El doctor Isadore Schwartz era un hombre alto que se parecía enormemente a Abraham Lincoln. Con sólo mirar la cara sonriente del médico, Henry se sintió mejor.
—Hace bastante tiempo que admiro sus escritos, señor Walters. —Con un gesto, Schwartz indicó a Henry que se sentara; no había sofá en la pieza—. La señorita McGuire dijo a mi secretaria que tenía usted algunas dificultades, pero no me di cuenta de cuál podría ser el problema hasta anoche, cuando leí los periódicos. No asistí a la presentación del doctor Sang ante la academia, pero, por lo que dice el periódico, me parece que el trasplante ha sido, en términos anatómicos, un gran éxito.
—En términos anatómicos, sí —reconoció Henry—. Falta ver lo que ocurrirá en términos funcionales. Tal vez sea mejor que le cuente toda la historia.
—Creo que ésa es una buena idea.
El doctor Schwartz puso en marcha la grabadora que se encontraba sobre el escritorio.
—Supongo que eso es todo —manifestó Henry cuando hubo terminado su relato—. Hace una semana que trato de empezar el primer borrador de Supersemental, pero no llego a nada.
¿Ha padecido bloqueos parecidos anteriormente?
—Ocasionalmente. Todos los escritores los padecen.
—¿Qué le hace pensar que éste no pasará, como los otros?
—Creo que lo que me preocupa realmente es lo que dijo Wilhelmina Dillingham en su artículo —reconoció Henry—. Bart tenía una gran reputación entre las mujeres y, antes de que yo pueda escribir una novela acerca de él, tengo que hacer muchas de las cosas que él hizo.
El doctor Schwartz pareció sorprenderse:
—Creería que esa…, digamos, investigación… le habría causado ilusión, placer, incluso curiosidad. Lo único que necesita ahora es tener una serie de aventuras románticas en nombre de la investigación…, si eso puede tranquilizar su conciencia…, y escribirlas en forma de narrativa de ficción. Y, como escribe mucho mejor que la mayoría de los autores que están consiguiendo fortunas con la ficción sexual, debería conseguir ingresos aún más importantes.
—Pero es a Selena…, la señorita McGuire…, a quien quiero, no a un montón de otras mujeres.
—Por extraño que le parezca, existen fuertes similitudes entre la economía y el matrimonio, señor Walters. El hombre al que quieren otras mujeres obtiene generalmente a la que él quiere. O, para ponerlo en términos sencillos, generalmente, cuando él está en oferta limitada, por causa del incremento de la demanda, el ardor de la mujer que él desea de verdad se incrementa.
—¿Está diciéndome que debería ir tras otras mujeres?
—¿No es ése el sueño de todos los vigorosos varones norteamericanos?
—Bueno…, sí.
—En su caso, me parece que tiene una excelente oportunidad de ganarse a la joven de su elección mientras se lo pasa en grande… y, al mismo tiempo, escribir una novela muy vendible.
—A condición de que su tratamiento consiga que yo sienta confianza en mi capacidad, sin que me muelan a palos como me ocurrió ayer en el metro.
—Creo poder hacer eso, señor Walters, y estoy seguro de que podemos lograr que desaparezca su bloqueo mental. Después de todo, tiene usted ahora todo el «equipo» que necesita un gran amante.
Henry se animó.
—Y Selena no podrá reprocharme nada, pues eso de que investigara el tema y también de que yo viniera a verlo a usted fueron ideas suyas. Doctor, creo que ha dado usted en el clavo. ¿Cuándo empezamos?
—Ahora mismo, señor Walters.
El doctor Schwartz pulsó un interruptor al lado de su asiento y la pieza se oscureció cuando unas persianas, accionadas mecánicamente, cubrieron las ventanas. Unos segundos más tarde, tras la pulsación de otro interruptor, apareció una vibrante bola de luz en la pared, detrás del hombro izquierdo del psiquiatra.
—Haga el favor de concentrarse en la luz —fueron las instrucciones del doctor Schwartz—. Mantenga la vista fija en ella y trate de borrar de su mente todo lo que haya, a excepción de lo que yo le diga.
Eran más de las doce del día cuando Henry salió de la consulta del doctor Schwartz. Las calles estaban atestadas, mayormente de mujeres de todas las edades, tamaños y formas. Sin embargo, nada de eso molestó a Henry; de hecho, se sorprendió al mirarlas sin aprensión, sino más bien con placer y cierta expectación.
En cuanto a lo que había ocurrido cuando el psiquiatra encendió la vibrante luz, Henry no lo recordaba con claridad. Sin embargo, el no saberlo no lo preocupaba, como no le pesaba haberle entregado un cheque por cincuenta dólares a la secretaria del psiquiatra en la recepción. Lo importante era que se sentía como un hombre nuevo, en todos los sentidos; hasta los dolores de la refriega del día anterior habían disminuido. Siguiendo un impulso, entró en un drugstore, metió una moneda en la ranura de un teléfono en una cabina que se encontraba en la parte trasera de la tienda, marcó el número del departamento de editors de Bennett Press y pidió que le comunicaran con Selena.
—¿Qué te parece si comemos juntos? —le preguntó.
—Lo siento, Henry; los del grupo de publicaciones que no son de ficción vamos a tener una comida-conferencia, aquí en la oficina, dentro de diez minutos.
—¿Y si cenáramos?
—Esta noche daré una clase sobre edición, en la Universidad de Nueva York.
—Entonces, ¿qué tal mañana?
—Tendré que decírtelo mañana. Voy a presentar el plan de la novela que resumiste, por fin, a la sección de libros de ficción en la mañana. ¿Viste al doctor Schwartz?
—Acabo de salir de su consulta.
—¿Cree poder ayudarte con tu bloqueo mental?
—Ya lo hizo.
Reinó el silencio durante un momento, y entonces Selena preguntó:
—¿Cómo?
—No sé exactamente lo que hizo, pero, sea lo que fuera, me ha convertido en un hombre nuevo. De hecho, me siento como debió de sentirse Bart en la flor de la vida.
—¿No es un tanto arriesgado eso, tomando en cuenta tu historial clínico?
—El doctor Sang dice que estoy bien y el doctor Schwartz también lo dice. Por cierto, ¿qué te parece si vamos a mi chalet en las Catskills este fin de semana?
Selena se echó a reír.
—Estás realmente muy animado. Te daré mi respuesta mañana, cuando te diga cuál fue la opinión de la sección de libros de ficción.
—Seguramente les interesará tener un super bestseller. Podremos celebrarlo en la cena mañana por la noche.
—Te diré en la mañana si estoy libre o no —le prometió Selena.
Tras una tarde muy productiva con su ordenador/procesador de textos, Henry estaba atravesando la sala de su apartamento, para ir a la cocina, donde pensaba servirse su whisky de las cinco, cuando sonó el timbre de la puerta. Fue a la puerta, la abrió y se encontró con la señorita Gloria Manning que le sonreía cálidamente. Su primer impulso fue cerrar la puerta en las narices de su visitante, pero la señorita Manning colocó previsoramente el pie adentro y Henry tuvo que renunciar a su primera intención.
—Por favor, señor Walters —dijo la chica en tono de ruego—, vine a disculparme por lo de ayer y a entregarle esto.
Cuando ella le enseñó el anillo de graduación que había empezado todo el lío el día anterior, Henry no pudo negarse. Además, como la miraba bajo circunstancias más favorables de las que le fueron permitidas el día anterior, y particularmente con la nueva sensación de confianza en sí mismo generada por la vibrante luz del doctor Schwartz, Henry vio una evidente semejanza entre Gloria Manning y la heroína de muchas de las novelas de éxito actuales, tal como la presentaban en las sobrecubiertas de los libros.
—¿Dónde encontró el anillo? —le preguntó al dejarla entrar.
—Dentro de mi sostén —le confió.
—Estaba a punto de tomar un trago —le informó Henry al aceptar el anillo de graduación y ponérselo en el dedo—. ¿Le apetece acompañarme?
—Me encantaría —repuso su visitante—. Es muy amable por su parte ofrecérmelo… teniendo en cuenta las circunstancias.
—Olvídelo —respondió Henry generosamente.
El mueble central de la cocina tenía una tabla de trabajo que permitía una vista excelente de la sala, por lo que Henry, sin el menor esfuerzo, vio cómo la señorita Manning colocaba su chaqueta en el respaldo de la silla, revelando así que llevaba un jersey de angora sin mangas y bastante ajustado. Ella se sentó en el sofá, cruzó sus soberbias piernas y se instaló cómodamente.
Al preparar las bebidas —whisky doble para ambos—, Henry sintió que su interés por la visitante rubia aumentaba en forma constante, según lo probaba una reacción similar del trasplante. Llevó los vasos a la sala, entregó el suyo a la joven y se sentó en el sillón frente a ella.
—Esto está delicioso —dijo la rubia tras tomarse, de un solo sorbo, la mitad del contenido de su vaso—. Hace calor afuera y tenía yo mucha sed.
Henry sintió cómo el potente whisky llegaba a su estómago vacío y era rápidamente absorbido.
—De veras que debo disculparme con usted, señor Walters —dijo la señorita Manning—. Pero, en circunstancias como las de ayer, estoy segura de que se dará cuenta de que una chica no puede jamás estar segura de cuáles son las intenciones de un caballero.
—Lo entiendo muy bien.
—En circunstancias distintas…
La rubia dejó el final de la frase en el aire, pero Henry entendió perfectamente su sentido y sintió cómo crecía la expectación de una posible conquista.
—Me alegro de que sea usted tan comprensiva, señorita…
—Por favor, llámeme Gloria.
—Por supuesto, Gloria. Todo lo ocurrido debió de ser muy embarazoso para usted también.
—Un poco. Pero en realidad usted me estaba haciendo un cumplido.
—Uno muy merecido —se oyó decir Henry y se percató de que el malicioso genio del espíritu de Bart Bartlemy, que el doctor Schwartz había logrado liberar de algún modo con su luz vibrante, dominaba y controlaba ahora la situación.
Más importante aún: el genio estaba haciéndolo muchísimo mejor de lo que el antiguo Henry Walters hubiera siquiera intentado hacerlo.
Gloria vació su vaso, se incorporó y fue a examinar las estanterías en la pared, en las que se veían sobre todo ejemplares de ediciones extranjeras de las obras del propio Henry.
—¿De veras se publican sus libros en todos esos países? —preguntó.
—Esos y unos cuantos más. ¿No quiere otro trago?
—No vendría mal.
A Henry no le parecía que el whisky doble que Gloria había ingerido con tanta rapidez la afectara en lo más mínimo, aunque él empezaba a sentir como si caminara sobre un colchón de aire. Mientras servía el segundo trago —el de Gloria doble y el suyo sencillo—, la chica se acercó a la puerta de la cocina.
—¿No dijo algo el juez Peebles acerca de que iban a rodar una película y que se basaba en una de sus novelas? —preguntó.
—La Twentieth Century Fox compró los derechos de El retorno de Lanzarote.
—Leí ese libro —Gloria tomó el vaso que Henry le entregaba—. Es precioso.
—Gracias. Me pareció que todo el mundo debía saber que Ginebra era toda una mujer, además de ser reina.
—Yo estoy en el mundo del espectáculo —confesó Gloria—. Hasta ahora sólo he conseguido pasar modelos y tengo algunos papeles de figurante en la televisión, pero tengo esperanzas.
—Le aseguro que podría ser la protagonista de Naked Lust.
El nuevo Henry Walters —con los cumplidos de Bart Bartlemy— reconocía las oportunidades cuando se le presentaban y utilizó el título de la última novela de sexo como anzuelo.
—¿Lo cree usted de veras?
La cálida sonrisa de placer de Gloria envolvió a Henry.
—Estoy seguro de ello.
—Todavía no han escogido los actores para su libro, ¿verdad?
—Que yo sepa, no.
Traje unas fotos… en color. ¿Cree usted que podría lograr que alguien en Twentieth Century Fox las mirara…, por si acaso pudieran utilizarme en la película?
En otros tiempos, sin duda, Henry le habría dicho la verdad, que los de la Fox no se habían comunicado con él y que no esperaba que lo hicieran, pues había firmado los contratos y cobrado el primero de los cinco cheques anuales que la Fox le pagaba por los derechos de filmación de su más reciente novela, El regreso de Lanzarote. Pero eso no cuadraba con el genio que el doctor Schwartz había logrado liberar.
—Me encantaría hacerlo —aseguró a su hermosa visitante—. Pero, por supuesto, no puedo prometerle nada.
—Claro que no…
De su voluminoso bolso, Gloria sacó un sobre y se lo entregó a Henry.
—Son un tanto realistas —le advirtió a Henry mientras éste sacaba las fotos del sobre.
Como la advertencia lo había preparado, Henry logró no quedarse boquiabierto ante las fotos que sacó: seis poses de la chica a todo color, y, en todas, completamente desnuda.
—¡Hermosas! —Henry casi rompe su vaso por la fuerza con que lo apretó—. Espléndidas.
—Un cumplido significa tanto viniendo de un hombre de mundo como usted, que comprende tan bien las emociones y las necesidades de las mujeres, señor Walters —suspiró Gloria.
—Llámeme Henry, por favor.
En este momento un relámpago de inspiración cayó sobre Henry y, aspirando profundamente, se lanzó de lleno a su estratagema.
—En este momento estoy haciendo investigaciones para mi nueva novela.
—¿Investigaciones?
La expresión vacía de Gloria Manning le dijo claramente a Henry que, en el contexto actual, no entendía el significado de la palabra. Lo que no le sorprendió, pues él nunca la había usado en semejante circunstancia.
—Se trata de Bart Bartlemy —le confió.
—Vi esa página central de Fun Girl. Era todo un hombre.
Henry decidió usar su triunfo.
—¿Sabía usted que muchos autores utilizan modelos para sus protagonistas? Igual que los artistas.
—No lo sabía. ¡Qué interesante!
—Como dije, mi novela acerca de Bart será muy realista.
—Tendría que serlo para hacer justicia a su recuerdo. ¿Ya tiene un título?
—Se llamará Supersemental.
