I

Henry se despertó en el sofá al son de un tarareo en la cocina y al olor de bacón frito y de café. Permaneció acostado un rato, saboreando el placer del momento, no quería destruirlo con la inevitable discusión que se armaría seguramente cuando le mencionara a Selena lo que había decidido la noche anterior.

—¿Vas a dormir todo el día?

Henry se volvió y vio a Selena de pie en la puerta del dormitorio. Estaba totalmente vestida, llevaba un delantal de encajes y no mostraba ningún efecto negativo debido al accidente de la noche anterior, a excepción de unos cuantos parches de esparadrapo

Yo tengo que ir a la oficina, aunque no tengas que hacerlo —añadió Selena.

—No te esperan —le dijo Henry—. Le pedí a Harry Westmore que su secretaria llamara a tu oficina para decirles que sufriste un accidente.

—No creerás que voy a dejar que unas cuantas magulladuras me impidan ir a la oficina, ¿verdad?

—Fueron más que unas cuantas magulladuras.

—Y tú no desaprovechaste nada tampoco, ¿verdad? —manifestó Selena, pero sin mostrar rencor—. ¿Tuviste que desnudarme y ponerme el pijama?

—Tenías una mancha de sangre en la combinación, por lo que tuve que descubrir de dónde venía. Por cierto, sería bueno que te hicieras quitar esa marca de nacimiento color fresa que tienes en el trasero. Aparentemente, se raspó cuando el hombre del metro te subió al andén, porque estaba sangrando un poco cuando te quité los pantys.

—Esa marca de nacimiento es una característica de mi familia; es hereditaria. ¿Cómo te gustan los huevos?

—Fritos.

—Estarán listos en cinco minutos, lo que apenas te da tiempo para lavarte.

Cuando Henry salió del cuarto de baño, Selena estaba sacando los huevos de la sartén y colocándolos en un plato que ya contenía bacon y pan tostado.

—¿Encontraste el vestido de boda ayer por la tarde? —preguntó Henry mientras se servía café.

—No. Me acordé que tenía que preparar los contratos para tu nueva novela histórica con el fin de dárselos a Harry, así que regresé a la oficina. Por eso estaba en el metro.

Henry tomaba su segunda taza de café cuando Selena le hizo la pregunta que tanto temía:

—Dijiste que anoche pediste a Harry Westmore que su secretaria llamara a mi oficina esta mañana para decirles que no iría. ¿Por qué tuviste que llamar a tu agente a esas horas de la noche?

Henry ni siquiera tomó en cuenta la posibilidad de mentir; Lanzarote podía ponerle los cuernos a su rey, pero ningún bel knight sans reproche[12] podría decir una mentira.

—Llamé a Harry para decirle que voy a escribir primero el libro para Barney Weiss.

Selena se levantó de golpe; desde el punto de vista de un insecto —pues así se sentía Henry en ese momento—, Selena parecía medir más de dos metros. Tenía las mejillas encendidas por la ira, sus ojos chispeaban y a Henry le pareció que nunca la había visto tan hermosa —salvo una vez.

—Después de haberme prometido que… —estaba demasiado furiosa para proseguir.

—Selena, no lo entiendes…

—¡Y dejaste que te hiciera el desayuno cuando ya me habías dado una puñalada trapera mientras estaba inconsciente!

—No es lo que tú piensas…

—¿Cómo sabes lo que yo pienso?

—Bueno…

—Esa rubia tiene algo que ver con todo esto, ¿verdad? No lo niegues.

Henry no intentó negarlo, pues no podía decirle la verdad sin correr el riesgo de que Selena hiciera algo que conllevaría un grave accidente, en lugar del pequeño que había sufrido la tarde anterior.

—Sal de aquí —le ordenó Selena en tono ominoso—. Sal de aquí y no vuelvas nunca más.

—Selena…

—Si vas a escribir esa novela para Barney Weiss, más vale que empieces a hacer tus investigaciones. Estoy segura de que Gloria —se atragantó con el nombre— Manning se sentirá encantada de colaborar contigo.

II

Los dos huevos que Henry había comido en casa de Selena todavía formaban en su estómago un nudo del tamaño de un puño cuando regresó a su propio apartamento. La señora O’Toole, la asistenta de Henry, estaba haciendo la limpieza y Henry le dijo que continuara con su trabajo mientras él se duchaba.

—Se ve usted un poco abatido, señor Walters —manifestó la señora O’Toole cuando Henry salió del cuarto de baño—. ¿Le sucede algo malo?

—Todo —contestó Henry.

—¿Una riña?

—Peor que eso… ¡Todo se acabó!

—Las peleas de enamorados siempre dan esa impresión durante las primeras horas, pero luego se olvidan —le aseguró la señora O’Toole.

—Ésta no.

—Se trata de la chica irlandesa, ¿verdad?

—Sí.

En ese momento, Henry no tenía ganas de hablar de eso, pero la señora O’Toole tendía a filosofar… y era difícil encontrar buenas asistentas.

—Así son y han sido siempre los irlandeses. No hacemos nunca nada a medias, pero en realidad no pensamos nunca ni la mitad de lo que decimos.

Durante un breve instante, Henry contempló la posibilidad de animarse con las palabras de la señora O’Toole, pero, al recordar la expresión de Selena, decidió que no valía la pena.

—¿Cómo le va con el nuevo libro, señor Walters? —preguntó la señora O’Toole.

—No lo sé. Tengo ciertas dificultades…

—¿Con ese tipo…, Annunzio?

—¿Cómo se enteró de eso?

—Angus me lo contó. El y yo estamos muy preocupados por usted, señor.

—Pero no es ni la mitad de lo preocupado que yo estoy por mí mismo —contestó Henry; y pudo haber añadido con más fuerza aún: «y por Selena», pero no lo hizo.

—Lo que sea que el gran John Fortuna quiera que usted haga, más vale que lo haga, señor Walters —le aconsejó la asistenta—. Las gentes que trabajan para él son bastante violentas, particularmente el que se llama Al, el que tiene la cicatriz en la cara. Es un matón…

—¡No use esa palabra! —Henry se estremeció—. Soy alérgico a la vista de la sangre…, particularmente a la mía.

—No van a matar la gallina de los huevos de oro mientras usted siga poniéndolos —le aseguró la señora O’Toole—. Lo único que debe hacer es jugar con astucia la mano que le repartieron, señor Walters, y verá cómo sale ganando.

Y eso, se dijo Henry al sentarse frente al procesador de textos, no era realmente gran cosa como póliza de seguro —pero era lo único que tenía—. Se sentía decaído al tomar las últimas páginas que había redactado para revisarlas. No se podía negar que eran buenas, pues las había escrito al calor, por así decirlo, de la inspiración creadora. Sin embargo, en esos momentos no sentía la menor inspiración; sólo podía pensar en el hecho de que tuvo que romper la promesa que le había hecho a la mujer que amaba con el fin de salvarle la vida. Como Selena nunca sabría por qué había roto su promesa, nunca lo perdonaría, a menos que pudiera hacerle saber lo que había ocurrido. Entonces le llegó una inspiración repentina: ya veía la solución. Si en el libro describía el accidente en el metro y la amenazadora llamada telefónica exactamente como habían sucedido, Selena al menos sabría la verdad cuando se publicara el libro.

El timbre de la puerta sonó mientras Henry pensaba en todo esto; fue a abrirla. Gloria Manning se encontraba fuera.

—Esta mañana me llamaron de la oficina de Gregory Annunzio —le explicó Gloria—. Dijo que necesitabas una secretaria.

Henry reconocía la voz de la autoridad cuando la oía, aunque fuera indirectamente, y le franqueó la entrada.

—No me digas que también puedes mecanografiar —le preguntó.

—Fui a una escuela comercial. Además, me gradué con las mejores calificaciones de la clase.

—En hora buena.

—Por supuesto, eso fue antes de descubrir que podía ganar mucho más dinero como modelo. Veo que usas un procesador de textos. También sé manejarlo.

—Eso será de gran ayuda. Me evitará tener que teclear.

—Bueno —dijo alegremente Gloria—. ¿Dónde quieres que comience?

Henry miró el monitor del ordenador que se hallaba en blanco, aunque había intentado escribir, sin lograrlo; luego miró nuevamente la figura bastante voluptuosa de Gloria Manning. Ya que el resto de su mundo se había derrumbado, quizá ella representara una roca a la cual aferrarse mientras buscaba un punto de apoyo y un camino que le permitiera liberarse de las cadenas con que Gregory Annunzio y el gran John Fortuna le habían atado.

—Te puedes quitar la ropa en el dormitorio —contestó.

III

Para sorpresa de Henry, Gloria mostró gran habilidad en el teclado del ordenador/procesador de textos. Después del primer día, dejó de escribir a mano y empezó a dictarle directamente la historia, que avanzaba con gran rapidez, a medida que se iba desarrollando en su mente, mientras ella pasaba las palabras, las frases y los párrafos al monitor, donde se podían hacer las correcciones pertinentes antes de que el texto fuera transmitido por la impresora y convertido en páginas del manuscrito. De un ritmo normal de unas dos mil palabras diarias —o sea, ocho holandesas a doble espacio—, no tardó en dictar tres mil palabras, y la narración fluía. Además, era muy cómodo tener a Gloria allí. Aparte ser una buena cocinera, siempre sugería diversiones interesantes y muy agradables, cuando la musa se rezagaba. La mayor parte de estas diversiones encontraban poco tiempo después su lugar en las hojas mecanografiadas que constituían la crónica de la carrera tempestuosa y mayormente ficticia de Bart Bartlemy, mientras buscaba a su Leonora del modo más ameno posible.

En poco más de dos semanas, Henry escribió unas treinta y cinco mil palabras, o sea, más o menos una tercera parte de la novela. Cada semana Henry enviaba a la oficina de Harry Westmore el montón de hojas del manuscrito que había terminado. No tenía noticias de Harry todavía, pero no estaba preocupado, pues, a medida que iba apareciendo en el monitor, se daba cuenta de cuán vívida era la novela y percibía su impacto dramático.

Hacia fines de la tercera semana, ya avanzada la tarde, alrededor de las cinco, hora en que normalmente dejaba de trabajar y tomaba una copa con Gloria, antes de que ésta se marchara, sonó el timbre de la puerta y Henry fue a abrir. Afuera se encontraba Barney Weiss, acompañado por una mujer diminuta pero asombrosamente simétrica, cuyo cabello plateado ocultaba con eficacia la edad.

