I

Cuando se detuvo ante un semáforo el taxi que llevaba a Henry Walters y a Selena McGuire, desde la jefatura de policía del distrito central de Manhattan al apartamento de Henry, en la parte alta de la Quinta avenida, Henry, que desde que salieron de la jefatura de policía había estado ensimismado, alzó la mirada, vio el llamativo titular y se estremeció. Un puesto de periódicos ocupaba la acera en la esquina y, colocado de tal forma que los conductores que pasaban por allí pudieran verlo fácilmente, se encontraba un montón de la última edición de Wall Street del Post de Nueva York, con el titular en grandes y gruesos caracteres, en cabeza de la primera plana.

Henry se volvió rápidamente hacia Selena, para mirarla, esperando que no lo hubiera notado. Ésta aún estaba sentada en el rincón del taxi, rígida por la obvia indignación debida a los acontecimientos de las últimas horas. Para impedir que viera los titulares, Henry se inclinó hacia adelante, esperando obstaculizar la vista a través de la ventanilla abierta del taxi. Sin embargo, al vendedor de periódicos le pareció que quería un ejemplar y se lo arrojó, doblado, mostrando el conspicuo titular.

—Lo trae todo, señor —gritó—. Una nueva operación de trasplante de órganos sexuales que hace época en la historia médica.

—¡Dame eso!

Selena se inclinó hacia Henry y tomó el periódico, mientras Henry buscaba una moneda de veinticinco centavos en su bolsillo y se la entregaba al vendedor justo en el momento en que el taxi arrancaba de nuevo con el cambio del semáforo.

—«NUEVO COMIENZO PARA LAS PARTES DE BART» —leyó Selena con la voz llena de desprecio—. La historia en la página dos, por Wilhelmina Dillingham. —Volviéndose hacia Henry, le preguntó, furiosa—: ¿Tienes idea de lo que hará esa Dillingham con esa historia?… ¡Y todo por tu culpa!

—¡Un momento! —protestó Henry—. Todo esto se debe tanto a ti como a mí.

—¡Cómo…!

Selena se quedó momentáneamente atónita, algo que Henry había visto rara vez en los tres años transcurridos desde que Selena se convirtió en su editor[1] y mentora en la gigantesca editorial Bennett Press.

—Si no te hubieras ido a Boulder para dar ese breve curso, arruinando así mis planes para que pasáramos el fin de semana del Memorial Day[2], en mi chalet de las montañas Catskills, yo no habría estado en Nueva York cuando todo esto ocurrió.

—Ahí vas otra vez, echándome la culpa por algo que yo no podía controlar. Sabes perfectamente que tuve que ir a Boulder para sustituir a Nick Darby, cuando tuvo un ataque de apendicitis.

Como editor jefe de Bennett Press, Nick Darby no sólo era un amigo íntimo de ambos, sino que era también su jefe —por así decirlo—, ya que Selena era la principal asistente de Darby y Henry era uno de los autores más importantes publicados por la firma Bennett.

—Si no te importa —indicó Selena con arrogancia—, ¿podrías explicarme cómo el hecho de que yo me marchara a Boulder fue la causa de que tus gen…?, ya sabes a qué me refiero.

—Archie Bunker[3] los llamaba «gentiles» y los míos no fueron trasplantados —refirió Henry—. Los que heredé vienen de mi mellizo, que se hacía llamar Bart Bartlemy.

—¡Oiga! —interrumpió el chófer del taxi, que evidentemente estaba escuchando con atención—. ¿No es Bartlemy el actor que causó tanta sensación cuando lo fotografiaron desnudo, en la edición del mes pasado de la revista sexual para mujeres Fun Girl? ¡Caray! Nunca he visto nada como los…, ya sabe qué…, que tiene ese tío.

—Nuestras fotografías están abajo de la página. Henry señaló la foto a tres columnas, esperando desviar la atención de Selena y calmar un poco su ira.

—¡Y yo con la boca abierta como un pez muerto! —balbució Selena—. Y no me digas que esa rubia que estaba del otro lado tuyo… ¿Cómo se llama?

—Dijo que se llama Gloria Manning.

—No me digas que no estaba metida hasta las narices en todo este enredo. La conocías de antes, ¿no?

—No había visto a Gloria Manning en mi vida, hasta que, en el metro, mi anillo de graduación se cayó de mi dedo y se metió en su vestido y yo traté de alcanzarlo. Le expliqué todo eso al juez Peebles hace un momento en el juzgado… bajo juramento.

—Insisto en que le gustó la publicidad, al menos. Se le nota por la expresión satisfecha que tiene.

—No quiero que me recuerden nada de lo que ocurrió hoy —dijo Henry, en tanto el taxi se detenía ante la marquesina, frente al edificio de la parte alta de la Quinta avenida donde Henry tenía su apartamento—. ¿Cuánto le debo, chófer?

—Diez dólares estaría bien; casi nunca tengo celebridades en mi taxi. Por cierto, ¿quién es usted, señora?

—Nadie importante.

Selena estaba saliendo del taxi por la otra puerta. Henry contestó por ella:

—Es mi editor y mi prometida.

—Ex prometida —corrigió Selena mientras contaba doce dólares que había sacado de su bolsa y se los daba al taxista—. Guarde el cambio.

—Gracias, señora.

—¿No quieres guardar el taxi, cariño? —preguntó Henry—. Puedo subir a mi apartamento ahora con mi propia energía.

—Tienes que terminar una novela para Bennett Press —le dijo Selena—. Más vale que al menos me asegure de que llegas sano y salvo a tu apartamento.

—¡Oiga! —El taxista estaba mirando nuevamente la primera plana del Post—. Ambos están en la foto y la rubia no está mal tampoco. ¿No dijo que Bart Bartlemy era su mellizo, señor?

—Sí.

—Parece que usted va a tomar su lugar, entonces, ¿verdad?

—Espero que no —contestó Henry con fervor—. ¡Dios mío, espero que no!

Selena asió a Henry por un codo…, al que le habían arrancado bastante piel más temprano en el metro, en el alboroto que inició todo el asunto.

—Tengo que regresar a la oficina tan pronto como me asegure de que estás sano y salvo en tu apartamento, donde no puedas meterte en más líos —le dijo, y cuando Henry hizo una mueca de dolor añadió—: Siento haberte cogido el brazo herido, pero te daré unas aspirinas de doble potencia que tengo en la bolsa.

—Lo que necesito es un whisky de doble potencia —rectificó Henry—. Puedes prepararnos unos cuando lleguemos arriba y te contaré toda la historia exactamente cómo sucedió.

II

Henry se había sentido bastante deprimido al regresar del aeropuerto donde se despidió de Selena. Esta subió al avión de Denver, de donde iría a Boulder, sitio en que se encontraba la Universidad de Colorado y uno de los lugares más hermosos de toda la zona de las Montañas Rocosas. Cuando detuvo su Mercedes frente al inmueble de su apartamento, vio que Ezra, el portero, parecía discutir con un hombre que estaba de espaldas a Henry. De los fragmentos de conversación que oyó, Henry dedujo que el propietario del Rolls Royce descapotable aparcado, con la capota baja, delante de su Mercedes, quería dejar su coche allí durante un rato, pese al estricto reglamento de no aparcar frente a la marquesina del inmueble.

—Puede meter el mío en el aparcamiento cuando tenga un momento libre, Ezra —dijo Henry y le arrojó las llaves al portero.

—Muy bien, señor Walters —contestó Ezra—. Lo haré en un minuto.

Cuando Ezra mencionó el nombre de Henry, el hombre con quien hablaba se dio la vuelta bruscamente y miró de frente a Henry, que lo reconoció de inmediato. Pues no sólo la cara, sino el resto de Bart Bartlemy, el mellizo de Henry, eran conocidos por millones de personas en todo el mundo.

—¿Henry? —preguntó Bartlemy.

—Sí —contestó Henry—. Tú eres Bart.

—¿Por qué te dejaste crecer la barba? —preguntó Bartlemy—. No te habría reconocido nunca con ella, si el portero no hubiese mencionado tu nombre.

—Fue para evitar que me confundieran contigo —aclaró Henry, encogiéndose de hombros.

—Sí, supongo que tendrías ese problema desde que apareció la última edición de Fun Girl —reconoció Bartlemy—. ¿Sabes que no nos hemos visto en treinta y dos años?

—Desde que nuestras tías nos sacaron de cunas adyacentes y nos adoptaron —adujo Henry—. Sube a mi apartamento y te daré un trago.

—No hay tiempo para eso. Tengo un trabajo para ti.

—¿Un trabajo?

Desde que salió esa foto en Fun Girl mi abogado cree que sería una buena idea que escribiera mi autobiografía. Quiero que tú la escribas.

—¡Por Dios! ¿Por qué?

—Ésa es idea de ellos; a mí no me lo preguntes —contestó Bart—. Pero si entras en el Rolls te llevaré al despacho de mi abogado. Está cerca de Wall Street y apenas podremos llegar allí antes de que cierren.

—Entonces, ¿va en serio eso de la autobiografía?

—Muy en serio, si me va a dar dinero. Y también debería dártelo a ti.

—Supongo que en eso tienes razón.

—¿Tienes algo que hacer durante el próximo par de horas? —inquirió Bart.

—No.

—Entonces entra e iremos a hablar de eso con Greg.

Como se había despertado su curiosidad y quería ver de qué se trataba, Henry se sentó en el Rolls.

—El bar está detrás del asiento —le indicó Bartlemy, en tanto el motor arrancaba con un rugido y el coche se alejaba de la acera.

—No, gracias.

—Entonces prepárame un trago —repuso el actor—. Hace un par de horas que no he tomado uno.

—¿Crees que deberías estar bebiendo cuando conduces? —preguntó Henry.

—Conduzco mejor cuando estoy borracho que cuando estoy sobrio —Bart Bartlemy se echó a reír estrepitosamente—. Sírveme un trago de whisky mientras busco una rampa para salir al East Side Drive. Así llegaremos más rápido al centro.

Como estaba ocupado sirviendo whisky de un amplio surtido en el estante detrás del asiento, Henry no se dio cuenta de la dirección que tomaban hasta que, al entregarle el vaso a su hermano, alzó la mirada y vio una señal que decía claramente «NO ENTRAR».

Un enorme camión iba bajando por la rampa, prohibida según la señal, y Henry apenas tuvo tiempo de agarrarse al cinturón de seguridad. Como no estaba acostumbrado a los Rolls, no lo había encontrado antes de que Bart le pidiera un trago —y, por tanto, no pudo atarlo antes del choque— y, durante unos instantes voló por encima del parabrisas y del capó.

—¿Ya decidió regresar a la tierra, señor Walters?

La cara femenina que flotó dentro del campo de visión de Henry era de mediana edad, regordeta y llevaba una cofia almidonada de enfermera.

