban a la mesa que ocupaban un hombre rubio y alto —que, como Gloria había dicho, se parecía a un dios griego—, junto a una diminuta mujer de cabello negro. Henry estaba seguro de que al menos la mitad de las miradas estaban centradas en él, pero una fuerza que no entendía guió su propia mirada hacia una preciosa pelirroja que se levantó de pronto de la mesa en que estaba sentada con media docena de pacientes y se dirigió hacia la puerta.
La joven llevaba una máscara y gafas oscuras, pero algo en su porte y en la excitante hermosura de su cuerpo y de su cabello le recordaron a Selena. Sin embargo fue una cosa momentánea, pues, a medida que la pelirroja se acercaba a la puerta, Henry vio que le faltaba la marca de nacimiento color fresa que, según Selena, era una característica hereditaria en su familia.
—Lois, Bob, éste es Bart —informó Gloria, con lo que la atención de Henry regresó a sus compañeros de mesa.
Bob le estrechó la mano con entusiasmo y Lois lo saludó afablemente con la cabeza. Henry notó que, como había dicho Gloria, Lois era, en efecto, una Venus en miniatura. Medía apenas un metro y medio, su cabello era negro como el azabache, y todo lo que Henry podía ver le hizo pensar en una exquisita figura que un genial escultor hubiese modelado.
—Yo no tomo bebidas alcohólicas, pero Lois estaba tomando un coctel —manifestó Bob cuando Henry y Gloria se sentaron—. ¿Puedo traeros algo?
—Tomamos un par de copas en mi habitación. —Henry logró sonreír—. Con el fin de darme valor para venir aquí.
—No tienes por qué avergonzarte —le dijo Lois.
—Lo mismo te digo —declaró Henry, y recibió una sonrisa como premio.
—Y Gloria ciertamente no necesita ocultarse detrás de nadie tampoco —exclamó entusiasmado Bob.
Henry entendía por qué Gloria había notado que ese matrimonio no tenía probablemente arreglo, pues Bob era, obviamente, un gran animal amistoso con un prejuicio natural contra la monogamia. Se presentó y tomó su pedido una camarera, que se distinguía de los demás por el hecho de que llevaba una bandeja en la mano, una alegre gorrita en la cabeza y, alrededor de la cintura, un pequeño delantal. Encargaron langosta. Bob y Lois, también.
—¿Hace tiempo que estáis aquí? —preguntó Henry mientras comían su ensalada.
—Una semana —indicó Bob.
—¿Os gusta?
Cuando llegamos nos sentimos un poco cohibidos, como vosotros ahora —apuntó Bob—. Pero cuando os enteréis de cómo van las cosas, descubriréis que este lugar es muy divertido.
—Si eso es lo que buscáis —especificó Lois—. Desde que llegamos, Bob ha ligado cada noche con una chica distinta.
—¿Es eso parte del programa de terapia? —preguntó Henry, y el dios griego soltó una risilla.
—Lo que se hace de día se llama terapia, pero en la noche se llama diversión —explicó—. Este lugar es realmente muy alegre, chico.
Henry miró a Gloria, que se encogió de hombros, gesto que hizo que los ojos de Bob se salieran de sus órbitas. Henry sabía que Gloria pensaba lo mismo que él: que éste no era el lugar indicado para alguien con los síntomas de Bob.
—Trabajo en relaciones públicas en la empresa de plásticos del padre de Lois, en Weehawken —confió Bob—. ¿Te importaría decirme lo que haces tú, Bart?
Henry vaciló sólo un momento.
—Se podría decir que soy historiador.
—Quieres decir que haces historia.
Por primera vez desde su llegada a Springhaven, Henry se encontró riendo.
—Bart es uno de los tipos que hacen más historia —especificó Gloria.
—Sólo escribo acerca de la historia —explicó Henry.
—¿Libros de historia?
—Se podría decir que sí.
—Supongo que alguien tiene que escribirlos —declaró Bob—. Yo tenía una beca futbolística en la Universidad de Rutgers; así que no estudié mucha historia.
—Ni tampoco ningún otro tema —precisó Lois—. El punto fuerte de Bob consiste en hacer felices a las personas, particularmente a las mujeres, y es muy bueno haciéndolo.
Por extraño que pareciera, su voz no contenía ningún rastro de ira e incluso puso su mano sobre el hombro de su esposo con un gesto cariñoso.
En ese momento llegaron las langostas. Estaban deliciosas, como también lo estaban las patatas al horno, las puntas tiernas de espárrago envueltas en delgadas rebanadas de jamón y horneadas con salsa Mornay, además de un excelente Chablis. Henry se dio cuenta de que tenía más hambre de la que había tenido en varios días, y Gloria atacó su comida con evidente placer. Lois se limitó a juguetear con su comida, pero Bob comió a gusto.
—Esto es ciertamente mejor que el menú de entrenamiento —dijo este último al alejar su plato vacío—. ¿Te interesa el atletismo, Henry?
—Sólo como espectador. Corro en Central Park cuando el tiempo es bueno y trato de hacer ejercicio en la Y[17] dos veces por semana.
—Es un lugar espléndido la Y. Sólo tiene un defecto…, no hay mujeres.
—Parece que has ido a la Y equivocada —le dijo Gloria. Bob soltó una carcajada y luego se puso serio.
—¿Os importa si os pregunto qué hay entre vosotros?
—No entiendo —manifestó Henry.
—Quiero decir: ¿estáis casados… o a punto de casaros?
—Gloria es mi secretaria —explicó Henry—. Sentimos mucho cariño el uno por el otro, pero no del tipo que sugieres.
—¿Cómo lográis mantener las cosas así? —preguntó Lois—. Quiero decir, sin que las cosas se echen a perder.
—Bart y yo trabajamos juntos y, cuando tenemos ganas de hacerlo, nos acostamos juntos —explicó Gloria—. Pero cada cual vive su vida por separado.
—Me parece un buen arreglo —señaló Bob.
—Entonces ¿no pensáis casaros? —insistió Lois.
—No —contestó Gloria—. Bart está enamorado de otra persona.
—¿Y tú? —preguntó Bob a Gloria.
—Soy muy feliz con las cosas como están —afirmó Gloria, encogiéndose de hombros—. El casarnos podría echar a perder lo que Bart y yo tenemos.
—¿Te importaría decirme por qué? —preguntó Lois.
Henry se dio cuenta de que la pregunta no era casual.
—Si estuviéramos casados, supongo que cualquiera de los dos podría sentirse comprometido con el otro —explicó Gloria—. Entonces no tendríamos libertad para ser individuos.
—Esa no parece ser una relación muy consistente —observó Lois con un deje dubitativo.
—Si Bart se cansa de tenerme como secretaria, puede despedirme —precisó Gloria—. Y si yo no soy feliz con él, puedo renunciar al puesto.
—Eso es como tenerlo todo —dijo Bob—. Suena maravilloso.
—Es una relación poco común, eso sí —concedió Lois—. Pero seguramente sois personas poco comunes.
Bob repartió a partes iguales lo que quedaba de vino y alzó su copa.
—A la salud de Bart y Gloria y Bob y Lois. Como en las películas, que siempre seamos amigos.
Chocaron sus copas entre sí y bebieron.
—¿Tienes ganas de jugar al ping-pong, Gloria? —preguntó Bob al levantarse de la mesa.
—Claro. Y tú, Lois, ¿no quieres jugar?
Lois sonrió.
—El atletismo es para los atletas. ¿Qué te parece si damos un paseo, Bart? La luna ya debe de haber salido.
—Gloria te describió como una Venus en miniatura cuando regresó de la piscina —le dijo Henry a Lois mientras atravesaban el pórtico y bajaban los escalones hacia una vereda que se adentraba en el bosque—. Debo confesar que estoy de acuerdo. ¿Cuánto pesas?
—Cincuenta kilos, sin mis sandalias. Soy más fuerte de lo que parece.
—Si yo fuera Bob, no perseguiría a una chica distinta cada noche.
—Eres muy amable, Bart —concedió Lois y se acercó a Henry—. Hace bastante fresco; rodéame con tu brazo.
Henry obedeció y le pareció agradable el contacto, aunque no estimulante. La parte superior de la cabeza de Lois le llegaba a la barbilla y, cuando ella lo miró, a Henry le pareció fácil besarla. Pero aunque los labios de Lois eran suaves y cálidos, y aunque la presión de ese cuerpo femenino contra el suyo no era nada desagradable, no sintió ningún deseo de ir más allá; era una lástima, pues estaba seguro de que no hubiese encontrado mucha resistencia, si resistencia había.
—¿Quieres tomar una copa? —preguntó—. Tengo un excelente bourbon en mi bungalow.
—Me parece una buena idea —contestó Lois—. Bob no bebe; cree que atrofia su capacidad sexual. Y a mí no me gusta beber sola.