Los ojos de Gloria se dilataron y Henry vio que la chica se dio entonces perfecta cuenta de las implicaciones del título.
—¡Ganará un millón! ¡Como mínimo!
—Usted acaba de decirme que ha modelado, por lo que se puede imaginar lo que la publicidad significaría para la modelo que yo utilice como protagonista. —Henry prosiguió con su estratagema, exactamente como suponía que lo habría hecho Bart Bartlemy—. Incluso su fotografía podría figurar en la sobrecubierta.
—¡Oh, sí! —suspiró Gloria—. Después de ver mis fotos, ¿cree usted que podría yo posar para algunas de las escenas…, quizá hasta para la sobrecubierta?
—Las fotos ayudan, por supuesto, pero para los pasajes de descripción realista, necesito un cuerpo vivo…, ya sabe, para eso de las tonalidades de la piel y lo demás.
—Entiendo. —Gloria colocó su vaso vacío sobre la mesa y se puso en pie—. ¿Es allí donde está el dormitorio?
—Sí.
—Recuerdo precisamente una escena de Naked Lust; anoche lo estuve leyendo. Es aquella en que Esmé…, su verdadero nombre es Esmeralda, pero él la llama Esmé…, sale del dormitorio. —La rubia le sonrió con calor—. Regreso en seguida, no se vaya.
—Ni se me ocurriría.
Henry iba de un lado a otro de la sala como un semental acorralado. Cuando Gloria finalmente se detuvo, posando, en la puerta del dormitorio, le pareció que habían valido la pena la espera y las mentiras.
—¿Está bien así? —preguntó la chica, dándose ligeramente la vuelta para que Henry pudiera recibir todo el impacto de su perfil.
—Perfecto —contestó Henry roncamente.
—¿Cuándo piensa empezar sus investigaciones? —inquirió Gloria, y esta vez Henry tenía la respuesta adecuada.
—¡En este mismo instante! —exclamó—. El primer capítulo consistirá en una escena en el dormitorio, por lo que podríamos trabajar mejor allí dentro.
Henry Walters se despertó con el sonido de los pájaros que cantaban fuera de su ventana y con el suave resplandor del sol de una mañana veraniega acariciándole la cara a través de la ventana abierta. Permaneció acostado un rato, deleitándose con el puro placer de recordar la secuencia de acontecimientos —algunos de ellos bastante activos— que siguieron a la aparición de Gloria Manning en su puerta, la noche anterior.
Recordaba que aproximadamente a las nueve habían improvisado una cena con huevos revueltos, bacón y pan tostado. Gloria se había marchado alrededor de la medianoche, prometiendo con fervor que regresaría cuando él la necesitara para otras sesiones de modelaje y, además, se había ido evidentemente encantada con los cien dólares que Henry insistió en darle, como pago por sus servicios profesionales.
Al recordar su posible cita para cenar con Selena, Henry se rasuró y se duchó antes de desayunar en un drugstore a la vuelta de la esquina de su inmueble. Después de desayunar, dio un breve paseo por el Parque Central, gozando del calor del sol y deteniéndose de vez en cuando para admirar a las elegantes jóvenes que se paseaban con sus poodles y sus weimerieners. Se sentía tan satisfecho con los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas —y en realidad un tanto agotado físicamente— que sólo sintió que se despertaba su interés una vez, cuando le sonrió una impresionante morena que veía paseándose cada mañana con su gato birmano.
—Buenos días —le dijo cálidamente Henry a la morena—. Parece que ambos venimos aquí con regularidad.
—Rashid lo exige —contestó la joven. Soy Elena Hartsfield; somos vecinos, ya que tengo un apartamento en la misma manzana que usted.
—Debería yo pasar más tiempo hablando con mis vecinos —manifestó con galantería Henry—. Pero debo reconocer que la he visto por aquí en varias ocasiones.
Echó una mirada a la mano derecha de la morena, y al ver el anillo, sintió que su ardor decrecía un poco.
—Aún guardo el nombre de Hartsfield, aunque hace unos seis meses que Carling y yo estamos divorciados. —Elena respondió así a su pregunta silenciosa—. Usted ha aparecido en bastantes ocasiones en las noticias últimamente.
—No ha sido porque yo lo quisiera —le dijo Henry—, pero esas cosas suceden.
—Y a menudo es lo mejor —le sonrió cálidamente Elena—. De hecho, quizá pueda yo ayudarle con su nuevo libro.
—¿Ah, sí? ¿Podía preguntarle cómo?
Antes de que recuperara yo el sentido y me casara por dinero… con Carling Hartsfield… fui una actriz principiante bajo contrato en Hollywood durante casi un año —le contestó Elena—. Conocí mucho a su hermano mellizo, Bart. Muy bien, de hecho, ya que tuvimos una breve aventura.
—Entonces usted podría proporcionarme mucha información acerca de Bart que necesitaré con premura para mi libro —indicó Henry rápidamente—. Verá: dos tías nos separaron poco después de que naciéramos y ellas entendían de modo distinto lo que podríamos llamar la calidad de la vida.
—Lo sé —explicó Elena Hartsfield—. El ambiente de Hollywood es ciertamente muy distinto al de Cambridge, donde usted creció, según me enteré esta mañana por el periódico.
—¿Esta mañana? —preguntó Henry, sorprendido—. No sabía que me había convertido en alguien famoso tan rápidamente.
—Wilhelmina Dillingham escribió todo un artículo acerca de usted en el Post —dijo Elena Hartsfield—, e incluso salió en el New York Times esta mañana.
—Sic transit gloria mundi —adujo Henry—. Durante años fui conocido como un escritor con éxito moderado, y de pronto me encontré con que soy famoso sin que yo tenga nada que ver en el asunto.
—Eso debería constituir una parte fascinante de su libro sobre Bart Bartlemy, señor Walters…
—Henry.
—Por supuesto. Yo soy Elena. Si tiene usted un poco de tiempo libre, me gustaría contarle muchas cosas sobre Hollywood y sobre lo que le ocurrió a Bart allí.
—Yo desayuné ya —señaló Henry—, pero quizá podríamos comer juntos.
—Que sea una cena pasado mañana, Henry —propuso Elena—. Logré pagarme mis estudios en Vassar como camarera en unos cuantos restaurantes baratos, pero aún así puedo cocinar algo mucho mejor que hamburguesas y patatas fritas.
—Estoy impaciente por comprobarlo —exclamó Henry—. ¿Digamos a las ocho?
—Perfecto. Lo esperaré.
Hacia las once y media de esa mañana, mientras Henry escribía el primer capítulo de Supersemental, llegó un recadero con un telegrama de parte de su agente, Harry Westmore. Venía de París y era exuberante.
En Paris Match apareció el relato de tu trasplante y tu arresto. Valery-Gestalt extático acerca novela ref Bart Bartlemy. Bannister también. Espero noticias Davidoff antes anochecer. Saludos al nuevo Henry. Regreso jueves. Feliz cacería.
HARRY
Valery-Gestalt era el editor francés de Henry; de su editorial provenía casi una cuarta parte de sus ingresos anuales por derechos de autor. Bannister era el editor inglés que le proporcionaba más o menos la mitad de los ingresos franceses, y Davidoff se encargaba de los países escandinavos. Obviamente, la nueva novela ya constituía un éxito, según la opinión de gente muy conocedora del mundo editorial, aunque sólo llevara unas páginas escritas.
Selena le llamó poco antes de la hora de la comida.
—La reunión del grupo de ficción se ha aplazado hasta las tres de la tarde de hoy —le informó—. El señor Bennett vio que se mencionaba tu nueva novela en la orden del día de Nick Darby e hizo que se pospusiera la reunión hasta después de su siesta. Le encantan tus libros.
—Pero a su edad es seguro que a Abner le encantará Supersemental —le aseguró Henry—. Podría ser una gran oportunidad.
—Eso espero. —Selena no parecía tan optimista como Henry—. Durante la cena, te diré cuál fue el resultado. La reunión seguirá probablemente hasta tarde. ¿Dónde nos encontramos?
—¿Qué te parece el Peacock Alley? Normalmente no está muy atestado si se cena temprano. ¿Digamos a las seis?
—Nos veremos allí. Hasta luego.
—Anímate —reconvino Henry—. Tenemos al mundo en un puño, y Bennett Press también lo tiene.
Poco antes de las seis, Henry se detuvo en el vestíbulo del hotel Waldorf Astoria, cerca del encantador y caro rincón llamado Peacock Alley. Mientras observaba a Selena que atravesaba el vestíbulo desde la entrada que daba a Park Avenue, sintió una enorme oleada de orgullo, además de otra emoción. Esta tarde, en el vestíbulo del famoso hotel, no había ninguna otra joven que pudiera compararse a Selena y ni siquiera le preocupó la familiar reacción del día anterior, que empezaba otra vez a apoderarse de él.
Tras su sesión con el doctor Schwartz, Henry confiaba en poder actuar como lo haría el Bart Bartlemy de verdad, manteniéndose bajo control en el período de cortejo preliminar del renuente sujeto que esperaba seducir, o, pasando por alto las trémulas objeciones, como Lanzarote cuando, enfundado en su armadura, galopaba al rescate de Ginebra.
—Estás hermosa —fue el saludo de Henry mientras tomaba a Selena por el codo y la llevaba suavemente en dirección al maître, que los esperaba con deferencia.
—Hola, Henry. —Selena parecía desanimada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Henry una vez sentados a la mesa en el rincón que había reservado.
—Todo. Necesito un trago.
—Por supuesto. ¿Qué te apetece?
—Lo que vayas a tomar tú. Sabes que no bebo mucho.
—Un stinger[6], es delicioso y suave —mintió noblemente Henry, y, acto seguido, le pidió dos a un camarero que revoloteaba a su lado.
—No sabía que éste era uno de los lugares que frecuentas —observó Selena, paseando la mirada a su alrededor, mientras esperaban sus bebidas.
—Vengo aquí de vez en cuando…, para cambiar.
—Eso es lo que yo necesito…, un cambio.
—¿Cuál es el problema?
—Algo que sucedió en la oficina. Te lo contaré después de cenar.
—¿Puedo repetir que estás particularmente hermosa esta noche?
—Más vale que no me mires así, Henry. Quiero decir en tu situación.
—Tu amigo, el doctor Schwartz, lo arregló todo —le aseguró Henry.
—¿Con una sola consulta? Apenas lo puedo creer.
—Es algo casi increíble, pero soy un hombre nuevo.
—Ciertamente, has cambiado —manifestó Selena—. Tienes un aire de seguridad…, casi como si estuvieras seguro de conseguir el éxito…, un aire que no tenías antes.
—¿Cuál prefieres?
—En este momento estás actuando como Bart Bartlemy y me parece que prefiero al viejo Henry.
—Tú eres la responsable del nuevo —le recordó Henry—. Bueno, por supuesto, el doctor Schwartz también lo es.
—Supongo que eso es lo que me está molestando. En alguna parte leí que en el Lejano Oriente, si un hombre le salva la vida a otro, se hace responsable por siempre de la vida que salvó.
—¡Excelente idea! Puedes empezar a responsabilizarte de mí en este preciso instante.
—Ya lo hago, como tu editor.
—No me refiero sólo a tu responsabilidad como editor. Cásate conmigo y deja que te aleje de todo esto.
Selena arqueó las cejas.
—Por lo que tú llamas esto, la mayor parte de las chicas darían un ojo de la cara.
—Eso no es lo que quiero de ti —señaló Henry cuando el camarero hubo colocado las bebidas enfrente de ellos.
—Lo que quieres es bastante obvio por tu mirada —le aseguró Selena al alzar su copa—. ¡Salud!
—¡Salud! —exclamó Henry y se sorprendió cuando Selena se tomó la fuerte bebida casi tan rápidamente como Gloria se había tomado su whisky la noche anterior.
—Me parece que la investigación que estás llevando a cabo acerca de la vida de Bart Bartlemy ya está afectándote —indicó Selena al colocar su copa en la mesa.
—Cásate conmigo y no tiene por qué ir más allá…, como investigación, quiero decir.
—¿Qué tan lejos ha ido ya?
—¡Oh! Ya sabes… —Henry presentía que ése no era el momento adecuado para contar a Selena lo de Gloria Manning…, si es que tal momento existía—. He estado indagando sobre la vida sexual de Bart, sus primeras aventuras amorosas, cosas así.
—¿Quién fue la primera?
—Una compañera de colegio de segunda enseñanza; no querrás oír los sórdidos detalles.
Henry empezaba a sudar, aunque no había tan poca probabilidad de que la temperatura del Peacock Alley variara de más de un grado de una estación a otra, que la de que el Sol se detuviera. Entonces le llegó una inspiración.
—Por supuesto, el tipo de lenguaje y de escritura que hará de Supersemental un éxito implica que tengo que aprender un idioma que es nuevo para un antiguo profesor de literatura inglesa —sostuvo.
—Supongo que sí.
Para sorpresa de Henry, Selena aceptó un segundo trago antes de pedir la comida. Pensaba retrasar tanto como pudiera el momento de decírtelo, pero más vale que te lo diga de una vez —le informó Selena cuando ya habían tomado la mitad del segundo trago—. Lo siento, Henry, pero ya no tienes que continuar con la investigación.
—¿Por qué?
—El señor Bennett asistió a la reunión de la sección de libros de ficción esta tarde. —El segundo trago había añadido un leve toque sonrojado a la perfección alabastrina de la tez de Selena, y Henry le encargó subrepticiamente al camarero otra ronda—. Más vale que te lo diga ahora. No le gusta la idea de Supersemental.
—¡Diablos! No es posible. Pero ¿no le gustó a Nick Darby el proyecto cuando se lo resumiste?
—Nick se volvió loco cuando le hablé al respecto antes de la reunión —Selena miró con suspicacia el tercer vaso que el camarero acababa de colocar frente a ella—. ¿Qué estás intentando hacer, Henry? ¿Quieres hacerme pescar una para poder atraerme a tu guarida?
—Esa es la mejor idea que he oído hoy, pero recuerda que ofrecí legalizarlo.
