—¿No encontró ningún cerrajero, señor Walters? —preguntó la chica de la consigna cuando Henry le entregó nuevamente su abrigo.
—Es una mala noche para los sátiros.
—Y para los demonios; ese demonio alto que llegó con Bo Peep perdió el conocimiento hace unos minutos. Lo acostaron en el sofá de la oficina del gerente y ahora está roncando a sus anchas.
El interés de Henry aumentó cuando supo que Elena Hartsfield ya no tenía acompañante. El hecho de que Selena se hubiese enfadado al enterarse de que la estaba utilizando como modelo para la heroína de su novela y se hubiese marchado a casa no significaba que no pudiese rescatar la velada. Y Selena se merecía que ese rescate tuviera forma de pastora a quien no le importaba relacionarse con un pastor de cabras.
—¿Qué pasó con Bo Peep? —le preguntó a la chica.
—Está ahí adentro. No le será difícil encontrarla, tomando en cuenta lo mucho de ella que se ve a través de su disfraz.
Después de media hora y de haberse equivocado dos veces de Bo Peep, Henry encontró finalmente a Elena Hartsfield.
—Así que regresaste —dijo la morena, cuando Henry tomó el lugar del vaquero con quien bailaba—. Esperaba que lo hicieras.
—Me enteré de que tu acompañante se quedó dormido. ¡Qué pena!
—Al contrario; mira con quién estoy bailando ahora. Y quien, espero, me va a llevar a casa.
—Debe ser cuestión de percepción extrasensorial. Acabo de pensar lo mismo.
—Entonces ¿qué esperamos? Yo ya me harté de esta juerga.
—¿Y qué pasa con Satanás?
—El viejo Arturo no se sentiría a gusto al final de una velada si no se despertara sobre un sofá desconocido.
—Parece que la pequeña Bo Peep se encontró un borrego —declaró la joven de la consigna cuando Henry y Elena fueron a buscar sus abrigos.
—Soy un macho cabrío.
—Teniéndola a ella como pastora, debería estar golpeando el suelo. Sin embargo, según lo que he oído, usted es realmente un tigre. Yo termino alrededor de las cuatro, por si tiene problemas otra vez y desea intentarlo de nuevo.
—Es usted muy amable —le dijo Henry—, pero no me espere despierta.
—Supongo que más vale que no lo haga, si he de juzgar por la forma en que Bo Peep se aferraba a usted hace un momento cuando bailaban —manifestó la joven con cierta tristeza.
A medio camino, con Elena Hartsfield acurrucada contra él en el taxi, Henry indicó:
—Tengo hambre. ¿Quieres pararte en algún lugar para comer unos huevos con jamón?
—¿Qué te parece mi apartamento?
—Ésa es la mejor oferta que he tenido en toda la noche —contestó Henry con caballerosidad.
Una vez frente a la puerta de su apartamento, Elena entregó la llave a Henry, quien abrió y franqueó el paso.
—Puedes utilizar el cuarto de baño de Carling, en el extremo del pasillo —apuntó Elena—. Dame unos minutos y estaré lista para la cocina.
—Claro —repuso Henry y se encaminó por el pasillo hacia el cuarto de baño, que tenía dos puertas.
Como sentía curiosidad por ver adónde daba la otra puerta, antes de salir la abrió y se encontró en un dormitorio, en el cual se encontraba una gran cama con colchón de agua. Estaba a punto de regresar al baño, cuando Elena Hartsfield entró por una puerta que se hallaba en el otro extremo del dormitorio. Ya no llevaba la muselina a puntitos de antes, sino un negligé igualmente transparente.
—Creo que utilicé la puerta equivocada.
—Éste era el dormitorio de Carling. Nuestros cuartos de baño tienen ambos dos puertas.
—Esa es la cama de agua más grande que he visto en mi vida.
Elena se echó a reír.
—Es maravillosa para jugar… como a «cógeme si puedes».
Elena dejó caer su negligé y saltó sobre la cama.
Henry saltó también, pero el esfuerzo fue más de lo que pudieron aguantar los estrechos pantalones de piel de cabra que llevaba. Oyó cómo se descosía la costura de atrás adelante, exhibiendo así una porción considerable de piel desnuda. La prenda descosida liberó también el demonio de Bart y, como Henry había perdido todo control, hasta el punto de que ya no le importaba su pelea con Selena, dejó que el demonio dominara la situación.
Cuando rodó a través de la ancha cama hacia donde yacía, riendo, Elena, ésta lo rodeó y lo apretó con fuerza entre brazos y piernas, muy fuertes gracias al tenis y al golf. Entonces, naturalmente, el demonio hizo de las suyas.
La acción resultante alcanzó rápidamente una cima natural, pero, justo en el momento en que Elena chillaba, extasiada, Henry oyó un áspero bufido proviniente del pie de la cama. Un segundo después, gritaba de dolor, pues un tremendo peso había caído sobre su trasero y unas afiladas garras le arañaban, rompiendo simultáneamente su piel y la de cabra. Rashid lo atacaba; defendía a su ama.
Frenético, Henry trató de escapar del ataque de la bufante amenaza de tremendas garras. Alargó el brazo, alzó al furibundo Rashid y lo arrojó lejos de sí. Elena, que ya se había dado cuenta de lo que ocurría, saltó de la cama para capturar al gato antes de que pudiera renovar su ataque.
Mientras Elena encerraba al furioso felino en otra habitación, Henry se miró en el espejo a cuerpo entero del cuarto de baño, y se estremeció al ver un trasero asombrosamente blanco en contraste con el bronceado sintético de su torso, un trasero en el que ya comenzaba a brotar sangre de los diez largos tajos causados por las afiladas garras de Rashid.
—¡Pobrecito! —exclamó Elena cuando regresó al dormitorio y vio el daño que el gato había perpetrado en la anatomía de Henry—. ¿Te duele mucho?
—Cuando ocurrió me estaba divirtiendo demasiado para darme cuenta —dijo galante Henry—. Pero ahora…
—Esos rasguños se ven bastante feos. En una ocasión tomé un curso de primeros auxilios, y el maestro dijo que cuando a la víctima se le había rasguñado o mordido profundamente, siempre se necesitaba una vacuna contra el tétanos.
Me pusieron una inyección antitetánica cuando estuve en la reserva del ejército.
Más vale que vayamos a la sala de urgencias del Hospital de Nueva York y que te den una dosis de revacunación —declaró Elena—. Estamos bastante cerca, pero primero te pondré unas tiritas en las heridas.
—¿No lo he tratado anteriormente, señor Walters?
La placa sujeta a la bata del alto y joven médico de la sala de urgencias lo identificó como el doctor James Crawford, cirujano interno de urgencias.
—Fue a mi prometida, cuando tuvo un accidente en el metro.
—Ahora lo recuerdo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesito un toxoide contra el tétanos.
—No le puedo administrar un toxoide sólo porque a usted se le antoja, señor Walters. ¿Ha sufrido un accidente?
—Se podría decir que sí. Me arañó un gato… o, más bien, me clavó las garras.
—¿Puedo preguntarle dónde?