La habitación estaba caliente. Henry conectó la televisión antes de servir las copas.
—Durante la cena tardé bastante tiempo en reconocerte —explicó Lois cuando Henry le entregó la copa.
Henry casi dejó caer la suya.
—¿Qué fue lo que hice mal?
—Nada. Fue porque le dijiste a Bob que eres historiador. Leí varias novelas tuyas en la universidad y una de ellas llevaba una foto tuya en la sobrecubierta.
—En ese caso, daría igual que me quitara la máscara.
Lo hizo, y Lois asintió con la cabeza.
—Me gustas más sin ella —declaró—. Bob se quitó la suya la tarde que llegamos, cuando nos desnudamos por primera vez. Está muy orgulloso de su cuerpo.
—Tiene razón. Cuando regresó de la piscina, Gloria lo describió como un dios griego.
—También tiene la inclinación de Zeus por hacer el amor a las mujeres hermosas.
—¿No te molesta?
—Me molestaba… y todavía me molesta un poco; por eso vinimos, realmente. Para Bob, hacer el amor es un poco como la cleptomanía…, no puede evitar hacerlo cuando se le presenta la oportunidad.
—Tuve la misma experiencia hasta hace poco —confesó Henry—. Pero todavía no entiendo cómo puede desatenderte a ti.
—No lo hace. Nuestros problemas no derivan de eso.
—Entonces, ¿de qué?
—Supongo que soy anticuada…
Henry se echó a reír.
—Nadie podría decir eso al vernos ahora.
—El problema es que yo creía que debía tener el monopolio —explicó Lois—. Pero Bob se siente como un regalo divino para las mujeres…
—Sé lo que es sentirse así —interrumpió Henry y añadió—: Más bien, lo que era.
—¿Era?
Henry se preguntó cómo hacer la confesión que parecía necesaria y, finalmente, reconoció:
—Wilhelmina Dillingham me comparó con «Casey en el bate». Recuerdas el poema, ¿verdad?
—Creo que sí.
—Casey falló en el momento crucial… y yo también.
—¿Y estás en Springhaven para que te curen?
La expresión y la voz de Lois rezumaban comprensión. A Henry le pareció que cierta aura ponía de relieve su menuda pero simétrica perfección, como si fuera una hermosa pintura enmarcada. Sin embargo, el único deseo que sintió fue el de disfrutar hablando con ella y mirándola.
—Tal vez podríamos tomarnos otra copa —señaló Lois—. ¿Has estado en la piscina?
—No. Pero me gustaría hacerlo.
—Entonces llevemos nuestras copas mientras todavía podamos caminar. Lleva tu albornoz; puede hacer bastante frío al salir, del agua, y más vale que pongas la cartera en el bolsillo. Horace dice que ha habido varios robos; cree que algunos empleados los han cometido.
Ya era casi medianoche y Henry yacía sobre la cama escuchando el último telediario cuando Gloria entró por la puerta de su habitación. Parecía un tanto cansada.
—¿Qué tal el ping-pong? —preguntó Henry.
—Bien, pero se hizo monótono después de un rato.
—Parecías bastante interesada cuando Bob te sugirió que jugarais.
—Tenía curiosidad por saber cómo actuaba. Además, pude ver que te sentías atraído por Lois, así que traté de mantener a Bob alejado durante un rato, para dejarte la ocasión de jugar tú también. ¿Tuviste suerte?
—Casey ni siquiera levantó el bate.
—Ni modo —dijo Gloria—. La razón principal por la que me fui con Bob fue porque vi que Lois empezaba a entusiasmarse contigo…, y quién no.
—Gracias por el sacrificio. Siento que no sirviera de nada.
—¡Oh! No fue tan duro. Bob fue zaguero en Rutgers, pero cuando yo era chica jugaba a fútbol con los muchachos del barrio. Y hasta logré recibir muy bien los pases, aunque no me esté bien decirlo.
Horace Aiken se apoyó en el respaldo de su silla, detrás de su escritorio y se golpeó suavemente los nudillos con un bolígrafo. Henry acababa de contarle la historia de su vida, incluyendo la fallida aventura de la noche anterior.
—Lois es una joven muy hermosa —reconoció Aiken—. ¿Dice que no sintió usted ningún deseo?
—Deseo, sí. Pero no ocurrió nada.
—¡Qué pena! Hacer el amor os hubiera hecho mucho bien a ambos. Cuando Bob y Lois llegaron aquí, hace una semana, ella estaba a punto de divorciarse. Verá: Lois se crió en una familia de ideas muy estrechas y no ha aprendido a deshacerse de sus inhibiciones, como lo hizo con su ropa. El resultado es que no ha aprendido a comunicarse fácilmente con los demás.
—¿Incluyendo a Bob?
Aiken asintió con la cabeza.
—Como habrá notado, Bob es un peso ligero desde el punto de vista intelectual… Pasó sus cuatro años en la Universidad de Rutgers con una beca para integrarse allí al equipo de fútbol. Hace el amor como un experto en el aspecto puramente físico, pero Lois esperaba más cuando se casó con él. La verdad es que ese algo más no existe y, cuando Bob siguió con sus aventuras, Lois trató de limitarlo con una cantidad de reglas.
—Me imagino que eso equivale a tratar de convertir las cataratas del Niágara en una fuente para beber.
—Más o menos —concedió Aiken—. Las defensas de Lois eran tan frágiles al principio que tuvimos que tratarla con mucha suavidad, pero empieza a darse cuenta de que su situación es realmente mejor que la de muchas otras mujeres.
—¿Cómo logró eso?
—Enseñándole que debe considerar a Bob como una sencilla máquina para hacer el amor; que debe hacerla funcionar cuando el ciclo de estro requiere de sus servicios. La otra parte de su naturaleza, la que necesita comunicarse con los demás a un nivel más elevado, puede desarrollarse independientemente de Bob. Cuando le hicimos comprender eso, empezó a darse cuenta de que podía tener lo mejor de dos mundos sin sentirse culpable…, y eso es algo que quizá una de cada mil mujeres logra en su matrimonio.
—¿Cree que le ha enseñado eso?
—Francamente, no estoy tan seguro de ello esta mañana como lo estaba ayer.
—¿Por qué?
—Usted llegó ayer por la tarde, ¿lo recuerda?
—¿En qué afectaría a Lois mi presencia aquí?
—Porque usted es exactamente lo que ella… y millones de mujeres… sueñan, un hombre que puede satisfacer tanto el aspecto físico como el intelectual de su naturaleza. De hecho, yo apostaría a que en eso estriba gran parte de su fabuloso éxito como el don Juan de Megalópolis.
—Me da demasiada importancia, Horace.
—No lo creo, y menos después de la charla que sostuve con Gloria anoche.
—¿Dónde fue eso?
—En la piscina. Ella estaba a punto de regresar al bungalow, después de haber pasado la velada con Bob y se detuvo un rato en la piscina. A menudo me meto en la piscina bien entrada la noche, para pensar, y charlamos agradablemente.
—Gloria está predispuesta a mi favor —advirtió Henry.
—Por supuesto. Si no fuera por usted, seguiría siendo sólo una modelo…, como se hacía llamar.
—Y yo probablemente no me hubiese convertido nunca en un símbolo sexual sin ella; así que supongo que nos debemos mucho mutuamente.
—De todos modos, le agradecería que evitara a Lois tanto como le sea posible —pidió Aiken—. No quiero que lo compare demasiado con su esposo, en este momento, porque podríamos perder todo lo que hemos ganado con ella.
—¿Dónde me deja eso a mí?
—Donde estaba… o tal vez no. ¿Se ha detenido a pensar en la importancia del papel que ha desempeñado en la vida de varias mujeres últimamente?
—Sólo un poco —reconoció Henry.
—Entonces es usted demasiado modesto en cuanto a sus éxitos. Después de todo, usted es el Pigmalión de la Galatea en Gloria, y ella está más orgullosa de eso que de cualquier otra cosa. Aparte eso, por lo que me dice, usted reunió a Carling Hartsfield y a su esposa.
—Y un gato me atacó al intentarlo, sin mencionar el hecho de que perdí mi hombría…, para decirlo en términos populares.
—No creo que las dos cosas tengan relación entre sí —opinó Aiken.
—¡¿Qué?!
Henry miró asombrado al psicólogo.
—Lo que dije. La pérdida de su hombría probablemente no tiene relación con el ataque del gato.
—Pero si el doctor Schwartz…
—Isadore es un psiquiatra muy inteligente y un viejo amigo mío. Me envió un resumen de su caso; llegó un día antes que usted. Verá, Henry: los psiquiatras no reciben a menudo urgencias como la suya, donde algo tiene que hacerse de inmediato. Les gusta moverse con lentitud y guiar al paciente para que éste descubra por sí mismo el mecanismo que produce los síntomas. En el caso de usted, Schwartz tuvo que improvisar y la teoría del gato parecía ser la que usted mejor aceptaría…
—Particularmente cuando me dolía tanto el trasero.