—La reacción de Abner Bennett ante tu esbozo me trastornó tanto que perdí la calma y le hablé muy bruscamente.
—Mejor tu virtud que tu calma.
—¿Quién dijo eso?
—Va a ser una de las respuestas de Supersemental.
—¡No me digas que ya comenzaste a escribir!
—Sólo las primeras líneas. ¿Quieres oírlas?
Antes de que Selena pudiera contestar, Henry empezó a declamar con una voz un tanto más alta que la normal, gracias al alcohol que ya circulaba en su sangre:
Estaba ahí en la puerta, soñolienta, y parecía no darse cuenta de que estaba desnuda.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Me llamo Bart y tengo hambre.
Anoche también tenías hambre. ¿O no son éstas las marcas de tus dientes en mí…?
Se acercó más a Bart mientras hablaba.
—¿Las ves?
—No son mías —dijo Bart—. Yo prefiero los mordiscos pequeños.
—Bueno. quienquiera que seas, maestro, estás a tiempo para el desayuno.
—¡Henry! ¡Para! —exclamó Selena.
—Lo siento, cariño, el autor en mí se enardeció.
—Por la expresión que tenías me parece que alguien más se estaba enardeciendo y durante un momento me temí que sería yo.
—Bien: ésa es una buena idea —le dijo Henry con entusiasmo—. Termina tu bebida y vámonos a casa, donde puedo prepararte una de esas tortillas que tanto te gustan.
—No tengo mucho apetito, y con esas tres bebidas que tomé quizá me desmaye aquí mismo y te haga pasar vergüenza, por lo que tal vez sea una buena idea —contestó Selena—. ¿Estás seguro que toda esta investigación de la que me hablabas la llevas a cabo en tu casa?
—Absolutamente toda, con excepción, por supuesto, del placer que me proporciona mirarte.
—Pero te defraudé —gimió Selena—. Creí estar haciendo lo más adecuado para ti, pero ahora…
Henry alcanzó su mano del otro lado de la mesa.
—No podrías hacer nada malo, cariño…, nunca.
—¡Estoy tratando de decirte que Bennett Press no va a publicar Supersemental!
—¡Qué!
—Bueno: supongo que no son los de Bennett Press, es él —reconoció Selena.
—En el imperio editorial Bennett, sólo un hombre era siempre él —a sus espaldas, por supuesto—. A su cara siempre le decían: «Si, señor Bennett. No, señor Bennett. Por supuesto, señor Bennett».
—¿Qué hizo él? —preguntó Henry.
—Bueno: primero presenté el esbozo de Supersemental a la sección de libros de ficción.
—Es una pena que no pudieras citar las primeras líneas que te acabo de recitar…, pero todavía no las había pensado.
—Ni siquiera ésas hubieran conmovido a Abner Bennett —le aseguró Selena—. Dice que lee tus novelas históricas y que le gustan porque le hacen dormir… sin ánimo de ofender, por supuesto.
—Con la edad que tiene Abner, la pequeña Bo Peep[7] lo haría entrar en coma —dijo Henry con un deje de amargura—. ¿Le dijiste que este libro podría representar una mina para Bennett Press?
—Expuse todas las posibilidades en la reunión y Nick Darby me apoyó: una entrevista en el Today Show cuando se publicara; distribución temprana del libro para que se sepa que tenemos algo extraordinario… algo caliente.
—Tan caliente como el lugar en que Bart se encuentra ahora, probablemente.
—Por favor, Henry, éste no es asunto de risa.
—Lo sé, cariño. Continúa.
—Tú me fuiste leal al decirle a Gregory Annunzio que yo tenía que encargarme del libro. Hasta aseguré a los del comité que puedes realmente escribirlo.
—¿Y que era seguro que tendríamos un éxito rotundo con un relato escrito por un verdadero escritor, con una reputación establecida y, que, además, era el hermano mellizo del protagonista principal?
—El señor Bennett no quiso saber de todo eso —le dijo Selena—. Proclamó que El regreso de Lanzarote era un ejemplo perfecto de la novela histórica. Como muchos ancianos, supongo que vive sobre todo en el pasado, cuando la virtud triunfaba y cuando el seguir la senda correcta siempre resultaba beneficioso.
—Creo que yo era como él hasta que tú me hiciste ver la realidad —confesó Henry—. Ni siquiera sospechaba que Lanzarote pudiera tener un romance con Ginebra hasta que vi a Tyrone Power y a Ava Gardner en la película, y fue eso lo que me dio la idea para escribir El regreso de Lanzarote.
—El rey Arturo tampoco lo sospechaba, supongo.
Les presentaron la cuenta y Henry firmó el justificativo de American Express. Selena se apoyaba pesadamente en su brazo cuando salieron del vestíbulo del Waldorf y Henry tampoco andaba muy seguro sobre sus pies. Afuera tuvieron que esperar unos cuantos minutos hasta que el portero pudo conseguirles un taxi a esa hora de la noche.
—Bennett Press ha tenido una oportunidad y la desperdició —afirmó Henry mientras esperaban—. Harry Westmore regresará de Europa en un día o dos y buscaremos otro editor.
—Me sabría muy mal que hicieras eso —le dijo Selena—. ¿Ya has hablado de eso con Harry?
—No, pero recibí un telegrama suyo esta mañana. Lo que salió en los periódicos respecto del incidente en el metro apareció en Europa. Valery-Gestalt y otros editores europeos están entusiasmados. Cuando Bennett rechazó Supersemental, perdió la opción de publicarlo. Podemos ir con quien queramos, pese a las opciones de Bennett Press. Haré que sea un éxito con otro editor y te daré un cheque por el monto del adelanto como regalo de bodas.
—¿Cómo sabes que alguien más lo aceptará? Después de todo, ése es un campo en el que no has destacado.
—Oíste las primeras líneas que te acabo de citar. ¿Te parece que son un fracaso?
—No, pero…
—¿Se debe tu duda a que crees que ninguna otra editorial tiene un editor entre su personal que pueda sacar al tigre que hay dentro de Henry Walters? Bueno: entonces, ¿por qué no te conviertes tú en mi modelo? —preguntó Henry mientras le entregaba cinco dólares al portero y ayudaba a Selena a entrar en el taxi que finalmente se había detenido ante la marquesina del Waldorf.
—Ponte serio —contestó Selena y se acomodó contra el respaldo desgastado.
—¿Qué es más serio que pedirle a la chica que amas que se case contigo?
—Ya te dije que me casaría contigo algún día —declaró Selena—. Pero estoy consiguiendo el éxito en Bennett Press y no quiero casarme antes de haber logrado un mejor puesto que el que tengo ahora.
—Tú también puedes irte a otra editorial, si insisto —sugirió Henry—. Le dije a Gregory Annunzio desde el principio que no escribiría la novela a menos que tú fueras mi editor, y eso es cierto sin importar quién la publique.
—Pero de todos modos no puedes estar seguro de que otra editorial acepte Supersemental —señaló Selena—. Después de todo, ¿quién va a contratar una novela sexual escrita por un autor que le gusta a Abner Bennett?
—Ése es un golpe bajo, Selena.
—Lo siento, cariño, te lo compensaré con creces. Y lo hizo.
El haz de luz solar que atravesaba la ventana cuando el alba se iba levantando sobre Nueva York en todo su contaminado esplendor, despertó a Henry. Hacía tiempo que había descubierto que trabajaba mejor durante las primeras horas de la mañana y se había acostumbrado a despertarse cuando los rayos del sol naciente atravesaban la ventana y le daban en la cara. Se movió cuidadosamente con el fin de no despertar a Selena, que aún dormía con la suntuosa masa de cabello, desatada desde las siete de la tarde anterior, desplegada sobre la almohada. Yacía en la cama, hermosa toda ella, su cara sonrojada por el sueño, sus labios llenos y maduros por los besos que habían compartido durante las largas horas llenas de pasión antes de la medianoche, hora en que finalmente se durmieron, exhaustos.
Henry se encaminó hacia su procesador de textos, lo conectó y, colocando la silla de tal forma que pudiera mirar a Selena a través de la puerta abierta del dormitorio, empezó a escribir. Ya no necesitaba utilizar su imaginación; la maravilla de lo que había ocurrido desde el día anterior era el único estímulo que requería para que las palabras fluyeran bajo sus alados dedos. Llevaba una hora escribiendo cuando un ligero crujido de la cama llamó su atención, y volvió al mundo real, en contraposición al de ficción.
—¿Qué hora es? —preguntó Selena con un bostezo.
Las siete de la mañana.
—¡Dios mío! —Selena se incorporó en la cama—. ¿Quieres decir que dormí aquí toda la noche?
—Durante parte de ella.
Selena se estiró sensualmente y creó una diversión que apartó de la mente de Henry todo lo que no fuera la realidad de su hermosura. Cuando entró en el dormitorio y se inclinó para besarla, ella lo abrazó por el cuello y lo apretó contra ella durante un largo rato.
—Eres todo un amante, Henry Walters —manifestó la joven una vez hubo terminado el beso—. Creo que voy a tener que casarme contigo para evitar que alguno de los viejos amores del hermano Bart se apodere de ti mientras estás metido en tus investigaciones.
—Esa es la mejor noticia que he oído en este día, pese a que utilicé todos los argumentos que conozco a favor del matrimonio durante los últimos seis meses, pero no querías escucharme…
—Hasta que adrede me emborrachaste ayer por la tarde —lo acusó Selena—. Vine a casa contigo porque estaba tan preocupada por el hecho de que Abner Bennett se había negado a publicar Supersemental, que no podía ni siquiera pensar en lo que hacía. Ahora, sin embargo, estoy totalmente sobria, y te amo todavía más que ayer.
—La oficina de licencias de matrimonio del registro civil no abre hasta las diez —comunicó Henry—. A menos que quieras ir a Connecticut.
—Después de lo de anoche, no creo que podríamos estar más casados de lo que ya estamos; así que creo que podemos permitirnos unos cuantos días de relaciones responsables. —Selena jadeó de pronto y bajó la mano para detener las manos de Henry que recorrían su cuerpo—. Si haces eso otra vez no seré capaz de resistirte. Si necesitas hacer algo, prepárame un café y pan tostado mientras me ducho y tomo ciertas precauciones para evitar llevar tu hijo vergonzosamente visible el día de nuestra boda.
El café estaba a punto y Henry estaba batiendo huevos y tostando pan cuando oyó un grito desde la sala. Salió corriendo de la cocina y se encontró con que formaba parte de un cuadro que parecía salido de Oh, Calcutta[8]!
Selena, desnuda, fresca y resplandeciente tras la ducha que acababa de tomar, se encontraba de pie en el quicio de la puerta, cubriéndose con las manos con el mismo éxito que la chica de la pintura francesa Mañana de septiembre. En el pasillo, delante de la puerta del apartamento abierta, se hallaba Gloria Manning, totalmente vestida y con toda la apariencia de estar abochornada. En la mano tenía las llaves de Henry; de pronto éste recordó que las había dejado en la cerradura por la parte de afuera, la tarde anterior, cuando entró con Selena en brazos y cerró la puerta de un puntapié tras él.
—Voy camino del trabajo, Henry —explicó Gloria, en tanto éste tomaba las llaves y las colocaba sobre el escritorio—. Sólo pasaba por aquí para ver si había dejado mis pendientes en el dormitorio cuando estaba modelando para ti la otra noche.
—¡Oh! —Selena emitió un gemido indignado, pues cualquier mujer sabe muy bien que sólo una cosa hace que una mujer, sea ésta modelo o no, se quite los pendientes en el dormitorio de un hombre.
Antes de que Henry pudiera responder —y, después de todo, ¿qué podía decir?—, Selena desapareció en el dormitorio, con un portazo tan contundente que no quedaba ninguna duda acerca de lo que sentía con respecto a la situación.
—Espero no haber dado una impresión incorrecta —manifestó Gloria, preocupada.
—Es mi prometida —gruñó Henry.
—¡En hora buena! Eso me alegra por ti y por ella. —Gloria echó un vistazo a la puerta del dormitorio—. En vista de las circunstancias, supongo que ella ya sabe la suerte que tiene.
—Gracias, Gloria —dijo Henry—. Lo siento, pero no he visto tus pendientes.
—No importa. Creí que quizá se habían caído de la mesilla de noche cuando…, bueno, ya sabes.
Henry rezó para que Selena no escuchara detrás de la puerta del dormitorio, pero estaba casi seguro de que sí lo estaba haciendo.
—Si los encuentro, te llamaré —indicó.
—Espero que tu prometida no le dé una interpretación errónea a nuestra relación. A veces es difícil que las esposas entiendan qué es exactamente lo que hacen las modelos.
—Estoy seguro de que le dará una interpretación errónea —apuntó Henry con tristeza—. ¡Adiós!
Gloria le guiñó un ojo.
—Se te ve adorable con ese delantal.
Henry recordó que su única prenda consistía en un pequeño delantal lleno de encajes que Selena le había regalado para Navidad como broma, y se dirigió hacia el dormitorio. Sin embargo, en ese momento, el inconfundible olor a pan quemado hizo que se fuera corriendo a la cocina, donde el café hirviendo salía a borbotones de la cafetera, y la palanca de la tostadora se había estropeado, en ésta de entre todas las mañanas, y la cocina se llenaba con una nube de humo negro.
Estaba tratando de abrir la ventana de la cocina cuando oyó un fuerte «¡Ja!» proveniente de la puerta y, como se sentía muy consciente y abochornado de cómo lo vería Selena desde atrás, dio media vuelta hacia ella.
Selena estaba totalmente vestida, salvo que su cabello aún estaba suelto y le llegaba a los hombros y que sus ojos lanzaban destellos.
—¡Tú…! ¡Tú…! —se quedó sin habla, algo que Henry nunca antes había visto.
—¿Canalla? —sugirió Henry, pero Selena negó con la cabeza.
—Eres peor que un canalla, Henry Walters. Ahora entiendo exactamente a lo que te referías ayer cuando dijiste que estabas llevando a cabo investigaciones y que querías una modelo. ¿Cómo se veía ella de pie y desnuda en la puerta del dormitorio?