—Bueno, es algo…
—El señor Walters y yo nos marchamos temprano del Baile de Artistas y Modelos y estábamos desayunando en mi apartamento —informó Elena Hartsfield—. Mi gato birmano es bastante celoso y atacó al señor Walters.
¡Buena la había hecho! Henry se dio cuenta de que un cirujano de la sala de urgencias, por agotado que estuviese, sacaría forzosamente la conclusión obvia, en particular al ver dónde se localizaban los rasguños.
De todos modos tendré que examinar las heridas —repuso con firmeza el doctor Crawford—. Los rasguños se pueden infectar y existe siempre el peligro de la rabia.
—Pero si no es un gato callejero.
—De todos modos debo tomar precauciones —insistió el médico.
—Entonces ¿podríamos ir a un lugar privado? —pidió Henry.
—Por supuesto.
El doctor Crawford señaló con la cabeza hacia un cubículo, aislado por cortinas, que se hallaba en un extremo de la sala de urgencias.
—Vaya allí y acuéstese; estaré con usted en un momento.
Henry entró en el cubículo, se bajó el pantalón roto de piel de cabra y se acostó boca abajo sobre la mesa. Unos minutos más tarde, el doctor Crawford entró y, con un movimiento rápido y hábil, quitó a Henry la tela adhesiva que Elena le había puesto. Henry estaba seguro de que, al hacerlo, se había llevado varias capas de epidermis.
—¡Debió ser un gato enorme! —La voz del médico denotaba gran asombro—. Me sorprende que no lo tirara al suelo. —Bueno: sí lo hizo… más o menos.
El doctor Crawford silbó suavemente.
—Su nombre no me dijo nada, señor Walters, hasta que una reportera que viene mucho por aquí por la noche me dijo quién era usted y quién era la dama que lo trajo. ¿Me permite felicitarlo por su buen gusto en cuanto a mujeres se refiere? Y por el hecho de que parece que su trasplante no haya sido dañado.
Henry se sobresaltó cuando el médico le inyectó novocaína en la piel dolorida.
—Voy a sajar esas heridas a fin de reducir el peligro de infección y luego le daré unos puntos para cerrarlas —explicó el doctor Crawford.
—¿Dijo usted algo acerca de una reportera?
Henry esperaba haberse equivocado.
—Wilhelmina Dillingham acude a menudo después de una gran fiesta, en busca de material para su columna. Se sorprendería al conocer algunos de los accidentes por los que la gente viene aquí después de una juerga como el baile de anoche; pero tengo que reconocer que el suyo es el más raro hasta ahora.
Henry gruñó.
—Ese gato sí que le clavó bien las garras —señaló el médico, equivocándose en cuanto a la causa de los gruñidos de Henry—. ¿Cómo fue que dejó que el gato se le acercara?
—Se podría decir que no sabía que el gato estaba observando y, cuando me enteré, ya estaba yo herido. ¿Le falta mucho para terminar?
—Sólo tengo que darle una inyección de toxoide de tétanos y una de penicilina. No es alérgico a la penicilina, ¿verdad?
—En este momento sólo soy alérgico a las mujeres y a los gatos.
—Con el tipo de reacción que suscita usted, todos deberíamos tener esa clase de alergias —adujo el doctor Crawford—. Son cuarenta dólares. Pague al salir.
Era casi el mediodía cuando Gloria terminó de pasar a máquina lo que Henry le había dictado temprano por la mañana.
Parece que tu velada después del baile fue mucho más excitante que la mía —señaló Gloria mientras amontonaba cuidadosamente las hojas que la impresora había sacado—. Creo que el pasar tanto tiempo contigo aquí me ha mal acostumbrado.
—Es un sentimiento mutuo —aseguró Henry—. Por cierto, de camino a casa, ¿podrías llevar lo que queda de la piel de cabra a la tienda de alquiler en la calle Lexington? Está en el suelo del armario de mi habitación.
Gloria echó un vistazo al disfraz y meneó la cabeza negativamente.
—Dudo que lo acepten. Se podría decir que, anoche, ese macho cabrío dio rienda suelta a sus inclinaciones… de muchas maneras. Bart Bartlemy se hubiera sentido orgulloso de ti, Henry.
—Eso no es precisamente un cumplido.
—Creo que sí. Esperaba que tú y Selena os unierais, pero ahora creo que no deberías casarte.
—¿Por qué no?
—Deberías dedicarte a las mujeres del mundo, Henry… Deberían conservarte como si fueras un monumento nacional, o algo así.
Gloria se fue cuando hubo terminado de imprimir lo que Henry había metido en la memoria del procesador de textos. Después de tomar dos analgésicos, Henry durmió el resto de la tarde… acostado boca abajo. El teléfono sonó alrededor de las ocho de la noche. Era Patty O’Flynn.
—En hora buena —le dijo—. Parece que ya no necesitas los servicios de la vieja Patty, Henry.
—¿De qué hablas?
—¿No has visto la columna de Willy la Dilly en el periódico de la tarde?
—Estaba durmiendo.
—¿Has tratado alguna vez de dormir de noche? ¿Y solo?
—Basta de bromas, Patty. Mi trasero me duele y más cuando me río. ¿Qué dice de mí esta vez?
—Tienes que leerlo para saborearlo bien. He llegado a esperar cosas extraordinarias de ti, Henry, pero ésta tiene que ser la mayor travesura de todas. Espero que lo estés escribiendo.
—Gloria acaba de sacarlo de la impresora.
—¡Muy bien! Se tiene que conservar esa escena para la posteridad. Además, añadirá otros cincuenta mil dólares a las ventas.
—Selena me ha excluido para siempre de su vida y tú sólo puedes pensar en ventas —estalló Henry—. Tú y Barney Weiss y también Harry Westmore…, sois un montón de buitres.
—Me pareció que te veías muy viril anoche en el Baile de Artistas y Modelos, con ese disfraz de sátiro. En cuanto a Selena, estaba hermosa. ¿Era realmente un cinturón de castidad lo que llevaba?
—Eso dijo.
—¿No lo sabes?
—Gloria se encontró con Selena en el tocador y le dijo que Selena es Leonora en el libro y que estoy escribiendo todo lo que ha ocurrido entre nosotros. Selena se enfadó muchísimo y tuve que llevarla a casa antes de la medianoche.
—Si ha leído la columna de Willy, «Entretenerse con Dilly», es probable que estés metido en un lío peor que el de anoche —le recordó Patty—. Pero con Elena Hartsfield en tu rincón…
—De todos modos amo a Selena.
—¿Te molestaría decirme cómo lograste llegar tan lejos tan rápido con Elena?
—Bueno: no se ve muy a menudo un gato en el extremo de una correa. Elena se pasea todos los días por el parque con un gato, y eso evidentemente debía despertar el interés de un escritor. Además, conoció bastante bien a Bart en Hollywood, y me ha dado mucha información útil acerca de cómo era Bart en esos tiempos.
—Por cierto, ¿qué tal es la hermosa Elena en la cama?
—Un caballero no refiere esas cosas.