—Exactamente. El diagnóstico inventado rápidamente bastó para que usted se convenciera de que necesitaba tratamiento. Después de todo, nada trastorna más a un hombre que el hecho de ver que no puede funcionar en la cama. Creo que la parte inconsciente de su psique…
—¿El Id freudiano?
—Algunos lo llaman así, aunque yo prefiero verlo como el hombre primitivo que todos llevamos dentro. El hombre cavernícola no tenía el instinto de la monogamia y el cortejar le era casi desconocido. Algunos de esos instintos sobreviven en el ego masculino; así que el Id…, como lo llaman algunos…, no encuentra razón alguna para contentarse con una sola mujer cuando el mundo está lleno de ellas.
—De acuerdo con eso, Bart Bartlemy era ciertamente un primitivo.
—Exactamente. Y eso explica hasta cierto punto la tremenda atracción que tenía para las mujeres, además de su asombroso físico, por supuesto.
—Puedo atestiguar que eso es cierto, en más de una forma.
Horace Aiken sonrió.
—Y casi todo el mundo en Springhaven también. Su equipo físico es la comidilla del momento. Sin embargo, la civilización ha decretado que el hombre se aferrará a una sola mujer…, al menos hasta que se divorcien, lo que no requiere mucho tiempo en la mitad de los matrimonios actuales. En las primeras etapas del cortejo, la hembra alaba al macho al hacerle creer que la escogió entre todas las demás, pero, al mismo tiempo, él se queda con la convicción de que, si quisiera hacerlo, podría tener muchas mujeres más.
—Lo que es cierto.
—En su caso, sí —convino el psicólogo—. El problema surge cuando una hembra convence al macho, el macho que ella escogió, que él la quiere solo a ella. A veces el hombre primitivo dentro del hombre que corteja se da cuenta de que lo traicionaron, y decide hacer algo para evitar el desastre. El fabuloso éxito que usted tiene como amante, desde que recibió el trasplante, prueba que, pese al hecho de que es un estudioso y sin duda un caballero…, cualidades de las que carecía, por lo visto, su desafortunado hermano…, su inconsciente primitivo es también excepcionalmente fuerte.
—Es eso. Aunque es más probable que las partes que recibí de Bart se han apoderado de mi vida y la están dominando, como parece que ocurrió con su propia vida.
—No puedo aceptar eso —dijo Aiken.
—Entonces ¿cómo explica lo que me está ocurriendo?
—De momento, yo diría que, antes del accidente, usted era un hombre de fuertes impulsos en lo que concierne a las mujeres, y que sublimaba esos impulsos en su obra…, y con mucho éxito, por cierto.
—Bueno: los autores de ficción romántica describen generalmente sus propias fantasías —convino Henry.
—Otros escritores me han dicho lo mismo. En su caso, a través de la sublimación, usted logró convencerse de que sólo quería a la señorita McGuire, pero entonces tuvo el accidente. Su ser primitivo encontró de pronto que era capaz de conquistas en las que probablemente nunca se había atrevido a soñar; como resultado, su conciencia… (Freud la llamó el superego) se vio abrumada.
—Pero no completamente.
—Exactamente. El superego lo obligó a tratar de controlarse mediante varios métodos: los calmantes, el aislamiento, o lo que fuera. Sin embargo, todos fallaron, según lo que me acaba de contar; así que, finalmente, utilizó su arma más poderosa, un bloqueo entre sus emociones y el trasplante.
—Tal vez tenga usted razón —concedió Henry—. ¿Cuánto tiempo cree que puedo aguantar?
—No podría decírselo —reconoció Aiken—. En el último mes su reacción ante todas las mujeres que ha visto ha consistido en tratar de conquistarlas. Y como convenció temporalmente a su superego de que no podía evitar que su ser primitivo se saliera con la suya, se fue de caza, por así decirlo. Sin embargo, ahora que su superego ha tomado las riendas, yo diría que la forma más sencilla de recuperar el equilibrio consiste en desarrollar relaciones no sexuales.
—¿Es posible eso… con mujeres?
—En Springhaven creemos que se puede lograr a menudo a través de la terapia de encuentros, al descubrir aspectos de otra gente que no se imaginó nunca que existieran. Ese descubrimiento le permite aprender más sobre sí mismo.
—Espero que tenga usted razón —dijo Henry, dubitativo—. Pero no debe subestimar el poder del espíritu de Bart Bartlemy.
—El espíritu de Bart Bartlemy se encuentra allí adonde fue en el momento en que su cerebro dejó de funcionar —explicó Aiken—. Tenemos que vérnoslas con el espíritu de Henry Walters…, o más bien su espíritu en conflicto. Denos una oportunidad, y estoy seguro de que podrá acabar su libro, que Bart ganará a Leonora…
—Espere un minuto —exclamó Henry—. ¿Estaba ese nombre en el resumen del doctor Schwartz?
—Sí… Pero Gloria me habló de Leonora anoche.
—¿Y del hecho que Leonora y Selena son la misma persona?
—Sí.
—No entiendo —dijo Henry—. ¿Cómo pudo el doctor Schwartz saber más acerca de Selena McGuire de lo que yo sabía?
Horace Aiken miró a Henry sorprendido.
—¿No sabía que fue paciente del doctor Schwartz?
—Fue Selena quien me envió a verlo, así que hubiera debido establecer la relación, supongo. Pero la verdad es que no lo analicé.
—¿Nunca le habló de Springhaven?
—¿Quiere decir que ella ha estado aquí, caminando desnuda por ahí?…
—Usted está desnudo, ¿verdad, Henry?
—Sí, pero…
—¿Y Gloria?
—Bueno…, sí.
—¿Le pareció mal que Lois estuviera desnuda?
—No, pero no puedo creer que Selena lo haya hecho.
—Espero no violar ningún secreto al decirle que la señorita McGuire estuvo aquí hace unos años. Hasta aquel momento era muy tímida, por lo que pude ver; trabajaba como lectora en Bennett Press y no llegaba a ninguna parte. Cuando Schwartz la envió aquí, al principio estaba tan cohibida que llevó la máscara durante tres días antes de poder quitársela.
—Siempre tiene hombres libres aquí, quiero decir, solteros, ¿verdad? —preguntó Henry.
—Sí.
—¿Cree que ella…? Quiero decir…
—Estoy casi seguro de que la respuesta es negativa, aunque por la noche no fiscalizo a los huéspedes. De todos modos, cuando logramos que la señorita McGuire se quitara la ropa y la máscara, hizo rápidos progresos.
—Ahora recuerdo que se fue de vacaciones y que, cuando regresó, parecía una persona distinta. Yo solía verla en las oficinas de Bennett, pero casi no me hablaba. Al volver tenía confianza en sí misma, incluso se volvió emprendedora, y al cabo de poco tiempo se convirtió en mi editor.
—A mi entender —expuso Horace Aiken—, cuando usted descubrió que estaba a punto de acabar el libro y que, probablemente, dejaría de ser Bart en sus fantasías y se casaría con Selena, el Henry Walters primitivo…
—Ese es Bart. Es como Bob…,toma sus mujeres donde las encuentra.
—Bueno: si insiste en ello… Bart tomó el control y bloqueó el flujo de la energía nerviosa del aparato psicosexual.
—¿No sería eso como fastidiarse a sí mismo por querer fastidiar a los demás?
—El Bart que todos llevamos dentro no es muy racional —concedió Horace Aiken—. Lo que intentamos hacer aquí consiste en ayudar a nuestros huéspedes a deshacerse de lo que oculta su ser primitivo, así como se deshacen de su ropa. Cuando se ven como son realmente, pueden aprender a comunicarse con los demás tanto en el nivel primitivo como en el convencional.
—¿Cuál de esos niveles gana?
—Idealmente, una mezcla de ambos; pero a mí me gusta ver que la gente recupere una gran proporción de lo primitivo mientras están aquí. Así tienen muchos menos problemas después.
—Entonces ¿qué debo hacer? —preguntó Henry.
—Ya ha dado un paso gigantesco al quitarse la ropa. Lo único que me preocupa ahora es lo que ocurrirá cuando alguien lo reconozca, particularmente cuando mis huéspedes femeninas se enteren de su identidad.
—Una de ellas ya lo hizo… Lois.
—Entonces ya se sabrá y probablemente se lo comerán vivo…, igual que las bacantes, cuando se comían a los varones sacrificados en el festival de Dionisos de la antigua Grecia —explicó Horace Aiken sonriendo.