—¡Cómo duele! —gimió Henry—. Es como un cuchillo.

—Le voy a dar una inyección.

La enfermera desapareció más allá de un montón de botellas y tubos que estaban pegados al rincón de lo que era, evidentemente, una cama de hospital. Regresó al poco rato con una jeringa hipodérmica y le clavó la aguja en el trasero.

—Ya está —le dijo a Henry—. Eso lo aliviará.

—¿Dónde estoy? —preguntó Henry.

—En el hospital de Investigaciones de Manhattan —le informó la enfermera—. Tuvo un accidente en el East River Drive hace dos semanas.

—¡Dios mío! ¿He estado inconsciente tanto tiempo?

—Sí, con una severa conmoción cerebral.

—Si tuve una conmoción cerebral, ¿por qué me duele tanto abajo?

—No conozco los detalles, pero hubo otras heridas, aparte la conmoción.

—¡Y que lo diga! —exclamó Henry. Su voz ya se estaba deformando un poco por efecto de la inyección.

—Le diré al doctor Sang que ya regresó a la vida. —Henry oyó la voz de la enfermera disminuir en tanto él caía en un vacío tenebroso.

Cuando Henry volvió a despertarse, afuera estaba oscuro y un médico rechoncho que vestía la bata blanca de los facultativos del hospital se encontraba sentado en la silla al lado de su cama, examinando su historia clínica.

—Bien, señor Walters —le dijo el médico—. Celebro verlo de nuevo entre los vivos. Se salvó de milagro, ¿sabe?

—No lo sabía y todavía me lo pregunto —contestó Henry.

—Soy el doctor Sang —le informó el médico—. Estuvo usted en un accidente del Rolls Royce de Bart Bartlemy que iba en dirección contraria por una rampa de subida al East River Drive.

—Recuerdo eso y un gran camión que me miraba fijamente a través del parabrisas, pero no recuerdo nada después de eso.

—Estaba usted apenas vivo cuando llegó a la sala de urgencias —continuó el doctor Sang.

—¿Qué sucedió con Bart?

—Siento decirle que su hermano murió en el accidente. ¿Se querían mucho?

—Esa fue la primera vez que nos veíamos desde que nuestros padres murieron en un accidente y dos tías nos adoptaron; una vivía en California y la otra en Connecticut. ¿Qué le pasó a Bart?

—Bueno: estaba borracho en el momento del accidente; leí que había estado tomando mucho desde que apareció en la página central de esa revista para mujeres… Fun Girl.

—Ésa es. Cuando el Rolls chocó de frente con el camión, usted fue proyectado por encima del parabrisas y a través del adorno de plata que representaba la insignia de Bartlemy.

—¿El que representa el símbolo científico masculino?

—Sí. La flecha en la parte de arriba rasgó su cinturón y le rebanó sus genitales externos tan limpiamente como lo hubiera hecho un escalpelo.

—¡Dios mío! Soy un eunuco.

—Afortunadamente, su condición de eunuco…, si quiere llamarla así…, duró sólo unas horas —aseguró el doctor Sang—. El accidente ocurrió a sólo unas manzanas del hospital, si no probablemente habría muerto debido a la hemorragia y a la conmoción.

—No recuerdo nada de eso. ¿Cómo murió Bart?

—No se había puesto el cinturón de seguridad y recibió tal golpe que le aplastó el cráneo. Como en todos los casos en que el paciente llega aparentemente muerto, practicamos de inmediato un electroencefalograma al señor Bartlemy y vimos que no había ondas en el cerebro.

—¿Estableciendo así la muerte cerebral?

—Sin duda alguna. Afortunadamente para usted, también encontramos una copia de lo que ahora se ha dado por llamar un «testamento en vida» en la cartera del señor Bartlemy. Nos daba permiso para utilizar cualquier parte de su cuerpo que se considerara adecuada para un trasplante.

—Recuerdo haber firmado uno de ésos el año pasado durante una campaña por televisión.

—Naturalmente, lo primero que hicimos cuando el cuerpo del señor Bartlemy llegó a la sala de urgencias fue enchufarlo a una máquina de respiración y a un marcapasos para que siguiera respirando y su corazón siguiera latiendo, proporcionándole así oxígeno a sus tejidos, aunque su cerebro y, por tanto, su cuerpo legal, por así decirlo, estuvieran muertos.

—Está tratando de decirme que… —Henry se interrumpió—. Pero eso no ha sido hecho antes, que yo sepa.

—Hemos tratado de trasplantar los órganos genitales externos en varios casos, pero sin éxito —reconoció el doctor Sang—. Afortunadamente, sin embargo, un nuevo medicamento, llamado Ciclosporín, ha cambiado todo eso; así que decidimos arriesgarnos otra vez con un trasplante, utilizando el medicamento para evitar el rechazo.

—Creo que me voy a desmayar —dijo Henry.

El doctor Sang sacó de su bolsillo un pequeño objeto y lo aplastó debajo de la nariz de Henry, reviviéndolo así rápidamente con el punzante olor del amoniaco aromático.

—Entretanto —prosiguió el urólogo— estábamos haciendo todo lo posible en su caso para luchar contra la conmoción y la hemorragia, mientras lo preparábamos para la cirugía. Naturalmente, también iniciamos una prueba para ver si los tejidos de usted y los del señor Bartlemy eran compatibles, como siempre hacemos cuando preparamos un trasplante. Pero como el señor Bartlemy había firmado su testamento diciendo que se podía disponer de cualquier parte de su cuerpo, no esperamos los resultados, sino que practicamos la intervención quirúrgica de inmediato. Mientras tanto otros cirujanos trabajaban también quitando tejidos para trasplante.

—Parece que ustedes los cirujanos tuvieron realmente un gran día.

—Yo personalmente pasé seis horas de ese día en su caso —refirió el doctor Sang—. Ese mismo día uno de los riñones de Bartlemy fue trasplantado a un joven estudiante de medicina y el otro iba hacia otra parte de Nueva York para salvar a un niño que se estaba muriendo de nefrosis. El corazón de Bartlemy está latiendo ahora en el pecho de un joven profesor de la Universidad de Nueva York, un científico genetista con tremendo potencial por el bien de la humanidad, que tuvo un grave ataque de fiebre reumática cuando estudiaba medicina y que, poco a poco, iba muriéndose por insuficiencia cardíaca. Ambas córneas fueron a dos niños ciegos que ahora verán por primera vez en su vida.

—Parece que todos en el hospital estaban ocupados quitando las piezas de recambio de Bart —bromeó Henry—. No puedo evitar comparar esto con las operaciones que se llevan a cabo en los cementerios de coches.

—Existen ciertas similitudes —concedió el doctor Sang con una sonrisa—. Afortunadamente, pudimos llevar a cabo un trasplante total de sus órganos generativos externos y, mientras hacíamos eso, descubrimos algo interesante.

—Creo que ya sé lo que eso quiere decir.

—Cuando recibimos el resultado de la concordancia entre los tejidos no podíamos creer lo que veíamos, así que hicimos otra prueba…, con los mismos resultados.

—Naturalmente, ya que Henry Walters y Bart Bartlemy eran mellizos idénticos.

—Lo que quería decir que un trasplante del cuerpo de su hermano al suyo seguramente prendería, a condición de que nuestra técnica fuera lo suficientemente hábil para conectar las arterias, las venas y los nervios necesarios; y parece que lo fue. Afortunadamente, un joven cirujano de este hospital recibió entrenamiento en microcirugía del mismo cirujano de Saint Louis que practicó el primer trasplante de testículo.

—Leí algo sobre eso —informó Henry—, pero nunca soñé que…

—Le puede interesar saber que el mellizo que recibió el testículo en ese caso se convirtió recientemente en padre.

—En otras palabras, ahora poseo…

—Los genitales más famosos y mejor conocidos de la historia moderna.

—Nunca podré conseguir que se olvide eso —gimió Henry.

—A juzgar por la reacción del público femenino ante Bart Bartlemy y particularmente ante esa página central, señor Walters, una vez que se enteren de lo que ocurrió, creo que usted no va a querer olvidarlo.

—Y todo por un mellizo al que nunca había visto antes, salvo en la pantalla.

—Aún no comprendo cómo sucedió que, siendo mellizos idénticos, usted y el señor Bartlemy no se conocieran.

—Nuestros padres tuvieron un accidente hacia el final del embarazo de nuestra madre —explicó Henry—. Mi padre murió en el lugar del accidente y mi madre apenas estaba viva cuando llegó al hospital, pero, por fortuna, un cirujano se encontraba allí y le practicó una cesárea de urgencia para salvarnos a Bart y a mí.

—La Lex caesarea fue incluida en la codificación de la ley romana en el setecientos quince antes de Cristo, y requería que un médico, cuando llegara a donde está una mujer embarazada moribunda, sacara el feto para que éste pudiera vivir —observó el doctor Sang.

—Ni Bart ni yo tuvimos heridas en el choque y dos tías maternas que no tenían hijos propios quisieron adoptarnos, por lo que dieron uno de nosotros a cada una.

—El principio salomónico.

—Supongo que ése fue el único modo de contentar a todos los interesados —concedió Henry—. La tía Nadia Bartlemy se llevó a Bart a California, donde éste se crió entre la gente de las películas y se convirtió en un pasota crónico y luego en una especie de estrella de la pantalla. La tía Helen Walters me llevó a Boston, donde el tío John era profesor de inglés en Harvard, por lo que, naturalmente, me convertí en profesor de historia y luego en escritor.

—¿Y ninguno de ustedes sabía que tenía un mellizo?

—Lo sabíamos y a veces yo sentía curiosidad por ponerme en contacto con Bart. Pero resultó ser una manzana podrida y lo enviaron a un reformatorio cuando tenía trece años, por dejar a una chica embarazada, y después de eso mi familia dejó de reconocer el parentesco.

—Una reacción bastante natural —concedió el doctor Sang.

—¿No es extraño que, después de tantos años, fuera Bart el que diera su vida para devolverme mi hombría? —Henry se interrumpió de pronto—. ¿O seré…?

—¿Tan potente como Bart Bartlemy? Sí, estoy seguro de ello.

—Pero no tan promiscuo, espero.

—Eso depende de muchas cosas. Ambos testículos fueron trasplantados con éxito y sin duda seguirán produciendo una plétora de la hormona sexual, como, por lo visto, sucedió con su hermano. Sin embargo, su educación y otros muchos factores incidirán para establecer un patrón de comportamiento. —El doctor Sang sonrió—. Si lo recuerdo bien, hay algunas escenas de los libros suyos que he leído…

—Eso es sólo sublimación, según mi editor y mi prometida —interpuso rápidamente Henry.