—Ese es uno de los problemas que conlleva el envejecer. Alguien siempre inventa algo que no tienes la fuerza de probar —continuó Patty con tristeza—. Todos hemos estado un poco preocupados últimamente por lo de tu libro, Henry. Durante un rato parecía que habías perdido el interés por lo que ansía todo norteamericano vigoroso. Pero parece que ya estás bien, a juzgar por lo de anoche. Llámame cuando no te duela demasiado el trasero y puedas sentarte, y gastaremos algo del dinero del viejo Barney en algún lugar…, a menos que conozcas a un médico que esté dispuesto a darme una enorme inyección de hormonas.
Cuando Patty colgó, Henry revolvió el armario, buscando sus pantalones más holgados y se los puso con un polo y sandalias. En el drugstore al que iba regularmente, compró un ejemplar del Post y se sentó ante la barra.
—¿Qué se le ofrece, señor Walters? —preguntó la vivaracha pelirroja de detrás del mostrador cuando Henry se hubo sentado con mucho cuidado—. ¿O es mejor que no pregunte?
¿Qué helados tienen?
—Bueno: hay banana split, si tiene la energía necesaria, después de la orgía en la que, según Willy la Dilly, participó usted anoche.
—Cuando has visto una orgía, las has visto todas, Mabel —aseguró Henry—. Tomaré el split[15].
—Eso tengo entendido, señor Walters. Eso tengo entendido.
Mientras Mabel preparaba el plátano, añadía helado, jarabe de fruta, crema chantilly y cereza al marrasquino, Henry buscó la página en que aparecía la columna «Entretenerse con Dilly». A la cabeza de la columna había una fotografía de Henry y de Elena Hartsfield saliendo del baile —él en su piel de cabra pero sin máscara, y ella disfrazada de Bo Peep—. Se preguntó dónde la tomaron y entonces recordó que un fotógrafo de prensa se encontraba fuera del arsenal, sacando fotos de los que llegaban y de los que se marchaban, entre ellos las celebridades que reconocía.
Debajo de la foto se encontraba un titular corto, de los que usan los columnistas para llamar la atención:
¿QUÉ VIO EL GATO?
Después del Baile anual de Artistas y Modelos casi cualquier cosa puede ocurrir…, y generalmente ocurre. La sala de urgencias del Hospital de Nueva York, por improbable que parezca, es un buen lugar para enterarse de lo que ha sucedido, como esta reportera ha observado en más de una ocasión. Pero incluso estos ojos, de vuelta de todo, se asombraron un poco esta mañana al ver que llegaban a la mencionada sala de urgencias Elena «Bo Peep» Hartsfield, la exesposa de Carling, y Henry «el brusco macho cabrío» Walters, el Casanova de la parte alta de la Quinta avenida. Diez profundos rasguños surcaban el trasero desnudo del viril autor de Supersemental.
«No sabía que el gato estaba observando» explicó Henry. Dejo a la imaginación de mis lectores lo que podía estar mirando el gato, si no era Henry en cueros. Sólo me resta decir que «el brusco macho cabrío» se fue de la SU —según la jerga de los fanáticos del doctor Novel—, con parches en el trasero, junto con «la pequeña Bo Peep».
¿Qué vio el gato? Ese es el misterio del día.
¿O no?
Henry se fue a casa desde el drugstore, caminando en el cálido ocaso. Al salir del ascensor en su piso, notó que un hombre alto tocaba el timbre de un apartamento en el extremo del corto pasillo. Sólo cuando se acercó se dio cuenta de que el timbre que tocaba el hombre era el suyo.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó cortésmente.
El hombre alto se dio la vuelta y lo miró de arriba abajo.
—En nada, a menos de que se llame Henry Walters —repuso beligerante.
—Ese soy yo —contestó Henry—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—La pregunta sería más bien ¿qué puedo hacerle yo a usted? —señaló el extraño—. Me llamo Carling Hartsfield.
El primer impulso de Henry fue el de cualquier amante al conocer a un esposo iracundo a quien le hubiese puesto recientemente los cuernos, o sea, huir. Sin embargo, Hartsfield se encontraba entre Henry y el ascensor y la escalera de incendios, además de que medía unos cuantos centímetros más y tenía los hombros más anchos que Henry.
—¿Por qué no entra conmigo? —le indicó con cortesía al visitante—. Estaremos más tranquilos dentro.
Como parecía que Hartsfield se inclinaba más hacia la acción física directa, Henry, para calmarlo, añadió:
—¿Quizá podríamos tomar una copa? Ayer compré una botella de bourbon Wild Turkey… de calidad superior.
La perspectiva de un whisky sour inclinó la balanza a favor de la sugerencia de Henry, quien abrió rápidamente la puerta y franqueó la entrada.
—Siéntese, por favor —dijo—. Iré por las bebidas.
Cuando Henry regresó, con un bourbon doble para su visitante y uno sencillo para sí mismo, Hartsfield examinaba el procesador de textos y el montón de hojas del manuscrito que Gloria había colocado al lado de la impresora.
—¿Aquí es donde escribe las cosas de las que han hablado tanto los periódicos? —preguntó Hartsfield, y tomó su copa.
—Sí, estoy escribiendo un libro.
Henry sintió alivio al ver que Hartsfield no había ido más allá de la página superior del montón. Unas páginas más abajo se encontraba su relato bastante realista de lo ocurrido la noche anterior con Elena; por supuesto, había cambiado un poco los hechos, de tal forma que el papel de Bart pareciera más heroico.
—¡Salud! —exclamó Henry y levantó la copa.
—Sa… —El visitante se dio cuenta, de pronto, de la razón por la cual buscaba a Henry—. ¿Qué demonios hacía usted con mi esposa anoche?
—Fue todo perfectamente inocente, señor Hartsfield.
Henry esperaba que en su voz hubiera una nota suficientemente virtuosa para calmar a un iracundo exesposo.
—Entonces, eso que escribió la Dilly, ¿de qué se trata?
—Sólo eran indicios circunstanciales, se lo aseguro. Su esposa fue muy amable al llevarme a la sala de urgencias cuando el gato me arañó.
-Rashid duerme en un dormitorio —indicó Hartsfield, con un deje de suspicacia—. ¿Qué hacía usted en uno de los dormitorios para que Rashid pudiera arañarlo?
Cabía argumentar que ni el apartamento ni su hermosa ocupante pertenecían ya a Carling Hartsfield, aunque éste pagaba probablemente una considerable suma de dinero por concepto de mantenimiento del apartamento y de pensión alimenticia. Sin embargo, Henry ni siquiera tomó en cuenta la idea.
—Llevé a mi prometida al Baile de Artistas y Modelos; pero tuvimos una pelea de enamorados y ella insistió en regresar sola a su casa —explicó Henry—. Estaba yo a punto de marchar cuando vi que la señora Hartsfield salía… sola también…, pues su acompañante, borracho perdido, se había quedado dormido.
—¿Arthur Coneyman?
—Sí.
—Siempre hace lo mismo.
—Eso me dijo su esposa. Nos conocimos casualmente en el parque donde ella lleva a veces a su gato y, como sabía que somos vecinos, le ofrecí llevarla a su casa. A los dos nos habían abandonado, por así decirlo, y ella fue muy amable al invitarme a desayunar. Se podría casi decir —añadió en un tono piadoso— que estábamos compartiendo nuestras penas.