—Esa perspectiva sería agradable con una pelirroja que vi un momento anoche, en el comedor. Llevaba máscara y gafas oscuras, pero me pareció conocerla. De hecho, durante un instante pensé que era Selena, pero entonces descubrí que no tenía una marca de nacimiento en un lugar estratégico, como la que tiene Selena. ¿Le importaría decirme quién…?
—Lo siento —dijo Horace con firmeza.
—Debo mantener en secreto la identidad de todos mis huéspedes, lo mismo que la suya.
—Tendré que investigar un poco, entonces —indicó Henry—. Ciertamente me gustaría verla…, o al menos ver lo que hay detrás de la máscara.
—Ya está usted mejorando —aseguró Horace.
—La puerta de la oficina se abrió y entró Jacque Broders.
—Estoy a punto de tener una sesión en el tanque —comunicó la joven—. Apuntaste a Bart para participar esta mañana, Horace.
—Ya terminamos nuestra charla —manifestó el director—. ¿Está listo para comenzar con su programa de terapia, Bart?
—¿Debo hacerlo?
—No. Todos somos libres aquí, pero le recomiendo que participe en todos los programas.
—Está bien —asintió Henry y salió de la oficina con Jacque.
—¿Qué es ese tanque al que vamos? —preguntó Henry cuando él y Jacque salían del chalet y se encaminaban hacia un edificio de aspecto utilitario que se vislumbraba a través de los árboles.
—Es una de las dos actividades principales de Springhaven —explicó Jacque.
Henry apartó una rama para que la joven pudiera pasar.
—Supongo que el otro edificio…, el que no tiene techo…, es «la piscina matriz», ¿correcto?
—Sí. Algunos de nuestros huéspedes…
—Veo que nunca hablan de nosotros como pacientes.
—Porque no lo son, realmente, al menos no en el sentido que se da normalmente a esa palabra.
—¿Podrías explicarte?
—Horace tiene un doctorado en psicología y yo una maestría, pero no pretendemos tratar a los enfermos mentales; sólo pretendemos ayudar a la gente a que se ayude a sí misma. Cuando se refieren al tanque, algunos de nuestros huéspedes hablan del «agujero negro», pero no es tan malo, en realidad.
—Dices que tienes una maestría… ¿Viniste a trabajar aquí cuando te graduaste?
—No, tardé varios años. Como muchos estudiantes de Berkeley, no tenía un objetivo claro en la vida, salvo lo que consideraba mi propio placer. Viví en Haight-Ashbury de San Francisco durante un tiempo y, cuando no fumaba marihuana, me drogada. Hasta me inyecté heroína ocasionalmente, hasta que casi me muero por una sobredosis. En Synanon me ayudaron y, cuando Horace se enteró de que estaba allí, fue a buscarme y me trajo aquí.
—¿Cómo te curaron en Synanon?
—No dije que me curaran. Si alguna vez me encuentro en una situación emocional lo suficientemente grave para amenazar mis defensas, acaso vuelva a tomar drogas. En Synanon me enseñaron a comportarme como si no necesitara las drogas. Cuando aprendí a hacer eso, llegué a un punto en que realmente no las necesitaba, mientras pudiera enfrentarme a las situaciones en que me encontrara. Horace me ha ayudado mucho aquí.
—¿Es eso lo que piensa hacer conmigo? ¿Enseñarme que no necesito el sexo? —preguntó Henry.
Jacque Broders sonrió.
—¿Es eso lo que quieres?
—¡Dios mío! ¡No!
—Entonces dejaremos que la naturaleza siga su propio curso. Es curioso ver hasta qué punto la naturaleza sabe cuidarse de sí misma.
Ya habían llegado al oscuro edificio que Henry vio a través de los árboles y ahora se percató de que no tenía ventanas. Jacque abrió la puerta y entraron. Todo el interior del edificio estaba pintado de negro. El tanque, una excavación redonda con paredes, que parecía tener unos tres metros de profundidad, también estaba pintado de negro.
Una docena de personas se encontraba en el edificio, bajo la luz de cuatro bombillas fijadas en la pared. La mitad llevaba máscara, igual que Henry. Entre estas personas se hallaba la pelirroja que había visto la noche anterior, en el comedor. Cuando la observó de nuevo, se impresionó por la increíble semejanza que guardaba el cuerpo de la joven con el de Selena, pero, al moverse un poco para poder verla mejor, pudo asegurarse de que no tenía la marca de nacimiento que Selena le contó haber heredado como característica de la familia.
—Buenos días —dijo Jacque al grupo—. Durante las próximas dos horas os quedaréis todos en el tanque, a menos de que surja una emergencia. Si esto sucede, llamadme y haré que bajen la escalera y los ayudaré a salir. La oscuridad será total y os pedimos que guardéis silencio, que os comuniquéis sólo por medio de vuestros otros sentidos. Al principio es posible que os parezca opresivo, incluso atemorizante, pero aguantad y creo que aprenderéis algo sobre vosotros mismos.
—¿Y cuando hayamos acabado de sentir? —preguntó Bob, pero pocos se rieron.
—Cuando se apaguen las luces, quiero que cada uno de vosotros se acueste en el suelo del tanque —prosiguió Jacque—. Al principio, haced cuenta que queréis estar solos, hasta que ya no podáis aguantar. Entonces empezad a moveros hasta que toquéis a otra persona; pero mantened silencio todo el tiempo, a menos que surja una emergencia.
Jacque bajó los peldaños y esperó a que los otros bajaran, uno por uno. Henry fue de los primeros en bajar; se sentía agudamente consciente del aspecto que debía tener su parte inferior ante la mirada de los que ya se encontraban abajo. La pelirroja fue de las últimas, y mientras esperaba a que los otros huéspedes llegaran, Henry trató de acercarse discretamente a ella. Cuando todos estuvieron abajo, en el tanque, Jacque Broders pulsó un botón en un pequeño panel de controles y la escalera se elevó suavemente, como la de desembarque de un avión, hasta quedar doblada en el borde superior del tanque, fuera del alcance de los de abajo.
—Escoged cada uno un lugar —sugirió Jacque—. Acercaos tanto como podáis al suelo y a la pared, poneos en posición fetal y quedaos así hasta que sintáis que debéis moveros.
Todos se veían ridículos, pensó Henry, mientras se agachaba contra la pared y el suelo del tanque, y se enroscaba para ocupar tan poco lugar como fuera posible. Cuando Jacque pulsó otro botón, el tanque se oscureció totalmente. Una mujer gritó y un hombre maldijo en voz baja, pero, fuera de eso, no hubo otro sonido que la respiración y el suave movimiento de los cuerpos contra el material plástico que tapizaba el interior del tanque.
Siguiendo las instrucciones, Henry trató de limpiar su mente de todo lo que no fuera la oscuridad y, después de un rato, sintió que lo envolvía una agradable languidez. Aunque percibía la presión de la pared y del suelo del tanque contra el cuerpo, le pareció que se iba volviendo ingrávido, como si estuviese suspendido en el espacio. Era una sensación infinitamente placentera y, contento de que disminuyera la ansiedad que lo había acompañado durante tanto tiempo, se animó y sintió ganas de gritar que era libre. Al mismo tiempo tenía la sensación de estar flotando hacia arriba, fuera del tanque y a través del techo, hacia un interminable vacío oscuro, donde no lo alcanzaba ningún estímulo, donde su único contacto era con su propio cuerpo. Suavemente, se tocó en varias partes, sorprendiéndose al descubrir que todavía tenía cuerpo.
Cuando, al cabo de un rato, el temor primordial se apoderó de él, Henry no entendía lo que ocurría, aparte la primera angustia causada por la claustrofobia que se siente al estar encerrado. Al principio la sensación de estar separado de los demás y del mundo había sido infinitamente placentera; ahora la sustituyó otra sensación, el temor de estar solo y sin contacto con otra persona. Mientras el temor aumentaba, Henry luchó contra la necesidad de tocar a otra persona para asegurarse de que, salvo él, ninguno de ellos había desaparecido dejándolo sólo frente a la eternidad. Finalmente, no pudo soportar la creciente angustia y tuvo que confirmar que no era la única persona en el tanque.
Empezó a moverse lentamente, arrastrándose por el suelo y apoyándose siempre contra la pared curva del tanque, con el fin de mantener algún contacto con la realidad. Había avanzado unos dos metros, aunque a él le parecieron kilómetros, cuando sus manos tocaron una piel humana y, en la oscuridad, oyó un jadeo que intuyó femenino. Como no estaba seguro de lo que debía hacer, esperó hasta que una mano vacilante tocó su hombro y exploró su cara. Entonces, el cuerpo de la mujer se acercó al suyo, atraído, presintió Henry, por la misma angustia que se había apoderado de él.
