CANCION PARA UNA MUJER DE LA CALLE

Hasta ahora había probado toda posible forma de empleo, y estando labrada por las olas de la edad[346] me dediqué a vagar por los alrededores de los barrios alegres de Shinmachi o, como una podría llamarlo, el «mar de amor» de Settsu. Estaba familiarizada con este sitio desde hacía años y por medio de los buenos oficios de algunos conocidos pude trabajar aquí como alcahueta[347]. Y así ocurría que yo, que había sido en una ocasión una cortesana, asumí el papel de supervisar a otras cortesanas, para cuyo propósito adopté el vergonzoso e inconfundible hábito que convenía a mi nueva profesión. Llevaba un delantal malva claro y una faja de anchura media atada en el lado izquierdo. Así ataviada andaba arrastrando los pies a hurtadillas, llevando las llaves de mi oficio, las manos ocultas en los pliegues de mi vestido, la falda estirada ligeramente en la parte de atrás y una toalla enrollada en la cabeza como pañuelo. Mi cara tenía siempre una mueca de malhumor, y pronto descubrí que la gente me temía más de lo que había esperado.

Al entrenar a las cortesanas que estaban a mi cargo fui capaz de convertir incluso a la muchacha más débil de espíritu en una hábil practicanta. Las instruí para que supieran exactamente cómo seguirle el humor a todo cliente, y no tuve que pasar ni una sola noche sin hacer nada.

De este modo pude convertirlas en provecho de sus patronas[348]. Sin embargo, debido a que me conocía tan bien la verdadera circunstancia de la vida de una cortesana, estaba siempre encontrando faltas en esas muchachas y reconviniéndolas por sus entrevistas secretas. No sólo llegué a ser temida por las muchachas que tenía a mi cargo, sino que sus clientes me encontraban pesada. Sin esperar al día fijado para el pago me daban las dos piezas rectangulares de oro por adelantado[349], pensando, según lo hacían, que el mismísimo diablo estaba pelándoles las seis monedas de cobre para el camino[350].

Una tan cruel conducta no puede estar sin castigo en este mundo. Pronto me encontré que nadie me quería, y era duro para mí seguir viviendo en mi actual alojamiento. Por consiguiente, me mudé a un barrio exterior llamado Tamazukuri[351]. En este desamparado lugar no había tiendas, sino casas pequeñas, e incluso a mediodía los murciélagos volaban por las calles. Habiendo encontrado alojamiento en un callejón trasero me instalé para una vida de reclusión.

No había ahorrado ningún dinero para vivir y estaba ahora obligada a vender mis últimas ropas buenas. Cuando necesitaba encender el fuego por la mañana tenía que romper las estanterías de mi habitación y quemarlas. Para mi comida de la tarde bebía una taza de simple agua caliente, y como alimento sólo podía mordisquear un puñado de judías secas. En las noches de tormenta, cuando la mayoría de la gente yace con el temor del trueno, yo rogaba a los elementos: «¡Si tenéis alguna compasión por el sufrimiento humano, lanzad vuestros dardos aquí y matadme!». Porque mi vida no tenía ningún valor para mí, y estaba totalmente harta y cansada del mundo de la prostitución.

Aunque había vivido sesenta y cuatro años, la gente que me veía me tomaba todavía por una mujer de cuarenta y algunos años. Esto se lo debía a la circunstancia de tener una piel de grano fino y de que era pequeña de estatura. Sin embargo, en mi actual estado de ánimo tales cosas no me producían gran alegría.

Una noche, según estaba echada mirando al pasado por la ventana de mi corazón, acordándome de mis hechos lascivos, parecía ver una procesión de unas noventa y ocho diferentes criaturas infantiles, cada niño llevando un sombrero en forma de hoja de loto[352] y cada uno manchado de sangre desde la cintura. De pie ante mí, hablaron y pronunciaron indistintamente: «¡Llévame en tu espalda! ¡Oh, llévame!»[353].

Estos, yo pensé, deben ser como mujeres que han muerto de parto, porque he oído decir que volvían a la tierra en forma de espíritus, pero según presté atención, oí a cada una de las pequeñas figuras gritar amargamente: «¡Oh, qué madre más cruel fuiste!».

Entonces me di cuenta con gran dolor que éstos eran los niños a quienes yo había concebido fuera de matrimonio y de los que había dispuesto para el aborto. Si en su lugar los hubiera educado con seguridad, yo estaría ahora viviendo dignamente con una familia más numerosa que la del mismo Wada[354]. Después de cierto tiempo, los niños desaparecieron sin dejar rastro. Con esta visión estoy segura que mis días estaban llegando a su fin. Sin embargo, llegó el alba y estaba todavía viva. ¡Ay de mí, pensé; librarse una de esta vida no es una cosa tan fácil!

Me dediqué a observar a mis vecinos en la casa de huéspedes. En la habitación vecina a la mía[355] tres mujeres estaban viviendo juntas, todas aparentemente de unos cincuenta años. Estas mujeres dormían durante toda la mañana, y no podía imaginarme lo que podrían hacer para ganarse la vida. Mi curiosidad se despertó y las observé cuidadosamente. Y descubrí que a mediodía y por la tarde se regalaban con comida que parecía demasiado lujosa para gente de su clase; se regalaban con peces pequeños cogidos en las costas de Shakoi y bebían pintas de sake[356], como si todo esto fuera la cosa más natural del mundo. Su conversación, también, no era la que uno esperaría; en vez de intercambiar la conversación usual acerca de lo difícil que era ganarse la vida, estas mujeres hacían observaciones tales como: «Mi próximo traje de Año Nuevo será de seda amarillo claro, decorado con blasones[357] extraoficiales de barcos de vela y abanicos chinos». «Yo tendré una faja que podrá ser vista claramente de noche. La base será gris y estará teñida con líneas de cinco colores sesgadas hacia atrás». El Año Nuevo estaba todavía muy lejos, y estas mujeres deben haber sido ricas para hablar de ese modo.