—Andábamos por aquí, Henry —le dijo Barney— y pensé que podíamos subir para que te presentara a Patty O’Flynn.

No hacía falta que explicaran a Henry quién era su diminuta visitante. Era un genio reconocido en la rama altamente especializada de las relaciones públicas que se refería a la promoción de libros y se vanagloriaba de que nunca había perdido a un autor, por más escandalosos que fueran los trucos que inventara para dar publicidad a los potenciales bestsellers.

—¿Cómo está usted, señorita O’Flynn? —preguntó Henry—. Por favor, pasen.

Gloria se encontraba ante el procesador de textos y vestía su uniforme preferido para trabajar: un bikini reducido al mínimo.

—Esta es la señorita Manning —añadió Henry—. La señorita O’Flynn y el señor Weiss.

—Hola —dijo Gloria, sonriendo—. En un minuto acabo y me marcho a casa.

—Después de todo lo que he oído contar de usted últimamente, señor Walters, no me diga que deja que alguien como Gloria regrese a su casa por la noche. —Las cejas de Patty O’Flynn se arquearon, hasta parecer dos signos de puntuación.

—Gloria es mi secretaria —explicó Henry—. Y muy buena, por cierto.

—Además de ser uno de los personajes de Supersemental y la modelo para la foto de la sobrecubierta —añadió Barney Weiss.

—No se le vaya a olvidar eso último —indicó Gloria a la vez que pulsaba el botón para que la impresora imprimiera la última página del trabajo de ese día y colocaba la hoja encima del montón en el escritorio, montón que crecía rápidamente.

—No lo olvidaré, señorita Manning —prometió Barney Weiss—. De hecho, dentro de poco enviaré a la imprenta todo el material para la sobrecubierta.

—¿A colores?

—Por supuesto. Ninguna otra cosa haría justicia a sus… cualidades. ¿No estás de acuerdo, Patty?

Patty O’Flynn examinaba a Henry de arriba abajo, con una mirada evaluadora, dándole la sensación absurda de que, para la agente de prensa, en ese momento él tenía aún menos ropa que Gloria.

—Hasta podríamos utilizar al señor Walters —empezó a decir la publicista, pero Henry la interrumpió con un firme:

—¡No!

—Con eso podríamos lograr que se prohibiera su libro en Boston —protestó la señorita O’Flynn.

—Y no digamos que lo podrían boicotear en la biblioteca pública de Keokuk —añadió Barney Weiss.

—Estoy seguro de que Gloria es lo suficiente decorativa para la sobrecubierta —declaró con firmeza Henry.

—Si se va ahora, señorita Manning, me gustaría llevarla a donde vaya —ofreció Barney a Gloria que ya se dirigía hacia el dormitorio—. Henry y la señorita O’Flynn necesitan examinar los planes para la promoción inicial.

—Es muy amable de su parte, señor Weiss. —La sonrisa de Gloria era cálida—. Sólo tardaré un segundo. No se vaya.

—¡Ni soñarlo! —exclamó Barney.

Gloria salió del dormitorio al cabo de unos minutos, ya vestida para salir.

—Nos veremos por la mañana, Henry —dijo y tomó el brazo que Barney Weiss le ofrecía.

Cuando Henry regresó, después de cerrar la puerta tras ellos, encontró que Patty O’Flynn estaba al lado de la mesa de juegos en la que Gloria había amontonado las hojas del manuscrito y leía la hoja de arriba.

—¿Sabes, verdad, que vas a conseguir una fortuna con ese libro, Henry? —manifestó la publicista.

—Eso espero, te lo aseguro.

—¿Por qué no vamos a algún lugar a tomar unas copas y quizá a cenar, mientras hablamos de la promoción?

—Me parece muy bien.

—Ya que Barney va a pagar la factura, podríamos ir a un lugar agradable y tranquilo…, como el Four Seasons.

Henry no había entrado sino rara vez en el restaurante más caro de Nueva York, pero si sus futuros ingresos iban a ser los que Harry Westmore y Barney Weiss parecían confiar que serían, decidió que más valía que se acostumbrara a lo grande.

—Dame un minuto para cambiarme —dijo—. ¿Te apetece tomar una copa entretanto?

—Comencemos en igualdad de condiciones en el Four Seasons. Tómate tu tiempo; echaré un vistazo a esta última parte del manuscrito, mientras te cambias. Esto es realmente tórrido, Henry —declaró la publicista mientras se encaminaban hacia la puerta—. Tienes el don de la palabra… y de las mujeres. ¿Es todo cierto,

realmente, como lo asegura Barney?

—Cada palabra.

—Has vivido mucho en la última semana.

—Las cosas ocurrieron así, nada más.

—Dejar que la naturaleza siga su curso siempre es lo mejor…, con un poco de ayuda en el momento adecuado, por supuesto.

—Me parece que así es como debemos hacer el lanzamiento —dijo Patty O’Flynn unas horas más tarde, mientras tomaban café y brandy en una mesa tenuemente iluminada del Four Seasons—. Daremos una conferencia de prensa inicial cuando firmes los contratos para la publicación. Barney ha hecho fotocopiar lo que has escrito hasta ahora, junto con un breve resumen del libro. Lo ha enviado a las distintas editoriales de libros de bolsillo y las ofertas no deben tardar en llegarle.

—¿Crees que comprarán el libro sin haber visto siquiera la versión final?

Harold Robbins vende el paquete entero ofreciendo sólo uno o dos renglones que explican el tema del libro. Esas primeras escenas de tu libro deberían convencer a cualquiera de que va a salir proyectado como un cohete.

—Eso es como para dejarte sin aliento. —Si no me equivoco, éste será uno de los «paquetes» de ficción más valiosos que se hayan vendido como una unidad. Harry Westmore ha estado hablando con Gregory Annunzio y estarán en condiciones de anunciar los planes para filmar Supersemental cuando llegue el momento de convocar la conferencia de prensa. Podremos anunciar la filmación al mismo tiempo y, a partir de entonces, el público estará expectante hasta que el libro salga a la venta.

—¿Cuándo piensas organizar el lanzamiento, como lo llamas?

—En unas cuantas semanas, cuando lleguen las ofertas para la publicación en libro de bolsillo y para la filmación. —Patty cubrió la mano de Henry con la suya y se la apretó—. Espero que todo esto no te haga cambiar, Henry.

—No… no sé a qué te refieres.

—Es obvio que eres un tipo fenomenal, pero si este libro resulta ser lo que estamos casi seguros que será, va a cambiar todo tu estilo de vida.

—Ya ha cambiado.

—No es nada en comparación con lo que será después —le aseguró Patty—. Actualmente, hay símbolos sexuales femeninos a granel; la industria cinematográfica los puede crear con un buen tinte rubio, unos trajes de Edith Head y suficiente relleno en el sostén. Sin embargo, un símbolo sexual masculino como Bart Bartlemy tiene que ser auténtico, y, afortunadamente para ti, Bart se aseguró de eso. ¡No me sorprendería que resultaras ser más Bart que el propio Bart!

—¿Es malo eso? —preguntó Henry.

—Con todo el dinero que ganarás, te vas a acostumbrar tanto a esto —con un gesto señaló la escena discretamente elegante que los rodeaba—, que en un tris se convertirá en tu estilo de vida. Encontrarás que gastas más dinero del que hubieras pensado que podría existir y que ahorras menos cada vez. ¿Sabías que una editorial tuvo que crear un pie de imprenta distinto, sólo para sacar a uno de los novelistas más famosos de Norteamérica de sus apuros con Hacienda?

—Me temo que estoy enterado de…

—Barney me mataría si supiera que te digo esto, pero todavía estás a tiempo de dar marcha atrás.

—Me temo que ya no lo estoy.

—No se ha pagado nada…

—Existen otros factores, de los cuales no puedo hablar.

—Eso pensé…, según los rumores que me han llegado. Pero todo resultará bien, si mantienes la calma.

IV

Cuando vio que todavía no se firmaban los contratos, aunque ya había escrito la mitad de la obra, Henry llamó a Harry Westmore para ver en qué consistía el retraso. Las condiciones que Harry y Barney Weiss le habían dejado entrever durante la velada en el restaurante Luis XIV, le parecían todavía demasiado buenas para ser ciertas y temía que podría despertarse y enterarse de que todo había sido un sueño.

—¿Cuál es el problema? —Harry parecía feliz, como lo estaría cualquier agente con un autor que tuviera el potencial económico de su cliente.

—Me preguntaba si hay algún obstáculo para la firma del contrato.

—Todo marcha bien, hijo…, particularmente tu vida amorosa, a juzgar por lo que he estado leyendo y oyendo últimamente. Es todo un harén, ese que estás acumulando.

—Parece que me caen del cielo sin que yo haga ningún esfuerzo.

—Me da la impresión de que el caso es al revés.

—Por favor, Harry…

—Está bien, Henry. Sé que estás triste por haber perdido a Selena, pero eso también se solucionará.

—Llevo la licencia matrimonial en el bolsillo, por si cambia de parecer; pero eso no es muy probable a menos de que la pueda atrapar cuando la estén anestesiando —dijo Henry tristemente.

—Anímate, Henry; todavía eres, y con mucho, el soltero más codiciado del año, y Selena es una chica inteligente.

—¿Qué pasa con los contratos, Harry?

—Ya están redactados, pero Patty y Barney quieren hacer todo un acontecimiento de la firma…

—Es lo que me dijo Patty.

—Quieren hacer un avance espectacular de la novela y de la película ante los críticos, para incrementar el interés comercial.

—¿No temes que el interés decaiga entre ahora y la fecha de publicación, si revelan de qué se trata?

—Barney cree que también tiene eso resuelto. Va a empezar la composición de tu texto la semana próxima. Cuando escribas la última página, tendremos las galeradas de la primera mitad, como mínimo, para que las leas y las corrijas. Así podríamos tener el libro en las librerías unos sesenta días después de que pongas la palabra «fin».

—Aún no sé cómo voy a juntar a Bart y a Leonora al final… o a mí y a Selena —reconoció Henry.

—Si resuelves uno de los casos, resuelves el otro, ¿no?

—Probablemente. Pero no he resuelto ninguno de los dos.

—Siempre puedes dejar que Bart se junte con su conquista más reciente. Así es como terminan generalmente las novelas eróticas.

—Pero yo amo a Selena y todavía me quiero casar con ella.