—Sublimación o lo que sea. —El doctor Sang se puso en pie—. Si algún día se decide por la realidad en vez de la imaginación, es usted uno de los amantes mejor equipados de la historia, un hombre que podría hacer sombra a Casanova.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo Henry—: vi esa fotografía de Bart en Fun Girl y él estaba mucho mejor… dotado digamos… que yo, tanto para la fotografía como para los papeles que interpretaba.

¿Cómo explica usted eso?

—Es un simple asunto de fisiología, señor Walters —contestó el urólogo—. Si alguna vez ha visto a aquellos que, para hablar en términos populares, «bombean hierro», sabrá que sus músculos se hipertrofian tremendamente a fuerza de levantar pesas. Lo mismo es válido, estoy seguro de ello, de cualquier órgano que se utiliza con exceso.

—Ya entiendo —dijo Henry.

—Yo diría —adujo el doctor Sang con una sonrisa— que usted ya tiene ese órgano.

III

Unos días después de su conversación con el doctor Sang, Henry acababa de comer cuando, por el pequeño altavoz instalado en la pared al lado de su cama, crepitó la voz de la secretaria del pabellón, que llamaba desde su escritorio:

—Tiene usted una visita, señor Walters… Un tal señor Gregory Annunzio.

—No conozco a nadie con ese nombre, pero hágalo pasar de todos modos.

—Gregory Annunzio era un hombre alto, de cabello oscuro y apuesto que vestía impecablemente.

—Me alegra ver que se está usted recuperando tan bien después de un accidente tan grave, señor Walters —le dijo el visitante, estrechándole la mano con entusiasmo.

—Al menos tuve más suerte que Bart Bartlemy.

—¡Pobre Bart! No pudo soportar la fama, ni siquiera la que consiguió después de su última calaverada.

—Bueno: eso es algo de lo que no tendré que preocuparme nunca.

—No sea usted tan modesto, señor Walters; conozco bastante bien la reputación literaria que ha alcanzado por medio de sus novelas históricas. ¿Puedo sentarme?

—Siento parecer descortés, pero el doctor Sang me dijo hace unos días que por poco me muero y todavía no me he repuesto de la impresión.

—Al menos esa información no debería deprimirlo —le aseguró Annunzio—. He estado leyendo sus libros desde que iba a la facultad de derecho en la Universidad de Yale. Son muy, pero muy buenos… en su género, por supuesto.

—Eso fue hace mucho, antes de que las epopeyas sexuales publicadas en libros de bolsillo sacaran las obras de los escritores serios de las estanterías.

—Los escritores de su clase volverán; un buen libro siempre encontrará un mercado, a largo plazo, cuando ya haga tiempo que a ésas…, las que usted llama epopeyas sexuales…, las hayan tirado a la papelera. Además, creo que tengo un proyecto que le interesará y le intrigará.

—¿Es usted editor?

—No. Soy abogado. —Annunzio abrió su portafolios—. Represento a varios clientes que han formado una compañía para apoyar las artes.

—¿Angeles, sociedad anónima?

Annunzio se echó a reír.

—No del todo. Verá: encargamos libros, obras de teatro y guiones cinematográficos, y proporcionamos ayuda financiera tanto al teatro como al cine. Por ejemplo, firmamos con Bart Bartlemy un contrato exclusivo el día después de que apareciera su fotografía al desnudo en Fun Girl.

—¿Como actor? —preguntó Henry, incrédulo.

—Bueno: no exactamente —concedió Annunzio, sonriendo—. Nos pareció que podríamos utilizarlo en proyectos que con toda seguridad tendrían éxito.

—¿Pornografía suave?

—Algo así. De todos modos, tanto Bartlemy como mi grupo tenían posibilidades de obtener ganancias con sus… digamos atributos.

A Henry le llegó una repentina inspiración.

—Quizá me pueda usted decir si puedo demandar la testamentaria de Bart y su compañía aseguradora por este accidente, para poder pagar mis facturas de hospital y los honorarios de los médicos.

—Perdería tiempo y dinero. Bart llevaba seis semanas en una borrachera continua. El seguro de su coche había caducado y le debía a todo el mundo. —Annunzio sacó una hoja de computadora de su portafolios—. Su factura del hospital, por si le interesa saberlo, ya ha alcanzado más de cincuenta mil dólares.

—¡Cincuenta mil! ¿Cómo demonios voy a conseguir esa cantidad escribiendo libros de los cuales se venden veinte mil ejemplares y que ya ni siquiera se vuelven a publicar en libros de bolsillo?

—Por eso, precisamente, estoy aquí, señor Walters —dijo Annunzio—. Mis clientes están dispuestos a hacerle un encargo.

—¿A quién quieren asesinar?

—Este proyecto será tan provechoso como agradable para usted, estoy seguro de ello. Quizá usted no lo supiera, pero cuando Bart subió por la rampa equivocada, lo estaba llevando a usted a mi despacho para hablar sobre una novela autobiográfica de su vida, la de él.

—Sí, me habló de eso —dijo Henry—. Fui por curiosidad, para ver qué ocurría.

—En primer lugar, usted es… o, más bien, era… su mellizo.

—¿Cómo se enteró usted de eso? —preguntó Henry, suspicaz—. Se supone que los registros del hospital son confidenciales.

—Sin embargo tenemos nuestras propias fuentes de información, señor Walters.

—Pero ¿cómo podría yo escribir una novela biográfica sobre Bart cuando nunca lo había visto en persona, salvo quizá en la maternidad del hospital o en una película o en la televisión, hasta el día en que murió?

—Todo eso lo sabemos también —contestó Annunzio alegremente—. Después de todo, tampoco conocía usted al rey Arturo o a Lanzarote o a la reina Ginebra, y, sin embargo, los hizo tomar vida en El regreso de Lanzarote.

—Pero eso necesitó una investigación; Bart ya murió.

—No en su mente, señor Walters, ni en sus archivos. Sabemos que ha guardado usted una serie de álbumes que contienen recortes de periódicos y de revistas acerca de Bart Bartlemy y su carrera desde hace muchos años.

—¿Cómo demonios descubrió usted eso?

—Uno de nuestros representantes fue a su apartamento ayer por la tarde.

—¡Pero eso constituye allanamiento de morada!

—No exactamente —dijo Annunzio—. La propietaria del inmueble fue muy amable y, con su llave maestra, abrió la puerta a un pariente para que pudiera recoger unas cosas que usted necesitaba en el hospital. A juzgar por el volumen de su colección de recortes acerca de su mellizo, es obvio que se interesaba mucho por él y por su carrera. Y al combinar lo que usted sabe ahora con otro material del que nosotros disponemos, usted podría producir una biografía realmente sensacional y me atrevería a decir que muy vendible acerca de una persona real que era muy conocida.

—¿Del estilo de A sangre fría[3b]?

—Más o menos, pero desde otro ángulo.

—Bart es, ciertamente, bastante conocido…,

particularmente entre las jóvenes —dijo Henry, pensativo—. Creo que en algún lugar leí que iban a ver sus películas en manadas.

—Así es. Verá: Bart Bartlemy era, de hecho, un don nadie, un actor de segunda fila con papeles en los que sólo contaba su presencia, en los que apenas hablaba, hasta que posó para esa página central. Pero esa fotografía hizo de él un ídolo sexual mundial de un día para otro.

—Muchos hombres han posado desnudos para esa revista, así como para otras.

—Ya lo sé. La diferencia, creo, estriba en que, mientras la mayoría de los modelos en Fun Girl se fotografían de perfil o de frente, Bart posó de cuarto de perfil, lo que estaba calculado para hacer resaltar sus mejores puntos.

—Algo sobresaliente, según recuerdo —comentó Henry.

El visitante se echó a reír.

—Sí que tiene usted el don de la palabra justa, señor Walters; ésa es una de las cosas que me gustan más de lo que escribe. Y por eso, tan pronto como me enteré de que estaba usted vivo, tuve la idea de que sería usted un escritor ideal para nuestros proyectos.

—¿No leí en alguna parte que Bart había casi terminado una película antes del accidente?

—Lo suficiente para que podamos filmar lo que falta y utilizar unos cuantos recortes para terminarla, además de unas tomas de usted sin la barba. Después de todo, ustedes eran mellizos idénticos.

—¡Pero si soy un pésimo actor! Ni siquiera pude interpretar un papel de zoquete en Harvard.

—Su participación como actor sería mínima —le aseguró Annunzio—. Además, el pobre de Bart no ganó nunca un premio por sus interpretaciones.

—Con eso estoy muy de acuerdo.

Otra película que produjimos con Bart se estrenó antes de que apareciera esa página central —prosiguió Annunzio—. No tuvo mucho éxito la primera vez, pero la vuelven a presentar ahora, y creemos que será un éxito rotundo en todo el país. Tenemos otra enlatada y creo que podemos atar los cabos de esta última para tener una tercera, en tanto que transferimos todas las películas de Bart a videocasetes que, estos días, constituyen un mercado muy provechoso.

—Entonces ¿para qué me necesitan a mí?

—Francamente, señor Walters, a mis clientes les gusta arriesgarse y tienen muchas posibilidades de obtener una considerable ganancia, si podemos hacer de Bart el tipo de leyenda en que se convirtió James Dean hace algunos años, después de morir en un accidente de automóvil. Nadie mejor que usted para crear héroes y heroínas reales a partir de una leyenda, por lo que contamos con su habilidad literaria para crear una leyenda del tipo de la de James Dean alrededor de Bart. Por cierto, ambos eran malísimos actores y tenían una personalidad decididamente desagradable, así que el precedente ya ha sido establecido.

El cerebro de Henry estaba generando un hervidero de ideas en relación a lo que sugería Annunzio, pero retuvo suficiente sentido común, pese a la conmoción, para darse cuenta de que éste era un momento en que debía jugar con mucha cautela las cartas que le estaban ofreciendo.

—Si puedo hacer un trabajo como el que usted ha esbozado para una novela acerca de mi mellizo…, no acerca de Bart como era en realidad, según usted, sino del Bart que millones de mujeres imaginaban…, no sería probablemente mucho más que una sucesión de cópulas. Partiendo del mismo patrón usado en los libros que están atascando las estanterías de las librerías estos días, no van a conseguir enormes ventas.

—No estaría tan seguro, tomando en cuenta la cantidad de libros pornográficos escritos por mujeres de Hollywood que han inundado el mercado últimamente —dijo Annunzio—. Sin embargo, la razón por la cual lo escogimos es que usted puede crear literatura de seducción…, si entiende lo que quiero decir…, de gran clase.

—No es mucho como tributo a mi amor propio como escritor —contestó Henry con un deje de amargura—, pero entiendo exactamente lo que quiere decir. Entiendo también que, una vez que se haya terminado este proyecto, Bart Bartlemy muerto tendrá mucho más valor para sus clientes del que tenía en vida. Así que ¿qué puedo esperar sacar yo de eso?