Ahora los dedos exploradores de Henry trazaban los inconfundibles contornos de los pechos de la mujer; los pezones bajo sus manos eran turgentes; la piel de la aréola se erizó bajo su tacto. Lentamente, el cálido cuerpo que tocaba, ligeramente perfumado, se acostumbró al suyo. Permanecieron en la cálida oscuridad, con todas las partes de sus cuerpos juntas.
Henry no tenía idea de quién era su compañera, ni quería saberlo. Le bastaba con la seguridad de que no se encontraba solo en el universo, de que esa otra persona había experimentado la misma soledad desesperada que se había apoderado de él, y que esa soledad se veía aliviada, tanto para ella como para él, a través del contacto con otra persona.
Extrañamente, no hubo ningún deseo sexual en el gran afecto que sintió por esa otra persona sin nombre que compartía su mundo y la liberación del temor que obtuvieron con su mutua presencia. Ni tampoco le preocupó la falta de impulso sexual, pues una parte integrante de su mutua comunión mental consistía en la seguridad de que, cuando ambos lo desearan, sus cuerpos podrían unirse, en una comunión mucho mayor que el placer de un encuentro casual.
Henry se contentó con yacer allí, mientras una multitud de sensaciones fluían del cuerpo de la mujer al suyo por los puntos de contacto entre ambas epidermis, y mientras una corriente igual, aunque opuesta, fluía del cuerpo de Henry al de la mujer. Además, la mujer sin nombre, aunque ya no desconocida, no era un individuo para Henry entre sus brazos y bajo su tacto nuevamente inspirado. Era, más bien, el símbolo de la humanidad, animada e inanimada. Su mutuo abrazo explorador no era más que una expresión física del deseo normal en la humanidad —Henry estaba seguro de ello— de compartir el pequeño mundo en que ambos se encontraban.
La feliz comunión se rompió con el repentino e intenso brillo del destello de una cámara. Momentáneamente cegado, como los demás, Henry no pudo identificar a la compañera con quien había compartido lo que sabía era una comunión casi divina, antes de que la culpabilidad y el temor del qué dirán los separara.
—Horace y yo os pedimos disculpas por asustaros. —La voz de Jacque parecía incorpórea en la oscuridad—. Necesitamos las fotografías para nuestros registros y para el seminario que tendrá lugar después de la comida. Las luces se encenderán gradualmente en el curso de los próximos minutos; sugiero, pues, que, si algunos de vosotros os encontráis en una posición que podría considerarse comprometedora, la cambiéis antes de que pulse el botón.
—¡Maldición! —una voz masculina, que Henry reconoció como la de Bob, habló en la oscuridad—. Alguien está siempre echando a perder mis juegos.
La risa que siguió a este comentario fue demasiado fuerte. Henry percibió que era una reacción natural ante la experiencia que habían compartido. Ahora la gente se movía en la oscuridad y se reía cuando chocaba con alguien. Cuando las luces se encendieron, Henry no tuvo idea de quién, entre la docena de mujeres en el tanque, había compartido su terror y su efusión de amor completamente asexual, al compartir un mundo privado propio. Pero sabía que era una de las experiencias más emotivas de su vida, independientemente que se enterara o no de la identidad de su compañera, o de que la experiencia lo ayudara o no a solucionar su propio problema.
Cuando Henry entró en el comedor, a la hora de la comida, vio que Gloria se encontraba sentada a una mesa para dos en un rincón. La acompañaba un hombre alto, de aspecto atlético y de facciones aristocráticas. El hombre llevaba una máscara, pero Gloria había descartado la suya casi desde el principio. A juzgar por el cabello entrecano del compañero de su secretaria, Henry pensó que tendría unos sesenta años y que probablemente era un hombre prominente.
Henry buscó a la pelirroja, convencido de que era ella a quien había tenido en sus brazos en la oscuridad, pero no la encontró. Se dirigió a una mesa pequeña y se sentó, solo, hasta que Jacque Broders entró en la pieza, la atravesó y se acercó a Henry.
—¿Me puedo sentar contigo? —preguntó la joven.
—Por favor.
—¿Qué tal te fue en el tanque?
—Fue una experiencia increíble.
—¿Más de lo que esperabas?
—Al menos, fue mucho más profunda. Normalmente no sufro de claustrofobia, pero, cuando apagaste las luces, me sentí…
—¿Como si el mundo entero te hubiese abandonado?
—¡Vaya! Sí. ¿Te afectó así a ti, la primera vez?
Jacque asintió con la cabeza.
—Salvo que yo sabía de dónde provenía mi problema. De pequeña solía pasar los veranos en Red Bank, en la costa de Nueva Jersey.
—Estuve allí; trabajé como camarero en una casa de huéspedes, a orillas de la playa durante el verano después de mi primer año en la universidad.
—Teníamos una vieja casa en la playa; de las que se construían en las estaciones balnearias hace setenta o setenta y cinco años. Una casa de tres pisos, recubierta de tablillas de ciprés. Había un lugar, debajo de la escalera, entre el primer y el segundo piso…
—No entiendo por qué le pusieron a la obra teatral el título de La oscuridad en lo alto de la escalera —observó Henry—. Todos sabemos que la parte oscura de las escaleras se encuentra detrás de la parte inferior.
—Yo tenía que pasar frente a ese lugar oscuro cada noche, cuando me iba a acostar, y siempre sentía que salía una mano para agarrarme —prosiguió Jacque—. En una ocasión, un primo mayor se colocó allí y me agarró. Me desmayé y, cuando volví en mí, me había quitado la ropa. Durante dos años no dejé que ningún chico me tocara.
—¿Reviviste esa experiencia la primera vez que entraste en el tanque?
—En todos sus detalles. Y aprendí mucho sobre lo que me tenía perturbada. ¿Qué sentiste tú?
—Sólo una necesidad sobrecogedora de tocar a otra persona y de asegurarme que no estaba solo en el mundo. —Henry se echó a reír, un tanto cohibido—. Fue una mujer; no tengo la menor idea de quién era, pero supongo que ella quería que la tocaran. En todo caso, fue una comunión muy íntima.
—¿Hicisteis…?
Henry negó con la cabeza.
—Francamente, no se me ocurrió en ningún momento. Supongo que eso prueba que lo he perdido para siempre.
—Yo diría más bien que eso prueba que eres capaz de sentimientos muy profundos hacia otra persona…, algo que va más allá del sexo —declaró Jacque—. La razón por la que ya no eres el hombre del que has escrito es que te has convertido nuevamente en ti mismo, en la persona que quiere compartir el proceso amoroso, no sólo complacerse en el cuerpo de otra persona.
—Horace dijo más o menos lo mismo. Pero ¿cómo lo sabré? A menos que encuentre la chica con quien estuve en el tanque.
—Estoy segura de que la encontrarás…, a ella o a otra. Cuando hayas aprendido a tocar no sólo el cuerpo, sino también el alma de otra persona, verás que cada encuentro hace fluir la corriente entre ambos.
Henry decidió no participar en la reunión después de la comida, en la que los que habían estado en el tanque iban a contar lo que significó para ellos. Como le había explicado a Jacque, su propia experiencia se situó a un nivel tan elevado que, aunque sus herramientas eran precisamente las palabras, no tenía ganas de traducir lo que había sentido para nadie más. En vez de eso, dio un largo paseo, siguiendo una vereda a través del bosque.
Henry descubrió que Springhaven era, en cierto sentido, una prisión o, al menos, un gran enclaustramiento. Una alta verja metálica que encerraba la superficie total de varias docenas de hectáreas, según los cálculos de Henry, sustituía el vallado que vieron al llegar el día anterior y que se extendía a ambos lados del edificio principal. Un riachuelo atravesaba la propiedad y fluía bajo la verja en el límite sur, desde donde continuaba su curso. Cuando se arrodilló para beber, Henry descubrió que el agua era todavía tibia, con un gusto mineral que identificaba al riachuelo como el desbordamiento del manantial que, según Horace Aiken, alimentaba la «piscina matriz».
En el bosque reinaba un agradable silencio y Henry experimentó más serenidad que en las últimas semanas, salvo, tal vez, durante el momento de comunión con otro ser en el tanque. Fuera cual fuera la razón, el bosque y el riachuelo ejercieron un efecto tranquilizador y, algunas horas más tarde, tomó con cierta renuencia el camino marcado «Al restaurante», indicado en un rústico letrero. Cuando Henry salió del bungalow después de comer, había informado a Gloria que iría a pasear, así que sabía que ella no lo buscaría. De hecho, era agradable pensar que, al menos de momento, el bosque de Springhaven era todo suyo. Sin embargo, al acercarse al chalet, vio que llevaban unas maletas a un bungalow casi escondido en el bosque, y supuso que llegaba otro huésped. Los dos bungalows, el suyo y el de Gloria, se hallaban vacíos. Henry dedujo que Gloria participaba en alguna de las diversas actividades del programa de Springhaven. Como tenía calor, se duchó y se acostó sobre la cama para mirar una telenovela en la que se desarrollaban las vidas torturadas de sus personajes.