Este libro y tu vida amorosa no tienen que seguir necesariamente el mismo camino, ¿sabes? Bennett Press recibirá uno de los primeros juegos de galeradas de Supersemental, y puedes apostar lo que quieras a que Selena las verá. Es lo suficientemente inteligente para reconocer los indicios de la realidad.

—Está bastante furiosa conmigo ahora —señaló, escéptico, Henry.

—Lo que quiere decir que la llama todavía arde —le aseguró Westmore—. La fecha de publicación está fijada para el diez de septiembre, pero mucho antes podrás comenzar a trabajar en el próximo somnífero de Abner Bennett y Selena habrá regresado a tu lecho.

—Si Abner no la despide antes.

—Hablé con Nick acerca de eso. Bennett Press ha publicado todas tus novelas históricas y, cuando Supersemental se convierta en un éxito, como seguramente ocurrirá, las ventas de tus libros van a subir mucho con las reediciones en libros de bolsillo, por lo que les conviene mantenerte contento.

—No voy a escribir más libros para ellos a menos que Selena sea mi editor.

—Nick comprende eso también. Por lo que, cuanto más pronto resuelvas el problema de cómo volver a unir a Leonora y a Bart…, quiero decir tú y Selena… y acabes el libro, mejor para todos.

—¿Y qué pasa con la película?

—Gregory Annunzio y yo estamos trabajando en ello. Él cree que ya convenció a Aldo Palmieri para que la produzca; y Columbia Pictures la distribuirá.

—Supongo que no puedo pedir más.

No hacía falta que le dijeran a Henry que Aldo Palmieri era uno de los productores en boga de Hollywood, en aquel momento, y que tenía una serie de películas eróticas con desnudos que de milagro se habían librado de una clasificación de X y que, por tanto, habían proporcionado millones de dólares.

V

La conferencia de prensa para anunciar la firma de los contratos de Supersemental, tanto en forma de libro como de película, iba a tener lugar en el hotel Plaza, en las últimas horas de una tarde. Patty O’Flynn fue a buscar a Henry para llevarlo. Gloria había pedido que le diera el día libre y, como Henry estaba demasiado inquieto para trabajar, preguntándose si algún miembro de la prensa haría acto de presencia, no necesitaba sus servicios ese día. Aún no estaba seguro de lo que la diminuta publicista y Barney tenían pensado y Patty no fue de gran ayuda cuando iban camino del Plaza, en taxi. Además llovía, lo que parecía añadir un elemento de mal agüero a todo lo planeado.

—¿Por qué estarían interesados en asistir a una firma de contrato?

—Es una gran noticia, Henry.

—Cada día aparecen novelas eróticas.

Pero ésas no las escribe el receptor del primer trasplante de un órgano sexual de la historia. Además, vamos a exhibir una enorme maqueta de la sobrecubierta.

—La foto de una chica desnuda es la foto de una chica desnuda, aunque la amplíes a tres metros. Puedes ver una docena o más en cualquier ejemplar de Playboy.

—El artista que Barney contrató para hacer la sobrecubierta ha hecho un buen trabajo…, en eso puedes confiar. Cuando se añada la campaña publicitaria, los compradores estarán ansiosos por entrar en las librerías.

—Hace tiempo que quiero hablar contigo acerca de eso —dijo Henry—. Me estáis convirtiendo en un supersímbolo sexual y yo no soy, realmente…

—Hasta que aparezca uno, te toca el papel. Además, tú eres parcialmente Bart.

—Se supone que es al revés, anatómicamente hablando al menos, pero a veces lo dudo. Si me lo preguntas, te diré que el espíritu de Bart se ha posesionado casi enteramente de mi vida.

—Eres mucho más amable de lo que fue Bart —le aseguró Patty—. Yo me encargué de la promoción de una de sus películas y puedes creerme cuando te digo que si se le hubiera quitado lo que tú recibiste en el trasplante no hubiese quedado nada más que un tipo muy, pero muy aburrido.

—¿Estás segura de que habrá alguien en la conferencia de prensa? —preguntó Henry por décima vez cuando atravesaban el vestíbulo del hotel.

—Sólo reporteros y los que tienen columnas de chismes, además de los redactores de las páginas literarias de todos los periódicos y todas las revistas de la ciudad. Sin contar las agencias de prensa y los cámaras… y cualquier otra persona que consiga que la manden donde las bebidas son gratis.

—Aún no entiendo…

—Nunca has asistido a una promoción de Patty O’Flynn, Henry. Déjalo todo en mis manos, querido, pero asegúrate de ser amable con las reporteras, particularmente con Willy Dillingham. Ella se come vivos a los autores.

—Ya comienzo a sentirme ridículo.

—Tú mantén esa mirada inocente. Nunca perjudica que un autor parezca falto de experiencia.

—¿Incluso cuando ha escrito ese tipo de cosas?

—Así es todavía mejor. Bueno: ya llegamos.

Habían llegado a la puerta del salón donde se llevaría a cabo la conferencia y Henry se detuvo antes de entrar, incapaz de creer lo que veía. La sala estaba atestada de gente que se arremolinaba sobre todo alrededor de dos barras de bebidas colocadas detrás de las hileras de sillas. En una plataforma más elevada que el nivel de los asientos se encontraban unas cámaras de televisión y una profusión de equipo fotográfico sobre las sillas, abandonados allí mientras sus propietarios hacían cola en la barra. Todo eso evidenciaba claramente hasta qué punto la ocasión movilizaba los medios de comunicación.

El decorado del escenario, en el extremo del salón, se había dispuesto de tal forma que parecía ser un libro en posición vertical y parcialmente abierto; se veían el lomo, el frente y una parte de la sobrecubierta de atrás. Al lado de la maqueta habían colocado un escritorio para Henry. Era una réplica del rincón de trabajo del propio Henry, con el ordenador/procesador de textos y una página de Supersemental en el monitor.

Lo que se podía ver de la sobrecubierta de atrás estaba dedicado a una fotografía del autor, pero una cortina ocultaba el frente de la sobrecubierta. Henry supuso que, en el momento culminante, la descorrerían y revelarían la maqueta de la sobrecubierta que había mencionado Patty O’Flynn, probablemente junto con una fotografía aumentada de Gloria Manning.

Barney Weiss se acercó para saludarlos con Harry Westmore y un hombre alto que llevaba un jersey de cuello de cisne y una chaqueta deportiva. De los hombros le colgaba un costoso impermeable; su profundo bronceado y sus resplandecientes dientes blancos parecían ir más con un actor que con un reportero.

—Éste es Aldo Palmieri, Henry —le informó Harry Westmore.

—Encantado, se lo aseguro, señor Walters —dijo Palmieri—. Esta será la película de mayor éxito de la historia.

—Espero que tenga razón —manifestó Henry, poco convencido.

Un hombre mayor, distinguido y de aspecto profesoral, apareció al lado de Harry.

—Éste es Paul Biddleman del Publisher’s Guild —indicó Westmore.

—Henry y yo nos conocimos en un coctel de Bennett Press hace algún tiempo —recordó el señor Biddleman—. Nos sentimos muy orgullosos de haber comprado los derechos de su novela para el Book Club, Henry.

—Aún no puedo creer que todo esto esté ocurriendo.

Paul Biddleman se echó a reír.

—Por lo que he oído decir, me gustaría que me ocurrieran a mí algunas de las cosas que le están sucediendo…, pero no tengo tanta suerte.

—¡Caballeros y damas!

Barney Weiss había subido a la plataforma donde se encontraba el escenario para los anuncios, y esperaba a que los bebedores tomaran sus asientos.

—El bar abrirá otra vez después de la conferencia de prensa.

Hubo aplausos antes de que Barney Weiss prosiguiera.

—El propósito de esta conferencia de prensa consiste en anunciar la firma de contratos entre el distinguido autor, el señor Henry Walters, a quien les presentaremos en breve, y varios medios de comunicación, incluyendo mi propio pequeño imperio. Con el fin de preparar el ambiente para lo que sigue, la señorita Patty O’Flynn, que todos ustedes conocen, les leerá la transcripción de una audiencia que tuvo lugar en el tribunal de faltas, hace unos dos meses, y que condujo a la elaboración de la novela que estamos a punto de desvelar.

Patty resultó ser toda una actriz. Al leer la relación de lo que había ocurrido en la sala del tribunal del juez Peebles, la inflexión de su voz cambiaba con cada persona que hablaba, dándole al relato una cualidad dramática de la que Henry no se había percatado que existiera. Cuando Patty acabó de leer, Henry notó que varias reporteras en las primeras filas se enderezaban y que su interés en la reunión se intensificaba, y entre ellas la amazona que había visto en la sala del juez Peebles. Wilhelmina Dillingham era una representante de su sexo mucho más hermosa de lo que recordaba, quizá porque ahora no llevaba una correa alrededor del cuello de la cual pendía una cámara.

—Esta serie de acontecimientos despertó mi interés y estoy seguro de que despertará el de ustedes —dijo Barney, cuando se terminó la lectura de la escena del tribunal—. Y ahora tengo el privilegio de presentarles a un hombre dueño de un gran talento de escritor, el señor Henry Walters.

Entre unos cuantos aplausos, Henry se dirigió a la plataforma y se colocó frente a lo que era probablemente el grupo más exigente y más duro de críticos literarios que se pudiera encontrar en el mundo. El repentino brillo de las luces de la televisión casi lo cegó.

—Si me hubiese dado cuenta de que podría provocar tanta actividad por el simple hecho de sufrir un accidente y de hacer unas cuantas investigaciones literarias, hubiera empezado más temprano —reconoció.

La multitud aplaudió y Henry se sentó detrás del escritorio en su parte del escenario.

—Primero procederemos a la firma de los contratos de costumbre entre el señor Walters y Barney Weiss, Inc.

Barney extendió los contratos en el pequeño escritorio, mientras se disparaban los flashes y brillaban los ojos rojos debajo de las lentes de las cámaras de televisión. Henry y Barney garabatearon su firma en los contratos.

—Debo decir, para información de la prensa —añadió Barney mientras doblaba los contratos firmados—, que nuestra primera edición de Supersemental constará de cien mil ejemplares.

—Ahora —prosiguió— tengo el placer de anunciarles que el libro formará parte de las selecciones del Publisher’s Guild, y que ya se está planeando la primera impresión, que será la más amplia de la historia de la Guild. Además, se han firmado contratos con Paperback Press, por los derechos de publicación del libro, con una garantía de un millón de dólares.