—¿Está seguro que no compartieron nada más?
Las palabras de Hartsfield salían algo deformadas, debido a las copas que había tomado antes y al bourbon doble en casa de Henry.
—Se lo juro, por mi honor de explorador —declaró Henry, sin añadir que había crecido en un área rural donde no había ningún grupo de exploradores—. Supongo que Rashid me confundió con un macho cabrío. Ese fue el único disfraz que pude alquilar en el último momento, cuando Patty O’Flynn me consiguió unos boletos para el baile. Sea por lo que fuere, el gato me atacó.
—En la columna se daba a entender que llevaba usted el trasero desnudo en ese momento.
—Fue una conclusión natural por parte de la señorita Dillingham, tomando en cuenta la localización y la naturaleza de las heridas.
Henry evitaba abordar directamente la cuestión central, mientras buscaba con desesperación una explicación capaz de calmar los recelos de un esposo, aunque éste ya fuera un exesposo. De repente encontró la respuesta: el pantalón de piel de cabra que la agencia de alquiler de disfraces se negó a recuperar.
—Déjeme buscar el disfraz que llevaba. Ya verá lo que quiero decir.
Henry se dirigió hacia el armario empotrado, encontró el disfraz dañado y se lo enseñó a Hartsfield.
—Este pantalón era bastante estrecho desde un principio —explicó al levantar la prenda hecha jirones para que Carling Hartsfield la observara con su mirada un tanto borrosa—. Puede ver los lugares que atravesaron las garras del gato.
Hartsfield examinó la prenda durante un rato, apuró su copa y la puso sobre la mesa.
—Cualquiera puede ver que llevaba puesto el pantalón cuando el maldito gato lo atacó —manifestó—. Parece que estuve a punto de hacer el ridículo, señor Walters. Es obvio que es usted un caballero…, un caballero y un erudito. Quiero darle las gracias por llevar a mi esposa sana y salva a casa.
—Fue un placer —contestó Henry—. Espero que se reconcilien.
—Voy para allá ahora mismo.
El visitante se levantó y se encaminó hacia la puerta. Henry suspiró, aliviado. A medio camino, Hartsfield se detuvo y regresó, aunque con mucha cautela.
—Dicen que tiene usted un poder extraño sobre las mujeres, amigo —apuntó—. Sólo por curiosidad, dígame: ¿hubiera usted tratado de aprovecharse de Elena si el gato no le hubiera rasgado el pantalón?
—Su esposa es una mujer muy hermosa, señor Hartsfield, y, después de todo, ustedes están divorciados. ¿Me lo hubiese reprochado, de haberlo intentado?
—No creo que se lo hubiese reprochado. En absoluto. Parece que le debo un favor a ese maldito gato… Debo recordar que le tengo que llevar un pescado.
—Buenas noches, señor Hartsfield. Es usted un hombre afortunado.
Cuando Henry se hubo asegurado de que su visitante entraba sano y salvo en el ascensor, camino de la planta baja, regresó a su apartamento y llamó por teléfono a Elena.
—¿Cómo están tus heridas? —preguntó la morena.
—Me duelen, pero están cicatrizando. Acabo de tener una visita…, tu esposo.
—¡Ay ay ay! ¿Qué quería Carling?
—Leyó la columna de Wilhelmina Dillingham y vino aquí con la idea de darme una paliza, pero le convencí y cambió de idea. Va hacia tu casa ahora, a ver si quieres que regrese contigo.
—Sí —dijo Elena—. Hasta anoche casi había olvidado lo agradable que es tener un hombre en la casa…, incluso Carling. ¿Cómo lo lograste?
—Lo que le conté fue que a los dos nos dejaron plantados en el baile y fuimos juntos a tu casa para desayunar; algo muy inocente. El gato se resintió y me atacó.
—Eso fue realmente lo que ocurrió.
—Si se toma en cuenta lo que estaba sucediendo, fue un error natural por parte de Rashid —concedió Henry—. De todos modos, cuando le enseñé a tu esposo el pantalón de piel de cabra, se convenció.
—Debía de estar bastante borracho para no percatarse de que estaba rasgado por la mitad. Pero pudiste hacerlo fácilmente al quitártelos. Bueno: más vale que me apresure y me prepare a recibir a Carling. Podría darte un beso por lo que has hecho, Henry.
—Te lo aceptaré en otra ocasión. Tal vez un día que el veterinario le esté practicando a Rashid su examen anual.
Henry estaba tomando un taza de café en la cocina, cuando Gloria llegó a la mañana siguiente.
—Espero que tengas bastante café —gritó la rubia al atravesar la sala en dirección al dormitorio—. Lo necesito.
Henry conectó la cafetera eléctrica, y cuando Gloria entró en la cocina, vistiendo el diminuto bikini en que consistía su uniforme de trabajo, el café estaba listo.
—No te levantes —dijo Gloria.
Tomó una taza y un plato y los llevó a la mesa donde Henry comía habitualmente.
—Por cierto, ¿cómo están tus heridas?
—Si pongo dos cojines en el asiento, antes de sentarme, lo único que experimento es que una pequeña espada romana me está atravesando el trasero. Generalmente no tomas café a esta hora de la mañana. ¿Qué pasa?
—Generalmente no salgo dos noches seguidas con Barney Weiss. Hablando de Casanova: cuando acabes Supersemental deberías escribir un libro acerca de Barney. Le gana a Bart cualquier día.
—Se oyó el timbre de la puerta.
—Me pregunto quién puede ser. —Gloria dejó su taza sobre la mesa—. No te levantes, Henry, yo iré.
Cuando Gloria abrió la puerta que daba al pasillo, se encontró con un mensajero uniformado.
—Es un recado para el señor Walters —dijo el mensajero mostrando un sobre.
—Lo tomaré —declaró Gloria—. Soy su secretaria.
—¡Ojalá hubiera más secretarias vistiendo como usted, señora! —El mensajero le entregó el sobre y una hoja en la cual debía firmar, al lado de la dirección de Henry—. Ha alegrado mi día.
—¡Gracias! —Gloria se echó a reír mientras firmaba la hoja y la devolvía al mensajero—. Lo siento, pero no llevo monedero, porque no tengo dónde ponerlo.
—Es un recado de entrega inmediata…, de parte de una mujer —explicó Gloria al regresar a la cocina—. Ese perfume cuesta más que el papel.
—Ábrelo —le pidió Henry—. No tengo secretos contigo.
Gloria sacó la tarjeta de visita, le echó un vistazo, arqueó las cejas y se la entregó a Henry, que leyó el nombre grabado en la tarjeta y el mensaje que seguía:
Apartamentos Naciones Unidas.
Estará en casa el 25 de junio, a las 5 dela tarde.
—He oído hablar de esas reuniones en casa que organiza Willy la Dilly —dijo Gloria—. Sólo hay un invitado y sirve té con pastas.
—No voy a ir —manifestó con firmeza Henry—. Esa columna que escribió me puso en ridículo.
—Tienes que ir —adujo Gloria—. Si no vas, escribirá en su columna que te retó y que te negaste a aceptar el reto.