—No tan bien como tú —ofreció Henry, pero con eso sólo logró hacer estallar otro fusible.
—¡Gloria Manning! ¡Apuesto a que ése no es su nombre verdadero!
—Es una profesional…
—Cualquiera se puede dar cuenta de eso.
—… una modelo profesional.
Antes de que pudiera añadir algo más, Selena empezó a citar en falsete:
—«¡Caray, qué hambre tenías anoche…! ¿No son éstas las marcas de tus dientes en mi…?». Se acercó más mientras hablaba. «Mira». «No son mías —dijo Bart—, yo prefiero los mordiscos pequeños».
—Eres un libertino —prosiguió Selena con su propia voz—. Espero no volver a verte nunca más.
Selena atravesó la sala; constituía un retrato de hermosura indignada que llenó por completo de amor el corazón de Henry y también de miedo a perderla.
—Olvidaste tus pendientes —le recordó.
Como un sargento dando instrucciones en un desfile, Selena entró en el dormitorio y salió marcando el paso; llevaba en las manos sus pendientes como si los hubiera contaminado una mofeta.
—¡Selena, por favor! —gritó Henry, pero Selena prosiguió su camino hacia la puerta y el pasillo del edificio.
Henry se detuvo sólo para desenchufar la tostadora y la cafetera, atravesó la puerta corriendo y salió al pasillo, justo a tiempo para ver que Selena entraba en el ascensor, daba media vuelta y pulsaba el botón para bajar.
En cuanto el ascensor empezó a descender, Henry oyó que una puerta se cerraba detrás de él y supo inmediatamente lo que había sucedido. La brisa que entraba por la ventana abierta de la cocina acababa de cerrar la puerta de su apartamento, dejándolo en la estacada en el pasillo y vestido únicamente con un mandil muy corto y libidinoso… y sin llaves.
Cuando el ascensorista le hubo prestado una llave maestra, Henry limpió la cocina, que parecía haber padecido un pequeño holocausto, y decidió salir a desayunar. De paso, tomó las gafas de lectura que Selena había dejado caer en la mesilla de noche después de quitarse las horquillas la noche anterior. Durante un breve instante pensó en la posibilidad de ir a las oficinas de Bennett Press en la avenida Madison después de desayunar, para dejárselas. Pero, al darse cuenta de que los empleados de Bennett interpretarían la acción por lo que significaba exactamente, decidió enviárselas por mensajero.
Cuando regresó a su apartamento después del desayuno, Henry, por la fuerza de la costumbre, se sentó ante el procesador de textos y conectó la impresora. A medida que las palabras que había escrito esa mañana, mientras esperaba que Selena se despertara, se traspasaban de un disco flexible al papel, las leyó. Y cuando se detuvieron, el recuerdo de Selena en la gran cama era tan vívido aún que permitió que su imaginación de escritor conjurara una imagen de lo que podría haber sucedido si Gloria Manning no los hubiese interrumpido. Siguió escribiendo, deteniéndose sólo para tomar un vaso de leche y un bocadillo, hasta las dos de la tarde.
A las seis y media, hora en que normalmente dejaba de trabajar, había escrito treinta páginas y se sentía totalmente agotado, como solía ocurrir cuando trabajaba con intensidad. Mientras la impresora transfería al papel lo escrito, colocó un plato congelado preparado en el horno y tomó el whisky que acostumbraba sorber al mirar las noticias nacionales en televisión. Después de cenar a solas y de mirar la televisión un rato, se metió en la cama, que ahora le pareció extrañamente vacía, después de haber gozado de compañía femenina durante dos noches seguidas.
A la mañana siguiente, Henry estaba absorto, escribiendo, cuando oyó el timbre de la puerta poco antes de las diez. Abrió y se encontró con Harry Westmore que esperaba afuera. Westmore, un hombre de espaldas anchas de unos cincuenta años, era uno de los agentes literarios más inteligentes, además de ser un amigo íntimo de Henry.
—¿Cuándo regresaste? —le preguntó Henry.
—Hace una hora y media. Vine aquí directamente desde el aeropuerto Kennedy.
—Entonces te vendría bien un poco de café; iba a prepararlo. En los últimos días he estado poniendo en papel los resultados de mis investigaciones.
—¿Investigaciones? Según lo que dice el periódico, no estás escribiendo una novela histórica.
—Necesito meterme en la piel de Bart, por así decirlo, para escribir una novela biográfica acerca de él —explicó Henry—. Y me pareció que la mejor forma de hacerlo consistía en hacer algunas de las cosas que hacía Bart.
—No perdiste el tiempo, ¿eh?
—Menos del que te imaginarías. —Henry desparramó las fotografías de Gloria sobre la mesa de la cocina—. Aquí está la foto de la sobrecubierta.
—¡Vaya! —exclamó Westmore—. Me parece que sería mejor que empezaras desde el principio; lo único que sé es lo que leí en los periódicos europeos acerca del trasplante. —Harry volvió a contemplar las fotos y luego dirigió su mirada a Henry—. Supongo que las partes de Bart están funcionando.
—Como un reloj.
—No creo que ésa sea la comparación adecuada, pero continúa. Aún no puedo creer que te ocurriera todo esto a ti, a ti entre todas las personas.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Henry con un deje de indignación.
—Hasta que empezó todo este asunto, tú eras uno de los tipos más tranquilos y moderados que conozco. Llevaste a cabo tus investigaciones…
—Eso es lo único que he estado haciendo: investigando…
—¿Con ella? —Harry Westmore alzó una de las fotos.
—Sí.
—Cuéntame más. Estoy empezando a preguntarme si trasplantaron una parte de Bart dentro…
—Sobre.
—Sobre ti, o si te trasplantaron a ti sobre la parte más importante de Bart. Antes de que empieces a contarme los sórdidos detalles, sin embargo, es justo que te diga que hablé con Nick Darby por teléfono abajo, en el vestíbulo, para ver cómo todo esto afectaría tu relación con Bennett Press —prosiguió Westmore—. Nick me dijo que Selena McGuire fue a trabajar y te sacó de su cuadra de autores.
—Lo sé.
—No se consiguen editors como Selena muy a menudo…, ni chicas así tampoco. Quizá sería bueno que me dijeras de qué va todo esto.
—Es una cuestión bastante personal.
—Sabía que arrastrabas el ala por Selena, Henry. ¿Qué ocurrió?
—Todo iba de maravilla hasta que el viejo Abner bloqueó el plan de Selena para que Bennett publicara Supersemental.
Westmore parpadeó.
—¿Qué tiene que ver un caballo en este asunto?
—Supersemental es el título de la novela que estoy escribiendo acerca de Bart…
—¿Para la que has llevado a cabo investigaciones acostándote con hermosas gachís?
—Se podría decir así.
—No conozco un título más adecuado… ni una forma más idónea de investigar, tomando en cuenta las conocidas inclinaciones de Bart. Pero ¿qué tuvo que ver en esto Selena?
—Estaba bastante enfadada con Abner Bennett por bloquear Supersemental. Anoche, después de la reunión de la sección de libros de ficción, nos encontramos Selena y yo en el Peacock Alley y nos emborrachamos juntos.
—¡Acostarse con dos hermosas chicas en dos días! Ahora entiendo por qué Willy Dillingham dijo que eras un pervertido sexual. Quizá sería bueno que me explicaras lo que sucedió desde que todo este asunto empezó, o sea, el accidente, cuando el Rolls de Bart chocó de frente con el camión al subir por una rampa de bajada.
—¡Ésa es la historia más increíble que he oído! —exclamó Westmore cuando Henry terminó su relato—. Si pudieras escribirla…
—Eso es lo que estoy haciendo. De todos modos, nadie espera que la biografía de un símbolo sexual de Hollywood se atenga estrictamente a la verdad, así que dejo volar mi imaginación.
El agente frunció el ceño.
—¿Has estado escribiendo sin contrato?
—No hago más que una investigación preliminar. Además, se puede deducir de los impuestos.
Harry se colocó la mano derecha sobre el corazón.
—Henry, chico, deja que salude al genio…, ¡genio de verdad!
—Tampoco hay para tanto, no escribo tan bien.
—No hablo de escribir. Desde que se aprobó la enmienda en cuestión de impuestos sobre la renta, la gente ha estado tratando de que el sexo fuera deducible y tú has tenido éxito donde nadie más lo había logrado. De no ser yo tu agente, te diría que dedicases el resto de tu vida a investigaciones con el fin de escribir este libro.
—¿Dijo algo más Nick Darby cuando hablaste con él esta mañana?
—Está preocupado por lo que será el próximo libro que les darás. Ahora que Selena te sacó de su equipo, Nick se hará cargo de ti en Bennett Press.
—Es muy amable de su parte, teniendo en cuenta que no quieren publicar lo que yo quiero escribir —apuntó Henry en tono cáustico.
—Publicarán lo que escribas mientras sea lo que Abner Bennett quiere leer. Nick dice que el viejo puso muy en claro que han de tratarte con la mayor consideración en tus próximas novelas históricas.
—¿Será posible que hasta el equipo comercial de Bennett venda libros que hacen dormir a Abner Bennett?
—Eso es lo que nos preocupa tanto a todos. Pero ahora se trata de ver qué haremos con Supersemental.
—Siempre podemos ir a otra editorial.
—Bennett Press tiene una opción sobre tu próximo libro, según el contrato.
—Selena les dio la oportunidad de ejercer la opción durante la reunión de la sección de libros de ficción, cuando les presentó la sinopsis del libro. El viejo Abner rehusó el proyecto, y eso nos libera a nosotros.
—Legalmente, sí —concedió Westmore—. Pero Bennett Press ha sido buena contigo, Henry, así que también hay una cuestión de lealtad.
—¿Es leal conmigo Abner Bennett al querer que me muera de hambre sólo para que él pueda leer las hazañas de unos cuantos caballeros que participan en torneos con el fin de conseguir el favor de las bellas damas?
—Si los caballeros recibieran los mismos favores que has estado recibiendo tú últimamente, podrías salirte con la tuya.
—Supongamos que escriba una de esas «óperas de armadura y amor»…, añadiendo cosas que hoy en día hacen vender libros en el mercado popular de libros de bolsillo… y que Abner me haga el mismo sainete otra vez. Yo me quedaría con una mercancía invendible. Además, sería difícil describir una escena erótica donde un tipo trata de quitarse la armadura… a menos que una dama esté dispuesta a ayudarlo con un abrelatas.
—Ya me has convencido.
—Hay algo más que no te he dicho.
—Veamos de qué se trata —dijo Westmore—. Nada podría ser más excitante que lo que he estado oyendo, y mi viejo corazón esclerótico ha aguantado muy bien la emoción.
—Para empezar, nunca me habría metido en este lío, si un tipo llamado Gregory Annunzio no hubiese ido a verme al hospital.
—¡Es un abogado de la Mafia! —exclamó Westmore mientras Henry rebuscaba en su escritorio y encontraba su copia del acuerdo firmado con Annunzio.
—¡Déjame ver eso! —Westmore leyó lo que contenía la hoja y miró a Henry con expresión de reproche—. Hubieras podido esperar hasta que regresara de Europa para firmar esto.
—Annunzio dijo que estaban sondeando a otro escritor. Se tenía que firmar ese mismo día o yo perdería la oportunidad.
—Eso podría ser cierto. Annunzio es un abogado inteligente y no tendría por qué mentirte. Pero ¿por qué tú?
—Había leído algunos de mis libros y dijo que una novela acerca de Bart Bartlemy, escrita por su propio hermano mellizo, que además sabe escribir, tendría más ventas que un libro trucado.
—Tiene razón en cuanto a eso. Además, ya que Bart pertenecía a sus clientes y que tú eres el pariente más cercano, puedes escribir lo que quieras de él, sin temor a que te demanden por difamación.
—Apunto todo lo que me va ocurriendo como si le ocurriera a Bart —explicó Henry. ¿Y qué pasa con el título?
—Ese lo elegí yo. Se me ocurrió a mí.
—Bueno: ya firmaste el acuerdo, por lo que estás comprometido —manifestó Westmore—. ¿Me puedes dar lo que has escrito hasta ahora? Haré que saquen fotocopias para mi archivo y haré que un recadero te devuelva el original hoy mismo. Claro. Pero ¿qué hacemos ahora?
—Quiero hablar con Barney Weiss primero. Tal vez podamos tomar una copa los tres en algún lugar, alrededor de las seis… a menos de que tengas programada otra seducción para esa hora.
En unos cuantos años, Barnard Ellington Weiss se había convertido en una figura casi legendaria en los anales del campo de la edición, por haber sido el primero en reconocer las posibilidades de explotar una serie de obras eróticas a tono con la nueva permisividad —antes de que fuera tal—. Fue Barney Weiss el que reconoció el potencial de Suzanne l’Anglais, la novelista francesa cuya última novela, La búsqueda del sátiro, estaba en los primeros lugares de la lista de bestsellers. Weiss había creado también el ya famoso escote de la novelista, y las esmeraldas que la mujer llevaba en el punto más bajo del mismo, en el ombligo, constituía el tipo de toque extravagante que ya casi era tradicional entre los autores y las autoras de Weiss.
—Toma alguna de éstas también, de paso. —Henry le dio a Westmore un par de fotos de Gloria Manning—. Ahí tienes la sobrecubierta ya lista.
El restaurante Luis XIV, en el Centro Rockefeller, es un lugar ideal para las entrevistas discretas, particularmente alrededor de las seis, cuando en el bar hay relativamente poca gente y el comedor aún no está lleno de comensales. Cuando Henry entró en el restaurante, unos cuantos minutos antes de las seis, reconoció inmediatamente al hombre alto que se encontraba sentado en la barra con una copa frente a él.
—Señor Walters, soy Barney Weiss —lo saludó el director de la editorial—. Harry llamó para decir que llegaría con unos diez minutos de retraso. ¿Qué le parece, pues, si tomamos una copa aquí, en el bar, mientras lo esperamos?
—Tomaré un Bloody Mary —dijo Henry al sentarse al lado de Weiss.