—¿Cómo se siente eso de ser un millonario y un símbolo sexual al mismo tiempo, señor Walters? —la pregunta provenía de Wilhelmina Dillingham.

—Tendrá que preguntárselo a Hacienda, señorita Dillingham —contestó Henry—. Somos una especie de socios en este asunto, y ella es socia mayoritaria.

—Aunque yo no participaré en las ganancias —dijo Barney Weiss—, me es muy grato anunciar que Aldo Palmieri producirá la versión cinematográfica de Supersemental. ¿Quieres subir aquí, Aldo?

Palmieri se subió a la plataforma y se quitó el impermeable de los hombros, colocándolo en el respaldo del asiento de Henry. Hubo movimiento entre los asistentes y los flashes de las cámaras volvieron a brillar mientras el productor se sacaba del bolsillo un documento doblado del bolsillo y lo extendía sobre el escritorio detrás del cual estaba sentado Henry.

—Tengo el gusto de mostrar al señor Walters un contrato para la filmación de su libro, cuando esté terminado —anunció Palmieri—. Mi propia compañía producirá la película junto con otros inversores y Columbia Pictures la distribuirá. Además, la divina Tatiana tendrá el principal papel femenino.

Henry se preguntó cómo era posible que interpretara el papel de Leonora, el amor adolescente de Bart, una finlandesa hambrienta de sexo, cuya mayor contribución a las películas, hasta entonces, había consistido en su habilidad para quitarse la ropa, sin importar cuál fuera la temperatura ambiente.

—Y ahora el acontecimiento que todos han estado esperando —anunció Barney Weiss—. La presentación de lo que, estoy seguro de ello, todos considerarán la sobrecubierta más impresionante y artística que haya sido diseñada para un libro.

Disminuyó la intensidad de las luces de la sala, a excepción de un par de potentes focos centrados en la cortina cerrada que ocultaba el otro lado del escenario. Permanecieron cerradas durante un momento preñado de expectación, y entonces se abrieron para revelar a Gloria en persona, que posaba ante la luz, exactamente en la misma posición en que había posado para el fotógrafo que tomó las fotografías que Gloria le diera a Henry, al día siguiente del incidente del metro.

Un silencio lleno de asombro envolvió momentáneamente la sala y, luego, el pandemónium se desató cuando los fotógrafos se pusieron en pie sobre las sillas y chocaron unos contra otros, tratando frenéticamente de captar distintos ángulos con sus cámaras. Sobre la plataforma elevada las cámaras de televisión se daban vuelo también, mientras Gloria entraba sonriendo en los anales de la historia de la publicidad.

De pronto, por encima de las voces, se oyó un grito estridente por todos conocido, desde la parte trasera de la sala un hombre con voz de megáfono gritaba la advertencia tradicional:

—¡Fuera! ¡La poli!

Henry la vio instantáneamente; una falange de severas figuras enfundadas en uniformes azules que recorría el pasillo a grandes zancadas. Vio la expresión de terror que se apoderó repentinamente de Gloria y se dio cuenta de que, como él, ella tampoco se había imaginado que eso sucedería. Se percató también de que, por ser la causa original de lo que pudiera sucederle ahora, era responsable de ella. Y, con ese conocimiento, una oleada de caballeresca determinación llenó su pecho, urgiéndole a actuar como Lanzarote cabalgando hacia un enemigo para romper su lanza sobre el casco de éste.

Agarró el impermeable de Palmieri, que aún se encontraba en el respaldo de su silla, y rodeó rápidamente una porción del escenario que marcaba el lomo del libro, para llegar a la sobrecubierta del frente, con la idea de envolver a Gloria. Sin embargo, Gloria ya estaba huyendo, por lo que las cámaras de televisión que se encontraban en la plataforma elevada, así como cualquier fotógrafo lo suficientemente astuto como para mantener la lente centrada en el escenario, pudieron captar para la posteridad la imagen de Gloria Manning, corriendo desnuda, como un venadillo que huye, hacia la parte trasera del escenario. Detrás de ella iba Henry, con el impermeable debajo del brazo; parecía perseguirla, como si fuera el anciano de La búsqueda del sátiro —una obra que llevaba veinte semanas en la lista de bestsellers del New York Times—, corriendo tras la heroína ninfa adolescente —salvo que nadie podía confundir a Gloria con una ninfa adolescente—. Henry no pudo envolverla en el impermeable hasta que ella se detuvo en la puerta trasera, frente a un policía. Gloria se acurrucó en sus brazos, temblando, atemorizada.

—Lo siento, Henry —susurró mientras él, rodeándola con su brazo, la defendía ante la ley—. Cuando vi llegar por el pasillo a esos policías, recordé que una vez estaba posando en un club de fotos cuando allanaron el local. No… no soporto estar encerrada en una cárcel.

—No te encerrarán —le aseguró Henry con más confianza de la que sentía en ese momento—. Al menos, no durante mucho tiempo.

—Estaba maldiciendo mi suerte porque me mandaron a la puerta de atrás, pero todo salió bien, después de todo —dijo el policía que los impidió escapar—. Vamos: ustedes dos, síganme.

—¿Adónde vamos, agente? —preguntó Henry.

—A la cárcel. ¿Adónde, si no?

—¿Con qué cargos?

—Para comenzar, por exhibicionismo y por organizar un espectáculo de striptease sin permiso; ya encontraremos más de camino. Media docena de mujeres se están manifestando delante del hotel con pancartas en las que le dicen de todo, señor, por lo que no será un problema lograr que se acepten los cargos. ¿Qué hace usted, por cierto…, aparte perseguir mujeres desnudas?

—Es escritor —declaró Gloria con orgullo—, y acaba de firmar unos contratos por valor de varios millones de dólares.

—Cualquiera que gane tanto dinero tiene que ser un timador —señaló el agente—. Y usted, tía, ¿qué pinta en todo esto?

—Soy su secretaria y su modelo.

—Algunas personas tienen toda la suerte. Vamos, que el coche celular espera afuera.

VI

Henry utilizó la única llamada que le era permitida para tratar de comunicarse con Gregory Annunzio, pero no tuvo suerte. Sin embargo, dos horas más tarde, mientras Gloria y Henry aún se encontraban tras las rejas, el abogado se presentó en la comisaría. Estaba, como siempre, impecablemente vestido y parecía que el aroma de la comisaría ofendía su olfato, algo que también le sucedía a Henry.

—¿Quién le mandó llamar? —preguntó Henry.

—La señorita Manning llamó a uno de mis soc…

—¿El gran John Fortuna?

Annunzio se encogió de hombros.

—No es necesario decir nombres.

—He tenido ganas de decirle unos cuantos desde que casi mataron a la señorita McGuire en el metro —le dijo Henry, acalorado.

—Créame, Henry: yo no apruebo las medidas de ese tipo —manifestó Annunzio—. Fue idea de otra persona.

—No hizo nada por evitarlo.

—No corría ningún peligro, se lo aseguro. Los… participantes… son expertos en esas cuestiones.

—De todos modos, debería usted avergonzarse por tomar parte en asuntos de esa clase.

—Todos tenemos que ganarnos la vida; unos de un modo, otros, de otro —dijo el abogado—. ¿Aprueba usted todo lo que está haciendo Barney Weiss para promocionar su libro?

—Bueno…, no.

—Pero le sigue la corriente porque pronto los dólares le caerán a montones. Por cierto, lo que ocurrió esta tarde fue uno de los trucos publicitarios más astutos que he visto. Puede significar hasta cien mil dólares en ventas para usted, menos nuestro veinticinco por ciento, por supuesto.

—¿Está usted diciendo que todo el asunto fue planeado? —preguntó Henry.

—¿Lo duda? Se nota el fino toque maquiavélico de Patty O’Flynn.

—¿No la parte que le tocó a Gloria?

—La mayor ambición de la señorita Manning…, como prefiere que la llamen…, consiste en convertirse en la nueva reina del sexo de la televisión y de las películas, y con este asunto es muy posible que lo logre. No olvide lo que una foto al desnudo para un calendario hizo para una chica llamada Norma Jean[13], hace mucho tiempo.

—¿Qué va a hacer respecto a los cargos? —preguntó Henry.

—Sacarlos a ambos, por supuesto.

—Y que todo el mundo sepa que tengo relaciones con la Maf…

—¡Por favor!

—Bueno: con el gran John Fortuna, si se va a poner quisquilloso. No quiero eso y, como hace usted todo lo posible por ocultar su relación con Fortuna, debe saber cómo me siento.

—Sin duda, tiene razón —concedió Annunzio—. ¿Le ha conseguido un abogado Barney Weiss?

—No, que yo sepa —dijo ceñudo Henry—. Ésa es otra cosa que…

—No se ponga en contra de Barney, señor Walters; nada ayuda más a vender un libro como el suyo que el hecho de que el autor esté metido en una cause célebre. De hecho, le conviene a Barney dejar que este caso se prolongue tanto como sea posible.

—¿Quiere decir que nos dejará podrir en la cárcel?

—Yo también lo haría… durante un tiempo… si de mí dependiera. Y sospecho que también Patty O’Flynn lo haría.

—Bueno, pues no tengo intención de dejar que eso ocurra —declaró con firmeza Henry—. ¿Sabe usted quién presidirá la audiencia?

—Tengo entendido que será el juez Peebles. Ésta es su sala. —Lo conozco; ambos somos estudiosos de la caballería andante. —Por primera vez Henry vio un rayo de esperanza—. Colecciona libros acerca del rey Arturo y de la mesa redonda y examiné una de las primeras ediciones para él, cuando me arrestaron la otra vez.

—¿Qué puedo hacer, tras bambalinas?

—¿Podría conseguirme unas cuantas fotos a colores de Gloria, como la que estamos usando para la sobrecubierta del libro?

—Eso debe de ser fácil. Voy a verla ahora y ella me puede decir dónde buscarlas en su apartamento.

—Lo único que le pido es que me las haga llegar antes de que entremos en la sala del tribunal del juez Peebles —dijo Henry—. Yo me encargaré de todo a partir de ahí.

VII

Henry y Gloria —esta última ataviada todavía con el impermeable de Palmieri y nada más— se encontraban sentados en el primer banco de la sala del tribunal del juez Peebles, esperando a que éste llegara. Cuando lo llevaron a empujones de la celda al tribunal, alguien —Henry no vio nunca de quién se trataba— le metió un gran sobre en la mano. En el sobre había un sello que decía «FOTOS. No DOBLAR» y una rápida mirada le informó que Gregory Annunzio había cumplido con su cometido.