A las cinco menos un minuto, Henry, después de una veloz subida en el ascensor, pulsó un botón al lado de la puerta de la suite de Wilhelmina Dillingham. Willy misma abrió prontamente; se veía preciosa en una larga bata, de gran elegancia, cerrada con cremallera hasta la barbilla.
—¡Cuánto me alegra que vinieras, Henry! —le dijo cálidamente. Le dio la mano y, cuando Henry vaciló instintivamente, lo hizo entrar de un tirón—. Y eres puntual. Espero que no estés resentido conmigo porque una vez sugerí en mi columna que tal vez no seas el hombre que pueda con la herencia de mi antiguo buen amigo, Bart Bartlemy.
Sin soltar la mano de Henry, lo llevó hacia una silla y se sentó en un sofá frente a él, del otro lado de una mesilla. Henry no se sorprendió al ver sobre la mesilla un servicio de té y una fuente llena de pastas que parecían deliciosas.
—Es una responsabilidad muy grande —murmuró Henry.
—Según mi recuerdo de Bart…, y lo conocí bastante bien…, ésa es una descripción muy buena. —Wilhelmina sirvió el té—. ¿Leche o limón?
—Limón y dos terrones de azúcar.
—No hay nada como el azúcar puro para darle a uno energía. —Wilhelmina levantó su taza—. Por una amistad más íntima entre nosotros. Por cierto, ¿qué tal te va con Supersemental? —añadió al examinarlo por encima del borde de la taza.
«Como una leona que examina su posible cena», pensó Henry.
—Estoy volviendo a escribir algunas partes.
Eso era cierto; pues, como la historia se había vuelto a detener, Henry recurría al remedio de todo escritor contra el bloqueo mental: la revisión.
—Sólo otro escritor puede saber cuán necesaria es la revisión —concedió Wilhelmina al poner la taza sobre la mesilla—. ¿Otra pasta?
Henry aceptó. Había decidido que, mientras más pastas comiera, más podía retrasar el inevitable momento de la verdad, para el cual no lograba concitar un deseo real. Sin embargo, su anfitriona no tenía tanta hambre —de pastas— como él. A Henry aún le faltaba comer una cuarta parte del contenido de un plato, cuando Wilhelmina se puso en pie, lo miró y le sonrió de tal forma que a Henry normalmente se le hubiera erizado el pelo desde la coronilla hasta los nervios sacrales. Sin embargo, y extrañamente, la única emoción que sintió en ese momento fue temor.
—Bien, cariño —dijo Wilhelmina con calidez, a la vez que agarraba la cremallera en el cuello—. ¿«Le entramos», como dirían los ingleses?
La cremallera bajó, revelando lo que Henry había sospechado desde el principio: que debajo había sólo la belleza del cuerpo de Wilhelmina. Echó una mirada a una desnuda hermosura que podía adornar cualquier ópera wagneriana, un panorama que normalmente hubiera vivificado las partes de Bart, como la propia columnista las había llamado. Pero, cuando nada ocurrió, Henry hizo lo único que podía hacer, dadas las circunstancias: huyó.
Henry se metió en un taxi enfrente del enorme inmueble y regresó rápidamente a casa. Allí, con las manos aún temblorosas, se sirvió una copa de bourbon y lo apuró. Cuando vio que el efecto deseado no lo calmaba, se sirvió otra copa y recordó las píldoras verdes que el doctor Schwartz le había recetado. Tragó un par de éstas, se desvistió y se metió en la cama.
Henry dormía todavía cuando, a la mañana siguiente, Gloria entró con su llave y se dirigió a la puerta del dormitorio, que Henry había dejado abierta.
—¿Estás bien, Henry? —preguntó la rubia al despertarlo.
—No —contestó Henry—. Anoche, como a las siete, tomé un par de copas de bourbon y dos tranquilizantes, de esos que me dio el doctor Schwartz, y supongo que me quedé dormido.
—Podías matarte —le recriminó Gloria—. Voy a la cocina y prepararé el café antes de ponerme mi ropa de trabajo.
—Yo me daré una ducha fría —manifestó Henry, que salió de la cama—. Tal vez eso me despierte.
En el cuarto de baño, Henry se duchó, castañeteando de dientes bajo el chorro frío, y pensó en afeitarse, pero desistió, pues sus manos temblaban tanto que tenía miedo de cortarse.
Se encontraba en la cocina, bebiendo una taza de café, cuando Gloria entró con su habitual bikini diminuto.
—¿Te sientes mejor? —preguntó al servirse también un café.
—No mucho.
—¿Qué ocurrió en casa de Willy la Dilly ayer por la tarde?
—Tomamos té con pastas.
—¿Eso fue todo?
—Para ella no, pero para mí sí. Empezó con el juego, pero yo me rajé.
—¿Qué quieres decir con que te rajaste?
—Eso exactamente. No se me levantó.
—¿Tú? —preguntó Gloria, en un tono de incredulidad.
—El trasplante no funcionó.
—No tomaste bourbon antes de llegar, para darte fuerzas, ¿verdad? —inquirió Gloria.
—Ni una gota —declaró Henry—. Willy estaba dispuesta, pero las partes de Bart se negaron.
—Eso es difícil de creer.
Gloria se acercó a la mesa y metió unas rebanadas de pan en el tostador.
Henry se sorprendió mirando el profundo valle que lo había metido en líos con su anillo de graduación, en el metro. Normalmente eso bastaba para darle la sensación de que estaba a punto de sufrir un ataque de baile de San Vito, pero no ocurrió nada.
—¿Qué te pasa, Henry? —preguntó Gloria. Su voz denotaba un ligero toque de temor.
—No siento nada.
—¿Ni siquiera en el trasplante?
Henry movió la cabeza negativamente, con aire sombrío. De momento no podía hablar, pues se iba dando cuenta de que el desastre de la tarde anterior no constituía un incidente aislado.
—No siento nada.
—¡Dios mío! —gritó Gloria—. ¡Lo has perdido!
—Todos lo hemos perdido —convino Henry con un gruñido.
—Usted es la última persona que esperaba ver por aquí, a juzgar por lo que dice la prensa, pues parece que todo le va muy bien.
En eso consistió el saludo del doctor Schwartz cuando Henry entró tambaleándose en su despacho, poco antes de la hora de la comida.
—¡Estoy hecho un manojo de nervios! Mire mis manos. No puedo ni siquiera coger una copa sin que se derrame.
—Es obvio que padece un estado de ansiedad aguda.
Schwartz se dirigió al botiquín, sacó tres píldoras verdes de un frasco y luego entró en el cuarto de baño adjunto y llenó un vaso de agua.
—Tómeselas —ordenó a Henry.
Henry se tomó obedientemente las cápsulas y se dejó caer en la silla al lado del escritorio.
—Ahora dígame: ¿cuál es su problema, señor Walters? —preguntó el psiquiatra, en un tono de voz calculado para tranquilizarlo.
—Lo he perdido —gruñó Henry.
—¿Qué ha perdido?
—¡El demonio! Abandonó el trasplante… y me abandonó a mí.
Schwartz frunció el ceño.
—No hace mucho estaba usted desesperado por librarse del impulso de utilizar las partes que Bart Bartlemy le dio. Ahora me dice que eso ocurrió sin que hiciera nada por conseguirlo. Me parece que debería estar contento de ser usted mismo otra vez.