El director de la editorial encargó la copa y se volvió hacia Henry.
—Quizá le sorprenda saber que yo también estudié en Harvard, aunque fue unos años antes que usted; me gradué en mil novecientos cincuenta.
—Yo obtuve mi licenciatura en mil novecientos sesenta y mi maestría en mil novecientos sesenta y cinco —explicó Henry.
—Después de obtener mi licenciatura en humanidades obtuve una maestría en literatura inglesa en la Universidad de Columbia —dijo Weiss—. Hasta di clases de literatura «chauceriana» allí durante un par de años.
—¿Chauceriana? —preguntó Henry, asombrado. Barney Weiss se echó a reír.
—La versión antigua íntegra en inglés de Chaucer[9]. Pero cuando descubrí que mis alumnos mostraban mucho más interés en lo que en esos tiempos se llamaban tacos; contenidos en los relatos de Chaucer, que en la literatura, la caracterización o la belleza de la poesía, decidí que el mundo editorial me podría ofrecer mucho más.
—Ciertamente ha tenido una carrera llena de éxitos.
—Todo se debe al instinto, en cuanto a la publicidad y a la promoción, se lo aseguro…, sin contar la falta de escrúpulos. Lo que vendemos realmente ha tenido un mercado muy bueno desde el Edén y Lilith[10]. La envoltura fue lo que constituyó la diferencia, una vez que regresamos al traje que ya existía en el Edén.
—Es la primera vez que oigo explicar en esos términos la moda en el mercado de las novelas eróticas —reconoció Henry.
—El negocio editorial…, y no hablo de la pornografía abierta, por supuesto…, sólo adoptó mi punto de vista, en cuanto a la ficción, cuando probé el éxito que podía alcanzar. Hasta entonces, la mayoría de las editoriales… y de los autores, también, si me permite decirlo…, se parecían un poco al emperador con su ropa nueva en el cuento infantil. Todos protestaban que la literatura debe revelar un nuevo enfoque hacia la vida, pese al hecho de que prácticamente todo lo importante que se haya dicho en una novela se puede resumir en algunas de las historias del Antiguo Testamento, particularmente las que se refieren a un hombre…, el rey David.
—Nunca he escrito ficción bíblica.
—Yo le aconsejo que no lo haga; actualmente, en ese campo, no se podría vender nada en el mercado…, lo que es una pena. Que David venciera a Goliat es un relato clásico de la lucha del hombre contra los obstáculos insuperables. Que deseara a la mujer de otro hombre y que colocara a Uría, el hitita, en el frente de la batalla para que muriera, forman la base del eterno triángulo. ¿Puede usted imaginar una tragedia más conmovedora que el dolor de David por la muerte de su hijo Absalón, aunque éste trató de matar a su padre para lograr el dominio del reino?
Harry Westmore llegó en ese momento y los tres se fueron a sentar a una mesa en banquette contra la pared. Henry se encontraba un poco aturdido por Barney Weiss, que era muy distinto de lo que esperaba de la persona que publicaba las novelas eróticas más sensacionalistas de la historia.
—¿De qué hablaban ustedes dos con tanto entusiasmo cuando llegué? —preguntó el agente.
—Nada que se refiriera a los escritos del señor Walters, te lo aseguro, Harry; nunca cometo el error de hablar de negocios con un autor cuando éste tiene un agente, particularmente un tipo tan listo como tú —dijo Weiss—. Hace mucho que admiro la habilidad de Henry por lograr que la historia tenga vida; es una pena que los problemas actuales ya no nos den tiempo de pensar en la belleza del pasado.
—El señor Weiss… —empezó a decir Henry.
—Llámeme Barney, por favor. Todo el mundo lo hace… salvo mis enemigos.
—Barney me estaba dando una lección para que no me impresione con mi propia importancia como autor, Harry —explicó Henry.
—No le hagas caso a ese tramposo —le aconsejó Harry—. Sólo está tratando de que aceptemos una garantía mejor.
—¿Para qué?
—Para Supersemental…, ¿qué otra cosa? Lo va a publicar.
—¿Tomó esa decisión después haber leído sólo treinta o cuarenta páginas? —le preguntó Henry a Weiss.
—Por eso y por la forma en que Harry dice que piensas construir la historia —contestó el director.
Henry sacudió lentamente la cabeza.
—En Bennett, siempre tuve que escribir al menos la mitad de los libros antes de que se firmaran los contratos.
—Yo reconozco el genio cuando lo veo, Henry —le aseguró el director—. Te vas a hacer rico con este libro…, y yo también.
—¿Cuánto piensas que conseguiré en total? —le preguntó Henry a su agente, aún un poco aturdido ante la rapidez con que se desarrollaban los acontecimientos.
—Entre medio millón y un millón de dólares —opinó Harry Westmore—. Antes de los impuestos, por supuesto, pero en eso también estás en buena posición. Juntaremos todo, salvo la garantía de cien mil dólares, en un año. Luego, haciendo un promedio de ingresos, puedes añadirlo a los ingresos de…, digamos, los últimos cuatro años…, sin contar la cláusula que impide que los impuestos sean mayores del cincuenta por ciento de los ingresos obtenidos. Quizá tengas que pagarle una tercera parte a Hacienda…, además del veinticinco por ciento a los clientes de Greg Annunzio…, pero aún así serás un hombre rico.
—¿Y qué pasa con mis novelas históricas?
—Bennett Press las puede publicar —dijo Weiss—. No quisiera que Abner padeciera de insomnio.
—¿Estás de acuerdo, Henry? —preguntó Harry Westmore.
—Todo esto me ha abrumado bastante —reconoció Henry—. Necesito algún tiempo para pensar.
—Bueno: ¿qué te parece si mantengo la oferta durante cuarenta y ocho horas, como opción en esas condiciones? —sugirió Weiss.
—¿Cuál es el problema, Henry? —preguntó el agente—. ¿No te parecen satisfactorias las condiciones?
—Las condiciones son buenas, pero si las acepto, eso significa que tendré que adoptar un estilo de vida totalmente nuevo. No puedo tomar una decisión de ese tipo sin pensarlo a fondo.
No podía decirles cuál era el problema real: algo que tenía que resolver antes de dar el último paso hacia el paraíso terrenal que le ofrecían el agente y el director de editorial. Una vez que se firmara el contrato con Barney Weiss, lo presentía, no habría forma de dar marcha atrás hacia las formas agradables y sencillas del pasado, y no podía dar ese paso sin hacer un esfuerzo más por persuadir a Selena de que se casara con él.
—Tengo que irme —manifestó Weiss mientras garabateaba su firma al pie de la cuenta—. Espero que trabajaremos juntos, Henry; pero si no lo hacemos, lo entenderé. Después de todo, si no fuera por los tacos de Chaucer, yo aún sería un profesor universitario.
Las oficinas de Bennett Press ya estaban cerradas cuando Henry se metió en una cabina telefónica en la ciudad subterránea que hay entre la Quinta avenida y la avenida de las Américas, por ambos lados de la calle Cincuenta. Pero Selena contestó al teléfono en su casa, después de que sonara dos veces.
—No cuelgues —dijo rápidamente Henry—. Tengo que hablar contigo.
—¿Qué quieres?
El tono de Selena hizo que Henry se estremeciera.
—Tengo que tomar una decisión importante en menos de cuarenta y ocho horas y tú eres la única que me puede ayudar a tomarla.
—Te dije que no quería volver a verte.
—Lo sé…, pero se trata de un asunto de negocios. Tiene que ver también con Bennett Press.
—Nick Darby es tu editor ahora.
—No tengo nada contra Nick, pero no voy a regresar allí a menos que tú seas mi editor. ¿No podríamos reunirnos en algún lugar?
—Acabo de lavarme el pelo y estaba a punto de prepararme un bocadillo.
—Puedo estar ahí en media hora con una pizza y media docena de cervezas.
—Olvídate de las cervezas; lo que tú quieres es emborracharme otra vez.
—Dos personas no podrían emborracharse con seis cervezas.
—Además, tendrás que hablar rápidamente —le advirtió Selena—. Tengo que leer un manuscrito esta noche.
—Sólo necesito media hora. Entonces, o bien te casas conmigo o saldré de tu vida para siempre.
—Esa última opción es la que no podría resistir. Que la pizza sea de salchicha italiana y anchoas.
El apartamento de Selena se encontraba en Grammercy Park, a unos veinte minutos en coche de donde se hallaba Henry en ese momento, así que Henry paró un taxi que pasaba frente a él.
—¿Conoce usted una pizzeria de primera cerca de Grammercy Park? —le preguntó al taxista.
—Claro: Antonelli’s.
—Lléveme allí y espéreme mientras consigo una pizza.
En Antonelli’s, Henry escogió una pizza con salchichas y anchoas, la más grande disponible. Medía casi un metro de diámetro y Henry esperó con impaciencia mientras el orgulloso propietario la metía en una caja y cobraba.
—Espero que lleve su cepillo de dientes —comentó el taxista cuando Henry salió tambaleándose de la tienda por el tamaño de la caja y por el viento fresco—. Nadie en sus cabales gastaría tanto dinero para su esposa.
—Llévala a la cocina —le dijo Selena cuando abrió la puerta de su apartamento. Su voz no daba la bienvenida, pero Henry vio que sus labios empezaban a humedecerse, ya que el delicioso aroma salía por los bordes de la caja e invadía el apartamento.
Ninguno de los dos habló mientras Henry colocaba la pizza sobre la mesa de la cocina. Henry se sorprendió al ver que ya había dos botellas de cerveza allí, pero no hizo ningún comentario. Además, notó que Selena se había secado el cabello muy rápidamente, y que éste descansaba ahora sobre sus hombros como una masa roja oscura. También se había tomado la molestia de maquillarse…, incluso de sombrearse los ojos.
—Ya has utilizado diez minutos de tu media hora —le advirtió Selena—. ¿Cuál es tu estratagema esta vez?
Henry le hizo un resumen de su conversación con Harry Westmore y Barney Weiss.
—¿Quieres saber si es un trato beneficioso? —preguntó Selena.
—No he venido para eso.
—Serías un tonto si no lo aceptaras. Aunque Abner Bennett hubiera aceptado publicarSupersemental, Bennett Press no te hubiera ofrecido unas condiciones tan buenas.
—He venido a hacerte una pregunta sobre otra cosa.
Selena echó un vistazo al reloj de la cocina.
—Te quedan cinco minutos para tu jugada.
—¿Quieres casarte conmigo, Selena?
—Ya sabes cuál es la respuesta a eso: ¡no!
—¿Qué pasaría si, sólo para probarte cuánto te amo, no aceptara lo que me ofrece Barney Weiss?
—¿Quieres decir que no has…?
—Hay una opción de cuarenta y ocho horas. Si te casas conmigo y si las cosas vuelvan a ser como antes…
—¿Antes de qué?
—De lo que sea.
—¿De Gloria Manning?
—Todavía más: estoy dispuesto a volver al día en que te conocí…; estoy loco por ti desde ese día.
—¿Y qué pasaría con la investigación que estás llevando a cabo?
—Serás mi único sujeto para llevarla a cabo de ahora en adelante —le prometió—. Después de lo de anoche.
—Por favor, no me asquees con los detalles sórdidos de cómo me llenaste de fuertes bebidas usando toda clase de artimañas.
—No había nada de eso…
—¿Al decir que un stinger era suave? Sabías que era dinamita.
—Bueno, de todos modos, nada del resto fue sórdido. Fue todo muy hermoso, y tú también lo estabas…, lo estás.
—Lo que no entiendo es lo que viste en esa rubia.
—Todo fue un accidente —explicó Henry—. Cuando estábamos en el tribunal, Gloria me oyó decir que El regreso de Lanzarote se iba a filmar. Fue a mi apartamento para llevarme mi anillo y me pidió que la ayudara a conseguir un papel en la película. Cuando le de Supersemental, quiso posar para la sobrecubierta...
—Le hiciste pagar el precio, por supuesto.
—¿Cómo podía prometerle que figuraría en la sobrecubierta, si casi ni había empezado el libro? Además, tú misma me dijiste que las epopeyas de época que he escrito iban perdiendo frente a la ficción erótica y me aconsejaste que leyera cosas como Naked Lust.
—No trates de echarme la culpa por esa carrera de libertinaje en la que te has embarcado.
—No le estoy echando la culpa a nadie. Te amo y estoy dispuesto a renunciar a medio millón de dólares…, sin descontar los impuestos…, para probártelo. ¿Qué más quieres?
—¿Qué sucedería si lo aceptara?
—Tiraré a la papelera lo que he escrito… son sólo unas cuarenta páginas… y tú podrás ser mi editor otra vez. Hasta escribiré algo para que Abner Bennett pueda dormirse al leerlo y viviremos felices por siempre jamás…, con estrecheces, por supuesto, pero felices.
—Insisto en que quiero conservar mi empleo.
—Conserva lo que quieras; sólo que consérvame a mí también —dijo Henry con sinceridad, al detectar un posible cambio de sentimientos en la voz de Selena.
—Supongo que una chica no podría pedir mayor prueba de la devoción de un hombre que el que renuncie a medio millón de dólares, pero no necesitas hacer eso, tampoco.
—¿Cómo es eso?
—Tal vez haya un modo de que salgas bien parado después de todo. El contrato que firmaste con Gregory Annunzio, ¿especifica una fecha de entrega del manuscrito con la historia de Bart Bartlemy?
—No.
—Entonces, primero podrías escribir lo que llamas una epopeya de época para Bennett Press, y Supersemental para Barney Weiss inmediatamente después.
—No estoy seguro de que eso funcionara —dijo Henry escéptico—. Me tomaría seis meses escribir otra historia del tipo de la mesa redonda y…
—Insististe mucho en la investigación que estás llevando a cabo —Selena se sonrojó—. Después de seis meses de matrimonio, te prometo que tendrás mucho más material paraSupersemental.
La perspectiva que le planteaba Selena era tan deslumbradora que Henry perdió el habla de momento y sólo pudo tragar saliva. Luego lo único que pudo decir fue:
—¡Caray!
Pero Selena comprendió.