—Fama, señor Walters…, y dinero. Quizá no la fama sólida que ya ha conseguido como autor de novelas históricas, pero ciertamente muchísimo más dinero del que podría esperar ganar con su género habitual.

—Particularmente si utilizo uno de los apodos de Bartlemy como título para la biografía novelada… Supersemental.

—Eso es genial —convino Annunzio—. Ponga ese título en una novela y oriente la publicidad sobre el hecho de que la novela se basa aproximadamente en unos cuantos de los interludios más escabrosos de la vida del difunto Bart, y luego añada algunos acontecimientos ficticios aún más escandalosos, inventados por su fértil imaginación de escritor, y producirá el bestseller del año. De hecho, yo y mis clientes estamos dispuestos a apostar a su favor.

—¿Cuánto?

—Ante todo, sus cuentas de hospital y los honorarios médicos desaparecerán de los registros para siempre. Segundo, digamos que la mitad de los derechos de autor y de los derechos subsidiarios, como los derivados de los clubes de lectores, las ediciones en libros de bolsillo…

—Tres cuartos —interpuso rápidamente Henry—. No olvide que sacarán probablemente unas tremendas ganancias al volver a pasar las películas de Bart y con los derechos de filmación del nuevo libro, sin contar los videos, mientras que yo sólo obtendré los derechos de autor.

—Pide usted mucho, señor Walters, particularmente si toma en cuenta que le dejaremos utilizar el material que ya tenemos.

—Pero usted acaba de reconocer que en mi colección de recortes tengo mucha más información sobre las hazañas de Bart de la que ustedes tenían cuando se le ocurrió la idea para este trato.

—Usted gana —concedió Annunzio—. Además de pagar sus cuentas de hospital y los honorarios médicos, recibiremos una cuarta parte de los ingresos de Supersemental a cambio de tener la propiedad de los derechos de filmación y de televisión. ¿Cuándo puede empezar?

—Tan pronto como salga de aquí. Según el doctor Sang, podría salir de aquí a más tardar en una semana o diez días. —Excelente. Cuanto antes imprimamos ese libro, mejor.

—Algo más —dijo Henry—. Insisto en que Bennett Press tenga la primera opción para el libro. Y si deciden publicarlo, la señorita Selena McGuire será mi editor.

—Nos daría mucho gusto que Bennett lo publicara —le aseguró Annunzio—. Con el sello de Bennett y el nombre de usted, nadie podrá decir que se trata sólo de un escrito chapuceado, hecho apresuradamente para aprovechar la muerte bastante repentina y violenta del difunto Bart. Por cierto, una vez que se haya establecido en la mente del público la leyenda de Bartlemy, las posibilidades son infinitas. Adaptaciones para la televisión, utilizando cortes de sus películas; un manual sexual describiendo su técnica para hacer el amor…, que quizá usted mismo escriba; las posibilidades son infinitas. ¿Trato hecho?

—De acuerdo conmigo, pero me pregunto qué dirá Harry Westmore.

—Ningún agente podría hacer otra cosa que aprobar este trato cuando ya ha conseguido tanto —le dijo Annunzio—. Pero el que Westmore lo represente con las editoriales, aquí y en el extranjero, no constituye ningún problema. Seguramente un agente tan conocido como Harry puede colocar el libro en editoriales que nosotros ni siquiera podríamos contactar. ¿Por qué no llama a Harry ahora mismo?

—Se está paseando por Europa. ¿No podemos esperar a que él regrese para cerrar el trato?

—Uno de mis clientes quiere emplear un escritor chapucero de Hollywood que él conoce, pero yo lo apoyé a usted —le dijo Annunzio—. Me temo que si retrasamos esto por más tiempo se arriesgará usted a perder el encargo.

—Bueno: entonces prepare el contrato. Le enviaré a Harry un telegrama describiendo el trato.

—Ya tengo los contratos. —Annunzio abrió su portafolios y sacó un fajo de documentos—. Lo único que necesitamos hacer es rellenar los espacios relativos a los porcentajes y firmar.

—Utilizando el portafolios como escritorio, Annunzio escribió brevemente sobre cuatro copias de un acuerdo de una sola hoja antes de entregárselas a Henry.

—Puede dar su visto bueno al cambio de los términos con sus iniciales y firmar abajo —le explicó—. Haremos que venga una enfermera para atestiguar la firma.

El documento era conciso, pero Henry no pudo encontrar nada objetable en él. Llamó a su enfermera y le pidió que fuera testigo de su firma y le entregó tres hojas al abogado, guardando una para sí mismo.

—Asegúrese de pasar por la administración al salir, para garantizar el pago de mis cuentas médicas —le recordó al abogado—. Una vez que ya no tenga que preocuparme por eso, podré empezar a pensar en los antecedentes y el ambiente de la novela.

—Ya puede considerarlo como hecho. —Annunzio metió los papeles en su portafolios y se levantó con energía—. Enviaré el material que tenemos acerca de Bart a su apartamento, tan pronto como salga usted del hospital; no serviría de nada dejarlo por aquí para que alguien se entere de cuál será su próximo proyecto. Otra cosa, por cierto: más vale que no hagamos nada de publicidad a menos que las dos partes estemos de acuerdo. Mientras nadie sepa que está usted escribiendo esto, ningún escritor chapucero podrá hacer un trabajo apresurado y publicarlo antes que nosotros. Está bien, pero quisiera decírselo a la señorita McGuire cuando regrese de Aspen, lo que será más o menos cuando yo salga del hospital.

—Por supuesto —convino Annunzio—. Un hombre no debería tener secretos para su editor, ni para su prometida… o con su esposa, particularmente cuando espera que algún día sean una misma persona. Adiós, señor Walters. Estoy seguro de que nuestra relación de negocios será tan agradable como provechosa.

—Diez minutos después de que Annunzio se fuera, sonó el teléfono de la habitación de Henry.

—Habla el señor Jackson del departamento de cuentas de los pacientes —anunció alegremente la persona que llamaba—. Creí que le gustaría saber que todos sus gastos, pasados y futuros, han sido garantizados, señor Walters… por Gregory Annunzio.

IV

Aquella noche, el teléfono al lado de la cama de Henry sonó alrededor de las ocho. Era Selena, y parecía estar contenta.

—¿Ya regresaste a Nueva York? —le preguntó Henry—. Creí que estarías en Aspen una semana más.

—Estaré dos semanas más —le informó Selena.

—¡Tres semanas! ¿Qué pasó?

—El director del seminario me pidió que me quedara dos semanas más para una sesión especial de posgraduados —explicó—. Parece que han programado una convención de directores de editoriales y de editors que comenzaría el día después del fin del seminario que estoy dando, y quiere que les dé un curso acerca de lo que implica el trabajo diario de un editor.

Si los editors no saben eso ya, no tienen nada que hacer en ese oficio.

—En teoría, es cierto —convino Selena—. Pero con eso de que las compañías conglomeradas están comprando tantas editoriales, ponen en cargos administrativos a mucha gente que no sabe nada en absoluto de la industria editorial.

—Quizá por eso hay tan poca calidad en lo que están publicando hoy en día —observó Henry.

—Nick Darby dijo lo mismo cuando le llamé para preguntarle si podía quedarme las dos semanas adicionales —continuó Selena—. Pero me dijo algo acerca de un accidente que habías tenido. ¿Por eso tuve que llamar al hospital para comunicarme contigo?

—¡Oh! No fue más que un pequeño accidente de automóvil —contestó apresuradamente Henry—. Estaré fuera para cuando regreses.

—Muy bien —afirmó Selena—. Y por ser tan gentil al no oponerte a que me quede aquí más tiempo, dejaré que me lleves a las Catskills para el fin de semana del cuatro de julio.

—¡Ésa es mi chica! —exclamó Henry—. Iremos allá el día mismo en que regreses. Por cierto, ¿cuándo será eso?

—No estoy segura; así que más vale que te llame cuando lo sepa —repuso Selena—. Nick Darby no quiso darme los detalles, pero me pareció que tu accidente fue grave.

—Todo está bien ahora —le informó Henry—. Te lo contaré camino de las Catskills. ¿Sabes en qué avión regresarás?

—En United Airlines F103, creo. En principio llega al aeropuerto Kennedy alrededor de las dos de la tarde.

—Te estaré esperando; eso nos dará tiempo para llegar a casa antes del anochecer.

Pero en eso, según resultó, Henry se equivocaba.

V

Al final de la semana, Henry tomó un taxi para ir del hospital a su apartamento en la parte alta de la Quinta avenida. El lugar estaba impecable; la señora que le hacía la limpieza, la señora O’Toole, se había encargado de ello. Además, era un sábado por la mañana, tranquilo, un momento ideal para trabajar.

Impaciente por comenzar el primer borrador de Supersemental, se dirigió a su procesador de textos, que se encontraba en el lugar habitual, ante una ventana que daba al Parque Central, y se sentó. Pero, pese a sus esfuerzos por concentrarse, al parecer tenía la mente en blanco.

Henry nunca había cocinado mucho en casa, ya que era más sencillo desayunar y comer en una excelente cafetería situada a la vuelta de la esquina del inmueble en que vivía. Para cenar pasaba generalmente unos platos preparados del congelador de su nevera al horno microondas. Y cuando tenía invitados, habitualmente unos amigos eruditos, otros escritores y Selena, la cena la encargaba a un proveedor de comidas a domicilio. En otros casos, comía en hamburgueserías y en establecimientos de comida rápida que se encuentran en casi todas las esquinas de Nueva York.

Cuando pasó toda una semana sin que pudiera empezar Supersemental, Henry empezó a inquietarse realmente. La primera semana llovió mucho, lo que lo obligó a quedarse en el apartamento la mayor parte del tiempo. Pero cuando se despertó una mañana, al final de la segunda semana después de salir del hospital, vio que el sol brillaba y que el día resplandecía, por lo que decidió salir a pasear antes de tomar un desayuno tardío.

Todo el mundo en el Parque Central parecía feliz. Los niños jugaban al pilla-pilla entre los arbustos. Los ancianos se adormecían bajo la cálida luz primaveral. Y dos jóvenes tendidos sobre una manta y bajo la sombra de un árbol se abrazaban con fervor. Henry sintió una repentina excitación, tanto en la mente como en los tejidos recientemente reconstruidos por el doctor Sang, y se dio la vuelta, sólo para recibir una sonrisa de una impresionante morena que llevaba un gato birmano sujeto por una correa. No recordaba haberla visto antes, por lo que, cuando la chica se dirigió hacia afuera del parque, él la siguió, alentado por unas ocasionales miradas de la morena por encima del hombro. Sin embargo, cuando hubo cruzado la Quinta avenida hacia el edificio en la esquina este de la intersección, Henry empezaba a respirar agitadamente, y no sólo por el esfuerzo de caminar.