Sabía que, de alguna manera, tendría que tomar contacto con la mujer que tuvo en los brazos, aquella mañana, en la oscuridad del tanque, la mujer que compartió con él una comunión espiritual más íntima que las que había tenido en los abrazos sexuales. Y aunque le preocupó un poco saber que, si la encontraba, le sería infiel a Selena, lo que sentía por la joven misteriosa constituía un modo de compartir aún mayor del que su amor por Selena le había permitido experimentar. Sabía que tenía que probar esa comunión al menos una vez más, pues estaba seguro que en ella encontraría la respuesta al problema que lo había llevado a Springhaven.
Cuando, antes de cenar, entró en su habitación con los habituales bourbons dobles, Gloria despertó a Henry.
—¿Dónde estuviste esta tarde? —preguntó la rubia, sentándose en el borde de la cama.
—Fui a pasear por el bosque.
—¿Solo?
—Sí… Tenía que pensar.
—¿Cosas como, por ejemplo, cómo puedes sentirte atraído por esa pelirroja cuando estás enamorado de Leonora…, quiero decir de Selena?
Henry se sorprendió tanto que casi dejó caer su copa.
—¿Qué te hizo pensar eso?
Al final de las sesiones en el tanque, Jacque toma una fotografía con flash.
—Lo recuerdo. Me pegó un susto de muerte.
—¿Sabías que enseña la foto en un proyector cuando llevan a cabo lo que llaman la autopsia de la tarde?
—Me lo dijo a la hora de la comida. Tal vez por eso no fui a la sesión. ¿Estuviste allí?
—Es sólo para los que participaron en la mañana, pero Bob estuvo allí y me lo contó todo. Por lo que dijo, tú y la pelirroja estabais tan juntos que se os podía tomar por siameses.
—De eso se trataba…, de tocar —le recordó Henry.
—No necesitas decírmelo a mí —dijo Gloria—. ¿Has ido ya a la «piscina matriz»?
—No.
—Deberías ir. ¿Por qué no vamos cuando oscurezca, sobre las ocho y media?
El bourbon empezaba a levantar nuevamente el ánimo de Henry.
—Me parece una buena idea —convino.
Henry no vio tampoco a la pelirroja en el comedor a la hora de la cena. Pensó brevemente en la posibilidad de preguntar en la oficina si se había marchado de Springhaven, pero renunció a la idea. Sin embargo, ni su paseo vespertino ni su charla con Jacque a la hora de la comida habían dado resultado alguno y, después de cenar, una vez caída la noche, se sentó a ver una reposición en el televisor de su habitación. Gloria lo interrumpió. Llevaba una toalla y el albornoz que colgaba en cada armario, para las noches frescas.
—Ya son casi las nueve —observó Gloria—. Vamos a la «piscina matriz».
—No sé…
—Vamos, jefe. —Gloria descolgó el albornoz del armario de Henry, entró en el cuarto de baño y sacó una toalla—. No te vas a divertir si te quedas aquí haciendo pucheros. ¿Quieres otra copa antes de ir?
—No, creo que no.
—Bueno: la tomaremos luego. Esa agua caliente da mucha sed.
Cuando salían del bungalow, Henry recordó de repente la advertencia de no dejar objetos valiosos en la habitación y volvió a entrar.
—Más vale que me lleve la cartera —manifestó—. Alguien dijo que ha habido algunos robos ocasionales por aquí.
Al poco rato salió con la cartera en el bolsillo del albornoz y, juntos, se alejaron por el camino ondulante que conducía al manantial caliente. La piscina se encontraba en un pequeño claro rodeado de pinos. Y, como era una noche calurosa, las puertas de cristal de la pared se hallaban abiertas. Una luna llena brillaba en el recinto y, aparte voces y música distantes, los únicos ruidos consistían en el susurro de los pinos bajo la brisa y el suave murmullo del agua que salía a borbotones de una roca del lado de la piscina, donde desembocaba un riachuelo subterráneo. Sin embargo no había nadie en la piscina y, salvo por las burbujas, la superficie parecía cristal derretido.
—¡Vaya! Se me olvidó traer mi gorro de baño —exclamó Gloria cuando se detuvieron ante la piscina—. Regreso en un momento.
Se marchó antes de que Henry le pudiera recordar que no había usado nunca una gorra en la piscina, por lo menos que él supiera.
Henry dejó caer el albornoz y la toalla al borde de la piscina, se quitó las sandalias, bajó los peldaños y se metió en el agua. Era caliente y, con todo, Henry sintió un hormigueo en la piel; supuso que se debía al elevado contenido mineral. La escalera se encontraba en el extremo poco profundo de la piscina, cerca del lugar donde el agua se desbordaba y formaba el riachuelo que Henry había seguido esa tarde, el que pasaba debajo de la verja de Springhaven y desaparecía en el bosque.
En el extremo profundo de la piscina se hallaba un trampolín y Henry se dirigió hacia él con lentas brazadas que no le supusieron ningún esfuerzo, pues el contenido mineral proporcionaba a su cuerpo una flotabilidad extrañamente parecida a lo que había oído describir como ingravidez. Una vez en el extremo profundo, Henry se puso de espaldas y flotó tranquilamente, moviendo con suavidad las manos, rizando ligeramente la superficie oscura del agua. Cuando cerró los ojos, ocultando el brillo de la luna, se imaginó ingrávido y casi insustancial, el centro de un universo privado, propio, suspendido en un vacío oscuro e informe.
Sentía un placer tan intenso que se negaba a abrir los ojos y restablecer contacto con la realidad. Entonces, mientras flotaba, le pareció oír una voz, un susurro destinado sólo para sus oídos, una conocida voz femenina. Pero no podía ser…
—Bart —pronunció la voz—. Bart, cariño, soy Leonora.
Henry, seguro de que lo traicionaban sus deseos y temiendo abrir los ojos, siguió flotando, hasta que oyó la voz nuevamente, esta vez justo encima de él.
Entonces abrió los ojos y vio la hermosa silueta de una mujer sobre el trampolín, recortada a la luz de la luna que, por lo brillante, parecía el foco de un proyector. Su mirada se paseó por unas piernas que, estaba seguro de ello, la misma Diana envidiaría; subió por un torso que podrían haber inspirado al mismísimo Salomón, y se posó en el rostro de su amada.
Ella permaneció allí sólo un momento. Entonces su cuerpo se arqueó y se zambulló con gracia. Henry se dio la vuelta rápidamente y se zambulló también, para encontrarse con ella debajo de la superficie. Sus cuerpos se estrecharon en una comunión más ardiente de la de aquella mañana en el tanque. Los labios de la joven, cuando los encontró, tenían el sabor amargo de los minerales, pero cuando se abrieron bajo los de él, la cálida cavidad de la boca le pareció el «mejor vino» mencionado en El Cantar de los Cantares. Me pareció reconocerte cuando te vi en el comedor —dijo Henry…, pues, de hecho, era Selena—. Pero como no tenías la marca de nacimiento en el…
—El cinturón, de castidad que usé en el baile irritó esa maldita mancha, así que mi ginecólogo me la quitó —explicó Selena.
Cuando Henry trató de besarla nuevamente, Selena lo empujó con suavidad.
—Tengo que confesarte algo —repuso la joven—. Después de tu abrazo en el tanque, esta mañana, me di cuenta de que me había equivocado en muchas cosas, así que fui a ver a Gloria esta tarde. Ella me contó lo del accidente del metro y todo lo que ha ocurrido desde entonces…, y me prometió traerte a la piscina esta noche. ¿Podrás perdonarme?
La respuesta de Henry consistió en acercarla a él. La repentina llamarada de deseo de su propio cuerpo le dio la respuesta a la pregunta que le había conducido a Springhaven. La fiera urgencia de su cuerpo, ahora sumamente excitado, lo obligó a llevar a Selena hacia el borde de la piscina; no estaba dispuesto a romper el contacto ni siquiera un segundo. Alargó el brazo, tocó la escalera y se deshizo suavemente del abrazo de Selena para subir antes de ayudarla a subir a su vez. Sin embargo, sus dedos tocaron piel humana y, como pensaba que Gloria había regresado con el gorro, profirió:
—Vuelve al bungalow, Gloria. Encontré a Leonora.
Fue Selena la que se percató primero que no se trataba de Gloria y rompió la paz que los rodeaba al gritar:
¡Henry! ¡Es el hombre que trató de matarme en el metro!