—No me gustan las cárceles, Henry. —Gloria parecía estar abatida y se mantuvo cerca de Henry, buscando consuelo—. Me fastidian.

—No estarás en ésta mucho tiempo —le aseguró Henry.

Gloria logró sonreír débilmente.

—Haz lo que yo te diga y estoy seguro de que todo saldrá bien —le ordenó Henry—. Cuando esto haya terminado, es posible que consigas esa oferta de Hollywood que tanto anhelas.

—¡Ay, Henry! Si logras eso, te amaré para siempre.

En ese momento, el juez Peebles entró en la sala atestada del tribunal y Gloria se aferró al impermeable, cubriéndose más, al levantarse junto con los demás presentes en la sala. El abrigo era bastante corto y, aunque Gloria no era tan alta como Aldo Palmieri, permitía entrever, de modo provocativo, su muslo.

—Primer caso —comenzó Peebles.

—Gloria Manning y Henry Walters —entonó el alguacil.

—Ambos estamos presentes, señoría —declaró Henry, con la esperanza de que estaba usando la letanía adecuada.

—Ya lo veo —manifestó el juez—. Creo recordar que cuando estuvieron aquí, en una ocasión anterior, señor Walters, la señorita Manning lo acusaba a usted.

—Eso fue un error, señoría —indicó Gloria.

—La señorita Manning trabaja para mí ahora… como secretaria, y como modelo para muchas de las escenas del libro que estoy escribiendo —explicó apresuradamente Henry.

—Es un libro que ya tiene mucho éxito, si he de juzgar por los periódicos…, aunque no esté todavía acabado.

—Pronto lo estará, señoría.

—¿Cuál es el cargo esta vez, secretario? —preguntó el juez.

—Exhibición indecente, señoría. Así como organizar un espectáculo obsceno.

—¿En serio? —Peebles parecía sorprendido—. Eso se aleja mucho de los caballeros de brillante armadura, señor Walters.

—Se trata de una época distinta, señoría…, pero del mismo principio a pesar de todo.

—¿Podría aclarar esa afirmación?

—Siendo usted una persona que aprecia la literatura, estoy seguro que convendrá en que la sobrecubierta de un libro es una obra de arte.

—Ése es un punto de vista cultural interesante, quizá incluso un punto de vista legal —concedió el juez Peebles—. Continúe, por favor.

—Los que van a publicar mi libro, yo…, yo…, pensamos que sería adecuado revelar una obra de arte de este tipo en toda su magnitud, por lo que, esta tarde, organizamos una reunión de prensa, en el hotel Plaza, con motivo de la firma de una serie de contratos.

—Contratos por grandes cantidades de dinero, si hemos de creer lo que dicen la radio y las ediciones vespertinas de los periódicos.

—Sí, señoría. El punto culminante de la reunión consistía en descubrir un modelo a gran escala de la sobrecubierta del libro, para el cual la señorita Manning posó muy amablemente.

¿Algo como un retrato viviente, diríamos?

—Sí, señor…, como los que veíamos en el circo hace mucho tiempo.

—Con algunas diferencias, sin duda.

—Los tiempos cambian, señoría. Y las normas culturales también cambian.

—Aceptaré su punto de vista como válido, al menos de momento, señor Walters. Esta es sólo una audiencia informal para determinar si se ha de retener contra usted y la señorita Manning los cargos formulados cuando los arrestaron y si se les debe llevar a un tribunal superior.

—En mi opinión, hasta que no llegó la policía esta tarde, lo que tenía lugar era, de hecho, una exhibición artística —explicó Henry—. Digamos que se trataba de un ejemplo viviente de cómo se verá la sobrecubierta del libro, una vez terminada.

—Punto interesante. ¿Tiene usted alguna prueba de lo que alega?

La pose de la señorita Manning era la misma que la de esta fotografía, que es la que aparecerá en la sobrecubierta del libro.

Henry sacó una foto del sobre y la deslizó por la mesa hacia el juez.

—¿Una copia exacta de esta pose, dice usted? —preguntó Peebles, sin despegar la mirada de la foto.

—Sin ningún movimiento, lo que, si no me equivoco, tiene relevancia legal…

—Hace mucho tiempo era así, señor Walters; más o menos en los tiempos de esos retratos vivientes del circo que mencionaba usted. Pero eso ya no tiene mucha validez.

—Estoy dispuesto también a presentar una prueba de que la pose de la señorita Manning era una copia exacta de la fotografía de la sobrecubierta, señoría.

—¿Una prueba, señor Walters? —El juez alzó la mirada. Sus ojos chispeaban con un interés renovado.

—Si puede usted pedir al alguacil y al secretario que vayan a la parte trasera de la sala, haremos una demostración sólo para usted. Creo que con eso se verá claramente la veracidad de mi declaración.

El juez hizo una señal con la cabeza y los dos hombres se alejaron, aunque muy renuentes.

La señorita Manning tomará ahora la pose en que la fotografiaron esta tarde.

Henry ayudó a Gloria a sacar los brazos de las mangas del impermeable, a la vez que ocultaba su cuerpo tanto como le era posible, dado lo corto del abrigo.

Por favor, examine la fotografía nuevamente, señoría —pidió Henry cuando Gloria tomó una pose ante el estrado en que se encontraba sentado el juez Peebles—. Luego examine la pose que tomó la señorita Manning.

Henry esperó a que la mirada del juez se alzara y entonces abrió por completo el impermeable, ocultando a Gloria de la sala, pero definitivamente no de la mirada del juez Peebles. Éste tragó saliva, echó un nuevo vistazo a la foto, como para asegurarse de los hechos, y volvió a mirar a Gloria.

—Se rechazan los cargos —exclamó con voz ronca, y dio un martillazo en el escritorio—. El caso siguiente.

VIII

Gloria llegó al trabajo a la mañana siguiente radiante de felicidad.

—Me has convertido en una celebridad, Henry —le dijo—. En el autobús, esta mañana, tres personas me reconocieron. Mi fotografía aparece en todos los periódicos.

—Vas camino de la fama y espero que de la dicha —manifestó Henry—. Quisiera poder decir lo mismo de mí.

Gloria se mostró instantáneamente preocupada.

—¿La señorita McGuire?

—Después de lo de ayer, no volverá a hablarme nunca más. ¿Te importaría si te hiciera una o dos preguntas, Gloria?

—Claro que no. Adelante.

¿Recuerdas cuando me llamaste esa noche, acerca de la sobrecubierta de mi libro y te dije que no lo iba a escribir?

—Claro. Estaba muy decepcionada.

—¿Se lo contaste a alguien más?

—A nadie más que a mi hermana, Maria.

—¿La que está casada con el gran John Fortuna?

Los ojos azules de Gloria se abrieron desmesuradamente.

—Pues, sí. ¿Cómo lo supiste?

—No importa. ¿Pediste a tu hermana que tratara de ver si su marido me podía convencer de escribir Supersemental primero?

—¡Oh, no, Henry! Sencillamente le dije que estaba muy desilusionada —Gloria se interrumpió—. ¿Quieres decir que…?

—Me convencieron de que escribiera el libro, sí.

—Pero ¿cómo? No pudieron obligarte a hacerlo.

—La señorita McGuire sufrió un accidente casi fatal en el metro a la tarde siguiente. Alguien la empujó, haciéndola caer del andén sobre las vías, y un hombre la sacó de allí justo antes de que llegara el tren.

—¡Ay, Henry! No creerás que yo… Pero sí que lo creíste, ¿verdad? —Gloria se sentó de golpe—. Ahora recuerdo que te comportaste de un modo extraño cuando llegué esa mañana y te dije que Greg Annunzio me había avisado que necesitabas una secretaria.

—Al principio pensé que estabas metida en todo esto —reconoció Henry—. Pero cuando resultaste ser una secretaria tan buena…

—Maria debió de hablar con John y él hizo que dos de sus chicos simularan el accidente.

—Creo que eso es exactamente lo que ocurrió. Por cierto, Annunzio fue a la cárcel ayer y ofreció ayudarnos a salir, pero no se lo permití.

—¿Por el incidente en el metro?

—En parte, pero, sobre todo, porque me pareció que no nos haría bien a ninguno de los dos que Annunzio nos defendiera, puesto que se sabe que tiene relaciones con tu cuñado…, sin ánimo de ofenderte, por supuesto.

—¡Esa tonta de Maria! Siempre está armando líos. ¡Ya le he dicho varias veces que no se meta en mis asuntos! —exclamó enfurecida Gloria—. Sólo la llamé aquella noche porque estaba tan desilusionada y quería que supiera que yo era capaz de tener relaciones con un hombre tan agradable y educado como tú, Henry…, un autor de bestsellers y todo eso.

—Gracias, Gloria.

—¿Estás seguro de que no me guardas rencor por lo ocurrido?

—Por supuesto que no.

—¿Ni por lo que ocurrió ayer por la tarde tampoco?

—Eso lo organizó Patty O’Flynn.

—Bueno: sí que sabe organizar las cosas…, excepto la redada, claro.

—Estoy casi seguro de que sabía también cómo manejar eso. Lo averiguaré cuando la vea de nuevo.

Henry logró hablar por teléfono con Patty O’Flynn poco antes de las cinco de la tarde.

—Tengo que ajustar cuentas contigo —le dijo a Patty.

Ajustémoslas con una copa en el Luis XIV… dentro de media hora en el bar. Sabes dónde está, ¿verdad?

—Debería saberlo. Allí le vendí mi alma a Barney Weiss y, desde entonces, no he tenido más que problemas.

—La clase de problemas que has tenido no debería desperdiciarse en hombres jóvenes. Nos veremos en el Luis XIV.

Henry se encontraba sentado a una mesa, comiendo cacahuates, cuando, según su costumbre, Patty O’Flynn llegó como un pequeño huracán.

—¿Cómo está Gloria? —preguntó Patty.

—Muy bien.

—Espero que no se resfriara al estar expuesta a los elementos tanto tiempo, la otra tarde.

—Gloria tiene la constitución de un buey…; supongo que sería más apropiado hablar de la de una vaca.

—Tú deberías saberlo, Henry. ¿Qué es lo que te pasa?

—Esa redada de ayer… fue organizada adrede, ¿verdad?

—¿Estás diciendo que yo puedo manipular a la policía de Nueva York?

—Si te lo propusieras, podrías poner un candado en las puertas del paraíso y organizar una manifestación en el exterior para que allí hubiera un departamento de música soul.