Una violenta punzada en sus partes inferiores le previno que, si seguía a la morena hacia el inmueble de apartamentos al cual se dirigía, podría forzar la situación contra la cual le había advertido el doctor Sang, antes de lo que era sensato, por lo que entró en una cafetería donde comía a menudo, alejando así de su vista a la decididamente atractiva morena. Sintiéndose reanimado tras una taza de café y un par de aspirinas, Henry salió de la cafetería y se encaminó hacia su obstinado procesador de textos, pero éste se mostró tan renuente como siempre a facilitar cualquier atisbo creativo que lo ayudara a comenzar el terco Supersemental.

Henry no había tenido más noticias de Gregory Annunzio desde su conversación en el hospital y la firma del convenio para escribir el libro, lo que le parecía perfecto, ya que su incapacidad para empezar a escribir lo estaba llevando rápidamente a la depresión. Casi a diario, cuando iba al parque, veía a un ancianito sentado en un banco del otro lado de la avenida, pero no le dio ninguna importancia al asunto. Cuando un día, poco antes de las once de la mañana, tomó un taxi para ir a la consulta del doctor Sang, no se le ocurrió que podrían estarlo siguiendo, por lo que no vio al anciano llamar a un taxi y seguir al suyo. Cuando pagó al chófer de su taxi en la entrada del hospital, el ancianito hizo lo mismo a unos treinta metros calle abajo, pero de nuevo Henry no tenía por qué notar el acontecimiento.

El examen del doctor Sang fue minucioso pero breve, y al terminar, rebosaba de alegría.

—Todo parece estar perfectamente bien, señor Walters —le dijo—. No creo que necesite ya limitar sus actividades en absoluto.

—¿En absoluto?

—A menos que sus tejidos rechacen el trasplante, lo que me parece muy poco probable, ya que vino de un cuerpo igual al suyo, de ahora en adelante no debería haber ningún incidente en su trayectoria.

—Eso es alentador —reconoció Henry.

—Por cierto —le preguntó el doctor Sang—, ¿leyó usted el Times de esta mañana?

—Todavía no. No me diga que hay algo acerca de mí y de Bart.

—No los nombramos, pero anoche presenté un breve informe oral acerca de su operación, en la reunión de urólogos de la Academia de Medicina. Suscitó bastante interés y el reportero que asiste a las reuniones escribió una descripción resumida del procedimiento y de los resultados para la edición matutina.

—¿Pero sin nombres?

—Por supuesto. No haría eso sin su permiso.

—¡Gracias a Dios!

El reportero del Times sabe mucho de medicina, así que presentó una descripción gráfica del procedimiento que expliqué anoche. Quizá le interese leer esa parte de su informe sobre la reunión.

—¿Está seguro que no nos identificó a Bart o a mí? —preguntó Henry.

—No. Sólo hablé del hecho de que eran mellizos.

—Entonces, supongo que no habrá problema —concedió Henry—. Sin embargo hay una cosa en todo este asunto que me intriga. Antes del accidente ocasionalmente me entraba cierta… calentura, pero desde el accidente casi siempre estoy así.

—Para un joven eso no constituye ningún motivo de preocupación…; al contrario, diría yo —repuso el doctor Sang con una sonrisa.

—Algo le está pasando también a mi personalidad. De pronto es como si fuera yo otro individuo.

—No me quejaría de eso en su lugar —manifestó el doctor Sang—. Con el tipo de suerte que seguramente tendrá, una vez que se sepa que heredó los atributos más famosos de Bart Bartlemy, dudo que quiera volver a ser el mismo viejo Henry Walters.

—Quizá —contestó Henry, escéptico—, pero de todos modos estoy metido en un endiablado lío.

—¿Cómo es eso?

—Mientras estaba en el hospital, firmé un contrato para escribir una novela basada en la vida de Bart, haciendo mucho hincapié en los aspectos más escabrosos de su carrera.

—El libro debería ser un bestseller de inmediato.

—Yo también lo creo… si sólo pudiera escribirlo. Pero hasta ahora ni siquiera he podido empezarlo.

—¿Cómo se titula?

—Supersemental.

—Encontrará el enfoque adecuado, se lo aseguro —adujo el doctor Sang con una risilla burlona—. Después de todo, ¿quién podría escribir mejor sobre el antiguo Supersemental que el nuevo Supersemental?

VI

Una llovizna constante había empezado mientras Henry se encontraba en la consulta del doctor Sang. Después de intentar en vano conseguir un taxi, Henry renunció y se metió en la entrada más cercana del metro. No pudo evitar fijarse en la núbil rubia que bajó por la escalera mecánica desde la entrada y que también subió al tren expreso que iba directamente hacia la parte alta de la ciudad, abriéndose paso a duras penas en el atiborrado vagón hasta encontrarse a su lado. Cuando Henry le sonrió instintivamente, la rubia le devolvió la sonrisa. Y con el vagón atestado mayormente de mujeres, pues era el mediodía, Henry se encontró presionado fuertemente contra la chica, una situación que no era de ninguna manera desagradable.

La rubia se aferraba a un asidero que colgaba del techo, para no perder el equilibrio con el movimiento oscilante del vagón. Pero como todos los asideros estaban ocupados, Henry abrió las piernas y trató de mantener el equilibrio, ayudado considerablemente en su empeño por la presión de los cuerpos femeninos que lo rodeaban. Sin embargo, cuando el vagón redujo la marcha al tomar una curva sobre los rieles, Henry se tambaleó y alzó la mano para agarrar el asidero por encima de la mano de la rubia. Por desgracia, esto hizo que el anillo de graduación de Henry, que ya estaba suelto, se soltara de su dedo y, para horror suyo, mientras se aferraba al asidero, vio que volaba, formando un arco cuyo objetivo era, obviamente, la hendidura entre los pechos bastante opulentos de la rubia.

Instintivamente, Henry trató de alcanzar el anillo, pero, cuando el vagón siguió disparado en un tramo recto, Henry volvió a tambalearse, inclinándose de lado, y se encontró con que sus dedos, que intentaban aferrarse, estaban rodeados por una suavidad que sólo podía tener un origen: los pechos de la rubia. Esta pareció sorprenderse, pero sin ofenderse. Sin embargo, una mujer aferrada a un asidero al lado de Henry lo golpeó indignada con el bolso que llevaba en la otra mano, obligándolo casi a arrodillarse mientras su atacante gritaba:

—¡Pervertido!

Las personas que rodeaban a Henry se unieron al grito y, bajo una lluvia de golpes de bolsos, Henry cayó al suelo. Todas las caras del vagón, estaba seguro de ello —aunque no las pudiera ver desde su posición entre un mar de piernas y zapatos femeninos—, estaban vueltas hacia él. Entretanto, media docena de mujeres a su alrededor se habían apoderado de la acusación —por injusta que fuera—, por lo que, cuando la mujer de complexión angular alzó su bolso y lo golpeó nuevamente sobre la cabeza, un verdadero torrente de chillidos le llovieron por todos lados.

Gateando sobre una capa de polvo, tierra y colillas en el suelo del vagón, Henry trató de protegerse y, lo más importante, de proteger el trasplante. Mientras tanto, pies envueltos en todo tipo imaginable de instrumentos de tortura le atacaban por todos lados. Afortunadamente, el tren redujo la velocidad al llegar a una estación, y eso salvó a Henry de que lo hirieran gravemente. Cuando el tren se detuvo y la puerta se abrió, lo empujaron hacia el andén en medio de una ola indignada de humanidad femenina que aún pateaba y gritaba. Henry no había oído nunca un sonido tan bien venido como el acento irlandés que ordenó:

—¡Alto! ¿Qué sucede?

Al policía lo rodeó inmediatamente un pequeño ejército de mujeres que hablaban y gesticulaban atropelladamente. Como vio que ya no era el centro de atención en ese momento, Henry trató de gatear, a través de un bosque de piernas femeninas de diversos tamaños y formas, hacia el lavabo de hombres, el refugio que cualquier hombre busca instintivamente cuando lo persiguen iracundas mujeres. Y quizá lo hubiese logrado, si no fuera porque la de la cara de halcón lo vio y avisó de un grito a las otras. Inmediatamente, la ola de bolsos y zapatos se abalanzó nuevamente sobre Henry, hasta que el policía se abrió paso entre la multitud y lo sacó de allí a rastras, molido y magullado.

—¿La molestó este hombre, señorita? —preguntó el policía a la rubia, a quien la de la cara de halcón y otras mujeres del grupo habían empujado también hacia el frente.

Una docena de agudas voces contestó la pregunta en su lugar, una cacofonía de chillidos que apenas permitió que la joven respondiera:

—Lo hizo… en cierto modo…, oficial.

—¿En medio de toda esta gente?

El policía parecía incrédulo, pero un coro de iracundas voces confirmó la verdad del cargo.

—Es un pervertido sexual —insistió la de la cara de halcón—. ¡Arréstelo, oficial!

—Si quiere que arrestemos a este hombre, tendrá que ir a la comisaría y presentar cargos, señorita —advirtió el policía a la rubia, y, mientras ésta vacilaba momentáneamente, Henry trató de explicar su versión, pero el policía lo calló rápidamente—. ¡Si la dama dice que la molestó, entonces lo hizo! —la voz del policía, con su acento irlandés, se suavizó y bajó de volumen, con un tono de admiración—. Pero que me ahorquen si entiendo cómo pudo hacerlo en medio de un vagón del metro lleno de mujeres.

El policía agarró a Henry del brazo y se abrió paso entre la multitud, muchos de cuyos componentes, incluyendo la rubia, lo siguieron escalera arriba hacia la calle. En la sala de detenidos del Police court[4] del distrito central de Manhattan, Henry insistió en que tenía derecho a una llamada telefónica y tuvo que pedir prestada una moneda de veinticinco centavos, cuando descubrió que durante la refriega alguien había logrado llevarse su cartera.

La única persona en quien pudo pensar cuando iba a llamar fue Nick Darby, editor en jefe de Bennett Press.

—Habla Henry Walters —le dijo a la telefonista de Bennett Press—. Quisiera hablar con el señor Darby.

Salió a comer, señor Walters, pero la señorita McGuire está aquí. La llamaré.

—¿Qué haces en Nueva York? —preguntó Henry cuando Selena contestó—. ¿No deberías estar en Aspen?

—Me vine un día antes —explicó Selena—. No pareces ser tú mismo, Henry. ¿Pasa algo malo?

—Todo va mal —gruñó Henry—. ¿Cuánto tiempo tardarás en llegar a la comisaría de policía del distrito central de Manhattan para sacarme de la cárcel?

—¿Qué diablos estás haciendo en la cárcel?