—Es que he perdido hasta los impulsos que tenía antes del accidente.
—¿Me está diciendo que no siente ningún impulso sexual?
—Le dije que lo había perdido. ¡Se acabó!
—¿Lo ha examinado el doctor Sang?
—Lo hizo hace una hora; vine directamente de su consultorio. Según él, el trasplante está perfectamente normal, en términos anatómicos.
—Entonces, tal vez las cosas no sean tan malas como usted piensa. Lo que le ocurre podría deberse a un simple caso de impotencia psíquica, señor Walters. Al menos una vez por semana veo pacientes con ese problema, particularmente recién casados.
—Entonces, ¡por amor de Dios!, haga algo. Todo mi futuro peligra.
—Tal vez sea mejor que empecemos desde el principio —señaló el doctor Schwartz—. Dígame todo lo que ha ocurrido desde la última vez que lo vi.
—Debo decir que ha vivido muy intensamente en los últimos meses —apuntó Schwartz con un deje de admiración y de envidia cuando Henry hubo terminado el relato de sus amoríos—. Disfrutó más o menos de tantos romances en este lapso como la mayoría de los hombres en toda la vida, si tienen suerte.
—Si no me puede usted curar para que esté como antes de ayer por la tarde, no va a haber mucha más vida —exclamó Henry—. No podré acabar Supersemental y la Mafia me echará al río… con zapatos de cemento.
—¿Tiene usted idea de lo que ocurrió…, quiero decir, a su psique?
—Todo fue por el condenado gato.
—Estoy de acuerdo, al menos parcialmente.
—Pero ¿por qué? Y ¿cómo?
—Analizaremos primero el cómo; quizá nos dé una pista para entender el porqué. Usted sabe, por supuesto, que las emociones tienen un papel importante en el deseo sexual.
—Si no supiera eso ya, seguramente estaría muerto del cuello para arriba.
—Muy bien expresado —dijo Schwartz—. Pero, por lo que usted dice, ¿no es más bien al revés?
—Por favor, nada de adivinanzas. Ahora mi cabeza y mi trasero me duelen demasiado, ambos.
—¿Ha leído alguna vez las conferencias del doctor A.
A. Brill sobre la psiquiatría psicoanalítica?
—No, creo que no.
—Serían muy útiles para un novelista…, particularmente la sección de los errores freudianos.
—¿Qué tiene eso que ver con el hecho de que no puedo hacer lo que antes me era natural?
—Analicemos lo que acaba de decir. Repetiré sus palabras exactas: «Ahora mi cabeza y mi trasero me duelen demasiado, ambos».
—Perdí el hilo en algún punto entre el trasero y la cabeza.
—Entonces analizaremos cada frase por separado —manifestó Schwartz—. El elemento psicológico de la función sexual se encuentra en la cabeza, en el cerebro; es una de las emociones humanas más fuertes.
—No se tiene idea de cuán fuerte es hasta que uno no la pierde.
—Bien dicho —repuso Schwartz—. Por otro lado, el elemento físico se encuentra en el trasero, o sea en la parte baja del cuerpo, ya que los nervios sacrales salen de la espina dorsal en su porción terminal y controlan la función del aparato sexual.
—Vine aquí para que me ayudara, no para que me diera una lección de anatomía.
—Es un simple hecho psicológico que, cuando el elemento psíquico del deseo sexual se reprime, por diversas razones, el elemento físico no funciona en absoluto.
—¿Aun con el equipo de Bart Bartlemy?
—Le concedo que, en ese caso, la represión psíquica debe ser extraordinariamente fuerte.
—¡Deje de buscar tres pies al gato! —exclamó Henry—. ¿Puede curarme?
—La observación, aún superficial, sugiere que su caso no es nada sencillo.
—Pero ¿por qué? Todo me salía bien hasta que ese maldito gato…
—Exactamente —indicó Schwartz—. Sospecho que las heridas en su trasero están impidiendo que actúe usted según sus capacidades normales como amante.
—Pero el dolor está desapareciendo rápidamente.
—Sin embargo, su mente aún recuerda inconscientemente que le infligieron a usted unas dolorosas heridas la última vez que ejerció sus ya conocidas aficiones sexuales. En otras palabras, su subconsciente trata de protegerlo del dolor al asegurarse de que no haga usted lo que tuvo por resultado ese penoso accidente.
—En otras palabras, se trata de dilucidar si el perro menea la cola o si la cola menea al perro, ¿no?
—Un poco de ambas cosas, me imagino. Es sin duda conmocionante que un gato bufando te clave las garras en el trasero en las circunstancias en que eso me ocurrió —reconoció Henry—. Pero no comprendo por qué eso me haría perder tanto el deseo como la capacidad.
—Puedo ver al menos dos razones, en su caso —especificó Schwartz—. Primero, sus hazañas amorosas con otras mujeres han interferido en su relación con la señorita McGuire. Al saber que, si sigue por ese camino puede perderla definitivamente, su inconsciente le impidió, así de sencillo, funcionar como amante…, excepto tal vez con ella.
—No creo que tendré la oportunidad de poner esa teoría a prueba. Mírese como se mire, estoy metido en un lío endemoniado.
—Existe otra posibilidad —apuntó el psiquiatra—. Podría intentarlo otra vez en las mismas circunstancias que…
—¿Y pasarme todo el tiempo mirando por encima del hombro, preguntándome cuándo me arañará el gato? Ni siquiera Casanova podría hacer el amor en tales condiciones.
—El propósito de eso consistiría en convencer a su inconsciente de que el gato no lo va a atacar de nuevo. Una vez que el inconsciente esté seguro de que no experimentará ningún dolor, su mente se liberará y, junto con eso, el elemento físico mejorará.
—Veré lo que puedo hacer —convino Henry—. Pero más vale que me dé hora para mañana.
—Tengo unos cuantos ases más, si con éste no gana —le prometió el doctor Schwartz—. Anímese, señor Walters. Un corto ayuno no le hará ningún daño.
En el drugstore de la esquina, Henry metió una moneda en el teléfono público y marcó el número del apartamento de Elena Hartsfield. Estaba dispuesto a colgar si contestaba un hombre, pues no conocía a Carling Hartsfield lo suficientemente bien como para pedirle permiso para acostarse con su exesposa. Fue Elena quien contestó. Habla Henry. ¿Estás sola?
—Si…,excepto por Rashid.
—Necesito verte unos minutos.
—Bueno, no sé si…
—Por favor, Elena. Es un asunto urgente y no puedo hablar de ello por teléfono.
-Podría dar un paseo por el parque con Rashid. ¿Estás en casa?
—No. Estoy en la entrada del parque en la calle Ochenta y cinco.
—Entraré en el parque por la calle Ochenta y cinco —indicó Elena—. Hay un banco justo al lado de la entrada y nos podemos encontrar allí.
—Estaré allí antes que tú —aseguró Henry.
Henry se encontraba en el banco cuando llegó Elena. Rashid tiraba de la correa. Henry se sentó en un extremo del banco y Elena en el otro. El gato se sentó entre los dos.