—¡Ay, Henry! ¡Qué cosas tan amables dices!…

—Nada de darme coba. Lo organizaste tú, ¿verdad?

—Bueno: la verdad es que me encargo, gratis, de la publicidad del baile anual de caridad de la Orden Fraternal de la Policía, por lo que los chicos de azul me lo agradecen, naturalmente.

—¿Qué era lo que esperabas que ocurriera?

—La idea era que metieran a Gloria en chirona un tiempo, pero tú decidiste actuar como Lanzar…

—Y me comporté como un tonto —le reprochó Henry con amargura.

—Fuiste muy gentil, aunque todo pareciera una escena sacada de El regreso de Lanzarote, filmado por Aldo Palmieri. Logramos que salierais en la primera plana de los periódicos de todo el país, y no hablemos de las revistas Newsweek y Time. ¿Leíste lo que decía de ti Willy la Dilly?

—Sí. Igual hubiera podido ponerme en una cuadra, como cualquier otro semental. Por cierto, ¿qué tiene contra mí?

—Nuestra Wilhelmina es una ardiente defensora de los derechos femeninos, así que cualquier hombre que haga que las mujeres se desmayen como lo haces tú se convierte automáticamente en un enemigo natural.

—Nunca he hablado con esa mujer, salvo en la conferencia de prensa —protestó Henry, pero Patty hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Para ser el amante más famoso del mundo, eres increíblemente ingenuo, cariño.

—Siempre hay alguien que me dice eso o que me llama bobo. ¿A qué te refieres esta vez?

—Las mujeres como Willy Dillingham son naturalmente competitivas, cuando de hombres se trata. Hablando francamente, Henry, está ansiosa por participar en la acción.

—¡Dios mío! Salen de la madera, como termitas.

—Después de lo de ayer por la tarde, eres un hombre marcado. Si ese impermeable con el que tratabas de envolver a Gloria hubiera sido unos centímetros más corto, probablemente hubiéramos logrado aparecer hasta en el Wall Street Journal. Me enteré que esta mañana las acciones de London Fog, el fabricante de impermeables, subieron dos puntos y medio en la bolsa.

—Por favor, no estoy para bromas.

—¿Cómo quieres que no haga bromas al referirme a la mina de oro a la que te estás pegando? Barney Weiss me dijo esta mañana que, de todos los rincones del país, las librerías están enviando telegramas con pedidos por adelantado y que el Publisher’s Guild ha añadido diez mil dólares a la garantía. Si esa clase de éxito te molesta, Henry, debería ocurrir a diario.

—Es sólo que no estoy muy acostumbrado a que me consideren como un maniático sexual.

—Pero un maniático sexual gentil, Henry…; uno al que ninguna mujer se puede resistir. Siento no haber podido estar en el tribunal ayer, para escuchar tu galante defensa de Gloria, pero Calvin Peebles y yo hemos trabajado juntos en algunas galas de beneficencia de la Orden Fraternal de la Policía. Es generalmente juez en los concursos de belleza porque tiene buen ojo para la hermosura femenina, pero, si me hubiese visto allí, habría sospechado. Sin embargo, lo hiciste muy bien; me dicen que fuiste muy teatral cuando abriste ese impermeable y le enseñaste a Peebles la razón por la cual Dios creó a la mujer.

»Por cierto —añadió Patty—, debido a lo ocurrido ayer, Aldo me ha contratado para promocionarle también la película, lo que me obligaría a trabajar mucho con él.

—Has hecho un trabajo tan bueno con esto de la conferencia de prensa que quiero que hagas algo por mí —le pidió Henry.

—Tú dirás.

—Todo esto empezó realmente porque hace años que estoy enamorado de Selena McGuire. Sin embargo, después de lo que ha ocurrido últimamente, se necesitará tu truco más poderoso para lograr que vuelva al punto de partida.

—Por lo que he oído decir de Selena, si en algún momento te deja volver al punto de partida, a la larga ganarás el juego. Es del tipo serio…, de las que se casan.

—Pero me ha sacado de su vida para siempre.

—Entonces, ¿por qué regresar, cuando te va tan bien fuera de corral?

—Ya te dije que no estoy hecho para ser un símbolo sexual.

—Quizá no, pero tu imitación es la mejor que he visto nunca. Espera a que se publique el libro y que comiencen a afluir los derechos de autor; algunas mujeres pueden resistirse a un hombre apuesto y sensual…, aunque no pude nunca entender por qué…, y otras…, las tontas…, pueden resistirse a los millonarios. Pero casi nadie que lleve faldas puede resistirse durante mucho tiempo a la combinación de ambos.

—Selena sí puede…

—Eso, lo dudo —manifestó Patty—. Con tu récord es seguro que ganarás la próxima carrera, Henry. Lo único que tienes que hacer es esperar y llegar a la meta en el momento adecuado. Entretanto, no te duermas sobre tus laureles.

—La idea en sí comienza a repugnarme.

—Pide a tu amigo, el doctor Schwartz, que te recete belladona, pues. Si tu estómago empieza a revolverse, todo tu cuerpo y tu mente podrían rebelarse también. Y entonces todos tendríamos problemas.

IX

Cuando faltaban unas dos semanas para terminar Supersemental, Henry se enfrentó a un bloqueo mental que interrumpió repentinamente la narración. Pasaron cuatro días sin que su normalmente fácil pluma produjera nada, y entonces llamó a Harry Westmore.

—No puedo pensar en nada nuevo que escribir —se quejó cuando contestó el agente.

—No necesitas nada nuevo, Henry, sólo nuevas formas de describir lo mismo.

—Ya se me acabaron ésas también.

—¿No te puede ayudar Gloria?

—Ya hizo todo lo que sabe hacer.

—Entonces, realmente es un problema —manifestó el agente—. ¿Por qué no tomas unos días libres?

—Acabo de decirte que llevo cuatro días en blanco.

—Esos bloqueos son siempre psicológicos —aseguró Westmore—. ¿Tienes idea de cuál es la raíz del problema?

—Sé exactamente cuál es la raíz. Todavía no encuentro la forma de reunir a Bart y a Leonora al final del libro.

—Supongo que tampoco lo estás logrando con Selena.

—Ni siquiera quiere hablar conmigo.

—Siento recordártelo, Henry, pero al gran John Fortuna no le gustará que no termines el libro a tiempo.

—Con eso, sólo logras empeorar la situación, Harry.

—Por cierto, Barney cree que hay muchas posibilidades de convertir a Gloria en otra Marilyn Monroe. Va a pedir a Palmieri que le haga una prueba cinematográfica.

—Me alegro por Gloria.

—Sin embargo, eso empeorará las cosas para ti. Si el libro fracasa, Palmieri se echará probablemente atrás en lo de la prueba para Gloria, y a la esposa de Fortuna no le va a gustar ver frustrada a su hermanita.

—Bueno, ¿y qué puedo hacer?

—Encuentra algo en qué ocuparte, que no sea escribir. ¡Espera! Tal vez tenga la solución. ¿Por qué no vas al Baile de Artistas y Modelos mañana por la noche? El Bart que llevas dentro de… sobre… ti, debería encontrar allí muchos «temas» de inspiración.

—Ya tengo suficientes problemas tal como están las cosas. Si las mujeres se ponen tan poquita ropa en este baile como en el baile al que fui hace unos años…

—Se ponen menos ropa…, si eso es posible.

—Entonces es probable que acabe otra vez ante el juez Peebles.

—Las cosas podrían ser peores, pero ya hemos explotado bastante esa mina, por lo que más vale dejarla como último recurso. —Harry parecía más animado en ese momento—. Te diré lo que voy a hacer: voy a pedir a Patty que te envíe un par de entradas con un mensajero. Entretanto, puedes llamar a Selena y averiguar si quiere ir contigo.

—¿Y que me vuelva a dar otra vez con la puerta en las narices?

—Lo dudo. Selena es una mujer, lo que significa que daría cualquier cosa por ir a ese baile con un símbolo sexual masculino, aunque pretenda haber renunciado a ti durante la cuaresma. Voy a llamar a Patty y le pediré que te envíe las entradas. Se encarga siempre de la publicidad para el baile, así que no tendrá problemas en conseguir un parde entradas. Lo único que debes hacer es llamar a Selena en seguida y concertar la cita, para que tenga tiempo de ir a la peluquería.

Gloria había salido, pero regresó poco tiempo después de que Harry colgara.

—Estaré lista para trabajar en unos minutos, Henry —dijo—. Sólo dame tiempo para quitarme la ropa.

—No te molestes, Gloria. No encuentro la forma de reunir a Bart y a Leonora.

—En una ocasión, leí un cuento en el que al final no se sabía si el protagonista se casaría con la chica o si se lo comería un tigre.

—Ése es un cuento corto muy famoso, llamado La dama o el tigre.

—¿No podrías dejar que el lector elija su propio desenlace?

—No funcionaría para una película.

—No, supongo que no. Pero siempre puedes cambiar el final del libro poco antes de que lo impriman, si piensas en algo, ¿no?

—Probablemente. Lo más importante en este momento es saber lo que hará tu cuñado si resulta que no puedo acabar el libro.

—¡Ay, Dios mío! —Gloria abrió desmesuradamente los ojos—. El tendría que ser el tigre, ¿verdad?

—Lo que estoy preguntando es: ¿lo sería?

—Mi hermana está muy orgullosa de que yo aparezca en la sobrecubierta y todo eso. Les ha estado contando a sus amigos que van a invitarlos, a ella y a John, al estreno de la película.

—Lo que significa que no les gustaría que el libro se retrasara.

—Me temo que no, Henry. ¿Recuerdas lo que ocurrió antes?

—Lo recuerdo. Supongo que tendré que salir de esta situación como mejor pueda.

—¿Vas a trabajar más hoy?

—No. ¿Por qué?

—Porque Barney Weiss me va a llevar al Baile de Artistas y Modelos mañana por la noche. Yo iba a ir de Eva, pero no pudimos encontrar nada que sostuviese las tres hojas de parra que tendría que usar, salvo ese pegamento ultrarrápido que te arranca la piel cuando tratas de quitar lo que pegaste con él.

—¿Qué vas a hacer, entonces? —preguntó Henry.

—¡Oh! Puedo pasar con un sostén y bragas de malla, como los que usan las que hacen striptease. La gente que fabrica los disfraces coserá las hojas sobre el sostén y las bragas y, de lejos, no se notaría que hay algo debajo de las hojas. Pero tengo que ir a que me lo prueben, para asegurar que las hojas estén en el lugar adecuado.