—Siempre quise casarme en una iglesia, pero quizá me tome una semana conseguir mi vestido de boda e invitar a unos cuantos amigos —expuso—. El contrato para tu próxima novela histórica con Bennett puede redactarse en seguida, sin embargo, y puedes empezar a prepararla, para evitar meterte en la clase de líos en que te has metido últimamente. Mañana o pasado mañana enviaré los contratos a la oficina de Harry Westmore.
Selena se puso en pie y rodeó la mesa donde se encontraban los restos de la pizza. Henry empujó su silla también y, como la cocina era pequeña, durante un momento se encontraron cara a cara, casi tocándose. La cercanía y la hermosura de Selena pusieron nervioso a Henry; la abrazó, pero la suavidad que tanto amaba descansó sólo un momento contra sus palmas antes de que Selena le diera un manotazo, apartando sus manos.
—Nada de manosear la mercancía hasta que no sea tuya —le dijo—. Ni ésta… ni ninguna otra. ¿Entendido?
—Sí, cariño —contestó Henry, felizmente lleno de pizza, cerveza y amor—. Nos podemos encontrar en el registro civil mañana, para comenzar los trámites; creo que se necesitan tres días.
Henry acababa de regresar a casa, después de visitar a Selena, cuando sonó el teléfono. Era Gloria.
—Hace varias horas que intento hablar contigo, Henry —le dijo.
—Estuve fuera.
—¿Cómo has estado?
—Muy bien.
—¿Ya se calmaron las cosas entre tú y la joven pelirroja?
—Nos vamos a casar en unos cuantos días.
—¡En hora buena! Es muy hermosa.
—Gracias, Gloria.
—Estaba preocupada por haberte interrumpido tan temprano por la mañana, el otro día, pero la llave estaba en la cerradura, fuera.
—Está bien. —Henry no podía enfadarse con nadie en ese momento.
—¿Estás seguro que no te causé ningún problema?
—Ya se arregló todo y soy muy feliz.
—Entonces yo también lo soy, Henry. Como te dije antes de marcharme la otra noche, eres el mejor…
—¡Oh! Yo no diría eso.
—Yo sí…, y mi opinión cuenta por algo.
—¿Puedo decirte que tú también estuviste maravillosa? —le dijo Henry, galante.
—Generalmente no recibo quejas. ¿La escena de tu nuevo libro, para la que posé, marchó bien?
—Fue perfecta.
Henry empezaba a sudar, ya que la razón por la cual le llamaba Gloria empezaba a penetrar en su mente.
—Ninguna de las escenas que he escrito me ha salido tan redonda.
—Me alegro —manifestó Gloria—. Entonces, mi foto…, una de las que te di…, ¿figurará en la sobrecubierta del libro?
Había llegado el momento de la verdad y Henry se enfrentó a ello con valor:
—Me temo que no, Gloria.
—¿Por qué?
El señor Abner Bennett es el dueño de la editorial que se encarga de mis libros, y tengo contrato con ellos. No le gusta ese tipo de libro.
—¿No lo puede publicar otra casa?
Bennett tiene opciones en el contrato. Lo siento, Gloria, de veras que lo siento. —Henry sintió alivio al salir tan fácilmente del apuro—. Te hubieras visto muy bien en la sobrecubierta.
—Estaba yo muy ansiosa porque apareciera mi foto en un libro escrito por ti, porque eres tan amable, Henry —le dijo Gloria—. ¿Estás seguro de que no lo vas a escribir?
—Tal vez más tarde…, después de escribir otra novela histórica.
—¿Cuánto tardarás?
—Seis meses al menos. Y ni siquiera entonces puedo garantizar que escribiréSupersemental. Lo siento, Gloria.
—Yo también, pero espero que todo te salga bien, Henry. Eres el hombre más amable que conozco.
—Gracias. La señorita McGuire y yo nos vamos a casar dentro de una semana, más o menos. Me gustaría invitarte a la boda, Gloria, pero, en vista de las circunstancias…
—Entiendo, Henry. Adiós.
—Adiós, Gloria.
A la mañana siguiente, temprano, Henry llamó a Harry Westmore a su casa y le comunicó su decisión de posponer la elaboración de Supersemental hasta después de escribir y terminar una epopeya de época para Abner Bennett. La respuesta de Westmore consistió en tragar saliva y guardar silencio durante un rato.
—¿Todavía estás ahí, Harry? —preguntó Henry.
—Estoy aquí, pero déjame decirte que no estás en tus cabales.
—Yo sé lo que hago.
—Cualquier persona que deseche medio millón de dólares seguros, y tal vez más, incluso si es por una chica tan hermosa como Selena, tiene que estar chiflado.
—Ella es lo único que me importa, Harry —explicó Henry—. Tengo que escribir un libro para Bennett primero, para probar a Selena cuánto la amo, pero eso no quiere decir que después no pueda escribir Supersemental para Barney.
—¡Chico, las oportunidades como la que se te ha presentado no suelen esperar! Al hierro candente, batir de repente, ya sabes, y éste está al rojo vivo. ¿Has hablado con Gregory Annunzio?
—No.
—A él y a la gente que él representa no les va a gustar esto.
—No hay nada en el acuerdo que firmé con ellos que especifique una fecha límite para entregar el manuscrito.
—Pero ya habías empezado a escribir, y cuando se trata de un libro de este tipo, el hacer las cosas en el momento oportuno puede significarlo todo.
—Se lo prometí a Selena —fue lo único que pudo responder Henry.
Siguió otro rato de silencio en el teléfono y Henry supuso que Harry Westmore estaba tratando de dominar su ira contra un cliente que resultaba ser —juzgándolo con cualquier criterio que no fuera el romántico— el mayor imbécil de la historia.
—¿Cuándo será la boda? —preguntó el agente.
—Más o menos en una semana. Al mediodía vamos a solicitar la licencia de matrimonio. Selena te manda decir que los contratos para la nueva novela histórica estarán listos mañana.
—¿Qué?
—Seguramente no hay nada de complicado en los contratos. Las condiciones serán las mismas de siempre, y Selena dice que tan pronto haya escrito la novela histórica para Bennett…, quizá tarde unos seis meses…, puedo ponerme a trabajar en Supersemental de nuevo.
—¿Y qué pasará con las investigaciones que estabas llevando a cabo?
—De ahora en adelante, las haré en casa. ¿Con Selena como modelo?
—¿Quién, si no?
—Puedo pensar en muchas otras, pero parece ser tienes las cuatro patas atadas, Henry.
Al cabo de un rato prosiguió:
—Está bien. Trataré de convencer a Barney Weiss de que espere a que esté listoSupersemental. Pero si a algún escritor chapucero se le ocurre la idea antes de que hayas acabado, habrás perdido la novela erótica de más éxito comercial desde Fanny Hill. Por cierto, felicita a Selena por haber encontrado el modo ideal de conseguir un ascenso y convertirse en senior editor, sólo porque Abner Bennett sufre de insomnio y se duerme leyendo tus libros.
—No soy tan malo, Harry.
—Eres bueno en ese campo, Henry. Muy bueno. Séneca también lo era.
Ya avanzada la tarde, Henry acababa de regresar del registro civil, donde él y Selena habían llenado las solicitudes requeridas, cuando sonó el teléfono. Era Elena Hartsfield.
—No habrás olvidado que acordamos cenar juntos esta noche, ¿verdad, Henry? —preguntó Elena—. Traté de llamarte varias veces hoy, pero estabas fuera.
—Tenía que atender unos asuntos.
Henry decidió que no valía la pena informarle de qué se trataba.
—Tengo tantas cosas que contarte acerca de lo que ocurrió mientras vivía con Bart. Comeremos una cazuela y descorcharemos una botella del vino especial que Carling solía importar de Francia.
—Eso… —Henry vaciló sólo un momento—. Eso será perfecto.
—Te espero alrededor de las ocho, pues —indicó Elena.
—Supongo que me aceptarás en traje de calle —inquirió Henry, y la risa de Elena le ocasionó un cosquilleo de anticipación.
—Sí, por lo menos al principio —añadió Elena.
Cuando Henry llegó ya había una bandeja con copas de martini. Elena llevaba puesto algo transparente y ceñido, más transparente y más ceñido de lo que esperaba Henry, y que revelaba algunas de las razones por las cuales la mujer había sido, cuando menos, una actriz principiante en Hollywood durante un breve periodo.
—Espero que te gusten los martinis —manifestó Elena, a la vez que le ofrecía uno de los que se hallaban sobre la gran bandeja de plata.
—Me encantan —declaró Henry al aceptar la copa que la morena le tendía—. También traje una pequeña grabadora, para grabar algunas de las cosas que me contarás acerca de Bart y de Hollywood, si no te molesta.
—No me molesta en lo más mínimo —contestó Elena—. Después de todo, en los periódicos se dice que este libro tuyo será muy realista y que nombrarás a personas reales.
—Ése es el proyecto.
Henry le oyó decir eso y se preguntó al instante por qué no le decía la verdad; pero perdió todo deseo de contarle la verdad acerca de sus planes para el futuro, al seguirla hacia el estudio que, según pudo ver a través de una puerta abierta, daba a un dormitorio muy femenino. En cuanto al presente, el genio ya controlaba bastante bien la situación.
Los martinis eran fuertes, la comida, deliciosa, y la compañía más y más estimulante a medida que pasaba el tiempo; hablaron de Hollywood y de Bart Bartlemy y de cómo Henry escribiría Supersemental. Eran las once de la noche cuando Henry miró su reloj y se dio cuenta de que la velada había pasado volando. Cuando se puso en pie para irse, Elena se acercó y, cuando Henry instintivamente alargó las manos para tomarla en sus brazos, Elena se refugió en ellos. El beso que le dio la morena era cálido y apasionado, y antes de que hubiera terminado, Henry había olvidado a Selena, a Abner Bennett y todo lo demás, salvo la realidad del presente.
—¿Sabes una cosa, Henry? No tienes por qué irte; a menos de que quieras hacerlo —dijo Elena al besarlo.
Y Henry no se fue.
En el cuarto de baño de Elena, decorado para dar una sensación de intimidad, el reloj marcaba las ocho cuando Henry acabó de darse una ducha rápida. Henry estaba atravesando el dormitorio de puntillas, para evitar despertar a Elena, cuando ésta habló desde su ancha cama de matrimonio.
—Henry, anoche olvidé decirte que «las partes de Bart», como las llama Willy Dillingham, lucen mucho mejor en ti que en Bart. Llevaba unos tres meses haciendo un anuncio de cerveza, y por ese motivo se estaba poniendo bastante barrigudo; pero tú estás en mucho mejor condición que él.
—Gracias —contestó Henry—. Trato de correr de seis a ocho kilómetros varias veces por semana.
—Lo sé —indicó Elena—. Te he visto correr en el parque. Además, eres un amante muy superior a Bart. Él pertenecía a la escuela de «Uno y dos y gracias, señora» en cuanto a hacer el amor, pero tú eres tierno y cálido y, obviamente, entiendes el papel de una mujer al hacer el amor.
—Recuerdo que inauguramos varias posiciones anoche —reconoció Henry, mientras acababa de vestirse—. Y fue maravilloso.
—Sé muchas más cosas acerca de Bart que no te he contado —dijo Elena—. Tendremos que repetir esto en otra ocasión.
—¡Claro que sí! —respondió una voz ronca, que Henry reconoció vagamente como la suya—, pero más vale que me vaya o la gente empezará a cotillear. Adiós… y gracias por todo.
—Las gracias… Yo debería dártelas a ti —replicó Elena—, y te las doy.
—Por cierto —preguntó Henry, desde la puerta del dormitorio—, ¿dónde está Rashid?
—Está encerrado en el dormitorio de Carling. —Elena se echó a reír—. Cuando lo lleve de paseo al parque esta mañana, sé que estará endiabladamente enfurecido, de modo que no cometas el error de ponerte al alcance de sus garras.
—Puedes estar segura de que no lo haré —declaró Henry—. Adiós.
Cuando iba de regreso a su casa, Henry se detuvo en la cafetería que estaba en la esquina de la manzana en que se levantaba el inmueble que habitaba. Sybil, su camarera habitual, le sirvió y, al llevarle la cuenta, le preguntó, como lo había hecho docenas de veces anteriormente:
—¿Algo más, señor Walters?
—Bueno: me gustaría un poco de esto.
Como lo había hecho a menudo en el pasado, Henry le dio una palmada juguetona en el trasero, donde la redonda prominencia amenazaba con reventar el nilón verde. Henry se sorprendió al oírla contestar:
—Creo que eso se puede arreglar. Tengo un descanso dentro de media hora. Todavía vive en el mismo apartamento, ¿verdad?
—Si. —Henry oyó que respondía la misma voz con que había hablado antes a Elena Hartsfield—. Estaré allí dentro de un rato.
—No tardaré mucho en seguirlo —le dijo Sybil—. Eso es, si está usted listo.
Ella no lo estaba, pero Henry sí.
—En realidad no tenía hora en mi agenda —le dijo el doctor Schwartz cuando, poco después de las diez de la mañana, hizo pasar a su despacho a Henry, que temblaba como un hoja al viento veraniego—. Pero parecía estar muy trastornado cuando hablamos por teléfono.
—¡Estoy poseído, doctor! Por el espíritu de Bart Bartlemy… o más bien por su demonio.
Schwartz se dirigió a un botiquín que se encontraba en un rincón, y tomando dos cápsulas verdes del frasco que allí se hallaba, se las llevó a Henry con un vaso de agua.
—Tómelas —le ordenó.
—¿Qué son?
—Sólo un tranquilizante suave. En su condición trastornada…
—Usted también estaría trastornado si estuviese poseído por el demonio de Bart. Cuando el doctor Sang practicó la operación me convirtió en una doble personalidad.
—En psiquiatría tratamos a menudo los casos de doble personalidad, señor Walters, pero hace cientos de años que no creemos en los demonios.
—Eso es porque nunca uno se ha apoderado de usted. Usted liberó el espíritu de Bart del trasplante, la primera vez que me trató con la bola vibrante de luz, y ahora ese espíritu está tratando de tomar el dominio de mi vida.