—Apresúrese, amigo —ordenó el alguacil que vigilaba a Henry—. El juez Peebles regresará al tribunal en cualquier momento.

—Te lo explicaré cuando llegues —le dijo Henry a Selena—. Limítate a venir tan pronto como puedas.

—Ya voy, pero…

Henry tuvo que colgar cuando el alguacil lo asió del brazo y lo arrastró hacia la puerta que conducía a la sala del tribunal.

VII

El juez Calvin Peebles, del tribunal de policía del distrito central de Manhattan, se veía melosamente satisfecho al sentarse en el estrado y bajar la vista hacia la sala atestada de gente.

Había comido raviolis y bebido una pequeña botella de Chianti en Luigi’s, a la vuelta de la esquina, y luego se detuvo para hojear unos libros, según su costumbre, en Serutano’s, una pequeña librería cercana, a la que a menudo iba a la hora de la comida. Allí tuvo la suerte, ese día, de comprar un ejemplar de La morte d’Arthur de sir Thomas Malory, en una edición que parecía conservar la flor del antiguo inglés en que fue escrito originalmente.

—El tribunal de policía del distrito central de Manhattan de la ciudad de Nueva York está en audiencia —entonó el alguacil—. Preside el juez Calvin Peebles.

Mientras se reducía el sonido de los movimientos en la sala, la mirada del juez Peebles escrutó las familiares filas de los maltratados banquillos. Le encantaba ese momento en que veía las caras alzadas hacia él, los infractores por primera vez, con expresión esperanzada y los reincidentes con resignación. La mirada magistral se detuvo brevemente al llegar al semblante apuesto, estudioso, aunque ligeramente molido, del hombre de cuidada barba que se hallaba sentado en el banquillo de delante. Frunció el ceño un momento con aire pensativo, tratando de situar una cara ligeramente familiar.

—¿Le conozco a usted, señor? —preguntó.

—No lo creo, señoría —contestó Henry Walters.

—Rara vez olvido una cara. ¿Está seguro?

Henry asintió con la cabeza y la mirada del juez prosiguió su examen, pero una duda persistió en su mente. Ciertamente el hombre era, sin duda, de una categoría superior al grueso de los asaltantes, rateros de segunda fila y otros malhechores que a diario desfilaban por el tribunal. Obviamente, el acusado —ya que aquellos que tenían parientes y abogados siempre ocupaban los banquillos de enfrente— tenía buen gusto en cuanto a mujeres también. La joven sentada con rigidez al lado del hombre barbudo era asombrosamente hermosa y, al mirarla, el juez suspiró y le disparó al empleado sentado a su lado un punzante aroma de ajo, mientras su imaginación formaba una imagen.

Al lado de los dos que estaban juntos —aunque la joven parecía evitar cualquier contacto con el acusado— se encontraba una rubia un tanto escultural, cuyo aire de indignación justiciera comenzaba a atenuarse un poco ante la augusta presencia del juez. El juez Peebles había visto bastantes de éstas como para saber lo que le esperaba, y se enderezó un poco, inclinándose ligeramente hacia adelante para disfrutar más de los dos ejemplos de hermosura femenina que flanqueaban al hombre barbudo y bastante molido.

—Primer caso —anunció.

—Henry Walters —leyó el empleado; y Henry se puso en pie.

—¿Cuál es el cargo? —preguntó Peebles.

—Molestar a una mujer…, a la señorita Gloria Manning.

—¿Y dónde ocurrió ese delito tan interesante, alguacil? —inquirió Peebles.

—En el metro, señoría.

Peebles parpadeó.

—¿En serio?

—Eso dice aquí, señoría —repuso el empleado—. Ante la queja de la señorita Gloria Manning, el oficial Terrance O’Shea arrestó al acusado con el cargo de molestar a una mujer.

Peebles observó a la demandante un momento. Ella también se había puesto en pie cuando mencionaron su nombre y el juez Peebles, que podía apreciar una buena figura cuando la veía, particularmente desde el elevado estrado, se impresionó como era debido. Sin embargo volvió la mirada a Henry, aún convencido de que había conocido al acusado en algún lugar anteriormente.

—¿Es usted un artista de variedades, quizá, señor? —le preguntó Peebles a Henry.

—No exactamente —contestó Henry—. Soy novelista.

—¿Autor de El retorno de Lanzarote?

—Sí, señor.

En la parte trasera de la sala, donde se sentaban habitualmente los reporteros, cuando alguno de ellos se preocupaba por cubrir un juicio en el tribunal de policía, una amazona con una cámara se puso en pie y se encaminó por el pasillo central hacia el frente. Llevaba unos tejanos con la cintura a las caderas, una camiseta oscura que la envolvía casi como si fuera su propia piel, una zamarra con flecos y unas bambas azules. Todo ello se combinaba para poner de relieve una figura impresionante, aunque bastante extraña. Al verla, el juez Peebles parpadeó, pues sabía que si la casi legendaria Wilhelmina Dillingham —conocida por sus amigos como Willy la Dilly— cubría este caso, debía ocurrir algo decididamente fuera de lo corriente.

Mientras la decorativa reportera se sentaba en el extremo de la segunda fila, con la cámara preparada para lo que pudiera suceder, el juez se dirigió otra vez al acusado.

—Señor Walters —dijo—, tengo curiosidad por conocer la fuente que utilizó acerca de la leyenda de la huida de Ginebra y su reunión con Lanzarote.

—Se mencionaba en una antigua edición de La morte d’Arthur, señoría.

—¿Como ésta, quizá? —Peebles alzó el pequeño volumen que acababa de comprar.

—Parece la misma edición.

Henry se encontraba aún demasiado desanimado y le dolía demasiado el cuerpo para que le pareciera importante que el juez que decidiría su destino —al menos en el tribunal menor— también fuera un estudioso de las leyendas de Arturo y, probablemente, inclinado por ello a ser indulgente.

Sin embargo, Selena, al reconocer la oportunidad, empujó a Henry por atrás, con lo que éste se tambaleó hacia el estrado, al lado de Gloria Manning y se sintió aún más deprimido, depresión que aumentó considerablemente con el destello de la bombilla de una cámara en manos de Wilhelmina Dillingham.

—Si me dejara ver el libro —sugirió, desanimado, al juez— podría verificar la edición.

—Hágalo, por favor, señor Walters.

A Henry le costó bastante examinar el pequeño libro bastante maltratado que el juez Peebles le entregó, sobre todo porque uno de sus ojos estaba casi cerrado por un enorme moretón. Pero, tras una breve hojeada al pequeño volumen, se lo devolvió al juez.

—Es la misma edición, señor —manifestó Encontrará la referencia a la posterior unión de Ginebra y Lanzarote en una bibliografía al final del libro.

—Éste ha sido un encuentro de lo más oportuno, señor Walters —declaró el juez Peebles, radiante ante el hecho de que un experto hubiera confirmado su buena suerte—. Creo haber leído en alguna parte que piensan hacer una película de El regreso de Lanzarote.

—Parece que la Twentieth Century Fox va a escoger pronto el reparto —reconoció Henry.

—¿Tiene usted idea de quién interpretará a los personajes principales?

—No creo que hayan escogido aún a los actores, señoría, y, de todas formas, a los autores nunca se les consulta sobre esos asuntos.

—Tengo muchas ganas de ver la película y espero que será tan buena como el libro —dijo el juez Peebles, en tanto se volvía nuevamente hacia el secretario del tribunal—. ¿Cuál dijo que era el cargo contra el señor Walters?

—Molestar a una mujer, señor. La demanda la firmó la señorita Gloria Manning.

—Y bien, señorita Manning… —el tono del juez, al volverse hacia Gloria Manning, era decididamente severo.

En cuanto a la señorita Manning, echó una rápida mirada hacia la parte trasera de la sala, como si quisiera consultar con alguien allí, pero Henry estaba demasiado desanimado para notarlo. Quienquiera o lo que fuera que vio la chica pareció darle aliento, pues volvió a mirar hacia el frente y habló con firmeza en respuesta a la pregunta del juez:

—Me hizo insinuaciones, señoría…, en el metro.

—¿Estaban solos y juntos en el vagón?

—Bueno…, no, señor.

—El vagón estaba lleno de mujeres, señoría —informó el policía O’Shea—. Hay rebajas en Macy’s[5] hoy.

Esas insinuaciones, señorita Manning —preguntó el juez Peebles—, ¿no le parece que hacerlas en un vagón de metro abarrotado es una hazaña bastante asombrosa, dadas las circunstancias? Aunque —añadió con galantería— debo decir que sería una reacción masculina muy natural.

—Eso fue, señoría —interrumpió Henry—: una reacción.

—Yo lo vi, señoría —manifestó la mujer de cara de halcón que le había dado el primer golpe a Henry cuando éste trató de recuperar su anillo de graduación—. Metió la mano dentro de su vestido…, entre las tetas…

—¡Qué maravilloso objetivo! —observó sotto voce el alguacil, y una ola de risas atravesó la sala, hasta que el juez Peebles restableció el silencio a fuerza de martillazos.

—En vista de lo que les ha estado ocurriendo a las jóvenes en Nueva York últimamente, particularmente en el metro, señor Walters —señaló Peebles—, éste podría ser un cargo muy grave. ¿Podría preguntarle si la joven que lo acompaña es su abogado?

—Me llamo Selena McGuire, señoría. —Selena se unió a Henry ante el estrado—. Soy la editor del señor Walters en Bennett Press.

—¡Qué suerte la de un autor tan eminente al tener a una editor tan hermosa! —declaró, galante, el juez Peebles.

—Gracias, señor. —Selena habló enérgicamente—: ¿Podría marcharse ya el señor Walters?

—Me temo que no —contestó el juez, obviamente renuente—. Todavía queda el asunto de la denuncia…, a menos que la señorita Manning desee retirar los cargos. Nuevamente, Gloria Manning echó un vistazo hacia atrás, pero ni siquiera en ese momento intentó Henry ver el motivo. De pie a su lado, desanimado y con Selena al otro lado, en una actitud de rígida desaprobación, la misma que tenía desde que llegó a la sala unos minutos después de que se presentara la acusación contra Henry, éste estaba deseando que se terminara todo y encontrarse de nuevo cómodamente en la cárcel, o donde fuera que lo enviara el juez Peebles.

—Hubo testigos del ataque, señoría.

La mujer de la cara de halcón habló fuertemente desde la primera fila y una docena más o menos de sus acompañantes emitieron un indignado zumbido.

—¿Sigue insistiendo en que el señor Walters le metió mano, señorita Manning? —preguntó el juez.

—Sí, señoría. Metió una mano dentro de mi vestido —respondió Gloria Manning sonrojándose de vergüenza—. Desde arriba, por supuesto.

—Por supuesto…, ya que estaban en el metro —señaló el juez Peebles—. Pero dígame: ¿había usted alentado al señor Walters de algún modo antes de que ocurriera el suceso?

