LOS QUINIENTOS DISCIPULOS[385] QUE ENCONTRARON UN SITIO EN MI CORAZON

Cuando el atardecer del año llega, las miríadas de árboles en las colinas se quedan dormidas y las ramas de los cerezos están cargadas de nieve. Sin embargo, todos éstos pueden mirar con alegría el alba de la primavera. Sólo los seres humanos son tales que una vez acosados por la edad ya no pueden esperar ningún placer. Especialmente árida y estéril era mi propia ancianidad, cargada como estaba con un pasado vergonzoso. Rezar por mi salvación en el otro mundo era el único y verdadero camino o senda que pudiera seguir. Así, una vez más me volví a la capital. Al acercarme a la ciudad me sentí inspirada por el encomiable impulso de rezar en el Templo de Dainu[386], el paraíso de este mundo actual.

Era justamente la estación en que la gente realiza la recitación de los Nombres Sagrados[387], y yo también me uní a la recitación. Al abandonar el templo principal me encontré en la sala de los Quinientos Discípulos; me detuve allí para examinar las sagradas imágenes. No sé quién pudo ser el escultor, pero había modelado los Budas con tanto arte que cada uno parecía diferente de los otros. Había oído decir que entre esta muchedumbre o multitud de estatuas una no tenía más remedio que tropezarse con una que le recordada a un conocido. ¡Ay!, pensé yo, eso parecía muy probable, y empecé a observarlas detenidamente.

Fue entonces cuando me di cuenta que todas estas estatuas eran imágenes perfectas de hombres con quienes había compartido la cama en mis días de gloria. Ese Buda aquí era como Yoshi-sama de Chojamachi[388], que tenía un tatuaje oculto[389] en el brazo. Estaba pensando con cariño en cómo en mis días de cortesana él y yo habíamos intercambiado las más tiernas prendas de afecto[390], y en ese momento observé que un Buda escondido detrás de una de las rocas era la imagen misma del amo a quien había servido como camarera en el barrio de Kamigyo[391] y con quien había compartido toda forma de inolvidable intimidad.

Después, en el otro lado, vi una imagen que no difería en nada de aquel caballero llamado Gobei con quien había vivido una vez; incluso la arqueada nariz era la misma que la suya. La nuestra había sido una situación que nos mantuvo juntos durante largas lunas, y fue con singular nostalgia que miré esta imagen.

Más cerca del alcance de la mano estaba una figura regordeta, vestida con una túnica azul claro que caía de un hombro. Me recordaba vagamente a alguien, ¿pero quién podría ser? ¡Ah, sí, desde luego! ¡No podía haber forma de confundirle! Era Dampei de Kojimachi, quien, cuando estaba trabajando en Edo había disfrutado de momentos fijos conmigo cada mes en los Seis Días de Ayuno[392]. Esto me recordó un cierto hombre guapo que había sido actor en Shijogawara[393]. Llegué a conocerle cuando estuve empleada en una casa de té[394], y fue gracias a mí que este hombre joven llegó a conocer el amor de las mujeres por primera vez.

En mi compañía había agotado todas las posturas[395], hasta que antes de mucho tiempo sus días estuvieran acabados[396]. Se apagó como la vela de una plegable linterna de papel; a la edad de veintitrés fue llevado a Toribeno[397]. ¡Ay!, con esa delgada barbilla y esos ojos hundidos no había duda de que era él.

Mis ojos se posaron en un Buda bigotudo, con una cabeza calva y una cara colorada. Si no fuera por el bigote una le habría reconocido al instante como ese monje con quien había vivido como una esposa del templo[398] y en cuyas manos había sufrido tan cruel trato. Acostumbrada como yo estaba al deporte amoroso, no había, por regla general, ningún límite a mi capacidad, pero este monje me había atosigado tanto día y noche, que al final contraje alguna forma de tuberculosis[399]. Sin embargo, hay un límite para todo ser humano, e incluso este vigoroso caballero acabó en humo[400].