Henry alzó la mirada y, a la brillante luz de la luna, reconoció a Al, el matón de la cara marcada que, frente a su inmueble, lo había forzado a entrar en el coche de Gregory Annunzio aquella mañana que ahora parecía tan lejana. Henry no tenía idea de cómo el matón del gran John Fortuna los había encontrado, pero no tenía dudas sobre el propósito de su amo al enviarlo. Tampoco tuvo dudas sobre lo que haría Bart en esas circunstancias, ahora que había encontrado a Leonora y su propia fuerza vital.
La conmoción de ver al matón en Springhaven, en la «piscina matriz», paralizó a Henry, pero no durante mucho tiempo. Sacó la mitad del cuerpo del agua, sosteniéndose en el borde de la piscina con la mano izquierda; alzó la derecha y agarró el tobillo del otro hombre, haciéndole perder el equilibrio y arrojándolo al agua.
—¡Corre, Selena! —gritó, apalancándose en el borde de la piscina y lanzándose al lugar donde Al desapareció debajo de la superficie.
—Ve por Horace, o por quien encuentres.
En ese momento, la cabeza de Al salió del agua y Henry lo agarró del cabello, empujándolo hacia abajo, mientras su oponente movía frenéticamente las manos. Como estaba demasiado ocupado tratando de mantener a su atacante debajo del agua, no se podía asegurar de que Selena obedecía sus órdenes, hasta que su mano tocó el cuerpo de la joven y se dio cuenta de que ella también luchaba a su lado contra el intruso.
—¡Sálvate! —le gritó, pero ella negó con la cabeza y, cuando Al volvió a emerger del agua, aspirando estremecido, Selena fue la que le cogió la cabeza y lo empujó nuevamente debajo de la superficie.
—¡Vamos!
Henry se alzó fuera del agua, salió de la piscina, agarró la mano de Selena para sacarla del agua, con la esperanza de lograr ocultarse en el bosque que rodeaba Springhaven antes que Al pudiese reponerse de su obligada inmersión y de toda el agua que había tragado. Sin embargo, Al pasó frente a ellos, propulsándose frenéticamente con brazos y piernas. Llegó a la escalera del extremo poco profundo, salió y corrió camino abajo hacia los bungalows, como si el mismísimo diablo lo persiguiera.
—Tenemos que escapar antes de que regrese —dijo Henry a Selena.
—Pero ¿adónde? Está entre nosotros y el restaurante.
—¡Henry! ¡Leonora! —Gloria corría hacia la piscina—. Al se encuentra aquí. Volví para llamar al gran John y decirle que más valía que no os hiciera nada, si no quiere que se lo cuente todo al senador Loring.
—¿Es ése el hombre de cabello gris con quién comiste hoy? —preguntó Henry—. Me pareció que había algo familiar en él.
Loring era el presidente de la comisión del Senado encargada de investigar los casos de extorsión; uno de los hombres más poderosos del Congreso.
—Es muy amable —observó Gloria—. Pasamos parte de la tarde juntos.
—¿Qué dijo el gran John Fortuna?
—Jura que no tienen pensado haceros nada; dice que eso equivaldría a matar la gallina de los huevos de oro. Pero cuando me dijo que Al venía aquí, supe que iba por ti y por Selena, así que colgué y vine a advertiros.
—Al estaba aquí, en la piscina —explicó Henry—. Casi lo ahogamos, pero se escapó y corrió hacia los bungalows.
La brisa hizo temblar a Selena. Henry recogió el albornoz que Selena había dejado caer antes de zambullirse y lo extendió para que la muchacha metiera los brazos en las mangas. Gloria llevaba su propio albornoz y Henry se puso rápidamente el suyo, pues sus dientes empezaban a castañetear.
—Seguramente Al fue a buscar su pistola —indicó Gloria—. Tenemos que irnos de aquí.
—Si regresamos a los bungalows, nos verá a la luz de los focos —declaró Henry—. Selena y yo nos esconderemos en el bosque, mientras tú adviertes a Horace y a Jacque. No te está persiguiendo a ti.
—Yo te metí en esto y no te voy a abandonar ahora —apuntó Gloria con firmeza—. Si nos vamos, nos iremos los tres juntos.
—No seas tonta —le dijo Henry—. Al nos persigue a Selena y a mí.
—¿Qué haría Bart en una situación parecida?
Selena sorprendió a Henry con la pregunta.
—Seguiría el arroyo hasta el lugar en que pasa por debajo de la verja de Springhaven —contestó Henry—. Luego regresaría por fuera de la verja. Cuando me paseaba por la tarde, vi un camino que rodea la verja.
—¿Y luego? —preguntó Gloria.
—Bart trataría de encontrar un coche abierto o haría un puente en el motor con un alambre de la verja y saldría volando.
—¿A qué esperamos? —exclamó Selena—. ¡Vámonos!
Gloria conducía por la carretera Interestatal 87, al sur del puente de Tappan Zee. Al llegar, finalmente, al aparcamiento, habían tenido suerte al encontrar un coche pequeño de cuyo encendido colgaban las llaves. Habían tardado unas dos horas en seguir el arroyo que fluía desde la «piscina matriz» hasta donde salía de la parte vallada, en deslizarse por debajo de la verja, metiéndose en el arroyo mismo, y en rodear el bosque para llegar hasta el aparcamiento. Como estaban seguros de que Al los buscaba en la oscuridad, esperaron hasta que todas las luces del restaurante se apagaron, antes de moverse, con el fin de no ser detectados. Para evitar que se descubriera su plan al poner el coche en marcha, decidieron empujar el vehículo unos cien metros camino abajo, rumbo a la carretera, antes de poner el motor en marcha.
Ante la insistencia de Gloria, Henry y Selena se sentaron en el asiento posterior mientras ella conducía. Cuando Gloria habló, sin mirar atrás, las distantes torres de los rascacielos de Manhattan empezaban a desdibujarse a través del manto matutino de contaminantes.
Odio tener que echar a perder lo que hacéis, tortolitos, pero ¿podríais separaros sólo un momento, para decirme dónde debo ir?
—A mi apartamento —dijo Henry—. Angus duerme en el edificio y tiene una llave maestra, así que nos podrá abrir la puerta. Podemos vestirnos allí. Llamaré a Springhaven para explicarle a Horace Aiken lo que ocurrió, y que haga arreglos con el dueño del coche y que me envíe el mío. Tengo que ponerme a escribir, si he de acabar Supersemental antes del plazo fijado para la publicación.
—Bueno: vamos a la parte alta de la Quinta avenida, pues —anunció Gloria—. Seguid con lo que hacíais…, como si yo no supiera lo que era.
A esa temprana hora de la mañana las calles se encontraban casi desiertas. Aparte los basureros, que golpeaban los cubos de basura contra la acera, sólo había unos cuantos camiones. Cuando Gloria detuvo el coche frente al inmueble de Henry, se estiró y bostezó.
—Ya llegamos —anunció—. Subamos y echémonos a dormir un poco.
—¿Por qué no vamos a la comisaría, primero? —preguntó una voz autoritaria.
Henry se sorprendió al ver un fornido policía en la acera, al lado del coche.
—¿Qué ocurre, agente? —preguntó Henry.
—No sé lo que ha estado ocurriendo, señor, aunque, a juzgar por su vestimenta, lo puedo adivinar. Hace un par de horas que lo esperamos, con ese coche robado, señor Walters.
—Pero no comprende…
—No me pagan por comprender; eso le corresponde al juez Peebles. Lo podrán ver en el tribunal de policía a las nueve.
—¿Qué le parece si nos deja vestirnos en el apartamento del señor Walters? —preguntó Gloria.
—Se sabe que el juez tiene buen ojo para la belleza, señorita —observó el policía—. Creo que le gustaría ver al menos a dos de ustedes como están en este momento. Por cierto —añadió el agente cuando les franqueaba el paso al asiento posterior del coche patrulla—, ¿qué significan esos disfraces que llevan puestos?… ¿Son un nuevo estilo de minifalda? Sin ánimo de ofenderle, señor Walters.
Henry se sentía demasiado cansado y desanimado por los inesperados acontecimientos para contestar. Se sorprendió al oír a Selena responder:
—Podría decir que son togas, agente.
—¿Como las que llevaban los romanos?
—Sí. Por cierto, el señor Walters es, sin duda, el romano más noble de todos.
A las personas detenidas se les permite una llamada telefónica, y Henry insistió en su derecho a hacerla, aunque tuvo que pedirle prestada una moneda al policía. Una voz femenina contestó:
—Despacho del señor Annunzio.
—Quisiera hablar con el señor Annunzio pidió Henry.
—Éste es su servicio de contestador, señor. Con mucho gusto le daré un mensaje cuando llegue.
—Habla Henry Walters. Más vale que me comunique con el señor Annunzio ahora mismo.