—¡Oh, no, señoría! —protestó Gloria Manning—. Estábamos bastante apretados en el vagón. De hecho, hasta era difícil respirar.

—¿Le hizo alguna señal el señor Walters de que pensaba molestarla, según su expresión?

—¡Oh, no, señoría! Incluso se podría decir que fue completamente al revés.

El juez parpadeó.

—Si entiendo lo que quiere usted decir…, y creo que sí…, ¿no diría usted que lo que hizo el señor Walters constituía una reacción muy natural, quizá una que usted ya ha experimentado?

—No pensé mucho en ello en ese momento, señoría. —La señorita Manning parecía estar un tanto avergonzada de nuevo—. Cuando una está apretada contra un hombre en el metro, ya sabe usted lo que pasa normalmente.

—Digamos que todavía lo recuerdo —afirmó el juez con un deje de tristeza—. Prosiga, por favor.

—Bueno: pues el metro frenó en una curva y todos nos tambaleamos un poco. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que hacía el señor Walters, éste estaba metiendo la mano…, ya sabe. Entonces esa señora de allí —señaló a la cara de halcón— vio lo que hacía y empezó a golpearlo en la cabeza con su bolsa.

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó el juez Peebles.

—Nada, señoría. El señor Wal…, el acusado, estaba gateando por el suelo cuando el tren se detuvo y se abrieron las puertas. Todos fuimos arrastrados hacia el andén, donde lo arrestó el agente O’Shea.

—Gracias. —El juez Peebles se volvió hacia Henry—. ¿Cuál es su versión, señor Walters? —preguntó con cortesía—. ¿Es usted culpable de molestar a la señorita Manning?

—Bueno: no exactamente en la forma en que se presentó la acusación —indicó Henry—. Verá: me operaron recientemente y perdí algo de peso y el anillo de graduación que llevo puesto está un poco flojo. Cuando el vagón tomó una curva y me tambaleé hacia un lado, instintivamente alcé la mano para agarrar el asidero al que estaba cogida la señorita Manning. Al hacer eso, mi anillo voló y cayó… ¿Necesito describir exactamente adónde, señoría?

—Creo que no, señor Walters —apuntó el juez Peebles—, ya que las pruebas serían relativamente concluyentes.

—Recuerdo que traté de atrapar el anillo —confesó Henry— y supongo que inevitablemente la señorita Manning pudo considerar que la estaba molestando…

—De acuerdo —manifestó el juez Peebles—. Continúe, por favor.

—Bueno. Verá: había unas mujeres que estaban apretándome bastante y, como hace poco que me practicaron una importante intervención quirúrgica, temía que algo podría resultar perjudicado, por lo que, naturalmente, me protegí de la única manera que conozco. Estaba de rodillas en el suelo, con las manos sobre sus…, ya sabe qué —informó la de la cara de halcón.

—Usted no es un testigo, señora —le dijo con severidad el juez Peebles—. Si la llaman a testificar, podrá detallar lo que vio —volviéndose hacia Henry, añadió—: El hecho de que estuviera en un vagón apiñado y que le hayan operado recientemente no justifica precisamente el hecho de que…, digamos, se familiarizara con la dama cuando su anillo cayó por casualidad en su pecho, señor Walters. Reconozco que sus héroes de ficción harían algo mejor que eso.

—Lo único que intentaba hacer al principio era atrapar el anillo. Pero cuando esa señora —señaló a la de la cara de halcón con un gesto de la cabeza— me golpeó con su bolsa, mi primer impulso consistió en protegerme a mí y al trasplante.

Cuando vio que la amazona en la segunda fila se ponía en pie como un muñeco en una caja sorpresa, Henry se dio cuenta de que había metido la pata, pero ya estaba anotado, por lo que no podía cambiarlo.

—¿Le hicieron un trasplante, señor Walters? —preguntó el juez Peebles.

—Sí, señoría.

—¿Podría preguntarle cuánto tiempo hace de eso?

—Aproximadamente un mes.

—Hace aproximadamente un mes que una persona muy conocida en el mundo de las películas, llamado Bart Bartlemy, tuvo un accidente fatal; recuerdo ahora que usted estuvo involucrado, según los registros policiales, aunque no era culpable de ningún delito. —El juez se inclinó hacia delante, con los ojos brillando por el interés—. Según un informe que presentó el doctor Sang ante la Academia de Medicina anoche…, según lo que dice el Times de esta mañana…, se practicaron varios trasplantes utilizando órganos del cuerpo de Bartlemy. ¿Recibió usted quizá alguno de ellos?

—Sí, señoría —reconoció Henry, incapaz de ver cómo podía negarlo cuando estaba bajo juramento.

—Muy interesante. —El jurista se apoyó en el respaldo de su asiento—. Sé, señor Walters, que el doctor Sang es uno de los urólogos más conocidos del país. ¿El trasplante que recibió estaría dentro de su especialidad?

—Sí, señoría, pero preferiría no hacer más comentarios al respecto. Bart Bartlemy era mi hermano mellizo, aunque nos separaron poco tiempo después de que naciéramos. Y, además, tengo un contrato para escribir una novela sobre la vida de Bart.

—La anatomía del señor Bartlemy se volvió bastante conocida, señor Walters, tras su presentación en ciertas revistas. —El juez Peebles formuló la pregunta clave—: ¿Recibió usted, por casualidad, las partes más famosas?

—Sí, señoría —contestó Henry, cariacontecido.

Wilhelmina Dillingham disparó otra bombilla y la sala estalló literalmente, en tanto los reporteros corrían hacia las puertas y los teléfonos afuera. Si Henry hubiera mirado, habría visto la alta silueta de Gregory Annunzio marcharse al mismo tiempo, pero estaba demasiado preocupado con su propia incomodidad para que le importara.

—Sin embargo, y con renuencia, tendré que sentenciarle a diez días en la cárcel o una multa de cien dólares, señor Walters —indicó el juez Peebles—. Después de todo, reconoció usted que había molestado a la señorita Manning.

—Gracias, señoría. —Henry hizo el ademán de buscar su cartera y, de pronto, recordó que alguien se la había robado mientras estaba rodando por el suelo del vagón del metro.

—¿Ocurre algo malo?

—Me temo que me robaron la cartera, con todas mis tarjetas de crédito. Ni siquiera tengo mi talonario aquí.

—En ese caso… —empezó a decir el juez, pero Selena interrumpió antes de que pudiera terminar:

—Yo puedo pagar la multa, señoría, si me da usted tiempo para regresar a mi oficina a buscar el dinero.

—Está bien, señorita McGuire —declaró el juez, galantemente—. Dejaremos que el señor Walters se quede aquí sentado en la sala hasta que usted regrese con el importe de la multa.

VIII

—Supongo que no se te puede culpar realmente por lo que ocurrió —concedió Selena cuando Henry acabó el relato de su doloroso contratiempo.

Ambos se encontraban en el apartamento de Henry y éste estaba acostado en la cama, un vaso de whisky vacío en la mano, cuyo contenido acababa de trasegar.

—Un momento —añadió Selena—. Te traeré otro trago. Después de lo que te ocurrió esta mañana y esta tarde, ciertamente te lo mereces.

Cuando regresó y le entregó el vaso a Henry, le preguntó:

—¿No me equivoco, verdad? ¿Le dijiste al juez Peebles que estás escribiendo una novela acerca de la vida de Bart Bartlemy?

—Sí.

—¿Y cómo llegaste a eso?

Henry le dio un breve resumen de la visita de Gregory Annunzio mientras se hallaba en el hospital y lo que había transcurrido.

—¿Tienes una copia del contrato? —preguntó Selena cuando Henry terminó.

—Está en el cajón de arriba de mi escritorio. Lo estaba guardando para enseñárselo a Harry Westmore.

—Me parece que sería lo más razonable.

Selena se dirigió a la sala donde Henry solía trabajar frente a una ventana que daba al parque, y regresó con una hoja de papel en la mano y frunciendo el ceño.

—Esto es increíble, Henry —exclamó.

—Annunzio quería la mitad de los derechos, pero insistí en un setenta y cinco por ciento para mí, y gané —manifestó orgullosamente Henry.

—¿Tienes alguna idea de quién es realmente Gregory Annunzio?

—Es el abogado de un grupo que da apoyo financiero a las artes, según me dijo. Supongo que se le podría llamar un tipo de agencia o algo así.

—Lo de agencia, al menos, es correcto. Annunzio es uno de los hombres que blanquean legalmente el dinero del gran John Fortuna y de su grupo.

—¿Blanquea?

—El grupo invierte dinero en muchos negocios legítimos para blanquear el dinero que sacan de sus chanchullos y de las mesas de juego de Las Vegas. El despacho de abogados de Annunzio se encarga de colocar mucho dinero para uno de los mayores grupos de mafiosos del país.

—¿Cómo es que sabes tanto al respecto?

—Ese mismo grupo quería apoderarse de Bennett Press el año pasado; hubiera sido ideal para ellos, con las ventas al extranjero y todo eso. Por supuesto, Annunzio se encargó de las negociaciones. Incluso trató de cortejarme, invitándome a salir, pero yo no quise tener nada que ver con él.

—Esperemos que no —dijo Henry con fervor—. Pero dijiste que los tratos que negocia son legítimos, ¿verdad?

—Sí, si no le importa a uno manejar ese tipo de dinero.

—El único dinero que he recibido consistió en el pago de mis cuentas hospitalarias; el resto tendré que ganármelo con el libro que voy a escribir. Por cierto, Bennett Press también va a ganar mucho dinero al publicar Supersemental.

Selena lo miró con asombro.

—¿Así lo vas a titular?

—¿Cómo, si no? Fue el apodo de Bart en Hollywood. Si hubieses visto la página central de Fun Girl

—No insultes mis gustos literarios…

—No hablo de literatura, hablo de fotografías. ¿Viste o no la página central?

—Bueno: sí; le eché un vistazo. —Selena se sonrojó, con lo que su tez irlandesa del color de los melocotones se puso más hermosa—. Pero sólo porque se armó tanto escándalo al respecto. Por cierto, aunque hayas firmado un contrato para escribir un libro sobre Bart Bartlemy, Bennett Press todavía no ha firmado un contrato para publicarlo.

—¿Y qué sucede con las opciones en mi contrato?

—Las opciones son para impedir que los autores abandonen las editoriales. Una editorial puede dejar a un autor en el momento en que quiera hacerlo.

—¿Qué piensas acerca de las posibilidades de Supersemental?

Selena hizo una mueca.

—Si se escribe sin cortapisas, es un éxito seguro, por supuesto. Pero ¿eres tú la persona adecuada para escribirlo?