—Eso es evidente —dijo Henry—. Harry Westmore y Patty O’Flynn desean que lleve a Selena, pero no creo que ella quiera ir.

—Tiene que odiarte mucho más de lo que creo que te odia para no ir —aseguró Gloria.

El teléfono sonó poco después de que Gloria se marchara. Era la secretaria de Harry Westmore que le indicaba que un mensajero ya había salido de la oficina de Patty O’Flynn rumbo al apartamento de Henry, con dos entradas para el Baile de Artistas y Modelos. Henry encontró media docena de excusas para no llamar a Selena, pero cuando vio que no valían nada, marcó finalmente el número de Bennett Press.

—Habla Henry —anunció cuando Selena contestó.

—¿Y cuál es la otra mala noticia? —preguntó Selena con frialdad, pero sin colgar.

—Tengo un par de entradas para asistir al Baile de Artistas y Modelos mañana por la noche.

—¿Y bien?

Algo le dio a Henry la impresión de que Selena no se había sorprendido.

—Veamos: ¿quién te dejó plantado en el último momento? —preguntó Selena.

—Nadie. ¿Por qué?

—Veinticuatro horas es poco tiempo para invitar a una chica a un baile de disfraces.

—Acabo de enterarme de que Patty O’Flynn me podía conseguir las entradas. ¿Irás conmigo?

—Si, a pesar de que no me parece sensato…, y regresaremos a casa inmediatamente cuando se haya terminado.

—Si quieres, regresaremos a casa antes de que termine.

—Más vale que entiendas esto desde un principio: cuando se acabe el baile, me llevarás a mi apartamento y regresarás directamente al tuyo.

—Si así lo quieres.

—¿Qué te hace pensar que querría otra cosa? Después de todo, sólo me puedes presionar hasta cierto punto y no más.

—No sé de qué me hablas, cariño, pero me alegra tanto que vayas conmigo que ni siquiera me preocuparé por eso.

—Por cierto, ¿qué tipo de disfraz vas a llevar?

—¿Cómo voy a saberlo? Hace apenas cinco minutos que me invitaste.

—Estarás hermosa, sea lo que sea. Pasaré por ti alrededor de las diez, mañana por la noche. ¿Tienes alguna sugerencia para mi disfraz?

—Tengo una perfecta.

—¿Qué es? —Píntate una raya blanca en la espalda y ve de zorrillo[14].

X

Selena estaba lista cuando Henry llegó a su apartamento en Grammercy Park. Sobre el disfraz llevaba un largo abrigo blanco, abotonado desde el cuello hasta los pies, por lo que Henry no pudo adivinar en qué consistía el disfraz.

Como ése era el bal masqué más importante del año, ya se habían alquilado casi todos los disfraces masculinos de Nueva York antes de que Henry empezara a buscar. Lo mejor que pudo encontrar en una tienda de Lexington Avenue fue el de un sátiro, con un par de flautas colgándole del cuello y pequeños cuernos que salían del casco que le cubría la cabeza. Los pantalones, que representaban el trasero de un macho cabrío, le apretaban un poco, pero Henry esperaba poder sobrevivir a la velada sin que se rompieran. Llevaba el pecho desnudo.

—Al menos tu disfraz va con la realidad —fue el saludo de Selena—. Pero te aseguro que eres el sátiro más pálido que he visto.

—Estuve en el hospital más de un mes —protestó Henry—, y no podía broncearme en veinticuatro horas.

Selena lo miró de arriba abajo con una evidente falta de entusiasmo.

—Probablemente no sirva de nada, pero tal vez pueda darle un poco de color a esa tez blanca encima de esos pantalones tan locos y tan estrechos. ¿Cómo te los pusiste, por cierto?

—Con mucho talco y un calzador. Si se me olvida y me doblo demasiado rápidamente, tendremos que marcharnos como si estuviéramos en un penal, encadenados el uno al otro por los pies.

—Ésa es una perspectiva repugnante —exclamó Selena y desapareció en el cuarto de baño.

Salió de inmediato con un frasco en el cual se veía la etiqueta de una conocida marca de loción bronceadora que garantizaba al usuario que, en una hora, tendría un bronceado similar al que obtendría tras seis semanas en Miami. Se puso un par de delgados guantes de goma, de los que se usan para teñirse el cabello, y empezó a esparcir la loción por la espalda de Henry.

—Estate quieto —ordenó, cuando Henry se estremeció de placer al sentir sus dedos sobre su piel—. No podrás acercarte a mí en toda la velada, porque la loción podría pintarme, por lo que más vale que no comiences a imaginarte cosas.

—Siempre me imagino cosas cuando estoy contigo, cosas como amor, matrimonio, niños…

—Intercambio de esposas, persecución de mujeres. No escogiste este disfraz conscientemente; fue tu subconsciente el que lo hizo.

—Tú eres, lo único que quiero —protestó Henry.

—¿Y qué has hecho para merecerme? Me traicionaste al escribir ese libro para Barney Weiss.

—Selena, tuve que hacerlo.

—Dame una sola razón válida… después de prometerme que no lo harías.

—No te lo puedo explicar; pero cuando haya terminado el libro y lo leas, entenderás el porqué.

Selena se encogió de hombros y con ello produjo un extraño ruido, como de piezas metálicas rozándose, dentro del largo abrigo. Impulsivamente, Henry alargó el brazo para abrir el abrigo y ver qué ocultaba, pero Selena le dio un manotazo y alejó su mano.

—¡Quieto, sátiro! Me coaccionaron para que aceptara tu invitación, pero eso no te da derecho a manosearme.

—¿Qué quieres decir con eso de que te «coaccionaron»?

Selena no contestó. Se limitó a dar un paso hacia atrás para observar lo que había hecho.

Supongo que con eso bastará. Al menos ya no pareces un pez metido en la piel de la parte inferior de un macho cabrío.

—Quiero saber lo que significa eso de que te «coaccionaron» —insistió Henry mientras Selena guardaba la loción bronceadora y se quitaba los guantes de goma.

Selena dio media vuelta y se enfrentó a Henry, sus mejillas súbitamente arreboladas y sus ojos chispeantes de indignación. A Henry no le había parecido nunca tan hermosa ni tan deseable.

—No trates de engañarme, Henry Walters. Como si no supieras que Nick Darby me regañó antes de que llamaras y me amenazó con degradarme, con dejarme en simple lectora, si no cooperaba contigo en todo.

Henry se animó.

—¿En todo?

—Excepto lo que estás pensando.

—¿Y tú creíste que yo pedí a Nick que lo hiciera?

—Sé que puedes ser muy tortuoso.

Selena lo examinó durante un rato.

—¿Me estás diciendo que no lo hiciste?

—Hace más de un mes que no he visto a Nick ni he hablado con él. Sabes que no te he mentido nunca, Selena.

—Lo hiciste en una ocasión…, cuando me dijiste que los stingers eran suaves.

—¡Vamos, Selena! Eres bastante mayorcita para no salirme con eso. Lo que ocurrió realmente en esa ocasión fue que sentiste compasión por mí porque Bennett Press acababa de rechazar Supersemental.

—Bueno…, tal vez sí. Pero no era necesario que anduvieras por ahí como macho en celo, que es lo que has estado haciendo últimamente.

—Ese no es mi yo verdadero, cariño. Es el demonio de Bart Bartlemy que heredé con el trasplante.

—¿Esperas de verdad que te crea?

Yo lo creo y tú amigo, el doctor Schwartz, está casi de acuerdo conmigo.

—Quizá fui injusta contigo —concedió Selena con renuencia ante la obvia sinceridad de Henry—. Pero si no pediste a Nick Darby que me presionara para lo de esta noche, ¿quién lo hizo?

—Me inclino a creer que fue Harry Westmore. Tengo problemas con el libro y él sugirió que te llevara al baile para olvidarme del trabajo. Sabía que te iba a llamar; así que debió de llamar primero a Nick para asegurarse de que no me colgaras el teléfono.

—¿Me estás diciendo la verdad, Henry?

—Te lo juro.

Y, acto seguido, Henry se cruzó el pecho con los dedos, gesto típico de afirmación de veracidad de los niños exploradores. Por desgracia, marcó una X blanca, pues la loción bronceadora no se había secado.

—¡Mira lo que has hecho!

Selena tomó un pañuelo desechable y esparció loción sobre las líneas blancas, pero con mucha más suavidad que cuando le cubría la espalda. De hecho, parecía ser casi una caricia.

—Sea lo que sea lo que llevas bajo ese abrigo, acaba de hacer un ruido metálico otra vez —dijo Henry—. ¿Te molestaría decirme lo que es?

—Una armadura donde la necesitaría… ¿Qué más podía ser? ¿Crees que iría a algún lugar contigo sin protección?

XI

El Arsenal de la Guardia Nacional estaba atestado de gente con todo tipo de vestimenta —la mayor parte muy escasa—. Henry entregó a la joven encargada del guardarropa las entradas y el abrigo ligero que llevaba sobre su disfraz. Sin embargo, Selena no se quitó el largo abrigo.

—Me voy a empolvar la nariz —declaró—. Entregaré el abrigo cuando regrese. ¿Por qué no nos consigues unas copas?

Henry tardó unos quince minutos en comprar dos stingers en la barra, alrededor de la cual había una multitud. Durante todo ese tiempo no dejó de preguntarse en qué podría consistir realmente el disfraz de Selena. Como todos llevaban máscara, era difícil reconocer a alguien, y Henry buscaba a Selena cuando una bailarina turca le quitó una de las copas; la bailarina llevaba unas placas metálicas sobre los pechos, que sólo ponían de relieve lo que debían cubrir, y una faja asombrosamente diminuta debajo de un pantalón bastante diáfano.

—¡Oiga! —gritó Henry, tratando de recobrar la copa—. Esto no es…

Se interrumpió de pronto, al darse cuenta de que la bailarina no era otra que Selena.

—Estás casi desnuda —balbució—. No me gusta que mi prometida ande por ahí desnuda.

—Estoy protegida. La faja es, en realidad, un cinturón de castidad.

—No lo creo. Esas cosas desaparecieron en la Edad Media.

—Dame tu reloj.

Henry se quitó el reloj de la muñeca y, cuando Selena golpeó con él la diminuta faja, se oyó un sonido inconfundiblemente metálico.