—Pero…
—No hay peros que valgan —interrumpió Henry—. Hablo desde la comisaría y sólo me permiten una llamada. Diga al señor Annunzio que le doy dos minutos para que me llamea este número. Si no, haré estallar públicamente toda la historia.
—Después de darle a la telefonista el número de la cabina telefónica de la comisaría, Henry empujó la palanca en que descansa el auricular y se apoyó contra el teléfono, para que las personas de afuera no supieran que ya no hablaba. El teléfono sonó en menos de dos minutos y Henry soltó la palanca.
—¿Es usted, Annunzio? —preguntó.
—Sí, pero…
¡Pero, nada! Gloria, Selena y yo estamos detenidos. El cargo consiste en haber robado el coche en el que huimos de ese matón que John Fortuna mandó para perseguirnos en Springhaven. Quiero que llame a Horace Aiken y le diga que arregle las cosas con el dueño del coche…
—Al me llamó a medianoche. Es su coche —indicó Annunzio—. Tiene la mala costumbre de dejar las llaves en el encendido para poder escapar rápidamente en caso necesario.
—¿Por qué…?
—Al no se encontraba allí para perseguir a nadie, señor Walters. Toma su trabajo muy en serio, y está convencido de que falló en el cometido respecto a usted, así que, naturalmente, está trastornado. Luego riñó con su chica y ésa fue la gota que hizo rebosar la copa, así que sufrió una depresión nerviosa. Utilizamos el establecimiento del señor Aiken de vez en cuando, como refugio para la gente que necesitaba estar fuera de circulación por un tiempo. Estoy seguro de que, como escritor, se dará cuenta de que andar desnudo, con una máscara para ocultar el rostro, es un modo muy efectivo de andar de incógnito…, por así decirlo.
—¿Quiere decir que todo el esfuerzo no era…?
—¿Necesario?
—Bueno…, sí.
—Eso depende del placer que obtuvo en presencia de dos mujeres hermosas…, y creo conocer la respuesta. Puede incluir todo esto en Supersemental.
—Buena idea.
—Por cierto, Al no sabe nadar y casi lo ahogaron. —Annunzio se rió burlonamente—. Creo que lo convirtieron al cristianismo. Jura que caminó sobre agua para salir de esa piscina.
—Bueno, ¿qué pasará ahora?
—Ya llamé a las autoridades del condado de Springhaven y les he dicho que informen que lo del coche robado fue un error.
—Entonces ¿por qué nos arrestó la policía de Nueva York?
—Probablemente porque la oficina del sheriff de Springhaven metió la orden inicial de arresto en el banco de datos del ordenador antes de mi llamada.
—¡Dios mío! Eso significa que durante el resto de mi vida aparecerá en mi expediente el hecho de que se me busca por robar un coche.
Gregory Annunzio se echó a reír.
—Los ordenadores no son tan malos, señor Walters. Estoy seguro que todo se arreglará pronto.
—Entretanto, ¡estoy detenido! —gruñó Henry—. Y también lo están Selena y Gloria.
—Sólo durante un rato. Mandaré a un hombre con la fianza antes de que se abran las puertas del tribunal —prometió Annunzio—. ¿Cómo va Supersemental?
—Lo único que tengo que hacer ahora es dictar lo que ha ocurrido en los últimos días…, desde que fallé con Wilhelmina Dillingham.
—Entonces, ¿Casey ha encontrado su bate?
—Y batea a todo vapor. La señorita McGuire y yo nos hemos dado nuestra palabra de matrimonio, para hablar como en los tiempos caballerescos.
Annunzio volvió a reírse.
—Copulando en los Catskills, no es de extrañar que Rip van Winkle[18] se quedara tanto tiempo en esas montañas. ¿Le puedo hacer otra pregunta?
—Es su llamada.
—¿Cómo va a lograr que Bart y Leonora vivan felices para siempre, cuando todos saben que él murió en el accidente?
Resolví ese problema al regresar de Springhaven. Bart y Leonora se unen, pero, camino del altar, Bart se detiene a tomar unas copas en un bar. En la última escena, Bart está en el Rolls Royce, totalmente merluza, conduciendo hacia el atardecer. ¿Entiende?
—Eso es genial. Pero no deje que ocurra en la vida real.
—¡Claro que no! Cuando el juez Peebles acabe con nosotros en el tribunal, le vamos a pedir que nos case. Conseguimos la licencia antes de que sus chicos empujaran a Selena en el metro y casi lo echaran todo a perder. La llevo en la cartera desde que llegó por correo.
—Le dije que no corría peligro su prometida —le advirtió Annunzio.
—Tal vez…, pero yo no lo sabía en ese momento, y ella tampoco.
—Bueno: Supersemental será un éxito rotundo, así que todo acabó bien.
—Sólo después de un ataque de impotencia psíquica en mi caso, y de que Selena estuviera tan trastornada que el doctor Schwartz nos envió a ambos a Springhaven… por separado, por supuesto. Ella ya había estado allí.
—¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Si ya arregló lo de los cargos por lo del robo del coche, no. Adiós.
El juez Calvin Peebles no estaba de muy buen humor. Por primera vez en treinta años tenía prohibido comer los tres huevos con salchichas que acostumbraba desayunar; tuvo que contentarse con un pomelo y pan tostado sin mantequilla ni mermelada. Todo porque, dos días antes, en su examen físico anual, habían detectado que tenía demasiado colesterol en la sangre y que pesaba demasiado. El ver a Henry Walters en un asiento de la primera fila, aunque estuviera flanqueado por dos imponentes bellezas muy escasamente vestidas, no alivió por completo el vacío gástrico que pedía ser llenado y que le causaba dolor.
—Bien, señor Walters —dijo amargamente el juez—, ¿qué le trae por aquí esta vez?
—Es una larga historia, señoría…
—Sus historias lo son, generalmente. Acaso el secretario tenga una más corta.
—Robo… de un coche, señor —explicó el aludido—. Arrestaron a los acusados a las cinco de la mañana frente al inmueble del señor Walters en la Quinta avenida… dentro del coche robado.
—¿En el coche, a las cinco de la mañana?
—Sí, señoría.
—¿Cuándo fue robado el vehículo?
—Anoche, señoría. El sheriff de un condado de los Catskills recibió la denuncia.
El juez Peebles miró a Henry.
—¿Culpable o inocente, señor Walters?
—Culpable, señoría, pero hubo circunstancias atenuantes…
—Siempre las hay en su caso, señor Walters. Escuchemos la última historia.
Antes de que Henry pudiera hablar, Selena declaró:
—Íbamos camino del registro civil, señoría…, para casarnos.
El juez Peebles arqueó las cejas.
—¿A las cinco de la mañana… en los Catskills?
—Pasando por el puente de Tappan Zee —puntualizó Gloria.
—Tengo entendido que algunos hoteles de los Catskills tienen habitaciones para recién casados. —El juez parecía mucho más interesado que cuando se sentó—. Pero ¿no participaban en lo que se podría llamar viceversa?
—Le aseguro que no hubo nada de vicio —señaló Henry, que se dio cuenta, por las chispas en los ojos de Selena, de que ella también había entendido el juego de palabras—. La señorita McGuire y yo nos vamos a casar. La señorita Manning es mi secretaria.
—Y, naturalmente, la llevaron con ustedes a los Catskills para su luna de miel…, antes de casarse…
—Como le dije al principio, señoría, es una larga historia.
—Y, sin duda, sorprendente. Quisiera tener tiempo para escucharla, pero lamento que mi deber consista en detener a medio vuelo su carrera delictiva, y lo voy a…
El juez se interrumpió cuando el secretario le tiró de la manga y le entregó un papel que a Henry le pareció ser una hoja de ordenador. El juez Peebles la examinó un momento y luego sostuvo una conversación susurrada con su secretario, antes de tomar el martillo.
—La campana salva a algunas personas en el cuadrilátero, señor Walters —apuntó—. Parece que a usted lo salvó el ordenador. Y, tomando en cuenta que ese discípulo electrónico del diablo ha echado a perder los registros de la ciudad, es un gran milagro. El propietario del coche que robaron según se denunció, recuerda ahora que se lo prestó. Caso sobreseído. —El martillo cayó sobre el escritorio—. Le recomendaría que usted y sus hermosas compañeras se evaporaran antes de que el ordenador cambie nuevamente de opinión.
—Quisiera pedirle un favor adicional, señoría —dijo Henry—. ¿Sería tan amable de casarnos, a la señorita McGuire y a mí? Hace más o menos un mes que llevo la licencia en mi cartera.
El juez Peebles tomó la licencia ligeramente arrugada que Henry le entregó y la examinó.
—Todo parece estar en orden, señor Walters —concedió—. Y, después de todo, tal vez lo menos que puedo hacer es casarlos, teniendo en cuenta la beldad que ha traído a mi tribunal con tan deliciosa falta de ornamentos.
Y lo hizo.