Después, bajo un árbol marchito, contemplé un Buda de mirada inteligente, con una frente sobresaliente, que parecía estar en el acto de afeitarse la cabeza. Tan natural era esta figura, que sus miembros parecían moverse según le miraba, y la única cosa que no hacía era hablar como un ser humano. Cuanto más le miraba, más me recordaba a alguien. ¡Ah, sí! Este era un dependiente de un almacén[401] del País Occidental a quien había conocido durante mi época de monja cantante[402]. Aunque había tenido relaciones con hombres diferentes cada día, había él sobresalido entre todos por su devoción. ¡Hubiera sacrificado su misma vida por mí! No, éste era alguien a quien no podría olvidar por los momentos felices y desgraciados que habíamos compartido. Él me había otorgado eso que tanto aprecia la gente de este mundo[403], e incluso se había esforzado en pagar los honorarios de mi empresario[404].

Según estaba allí, mirando tranquilamente a estos quinientos Budas, encontré que cada uno de ellos me recordaba a algún hombre con quien en el pasado había tenido relaciones íntimas. Repasé, incidente por incidente, todos mis años en el triste comercio flotante[405] y sentí que no hay nada tan terrible en el mundo como una mujer que practica este oficio. Los hombres que encontré eran más de diez mil; sin embargo, mi cuerpo era sólo uno. ¡Era vergonzoso y miserable que sólo de este modo permaneciera en este mundo! Mi pecho parecía rugir como el carro de fuego[406], y las lágrimas brotaron de mis ojos como burbujas de agua hirviendo. Estaba presa de un delirio de pena, y olvidando totalmente que estaba en un templo me dejé caer en el suelo.

Según yacía allí, un gran grupo de monjes entró en la sala. «Pronto oscurecerá», dijo uno de ellos, y empezaron a tocar la campana para vísperas. Según volví en mí vi a un monje decir: «¿Qué puede haber llevado a esta vieja mujer a semejante estado de aflicción?». Volviéndose hacia mí prosiguió: «¿Le recuerda uno de estos Budas a algún hijo muerto, o a su marido? ¿Es por eso por lo que lloráis tanto?».

El que se dirigiera a mí de esa amable manera me hizo sentirme incluso más avergonzada, y sin ni siquiera contestar me precipité fuera de las puertas del templo.

Fue entonces cuando tomé mi gran decisión, porque me di cuenta de la verdad de las palabras del poeta: «El nombre de uno queda en el mundo[407], pero el cuerpo de uno, habiendo perdido todos sus rasgos, es echado al fondo de la colina cubierta de pino. Los huesos de él se convierten en polvo y es desparramado por el estanque entre las hierbas».

Me dirigí andando al pie del monte Narutaki. Ahora no estaba sujeta por ninguna traba y podría entrar libremente en la montaña de la iluminación. ¡Ay!, ahora podría soltar el barco de la Sagrada Ley de sus amarras y, habiendo cruzado el mar de las malas pasiones[408], podría aspirar a alcanzar la otra orilla[409]. Todo esto lo podría conseguir tirando mi cuerpo a las aguas de ese estanque[410]. Empecé a correr hacia allí, llena del más resuelto propósito, pero de camino fui detenida por un viejo conocido, quien me dio esta cabaña de paja donde ahora habito.

«¡Deja la muerte para su propia estación!», dijo este buen consejero.

«Vuelve la espalda a la falsedad en la que has vivido, vuelve a tener tu pureza de corazón y ¡entra por la senda de Buda!».

Convencida de que éste era un digno camino a seguir, yo después me entregué de todo corazón a invocar el Sagrado Nombre[411], de la mañana a la noche. Pero hoy, habiendo recibido a inusitados visitantes en esta tosca puerta de madera y estando aturdida con el sake, he sido llevada a molestaros sin necesidad con una historia demasiado larga para esta corta vida nuestra.

Con esta confesión de mis pecados he aclarado las nubes de mi propio engaño y siento que brilla la luna de mi corazón. Para vosotros, jóvenes caballeros, que venís aquí especialmente a visitarme, he tratado de ofreceros una diversión adecuada a esta noche de primavera. Como no soy sino una mujer sola[412], parecía inútil ocultar nada. Os he revelado toda mi vida, desde el día en que el loto de mi corazón se abrió hasta que se marchitaron sus pétalos. Yo puedo haber vivido en este mundo vendiendo mi cuerpo, ¿pero está mi corazón corrompido?