—Vamos, señor Walters —le dijo el psiquiatra—. Lo único que hice fue inducir un estado hipnótico para aliviar sus temores de que no fuera capaz de vivir según las posibilidades que le proporcionaba el trasplante.
—He vivido según ellas —dijo Henry—. Y ahora Bart está tratando de dominar mi vida.
—¿Podría ser más específico?
—Anteanoche Selena McGuire estuvo de acuerdo en casarse conmigo, pero me hizo jurar que nunca volvería a mirar a otra mujer.
—Las esposas jóvenes hacen eso a menudo, pero rara vez funciona.
—Pero yo quiero que funcione esta vez, doctor…; al menos lo quiere la parte de mí que no está dominada por el espíritu de Bart Bartlemy. De veras que albergaba todas las intenciones de serle fiel a Selena, pero se me olvidó que tenía una cita para cenar anoche con una joven divorciada muy hermosa que, durante un tiempo, vivió en Hollywood con Bart Bartlemy. Cenamos en su apartamento y hablamos acerca de su relación durante varias horas…
—Pero cuando llegó el momento de irse, ¿no lo hizo?
—No sólo no me fui, sino que, cuando estaba desayunando en el café a la vuelta de la esquina de mi apartamento esta mañana, después de pasar la noche con otra mujer, le di a Sybil, la camarera, una pequeña palmada en el trasero cuando me trajo la cuenta; es algo que hago a menudo. Sin embargo, antes de que me diera cuenta de lo que ocurría, Sybil estaba arriba en mi apartamento, quitándose el uniforme. ¿Podrá creer que tuve a la chica desnuda, tumbada…, como digo en mis novelas históricas…, vestida y de vuelta al trabajo en veintinueve minutos?
—¿Por qué tantas prisas?
—Sybil sólo tenía treinta minutos de descanso —explicó Henry—. Pero ¿cómo puedo serle fiel a Selena si nunca sé si algo así va a ocurrir cuando me acerco a una rica hembra?
—¿Qué es lo que quiere que haga, señor Walters?
—Ese primer tratamiento me ayudó, fue maravilloso. Por primera vez en mi vida me sentí a gusto con las mujeres.
—Si pudiera conseguir resultados así con todos mis pacientes —expuso el psiquiatra con un deje soñador—, sería millonario.
—Lo único que quiero es deshacerme de este demonio.
—El exorcismo no es parte de mi especialidad, señor Walters, pero le puedo asegurar que lo que ha ocurrido se debe sólo a que su verdadero ego ha sido liberado por la operación del doctor Sang. Además, tal vez algunas de sus tendencias normales se hayan intensificado, al saber que tiene usted el mejor aparato sexual de la actualidad y quizá de toda la historia.
—¿No podría usted hacer algo para dominar un poco el instinto, sin alterar el aparato?
—Eso sería realmente desperdiciar un equipo soberbio, señor Walters —dijo el doctor Schwartz—. Sería algo como manchar el recuerdo de Bart Bartlemy.
—¡Me importa un comino Bart! Está arruinando mi matrimonio incluso antes de que me case, y a pesar de estar muerto.
—Existe otra dificultad, señor Walters. Una operación psiquiátrica de envergadura…, aunque pudiera practicarla, lo que no puedo garantizarle…, podría destruir el funcionamiento del trasplante.
—¿Quiere decir…?
—Al tratar de cambiar algo que funciona de modo tan espectacular ahora, se corre el riesgo de incapacitarlo, en cuanto a relaciones sexuales, por el resto de su vida. Podría casarse con la señorita McGuire y luego descubrir que sólo es esposo de nombre. ¿Está usted dispuesto a aceptar ese riesgo?
—¡Dios mío! ¡No!
—Entonces ¿por qué desnaturalizar un proceso físico normal que, podríamos decir, funciona con un éxito asombroso?
—Acabo de decirle que ya no soy normal —objetó Henry.
—Si no lo es…, y eso tampoco lo acepto, señor Walters…, hay millones de hombres que darían cualquier cosa por poseer su tipo de anormalidad. Le aconsejo que se fortalezca contra la tentación tomando tranquilizantes, hasta que consume su matrimonio. Por lo que me ha dicho hoy, creo que la situación se normalizará por sí misma, después de eso.
Fuera del consultorio del doctor Schwartz hacía calor y las calles estaban llenas de gente, particularmente de mujeres que iban a comer. Con la mirada baja, para evitar caer en la tentación que ofrecía a sus sentidos la profusión de estímulos, Henry se apresuró a llegar a la parada de taxis más cercana y se metió en el destartalado interior del primero de ellos. Al llegar a su apartamento, pagó al taxista y salió, rodeando a un hombre delgado, de cara flaca y casi inexpresiva, mejilla atravesada por una larga cicatriz, que se encontraba casi al borde de la acera, hablando con Angus, el portero.
—Señor Walters —dijo una voz desconocida, cuando Henry había llegado a medio camino de la puerta.
Henry se dio media vuelta y, al lado del portero —que, por alguna razón, parecía atemorizado—, vio al hombre de la cicatriz; contra la acera también se encontraba aparcado una larga limusina negra a poca distancia de la marquesina del inmueble. Otro joven estaba al volante mientras que un tercer caballero, de apariencia particularmente elegante, se hallaba sentado en el asiento de atrás.
Era Gregory Annunzio.
—Alguien quiere verlo —le dijo la cara marcada, haciéndole una señal a Henry para que lo siguiera.
Cuando, debido al ademán, el abrigo del hombre delgado se ciñó a su pecho, Henry habría jurado que, bajo la tela, se delineó brevemente la forma de un arma en una pistolera de hombro. El hombre de la cara marcada abrió la puerta de la limusina, tomó a Henry del brazo y lo forzó a entrar, con la misma facilidad con que hubiera manejado a un niño.
—No se alarme, señor Walters —le dijo Annunzio—. Sólo quiero hablar un poco con usted, y éste es un día muy placentero para pasearse por el parque en coche.
—Tengo una cita…
—Le prometo que no tardaré mucho. ¿Puedo felicitarlo por el éxito del trasplante? Sé, de fuente fidedigna, que es usted tan hombre como lo era Bart Bartlemy.
—¡Gloria! —De pronto la situación se aclaró en la mente de Henry—. ¿Trabaja para usted?
—Para mí no, señor Walters. La señorita Manning…, como le gusta llamarse profesionalmente…, es la cuñada de un cliente mío, uno de los patrones de las artes de quien le hablé cuando nos vimos en el hospital.
—Entonces, ¿el lío en el metro fue planeado?
—No exactamente en la forma en que ocurrió; no somos lo suficientemente listos para eso. Sólo se suponía que Gloria lo seguiría y que usted la invitaría al apartamento, donde seguramente ocurrirían ciertas cosas. Entonces ella concedería una entrevista a un reportero del Washington Post…
—¡Willy la Dilly!
—La señorita Dillingham fue al tribunal el otro día, porque así se lo sugerí, cuando Gloria me llamó antes de la audiencia —reconoció Annunzio—. Afortunadamente para nosotros, la curiosidad del juez Peebles nos presentó la oportunidad que esperábamos y el secreto del trasplante se reveló de forma dramática, además del hecho de que usted iba a escribir una novela biográfica acerca de Bart Bartlemy.
—Su plan original me hubiese sido más fácil de soportar.
—Pero no hubiera sido realmente tan efectivo como el verdadero espectáculo que resultó ser; ni siquiera su fértil imaginación hubiese podido conjurar esa rápida secuencia de acontecimientos. No me importa decirle que a mis clientes y a mí nos encantó el modo en que el plan funcionaba… hasta esta mañana.
Henry sintió un repentino estremecimiento de temor.
—¿Hasta… esta… mañana? —balbució.
—Cuando me enteré, por accidente, por cierto, que usted pensaba escribir otra novela sobre la mesa redonda antes de terminar Supersemental.
—No entiende, señor Annunzio —suplicó Henry—. La señorita McGuire se va a casar conmigo, pero insistió en que escribiera esa novela histórica antes de escribir Supersemental. Abner Bennett así lo quiere.
—Hablemos claro, señor Walters. Mis clientes y yo queremos que las cosas se hagan según lo acordado.
—Mi carrera consiste en escribir novelas históricas; no puedo permitirme romper mis lazos con Bennett Press —protestó Henry.
—Una vez que haya terminado Supersemental puede escribir lo que le apetezca —le aseguró Annunzio.
—Y perder a Selena…
—La señorita McGuire es una joven demasiado inteligente para no darse cuenta de cuál es su interés, una vez que se percate del éxito en el mundo editorial que significaría el ser sueditor bajo Barney Weiss.
—Pero no voy a escribir Supersemental ahora.
Con la misma fascinación que le hubiese causado ver una cobra saliendo de una canasta a tres metros de distancia, Henry observó cómo los dedos del joven matón de la cara marcada se movían despreocupadamente hacia su cazadora y la desabrochaban.
—Oí ese rumor esta mañana, pero no podía creerlo. —La voz de Gregory Annunzio se había enfriado visiblemente.
—Esto debe ser un sueño —dijo Henry atontado—. O una pesadilla.
—Le puedo asegurar de que ganar al menos medio millón de dólares, y probablemente más, por seis meses de trabajo, quizá aún menos, no es un sueño, señor Walters. Personalmente, yo preferiría que no se convirtiera en una pesadilla, pero la vida es real.
Las palabras contenían una evidente amenaza y Henry la reconoció como tal.
—Si escribo su libro, pierdo a mi prometida —protestó.
—Si escribe el libro basándose en la forma en que ha estado viviendo desde el día en que se topó con la señorita Manning en el metro, sería un tonto si se casara con alguien —le dijo Annunzio sin rodeos—. Si juega bien sus cartas podría estar en camino de convertirse en un símbolo sexual aún más importante de lo que jamás fue Bart Bartlemy.
—No puedo hacerlo —manifestó Henry—. Y no tiene sentido que me diga que me van a hacer desaparecer…
—¡Por favor! —interrumpió Annunzio con una mueca afligida.
—… porque si lo hace, perderá la oportunidad de que más tarde decida escribir la novela.
Henry jugó su triunfo y esperaba que fuera lo suficientemente alto como para ganar la partida, pero el abogado no pareció intimidarse:
—Su respuesta fue buena y rápida, señor Walters, y va de acuerdo con sus mejores tramas, pero me temo que no mucho con la vida real.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que usted no es indispensable. Nadie lo es. ¿Debo decirles a mis clientes que, definitivamente, no se va a dedicar primero a Supersemental?
—Definitivamente.
A Henry le hubiera gustado que su voz no sonara tan aguda.
—En ese caso no ganaremos nada con desperdiciar mutuamente nuestro tiempo. Regresemos al apartamento del señor Walters, Jerry.
Después de un expectante silencio continuó:
—Siento que se niegue a cooperar. —Cuando el coche se detuvo delante del inmueble en que vivía Henry y mientras Angus abría la portezuela Annunzio inquirió—: ¿No hay resentimientos?
—Por supuesto que no. —Henry estaba dispuesto a concederle casi cualquier cosa ahora que se hallaba en casa sano y salvo—. Haga el favor de saludar de mi parte a la señorita Manning.
—De acuerdo —declaró Annunzio—. Lo pone a usted por las nubes.
Mientras Henry se quedaba inmóvil observándola, la limusina se alejó suavemente de la acera y entró en el flujo del tráfico que se dirigía hacia el norte.
—¿Está bien, señor Walters? —preguntó el portero.
—Claro que sí. ¿Por qué?
—Lo veo un poco pálido. Por cierto, reconocí a Annunzio. De vez en cuando los veo a él y a su jefe en el hipódromo.
Henry vaciló y entonces hizo la pregunta que más le importaba:
—¿Quién es su jefe, Angus?
—El gran John Fortuna. Es el cabeza de la Familia[11] aquí en Nueva York.
Ni siquiera una atareada, pero muy placentera, media hora con Sybil, a las tres de la tarde, logró restablecer la serenidad de Henry. Por más que se asegurara asimismo que había manejado la entrevista con Annunzio con toda la firmeza y la habilidad típicas de los héroes caballerescos de El regreso de Lanzarote, no podía deshacerse de la sensación de que las cosas no marchaban como debían. Cuando oyó el agudo sonido del teléfono poco antes de las seis de la tarde, saltó de su asiento para contestar.
—¿Señor Walters?
Era una voz sin inflexiones, aunque un tanto siniestra. No recordaba haber oído nunca una voz así.
—¿Quién habla?
—Mi nombre no importa. Digamos que soy un buen samaritano que hace unos minutos rescató a su prometida, la señorita Selena McGuire, de una muerte segura de entre los rieles del metro.
—¿Qué…?
—Se encuentra en la sala de urgencias del Hospital de Nueva York.
—¿Está malherida?
—La señorita McGuire está un poco trastornada y tiene unas cuantas magulladuras y cortes de poca importancia…, además de una ligera conmoción. La próxima vez quizá no tenga tanta suerte.
—¿La próxima vez?
Henry comprendió mejor cómo se sintieron las personas que viajaban en las carretas de París cuando vieron a madame Lafarge tejiendo bajo la amenazadora sombra de la guillotina.
—Debería cuidar mejor a la señorita McGuire, señor Walters —prosiguió la voz siniestra, pero antes de que Henry pudiera hablar, o más bien chillar, oyó un clic que indicaba que se había cortado la línea.
Henry no perdió el tiempo mirando el teléfono. Corrió hacia el armario empotrado, cogió una cazadora y salió del apartamento; pulsó el botón del ascensor dos veces para indicar al portero que quería un taxi. Uno se detuvo frente al edificio justo en el momento en que Henry salía y se dejó caer, jadeando, en el asiento.
—Entrada de urgencias del Hospital de Nueva York —le indicó al taxista.
—¿Está enfermo, señor? —preguntó el taxista al alejarse de la acera con pericia.
—No. Una amiga sufrió un accidente en el metro.
—Es un lugar peligroso, ese metro. Yo estoy muerto de miedo desde el momento en que salgo del trabajo hasta que llego a casa.