«Seguramente está convencido de que está protegiendo a su ama», pensó Henry.
—Te ves muy mal —dijo Elena.
—Me siento todavía peor.
—¿Por las heridas?
—No las que imaginas. El doctor Schwartz dice que cuando Rashid me clavó las garras en el trasero, me las clavó también en el cerebro.
Elena frunció el ceño.
—Creo que no te entiendo.
Henry echó un vistazo a su alrededor y, al ver que no había nadie cerca de ellos, se acercó un poco a Elena, para no tener que hablar muy alto. Pero el brillo siniestro en los ojos de Rashid le advirtió que no se acercara más. Le explicó rápidamente a Elena lo que había ocurrido, pese a su vergüenza al tener que reconocer su situación ante una hermosa joven, con cuyas capacidades para hacer el amor estaba familiarizado y que ahora necesitaba urgentemente.
—¿No podría ser una condición transitoria? —preguntó Elena—. Fuiste asombrosamente eficaz antes de que interviniera Rashid.
—El doctor Schwartz cree que va más allá. Y que sólo tú puedes ayudarme.
—¿Qué podría hacer?
A sabiendas de que tenía que ser más elocuente que nunca, Henry inspiró profundamente.
—El psiquiatra dice que necesito reconstruir el crimen…
—¿Qué?
—Dice que si seguimos los mismos pasos que seguimos esa noche…, sin que el gato me ataque esta vez, por supuesto…, entonces mi mente inconsciente podría aceptar que al hacer el amor no siempre acabaré como esa mañana.
—Supongo que debería sentirme halagada —reflexionó Elena en un tono un poco escéptico.
—Una sola vez no puede perjudicarte… y podría curarme.
—En circunstancias normales, ninguna mujer debería pasar sin la experiencia de hacer el amor contigo al menos una vez en la vida, lo reconozco…
—Entonces es muy sen…
—Carling y yo nos casamos esta mañana. Por eso, lo que fue divertido después del baile sería adulterio ahora. Sé que eres una persona demasiado refinada para querer que haga eso.
Puesto así, Henry no podía menos que reconocer que noblesse oblige, aunque dudaba que Bart Bartlemy o el demonio pensaran igual.
—Créeme, Elena —declaró con sinceridad—. No sabía que te habías vuelto a casar cuando te lo pedí.
—Estoy segura de que no lo sabías —aseguró Elena—. De hecho, de haber sabido que me lo ibas a pedir, hubiera pospuesto la boda al menos un día, sólo para reconstruir el crimen. Pero ahora…
Elena dejó caer la correa y alargó el brazo para colocar su mano sobre la de Henry en un gesto de consuelo.
Enternecido por su preocupación, Henry iba a levantar la mano de Elena para besársela, cuando Rashid atacó de nuevo.
Cuando, más tarde, para el manuscrito y en el procesador de textos, hizo la cronología de los acontecimientos que siguieron, Henry decidió que el gato había interpretado el gesto nuevamente como un ataque contra su ama. Sin embargo, esta vez Henry se movió con suficiente rapidez, lo que le permitió repeler al agresor, agarrándolo por la piel de la cabeza y arrojándolo sin ceremonias a un arbusto, detrás del banco; pero no pudo evitar que las afiladas garras le rasgaran la piel de la mano.
—Una cosa es segura —exclamó Henry al envolver su mano sangrante con un pañuelo—. Rashid no tiene intención de hacer las paces conmigo, ni ahora ni nunca.
—¡Gato malo! —Elena regañó al felino, que nuevamente se encontraba sentado entre los dos.
Henry estaba seguro de haber visto un destello de triunfo en las pupilas del animal.
Harry Westmore llamó poco después de que Gloria se marchara a las cinco de la tarde.
—¡Por Dios, Henry! —gritó el agente—. ¿No tienes suficiente sentido común para no vértelas con Willy Dillingham?
—¡Vérmelas! ¡Maldito sea! ¡Tuve que correr para escapar!
—¿Has visto la edición matutina del Post?
—No.
—Entonces cómprala en seguida. ¿Qué demonios estabas haciendo ayer por la tarde?
—Me invitó a tomar el té en su apartamento, pero no ocurrió nada.
—¡Lo creo! Odio tener que decírtelo yo, Henry, pero la columna «Entretenerse con Dilly» es tu epitafio.
—Ella me invitó…, fue una orden de la reina.
—¿No pudiste alegar que estabas enfermo o algo así?
—Sólo lo hubiera exagerado en su columna —señaló Henry—. No quería ir, pero Gloria me convenció de que no podía permitírmelo.
—Supongo que tiene razón —reconoció Harry Westmore—. Pero si las partes de Bart hubiesen llegado a la meta con Willy y lo hubieses integrado a Supersemental, hubiéramos vendido cien mil ejemplares más…
—Heme aquí, muriéndome, y en lo único que piensas es en las ventas del libro —balbució indignado Henry—. Además, no sé de qué demonios me estás hablando.
—Lo sabrás cuando hayas leído el periódico. Dilly no se anduvo por las ramas esta vez.
—Entonces ¿por qué no cuelgas el teléfono, para que yo vaya a buscarlo y vea de qué se trata todo esto?
—Te lo puedo decir en unas cuantas palabras concretas. Willy acaba de convertirte en el hazmerreír de Nueva York. Compra un periódico y lee tu obituario, pero primero tómate un tranquilizante.
—De todos modos, casi vivo a base de tranquilizantes ahora. Adiós.
Henry compró el Post enfrente de su inmueble, pero no lo abrió hasta no regresar a su alojamiento.
La columna «Entretenerse con Dilly» se encontraba encuadrada en la primera plana de la segunda sección. De haberse tratado de otra persona, Henry hubiese estado dispuesto a concederle el premio Pulitzer.
La columnista había decidido parafrasear uno de los poemas más queridos por los norteamericanos, uno que ensalzaba el lado bucólico de la vida de esa nación, Casey at the Bat. Sólo que la versión de Wilhelmina Dillingham se titulaba «La vergüenza de Henry». Decía así:
Esa noche parecía que habría éxtasis seguro para el sexo femenino, pues el fervor de Henry, nacido de Bart, nunca había brillado tanto.
Con las manos tendidas y esperando, consciente de su poder, nuestro Henry, dispuesto, era el amante del momento.
Aun las doncellas más atrevidas, veteranas de muchos intentos de conquista, habían encontrado su destino y se entregaban a nuestro héroe… todas las doncellas.
No había pretendiente que no supiera que al día siguiente perdería seguramente el afecto de su amada si Henry la escogía.
¿Qué hogar estaba al abrigo del peligro?
¿Qué votos matrimoniales podían durar más de un día?
Cuando Henry empezaba su asedio, sin encontrar resistencia, con gemidos de repentina pasión, cedían todas, cuando el poderoso Henry, SUPERSEMENTAL, utilizaba el poder prestado de Bart.
Como don Juan, o Elvis, o Frank, o Peter, o Dean, o Sammy[16], nuestro héroe conquistó doncellas con su famosa picha trasplantada.
Pero hasta Goliat cayó al fin, y a Sansón le cortaron los rizos y las tijeras de la bella Dalila lo dejaron débil como un recién nacido.