—Annunzio cree que sí y sus clientes están de acuerdo. ¿Puedes darme una buena razón por la cual no pueda hacerlo?

—Tiene que ser un libro tremendamente lujurioso, Henry. No quiero herir tus sentimientos, pero, con franqueza, no estoy nada segura que seas lo suficientemente lujurioso para poder escribirlo.

—Deberías saber algo al respecto, después de los fines de semana que pasamos en mi chalet de las Catskills.

—Estoy hablando de otra cosa, Henry; hablo de algo como ternura y galantería… y amor. No creo que esas emociones caracterizaran muchas de las relaciones de Bartlemy, pero a ti te son naturales. Además, tendrías que investigar mucho.

Tengo un archivo completo de recortes y de más informaciones acerca de Bart. Annunzio me envió varios centenares de documentos adicionales, así que lo único que necesito para empezar a escribir está aquí en este apartamento. El único problema es que…

—¿Qué?

—Que se me está haciendo difícil empezar.

—Eso es justamente lo que te estaba diciendo. Podrías escribir de manera convincente sobre Bart Bartlemy, pero la diferencia entre una novela chapuceada más acerca de un mujeriego de Hollywood y un verdadero estudio de una personalidad compleja no va a ser suficiente para que tenga un éxito rotundo. Necesitas sentir lo que escribes, y eres demasiado caballero para poder imitar a tu hermano en ese aspecto.

Selena estaba poniendo a prueba la paciencia de Henry.

—Lo que intentas decir es que, con el fin de adquirir la capacidad emocional necesaria para pensar como Bart y escribirla, tengo que acostarme con algunas fulanas. O quizá incluso pasarme por tu oficina con fotografías obscenas para probar que me he convertido en un libertino.

—¡Un libertino! —exclamó Selena—. Eso podría ser.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Tú eres el hombre menos lascivo que conozco, Henry. Pero para que ese libro sea un éxito rotundo en cuanto a ventas, necesitas escribir al menos como si parecieras ser el tipo de persona que era tu hermano mellizo.

—Eso es absurdo —declaró Henry con firmeza—. Aún tengo la imaginación de un escritor y a Annunzio no le importa que me tome ciertas libertades con algunos hechos.

—Quizá puedas recrear a Bartlemy en tu imaginación —dijo Selena pensativa—. Ciertamente tuviste éxito en las escenas de amor entre Ginebra y Lanzarote.

—Entonces ¿qué te preocupa?

—Hay algo en todo este asunto que me huele mal —precisó Selena—. ¿Estás absolutamente seguro que esa rubia te siguió en el metro?

—Te dije eso hace una hora.

—Entonces el que estuviera a tu lado en el vagón podría ser más que una simple coincidencia.

—Ahora estás diciendo algo absurdo.

—Puede que no. Dos veces durante la audiencia, cuando el juez Peebles le preguntó si aún quería mantener los cargos contra ti, Gloria Manning, o cualquiera que sea su nombre verdadero, miró a alguien en la parte trasera de la sala, buscando consejo. Y, por lo visto, cada vez la persona que estaba allá atrás, quienquiera que fuera, le hizo una señal para que prosiguiera.

Henry clavó una mirada asombrada en Selena.

—¿Estás tratando de decirme que amañaron las pruebas para que saliera a relucir todo el asunto del trasplante en la sala del tribunal, donde recibiría un máximo de publicidad?

—Eso va de acuerdo con lo que ocurrió. ¿Puedes pensar en una serie de circunstancias en las que el anuncio podría obtener mejor publicidad?

—No. Pero ¿por qué?

—Acabo de decirte que no creo que seas la clase de escritor que puede presentar el tipo de cosas que, en principio, debe contener esta novela, si ha de convertirse en el tremendo éxito, el bestseller que Annunzio y su grupo evidentemente desean.

—Entonces, ¿qué debo hacer ahora?

—Tan pronto como tengas ganas de hacerlo, escribe algo como un guión cinematográfico de la historia…, ya sabes, una larga sinopsis. Envíamela y yo se la presentaré a la sección de libros de ficción de Bennett Press y veremos qué les parece.

—Hay otra cosa —señaló Henry—. Desde que salí del hospital me siento mucho más como Bart Bartlemy que como Henry Walters.

Selena lo miró sorprendida.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno: es posible que con el trasplante me hayan traspasado algunos de los instintos lujuriosos de Bart Bartlemy… Estoy utilizando tus propias palabras, recuerda…

—¡Dios no lo quiera!

—No hagas ascos antes de haberlo probado —dijo. Henry—. Todavía podríamos ir un fin de semana a las Catskills, como me lo prometiste cuando estabas en Aspen.

—Tendré que pensármelo para decidir si acepto la oferta —manifestó Selena—. ¿Estás seguro de que no ocurrió nada más mientras estuve fuera?

—Nada que no te haya dicho —mintió Henry resueltamente—. Si no me doliera todo el cuerpo por los puntapiés y los golpes de esas mujeres, en este momento estaría fuera de la cama persiguiéndote a través del apartamento.

—Ya me has convencido en cuanto a lo que crees —concedió Selena—. Bien pensado, si realmente estás seguro de que una parte del sex appeal de Bart Bartlemy te fue transferido, aunque eso no pudo haber ocurrido en realidad, quizá tengas también la imaginación necesaria para escribir Supersemental.

—Ahora estás hablando en oro —le dijo Henry con fervor.

—¿Tienes algún plan para el relato?

—Tengo uno perfecto; lo encontré en uno de los boletines publicitarios de Bart. Verás: la primera chica con la cual hizo el amor se llamaba Leonora. Según este artículo, Bart y Leonora tuvieron un breve romance y luego ella huyó y se casó. Desde entonces, Bart ha ido de aventura en aventura, buscando siempre lo que encontró por tan breve tiempo en Leonora, pero sin encontrarlo.

—Lo que estás haciendo es estructurar la novela como una serie de ciclos de seducciones.

—¿No se trata de eso en la mayor parte de las novelas?

—Claro que sí.

—Entonces ¿estás de acuerdo?

—Hasta ahora, sí. Pero ¿qué pasa con el final? ¿Encuentra Bart a Leonora?, y, si es así, ¿cómo vas a manejar lo del accidente?

—Quizá Bart encuentra a su Leonora y precipitadamente va a reunirse con ella cuando ocurre el accidente —dijo Henry—. Es un final de esos donde se ve desaparecer al héroe hacia el ocaso, que hará que todas las lectoras aburridas con sus esposos dejen caer lágrimas en su cerveza.

Selena se puso en pie con un movimiento afectadamente casual que la llevó bastante lejos de la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó Henry con malicia—. ¿Ya te está poniendo caliente la parte de la mística sexual de Bartlemy que me ha sido transferida?

—Por supuesto que no —profirió Selena, pero el repentino sonrojo de sus mejillas desmintió su afirmación—. ¿Cuándo vas a empezar a escribir?

—Hace ya una semana que estoy tratando en vano de hacer que arranque la historia. Supongo que estoy como bloqueado, y lo que ocurrió esta tarde lo va a empeorar.

—Creo que puedo encargarme de eso.

Selena cogió el auricular del teléfono que estaba sobre el escritorio de Henry.

—¿Qué haces?

—Estoy pidiendo hora para ti… con un psiquiatra que conozco.

—¿Para qué necesito un loquero?

—Es evidente que el bloqueo que dices tener desde hace una semana se debe a que Henry Walters, el altamente respetado autor de cinco buenas novelas, manifiesta su rechazo a escribir la clase de porquería que tendrá que ser Supersemental, si ha de constituir un éxito clamoroso.

—¡Llama al loquero!

—El doctor Schwartz me ayudó mucho en una ocasión —explicó Selena, mientras marcaba el número.

—¡Tú! Eres la última persona de la que pensaría que puede perder un tornillo.

—No había perdido nada…, salvo algo de la confianza en mí misma. El doctor Schwartz me puso en contacto con unas personas que me ayudaron a volver a asentarme en la realidad.

—Lo que yo necesito es ayuda para dejar de tomar contacto con las cosas.

—Sí, que parece que estás en la etapa aguda —concedió Selena con una risa maliciosa—. ¿Reconociste a la mujer alta que vestía tejanos y llevaba una cámara?

No reconocí nada, salvo el hecho de que tenía unos dolores endemoniados donde me habían dado los puntapiés…

—Pues era Wilhelmina Dillingham.

Henry se quedó boquiabierto.

—¿Willy la Dilly?

—Me alegra ver que no dañaron tu cerebro. Asegura que consigue sus mejores historias en las salas de urgencia de los hospitales o en los tribunales de la policía. Esta tarde le tocó el gordo de la lotería.

Henry no necesitaba que le dijera nada más acerca de la famosa Wilhelmina Dillingham. La reputación de Willy la Dilly —un título bajo el cual la conocían tanto sus amigos como el público— como reportera malintencionada y destructora, de pluma envenenada, que sacaba a relucir los errores humanos en su columna, «Entretenerse con Dilly», era tan formidable como la lista de sus amores.

—Fue probablemente ella la que sacó ese titular acerca de las partes de Bart —dijo Henry—. Nunca conseguiré que se olvide eso.

—Habla la señorita McGuire —anunció Selena al auricular—. ¿Sería posible que el doctor Schwartz se ocupara de un caso urgente, como un favor para mí?… El señor Henry Walters, uno de nuestros autores.

Hubo una pausa y entonces Selena habló de nuevo:

—¿Tiene una cancelación mañana a las once? Perfecto. Apunte al señor Walters, por favor. ¿Que cuál es el problema? Un bloqueo mental de escritor. Doctor Isadore Schwartz, calle Noventa y cinco, con Park Avenue —informó Selena en tanto cogía su bolso y se preparaba para marcharse—. A las once mañana por la mañana.

—Estoy herido —protestó Henry en tono quejumbroso—. No puedes dejarme aquí solo.

—¡Tonterías! Sólo tienes unas cuantas magulladuras.

—También necesito que me des ánimo; el tipo de ánimo que un editor debe darle a un autor, como le corresponde. ¿Por qué no cenas conmigo?

—Esta noche tengo que dar una clase sobre el arte del editor, en la Universidad de Nueva York, pero haré que te envíen tu cena desde la charcutería que tanto te gusta a la vuelta de la esquina. No olvides tu cita con el doctor Schwartz, mañana a las once.

—Cásate conmigo y no tendré nunca más bloqueos mentales para escribir.

Selena, que ya estaba en la puerta, se dio la vuelta y él vio algo en su mirada que no recordaba haber visto nunca antes…, un destello travieso, como si los duendes la hubieran tocado por un segundo.

—Después de lo que ha sucedido, podría ser que tuvieras una doble personalidad, Henry —contestó Selena—. Y no creo que pudiese soportar teneros a ambos, a ti y a Bart Bartlemy, como esposos.