El taxista se abrió paso a través del laberíntico tráfico vespertino mientras hablaba; rozó un guardabarro aquí, sacudió a Henry allá, haciendo que casi cayera de cabeza, y pisó el freno justo a tiempo para evitar chocar con un enorme camión de reparto.
Cuando el taxi, aún milagrosamente intacto, se detuvo en la pista circular de la entrada de urgencias del enorme Hospital de Nueva York, que formaba parte de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell, Henry le entregó diez dólares al taxista —el doble de lo que marcaba el taxímetro—, y corrió hacia la puerta. No tuvo problemas para encontrar a Selena; ésta discutía acaloradamente con un médico alto que vestía una bata blanca. Lo que era más importante, parecía estar bien, a excepción de unos cuantos parches aquí y allí.
—Tengo un apartamento muy cómodo en Grammercy Park, doctor Crawford —decía Selena—. No voy a permitir que me encierre en una sala de hospital con un montón de gentuza, donde podrían contagiarme quién sabe qué cosas.
—Pero, señora…
—Señorita McGuire, Selena McGuire.
—Sólo queremos tenerla en observación esta noche, señorita McGuire. Después de todo, estuvo usted inconsciente.
—Sólo un minuto.
—Con mucho gusto cuidaré a mi prometida, doctor —le dijo Henry al interno de la sala de urgencias.
Selena dio media vuelta de repente y se encaró con Henry:
—No te mandé llamar, Henry Walters.
—Lo sé…
—Soy perfectamente capaz de cuidarme a mí misma.
—Si el señor Walters se hace responsable, se podrá marchar, señorita McGuire.
Era evidente que el doctor Crawford deseaba quitarse de encima la responsabilidad.
—Sé lo que tengo que hacer, doctor —indicó Henry—. Fui sanitario en el ejército.
—Entonces firme el alta, por favor.
El doctor Crawford le entregó un papel que estaba sujeto al historial clínico de Selena y que había cogido de la mesa al lado de la cual estaba sentada Selena.
—La señorita McGuire sufrió una ligera conmoción, y si tiene usted alguna dificultad para despertarla tráigala de inmediato a urgencias.
—Entiendo, doctor.
—Le dimos un sedante suave y debería dormir, pero no tan profundamente que no la pueda despertar con facilidad.
—¡Ja! —exclamó Selena, que parecía estar resuelta a que ni siquiera el sedante la afectara.
—¿Dónde pago la cuenta? —preguntó Henry.
—En la ventanilla de caja.
El médico le dio un formulario con la cuenta y se alejó para encargarse de otra persona entre la constante corriente de humanidad golpeada y enferma que fluía por la sala.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó solícito Henry, a la vez que tomaba a Selena de un brazo y la llevaba hacia la caja.
—Puedo caminar sola. —Selena dio dos pasos, pero se tambaleó y se aferró a Henry, buscando apoyo—. Debe de ser por el sedante que me dio. No quería acostarme en la camilla en el metro, pero un poli fortachón casi me maltrató; y todo el mundo miraba y yo tenía la falda alzada.
Henry deslizó el formulario debajo de los barrotes de la ventanilla, junto con dos billetes de veinte dólares, y un sello de goma cayó sobre el papel, marcando «Pagado».
—¿Cuarenta dólares para eso? —exclamó Selena, indignada, mientras Henry la llevaba hacia la salida.
Una vez afuera, la ayudó a entrar en un taxi y se sentó a su lado.
—Grammercy Park —le señaló al taxista, añadiendo el número del inmueble.
Cuando colocó su brazo alrededor del hombro de Selena, ésta se dejó caer contra él como una niña soñolienta que ya no sentía la necesidad de hacer alarde de su hosca independencia irlandesa frente a la autoridad.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó Henry.
—Fue todo tan rápido que casi no lo recuerdo —las palabras ya se iban deformando, debido al efecto del sedante que le dieron en el hospital—. Yo estaba esperando que llegara el metro cuando un hombre me rozó y me arrojó sobre la vía.
—¡Pudiste electrocutarte! —exclamó Henry, horrorizado.
—Fue en la parte más cercana al andén, no en el tercer riel, que es el que lleva la corriente eléctrica.
—¿Viste bien al hombre que te empujó?
—¿Quién reconoce a alguien en el metro a la hora punta? Pero era un hombre…, eso sí lo vi. Y el tren ya estaba llegando; pude sentir las vibraciones en el riel durante un momento, mientras yacía allí.
—Es un milagro que pudieras subir trepando.
—No lo hice. Otro hombre se inclinó y me alzó hasta el andén, justo cuando el tren tomaba la curva antes de entrar en la estación. Cuando me di cuenta de lo cerca que estuve de morir, yo…, bueno, pues creo que me desmayé durante un ratito. Lo que recuerdo después es que me acostaban en la camilla…
—¿Te diste cuenta de cómo era el hombre que te ayudó?
—No mucho. Tez pálida y una cara afilada totalmente inexpresiva; pero tenía una cicatriz. Es extraño, Henry, pero juraría que, justo antes de desmayarme, le oí decir: «Debería usted obligar al señor Walters a cuidar mejor de usted, señorita McGuire».
Henry sintió de pronto que le inundaba el sudor frío que había ido formándose bajo la superficie de la piel a lo largo del relato de Selena.
«Debería cuidar mejor a la señorita McGuire, señor Walters», había dicho el hombre que lo llamó para informarle acerca del accidente de Selena, y ahora Henry sabía exactamente lo que significaban esas palabras.
—¿Por qué diría eso Henry? ¿Tienes alguna idea? —preguntó Selena soñolienta—. Juraría que lo había visto antes.
—Probablemente fue alguien que te ha visto en las oficinas de Bennett Press. Eres bastante decorativa, ¿sabes?
—Pero también conocía tu nombre.
—Nuestros nombres aparecieron juntos en ese artículo del periódico cuando yo…, cuando ocurrió ese asunto del metro el otro día.
—Eso no tiene mucho sentido —murmuró Selena—, pero tengo demasiado sueño para preocuparme por eso.
—No te preocupes por nada, cariño. Te voy a cuidar de ahora en adelante.
—El buenazo de Lanzarote que llega al rescate.
Un suave ronquido interrumpió el diálogo.
Lo que Selena acababa de contarle acerca del accidente cristalizó una decisión; una decisión que podría hacer que Henry perdiera la oportunidad de utilizar la licencia matrimonial que llevaba en su cartera, pero eso no importaba ahora. Lo importante era que Selena estaba sana y salva y que dependía de él que así se mantuviera, al menos en cuanto a la gente que habían ordenado esa demostración de lo que podía ocurrir.
Selena apoyó todo su peso en Henry cuando salieron del taxi y entraron en el edificio. Una vez en el piso en que se encontraba el apartamento de Selena, caminaron pasillo abajo, arrastrando los pies, y Henry abrió la puerta con la llave de Selena; se aseguró de sacar la llave de la cerradura y de echar el cerrojo por dentro antes de llevar a Selena a la puerta de su dormitorio.
—¿Crees que puedes ponerte el pijama sola? —le preguntó.
Selena se rió tontamente; Henry estaba seguro que la risa se debía al efecto del sedante que le habían dado.
—Te apuesto a que esperas que diga que no.
—Puedes apostar que así es.
—Entonces lo haré yo misma.
Cuando no oyó nada al cabo de diez minutos, Henry abrió la puerta del dormitorio y encontró a Selena acostada, profundamente dormida y aún vestida. La desvistió, sacó un pijama del armario y se lo puso, tratando —sin lograrlo por completo— de que su mirada no se festejara en la hermosura que, hasta ese mediodía, había esperado que pronto le pertenecería sólo a él. Selena se despertó una vez, mientras Henry le abotonaba el pijama, y le rodeó el cuello con los brazos.
—Dame un beso de buenas noches, cariño —le dijo y Henry obedeció con prontitud, pero sintió que sus labios se ablandaban debajo de los suyos propios, cuando la soñolencia debida al sedante se apoderó completamente de ella.
La acostó, la cubrió con la sábana y le tomó el pulso; vio que era de ochenta. Respiraba relajadamente dieciséis veces por minuto y, cuando le levantó los párpados, ambas pupilas se contrajeron por el efecto de la luz —todos ellos constituían síntomas bastante indicativos de que no tenía ninguna herida cerebral de importancia, como lo sabía Henry—. Bajó las persianas para oscurecer el dormitorio ante la luz solar vespertina que aún quedaba y fue a la cocina a buscar algo de comer.
Una rebanada de la pizza que había traído de Antonelli’s se encontraba en el congelador del frigorífico, cuidadosamente envuelta en papel transparente. La sacó, la metió en el horno microondas para calentarla y, cuando estuvo lista, abrió una lata de cerveza. Mientras comía lapizza, revisó los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, una serie de sucesos que empezaron con la llamada de Gloria Manning y condujeron al roce de Selena con la muerte, tan cuidadosamente planificado. Como fuera que enfocara el problema, la solución siempre era la misma: no tenía alternativa: debía escribir el libro que querían Harry Westmore y Barney Weiss —pero sobre todo el gran John Fortuna, Gloria Manning y Gregory Annunzio—. Además, tenía que ser un bestseller, lo que implicaba que Henry debía proseguir con sus investigaciones para poder describir gráficamente las escenas íntimas que eran ya de rigor en obras de esa clase.
Después de colocar en el lavavajillas los platos que ensució, Henry entró en el dormitorio y examinó nuevamente a Selena, sin encontrar motivos para alarmarse. Selena dormía tranquilamente y Henry estaba seguro que su sueño se debía al sedante que le había administrado el doctor Crawford, y no a la conmoción, único daño potencialmente grave del accidente. Lo que tenía que evitar a toda costa era el próximo accidente, y sólo había una forma de hacerlo. Levantó el auricular del teléfono que se hallaba al lado de la cama de Selena y marcó el número de teléfono de Harry Westmore.
—Habla Henry —dijo cuando contestó su agente—. Te pido disculpas por llamarte después de las horas de trabajo.
—¿Y cuándo hay que esperar que un Judas pida sus treinta monedas de plata?
—¿Qué te parecerían un millón de piezas?
—¿Dónde estás? —La voz del agente sonaba excitada de pronto—. ¿Y cuántas copas has tomado?
—La respuesta a la primera pregunta es: en el apartamento de Selena. En cuanto a la segunda, ninguna.
—¿Qué está haciendo Selena?
—Durmiendo. Sufrió un accidente en el metro a la hora punta esta tarde, y el médico de la sala de urgencias del Hospital de Nueva York le dio un sedante bastante fuerte.
—Me parece que vi algo sobre esto en el telediario de las siete, pero no mencionaron nombres —manifestó Westmore—. Parecía que se salvó de milagro.
—Así pareció, porque así lo planearon.
—¿Perdón?
—Te voy a decir algo, Harry, si me prometes que no lo revelarás nunca.
—¡Dios mío, Henry! ¿En quién puedes confiar si no es en tu agente?
Henry le hizo a Westmore un breve resumen de la llamada de Gloria, de la visita de Annunzio y del accidente de Selena.
—No hay duda de que lo planearon para forzarte a hacer lo que ellos quieren —convino Harry cuando Henry hubo terminado su relato—. No me gusta nada, Henry.
—A mí tampoco. Pero ¿tienes alguna duda de que exista realmente un peligro para Selena?
—No, en absoluto. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a escribir Supersemental primero, por supuesto. Es la única forma de salvar a Selena.
—Supongo que tienes razón.
—Ya he escrito una parte; la has visto. En cuanto al resto, contaré la historia como está ocurriendo ahora.
—¿Crees que eso es sensato?
—En una ocasión, Jung dijo: «Todo lo secreto degenera; no hay nada seguro que no pueda resistir la discusión y la publicidad». Si nada es seguro, a menos de que se pueda discutir y hacer público, entonces cualquier cosa que se discuta plenamente y se dé a conocer al público es segura… para Selena y para mí. Tengo intenciones de escribir este libro de tal manera que todos sepan quiénes son los personajes reales.
—Como en A sangre fría. Es posible que esto se convierta en el éxito del siglo, pero te estás arriesgando mucho, Henry.
—No lo creo. Mientras no se pueda probar nada contra esa gente, les encanta ser el foco de atención; así que, ¿qué tienen que perder? Ellos obtienen el libro y entonces las viejas películas de Bart, ya no digamos Supersemental, se convierten en minas de oro. ¿Podrías llamar a Barney esta noche para decirle que voy a escribir el libro?
—Lo haré tan pronto como cuelgues. Podemos tener los contratos listos en menos de una semana.
—A primera hora de la mañana pídele a tu secretaria que avise a Bennett Press que Selena está enferma. Si lo hiciera yo es probable que hubiera chismorreo.
—Por cierto, ¿qué piensa ella de todo esto?
—Todavía está dormida, y supongo que se pondrá furiosa cuando se despierte y le diga que primero voy a escribir Supersemental.
—¿Y que lo haces para protegerla?
—No. Lo único que lograría sería que tomara la oficina de Annunzio por asalto… o la de Fortuna… y echara a perder el trato. Buena suerte, Henry. Tengo la impresión de que la necesitaremos antes de que todo este asunto termine.
El único número de Gregory Annunzio en el listín telefónico era obviamente el de una oficina, lo que significaba que el teléfono del domicilio era reservado. Cuando Henry llamó al número que tenía, una voz femenina contestó, después de dejar que sonara unas cuantas veces.
—Servicio del contestador del señor Annunzio. ¿Qué se le ofrece?
—¿Puede usted hacerle llegar un mensaje de mi parte al señor Annunzio?
—Por supuesto, señor. Generalmente llama varias veces por la noche.
—Sólo dígale que llamó el señor Walters.
—¿Podría deletrear el nombre, por favor?
Henry lo hizo.
—¿Y cuál es el mensaje, señor?
—Diga al señor Annunzio que recibí su mensaje.
—¿Sólo eso, señor: «Recibí el mensaje»?
—Sí. Él comprenderá.
—Gracias, señor Walters. El señor Annunzio recibirá su mensaje.