Nuestro Henry siempre pasaba todo por alto y, habiéndosele subido el éxito a la cabeza, trató de conservar los favores ganados y olvidarse de lo demás.
Pero los días del hombre están contados, y las noches aún más, mientras el que baila aún debe pagar al flautista, como antaño.
Llegó el día en que Henry trató de nuevo de seducir a una bella doncella, olvidando que a Venus había que hacerle sacrificios. Como el poderoso Casey al bate, muy seguro de su poder, nuestro Henry trató de conservar su fama de «amante del momento».
Pero, así como Casey se enteró de que la fuerza humana puede flaquear, y que los alabados poderes de los campeones también fallan a veces, así el poderoso Henry perdió su «facultad» y, con ello, la batalla, cuando, en el campo de juego de un boudoir, él también perdió.
Que el destino de aquel a quien ninguna joven osaba resistirse recuerde a todo caballero que quisiera alistarse en el campo del amor:
Que no se divida entre demasiadas, caballero, por si, cuando empieza la partida, se encuentra que, como Henry el Avergonzado, usted también pierde.
Justo cuando Henry acababa de leer la columna, una llave dio vuelta en la cerradura, y Gloria entró.
—Vi la columna de Dilly en el Post hace un momento, al marcharme, y regresé para ver si podía ayudarte, Henry. Deberían matar a esa Dillingham.
—Gracias, Gloria. Eres la primera en venir al entierro…, y probablemente la última.
—¿Ha llamado alguien más?
—Solamente Harry Westmore… para decirme que estoy muerto.
—¿No puedes demandar a esa mujer… o al periódico?
—No mencionó mi apellido, Gloria.
—Pero todo el mundo sabe que se trata de ti.
—Cierto, pero no lograría nunca hacer valer la demanda.
—Seguro que algo pasará que te permita acabar el libro; pero no me gusta que le den una paliza a alguien tan amable como tú, sobre todo cuando no has hecho nada.
—Ese parece ser el problema. —Henry logró reírse débilmente y añadió sombrío—: Si al trabajar conmigo, Gloria, puedes verte involucrada en situaciones embarazosas, lo enten…
—¿Estás tratando de despedirme? —preguntó indignada Gloria.
—No. Sólo estoy pensando en tu tranquilidad.
—Después de todo lo que has hecho por mí, no pienso dejarte, como lo hicieron la señorita McGuire y esa Elena.
—Entonces, con tu ayuda, me las apañaré. —Henry puso más seguridad en su tono del que experimentaba en realidad—. ¿Cómo va a reaccionar tu cuñado ante todo esto?
—No he hablado con mi hermanita todavía, pero supongo que John no estará muy contento. ¿No puede hacer nada el doctor Schwartz?
—Dice que tengo que poner en orden mi psique.
—Para hacer eso me temo que vas a tener que alejarte de aquí —indicó Gloria.
—Ésa es la mejor sugerencia que he oído hoy —manifestó Henry—. El doctor Schwartz me dijo esta mañana que tenía uno o dos ases todavía. Le llamaré y veré de qué se trata.
—Hazlo —repuso Gloria—. Nos veremos por la mañana y me puedes contar lo que te dijo.
Henry llamó al doctor Schwartz a su consultorio y le contestaron que el psiquiatra no se había marchado todavía.
—¿Ha leído «Entretenerse con Dilly» en el Post hoy?
—Acabo de terminarlo —contestó Schwartz—. Es una obra maestra para ese tipo de columna.
—Obra maestra o no, ¿qué va a hacer usted para ayudarme?
—Existe otra posibilidad.
Schwartz parecía alegre.
—Usted dirá. Haré lo que sea.
—Un amigo mío administra una especie de clínica en las Catskills. Es muy sofisticada y atiende allí a gente que ha perdido la capacidad de comunicarse con los demás; se los ayuda a base de terapia de «encuentros».
—He leído que existen lugares así en California y creo que hasta vi una película sobre eso en una ocasión. La que usted menciona, ¿es algo así como un manicomio? Me estoy volviendo loco poco a poco, pero no creo haber llegado todavía a ese punto.
—No es así en absoluto. A menudo envío a Springhaven a personas que han perdido la capacidad de relacionarse con los demás, o que, sencillamente, no la tenían desde un principio.
—Iré a donde sea. Es una cuestión de vida o muerte.
—Veré si puedo conseguir que Horace Aiken lo hospede —indicó el doctor Schwartz—. Hablaré con usted por la mañana para contarle cómo van las cosas.
—Sólo quiero hacer mis maletas. ¡Ah! Una cosa más. Si ese tal Horace Aiken es capaz de ayudarme, me será probablemente posible trabajar en Supersemental mientras me encuentre allí. ¿Cree usted que permitirá que Gloria vaya conmigo?
—Estoy seguro que sí, cuando le haya explicado la importancia de su presencia —le dijo Schwartz—. Le llamaré mañana, Henry.
Cuando el doctor Schwartz colgó, Henry llamó a las oficinas de Bennett Press y pidió hablar con Selena.
—Creo que salió de la ciudad, señor Walters —le informó la telefonista—. Le comunicaré con el señor Darby.
El editor en jefe se puso al aparato casi inmediatamente.
—¿Qué hay, Henry? O tal vez no debería preguntártelo.
—La telefonista dice que Selena salió de la ciudad…
—Ha estado bastante angustiada desde que vosotros dos discutisteis en el Baile de Artistas y Modelos —indicó Nick—. Ayer me dijo que su médico le había recomendado que cambiara de aire unos días, lo que me hace suponer que ha sufrido otra pequeña crisis nerviosa. Pasó por una hace unos años, y tomó una especie de cura de reposo durante unas semanas. Cuando regresó, era una persona distinta. Así que, si va a obtener el mismo resultado esta vez, quizá cuando regrese las cosas mejoren entre vosotros.
—¿No sabes dónde está?
—No tengo la menor idea. —Después de una ligera vacilación, Darby añadió—: ¿Tienes problemas con tu libro, Henry? No quiero meterme en tus asuntos, pero corren muchos rumores por ahí.
—Estoy hundido y ahora tengo que preocuparme también por Selena. Si sabes algo de ella, ¿me lo dirás?
—Por supuesto. Y buena suerte, Henry.
—Gracias, Nick. Cuando me saquen del río Hudson de aquí a unos días, en vez de flores prefiero que hagan aportaciones al «Fondo de la Liga de Autores».
El teléfono de Henry sonó en el momento en que colgó; era Schwartz.
—Todo está listo para que vaya a Springhaven, Henry, tan pronto como pueda arreglar sus asuntos —le informó—. Espere un momento: mi secretaria le explicará cómo llegar allí.
Tras anotar las instrucciones de la secretaria, Henry llamó a Gloria por teléfono.
—¿Cuánto tiempo tardarás en hacer tus maletas? —le preguntó.
—Diez minutos. ¿Adónde vamos?
—A un lugar llamado Springhaven. ¿Qué te parece si paso por ti mañana, alrededor del mediodía? Comeremos de camino.
—Estaré lista.
—Llevaremos la máquina de escribir portátil y el magnetófono, por si las partes de Bart vuelven a levantarse.