—¿Cómo haces para que esa cosa no se te caiga? —preguntó.

—Alrededor de la pretina hay unas pequeñas gomas de succión, pero tengo que ir con cuidado.

—De todas formas, no me gusta. Estás exhibiendo demasiado.

—Creo recordar que no te molestó cuando, en otra ocasión, exhibí considerablemente más que ahora.

—Eso fue distinto. No teníamos público.

Selena bebió su stinger; parecía que no recordaba que tres de esas bebidas habían puesto en marcha la sucesión de acontecimientos que terminaron, unas dieciocho horas más tarde, con su marcha enfurecida y precipitada del apartamento de Henry, después de que Gloria se presentara buscando sus pendientes.

—Gloria anda por aquí —le dijo Henry—. Dijo que se disfrazaría de Eva.

—Igual que la mitad de las mujeres presentes…, pero estoy segura de que la reconocerás.

Una Brunilda pasó frente a ellos, dio media vuelta y regresó.

—¡Vaya! Si es el supermacho en persona —exclamó Wilhelmina Dillingham—. ¡Y con un disfraz muy adecuado! Bart llevaba uno igual en la película La búsqueda del sátiro. Henry oyó que Selena bufaba a su lado, pero Willy la Dilly prosiguió imperturbable: Estoy segura de que ya sabe la suerte que tiene, señorita McGuire, al tener a su disposición unas capacidades masculinas tan notables.

—¿Cómo es ella en la cama? —preguntó Selena, con furia contenida.

—¿Y cómo lo voy a saber? No he estado nunca más cerca de ella de lo que estamos ahora. —Y añadió—: Pero te puedo decir una cosa; no sería maravillosa…, como tú. Tú eres todo lo que un hombre puede pedir en una mujer.

—¿Una dama en el salón, un Cordon Bleu en la cocina y una ramera en el dormitorio?

—Una ramera no…, una mujer sensual —protestó Henry—. Existe una diferencia.

—No me vengas con cuestiones semánticas en este momento. Tengo que ir al lavabo otra vez, para arreglar esta faja; me está matando.

—¿Es realmente un cinturón de castidad lo que lleva la señorita McGuire? —preguntó la chica del guardarropa, mientras Henry esperaba.

—Eso dice.

La chica le sonrió cálidamente.

—Es un poco tarde para encontrar un cerrajero a esta hora de la noche, pero, si he de creer lo que he leído sobre usted, señor Walters, estoy segura de que se las arreglará.

En el lavabo, Selena se ajustó la faja para sentirse un poco más cómoda. Cuando estaba a punto de terminar vio por el espejo que entraba una rubia cuya cara le pareció conocida, pero la máscara ocultaba el rostro de la mujer, aunque su disfraz, compuesto de tres hojas de parra, ocultaba muy poco del resto de su cuerpo. Selena siguió ajustando su faja, hasta que habló la rubia.

—¿Usted es Leonora? —exclamó la rubia.

—¿Disculpe? —preguntó Selena con cierta rigidez.

—La reconocería en cualquier lugar —dijo Gloria.

—Lo siento, pero mi nombre es Selena McGuire.

—Lo sé, señorita McGuire, pero en el libro de Henry usted es Leonora. He mecanografiado ese nombre tantas veces en el último mes que ya sólo la conozco a usted así.

La boca de Selena se abrió.

—¿Usted es…?

—Gloria, la secretaria de Henry; yo tampoco la reconocí con ropa puesta. —Gloria se echó a reír—. Y no es que ninguna de las dos llevemos mucho encima, ¿verdad?

Selena estaba demasiado aturdida para percatarse de que Gloria trataba de ser amistosa.

—Me temo que nunca la he visto desnuda antes —dijo Selena.

—Bueno: eso nos pone en igualdad de condiciones —contestó Gloria, todavía riéndose—. Cuando salí del apartamento ayer por la tarde, Henry no creía que usted viniera, pero le dije que ninguna chica rechazaría la oportunidad de asistir al Baile de Artistas y Modelos.

—¿No trabajó hoy?

Gloria negó con la cabeza.

—A Henry se le secó la fuente de inspiración.

—¡Qué desgracia!

Gloria frunció el ceño ante el sarcasmo de Selena.

—¿No le molesta eso?

—¿Debería molestarme?

—Es casi lo peor que podría sucederles a ambos.

—Le aseguro que lo que le ocurra al señor Walters no me interesa en absoluto —repuso airadamente Selena.

—¿Quiere decir que no está enamorada de él?

En lugar de contestar, Selena preguntó:

—¿Lo está usted?

—¡Cielos, no! No podría esperar nunca que alguien tan refinado como Henry se enamorara de mí. No estoy a su nivel.

—Parece estar muy encariñada con él.

—Y ¿por qué no? —preguntó indignada Gloria—. Me permitió posar para sus investigaciones, ¿verdad? ¿Y para la sobrecubierta del libro? Es muy probable que vaya a Hollywood dentro de poco…, y todo gracias a Henry. Pero es a usted a quien él realmente ama; esas otras mujeres… y yo… no significamos nada para él.

—Según lo que he oído decir, el señor Walters ha imitado muy bien eso del significado.

—¡Bah! Esas son sólo investigaciones —aseguró Gloria—. Lo importante ahora es que si no puede ponerse a escribir de nuevo, Leonora y Bart…, quiero decir usted y Henry… tendrán graves problemas.

—¿Cómo puede afectarme lo que le ocurra a un personaje de un libro que está escribiendo?

—Porque usted es ese personaje. Todo lo que ocurre entre usted y Henry entra a formar parte del libro…, sólo que es entre Bart y Leonora, la heroína. Y debería leer las descripciones que hace de usted; es casi como si estuviera pintando un retrato, hasta la marca de nacimiento color fresa en su trasero. Cuando se publique el libro, todas las mujeres del país desearán estar en su lugar.

—¡Todas las mujeres excepto yo! —espetó Selena.

Al darse cuenta de que Henry había utilizado la parte íntima de su relación, describiéndola en el libro, la ira fue apoderándose de ella.

—¡Oiga!… —protestó Gloria, pero Selena ya había salido del tocador, dando un sonoro portazo.

Gloria hizo el ademán de seguirla, pero se detuvo y se encogió de hombros.

«Pobre Henry —pensó—. Cualquiera que sea el final del relato ahora, parece que acabará con un tigre».

XII

La gente seguía llegando en tropel al arsenal y pasando frente al lugar donde Henry esperaba a Selena. Entre ellos se encontraba un alto Mefistófeles y una esbelta Bo Peep envuelta en una muselina blanca con puntitos en relieve, casi transparente, sobre un taparrabo y dos enormes lunares que cambiaban incesantemente de lugar, revelando así un interesante desarrollo mamario. Esta última pasó frente a Henry, dio media vuelta y regresó a donde éste seguía esperando, cerca de la entrada principal.

—¿Eres tú, Henry?

—Henry reconoció la voz de Elena Hartsfield.

—En persona —aseguró Henry— y en una piel de macho cabrío.

—Quisiera presentarte a Arthur Coneyman. —Elena se volvió hacia su acompañante—. El señor Henry Walters, el famoso autor.

—Encantaaado.

—El alto Mefistófeles se inclinó, pero, como estaba evidentemente ya bastante ebrio, perdió un poco el equilibrio.

—¿Dónde está su… rebaño?

—En el tocador —informó Henry—. Me sorprende que Rashid te haya soltado esta noche, Elena.

—No le gustó y estará enfurecido cuando regrese —explicó Elena con una sonrisa.

Selena salió del tocador a tiempo para oír la última parte del intercambio y, por las chispas de sus ojos, Henry se dio cuenta de que algo había ocurrido en el tocador.

—Tráeme mi abrigo, Henry —ordenó Selena—. ¡Nos vamos!

—Pero si apenas va a comenzar lo divertido —protestó Elena.

—Ya se acabó para el cabrón de mi amigo —comunicó Selena con frialdad.

Elena se echó a reír.

—Según lo que he estado leyendo, debería decir más bien macho cabrío.

—Vamos, Henry. A menos que pienses quedarte.

Selena dio media vuelta bruscamente y estaba abriéndose paso entre las oleadas de gente que seguían entrando en el arsenal cuando Henry la alcanzó, cargando los abrigos que habían llevado sobre sus disfraces.

—¿Cuál de tus amantes era ésa? —inquirió Selena.

—Elena Hartsfield es una vecina. Saca su gato a pasear en el parque cada día.

—¿Y todavía no la has invitado a tu apartamento para que se eche una siesta y unos stingers contigo? Estás perdiendo el tino.

Ya se encontraban en el exterior y Selena hacía como si Henry no estuviera allí.

—¿Podría conseguirme un taxi, por favor? —pidió al portero.

—No necesitas ser grosera sólo porque me encontré con una o dos amigas en el arsenal —farfulló Henry.

—Parece que éste es mi día para encontrarme con tus examantes. Había otra en el tocador.

—Seguramente era Gloria; la vi entrar. ¿Qué fue lo que dijo que te molestó tanto? Sólo que le estás diciendo a todo el mundo cómo yo… —Selena se atragantó.

—No es así en absoluto, cariño…

—No me llames cariño. Deseo no verte más.

—Es probable que podamos lograr tu deseo. —La paciencia de Henry llegó a su fin, pero lamentó de inmediato sus palabras—. Lo que quiero decir es que… ¡Al diablo! ¡No sirve de nada!

El trayecto estuvo cargado de un furioso silencio, hasta que el taxi se detuvo ante el inmueble de Selena, en Grammercy Park. Selena abrió la portezuela por su lado, antes de que Henry pudiera salir por el suyo.

—No te molestes en subir conmigo —le espetó—. Ni trates de verme otra vez.

Como sabía que sólo empeoraría las cosas, Henry no intentó seguirla, pero su conciencia no le permitía irse sin asegurarse de que estuviera en casa, sana y salva.

—Espéreme —le pidió al taxista y cruzó al otro lado de la calle, desde donde podía ver las ventanas del apartamento de Selena. Cuando vio que se encendía la luz de su dormitorio y que, al poco rato, se cerraba la persiana, regresó al taxi, entró y cerró la puerta.

—Quinta avenida con calle Nueve —empezó, pero cambió de parecer—. Al arsenal —pidió al taxista y se reclinó contra el respaldo, muy consciente del perfume de Selena que todavía impregnaba el vehículo y convencido de que ése sería, probablemente, el último recuerdo que tendría de ella.