Cuando habían terminado la comida de la tarde empezaban a hacer su «toilette». Primero se ponían capa tras capa de polvos baratos; después usaban tinte negro de una piedra de tinta para dar énfasis y realzar sus líneas de cabello; después se pintaban de rojo los labios hasta que centelleaban; se embellecían la nuca y se empolvaban los cuerpos hasta los pezones, tapando cada arruga con una espesa y blanca capa. Cada mujer suplía las deficiencias de su escaso pelo añadiendo cantidad de ricos postizos; retorcían tres ocultos de acuerdas de papel[358] a un atado Shimada[359], y encima de éstos ataban una ancha cuerda de doblada Takenaga[360]. Alrededor de un quimono de sueltas mangas azul oscuro, llevaban fajas de algodón blanco atadas a la espalda. Sus pies estaban calzados con calcetines bastante cosidos y sandalias de paja, y en lugar de cordones trenzados para debajo de los quimonos usaban cintas para el pecho corrientes. Entonces, habiéndose equipado con pañuelos de papel refabricados[361], esperaban la ocultadora capa de la tarde.

Antes de mucho tiempo, tres robustos jóvenes aparecían en su habitación. Llevaban chaquetas cortas, cintas para la cabeza[362] y toallas de mejilla, y llevaban largas capuchas hasta los ojos. Calzones, polainas y sandalias de paja completaban su atuendo. Cada hombre llevaba un fuerte garrote y un largo y estrecho rollo de estera[363].

«Ha llegado el momento», dijo uno de ellos, y acompañaron a las mujeres a la calle.

Mi atención se dirigió hacia los vecinos del otro lado. Estos eran un hombre y su mujer que se ganaban la vida ideando broches para capas de lluvia[364]. Sin embargo, esta mujer, también, tenía que ponerse guapa[365] para salir a la calle. Antes de abandonar la habitación la pareja daba algunos pasteles de arroz a su hijita, quien tenía unos cuatro años.

«Papá y mamá tienen que salir —le informaban a la niña—. ¡Mientras estamos fuera debes cuidar las cosas por nosotros!».

Después, mientras el padre cogía en brazos a su bebé de un año, la madre se ponía una vieja chaqueta de cáñamo y abría la puerta. Después de mirar tímidamente a ambos lados, como por miedo de los vecinos, salían apresuradamente de la casa. Una vez más estaba sin saber cómo explicarme lo que estaba ocurriendo.

Cuando llegó la mañana, mis tres mujeres vecinas volvieron a la casa de huéspedes. ¡Pero cuán diferentes parecían de las que había visto la tarde anterior! Sus ropas estaban arrugadas, se tambaleaban, como si las piernas apenas las pudieran soportar, y su respiración era jadeante. Las vigilé mientras echaban sal en agua caliente[366] y se la bebían de un trago. Luego, después de comerse un apresurado tazón de gachas de arroz, se metieron en el baño y se sentaron en él durante algún tiempo para calmar sus alteradas mentes. Cuando esto se terminó, sus compañeros sacaron algunas monedas de cobre de sus mangas y, calculando a ojo de buen cubero[367], se quedaron cinco de cada diez[368] y se marcharon.

Las mujeres entonces se pusieron juntas y se embarcaron en una confesión de los hechos de la noche.

«¡Ay de mí! —dijo una de ellas—. ¡La última noche no me tropecé con ningún hombre que tuviera sus propios pañuelos de papel![369]. Además, los hombres con los que me encontré estaban todos en la flor de la juventud. Antes de llegar a mi cuarenta y seis cliente de la noche estaba luchando por respirar. ¡Esto es el final de mi cuerda!, pensé según estaba allí completamente deshecha. ¡Pero ésta es una cosa en la vida que no parece tener límite! Porque incluso entonces me aproveché del hecho de que algunos hombres más venían para tener otros siete u ocho antes de volverme a casa».

Mientras tanto, una de las otras mujeres se estaba riendo entre dientes.

«¿Qué pasa?», le preguntaron.

«¡Nunca en mi vida —dijo ella— he pasado un momento más desagradable como en la última noche! Después de marcharme de aquí me puse en marcha para seguir mi ruta habitual en Temma[370], dirigiéndome a los barcos de los granjeros de Kawachi. Entonces observé a un muchacho que se parecía al hijo más joven de algún cacique de aldea. Podría tener apenas más de dieciséis años y no se había todavía afeitado los lados de su guedeja[371]. Era un mozo de pueblo con buen aspecto, con un físico atractivo además. Por su aspecto no era muy familiar con las mujeres. Había un compañero con él —algún aldeano de la misma aldea, juzgué—, quien no hacía más que mirar en todas direcciones. “El precio de estas mujeres puede fijarse en cinco monedas de cobre —le oí decir a este tipo—, pero hay siempre la probabilidad de encontrarse algo por valor de un penique si uno mira con el suficiente cuidado”. Pero el mozo parecía estar impaciente, y habiéndome echado la vista encima dijo: “Me gusta esa muchacha”.

»Con estas palabras me llevó a remolque a una barca descubierta, donde hicimos almohada de las olas del río[372] y donde se entregó a un asalto amoroso tras otro. Cuando esto se acabó, él amablemente me acarició el muslo con su suave y joven mano y me preguntó la edad que tenía. Esto puso el dedo en la llaga y me sacó de quicio. Pero me las arreglé para poner una voz azucarada y contesté: “Tengo exactamente dieciséis”. Mi compañero estaba encantado: “En ese caso —dijo—, tú y yo tenemos la misma edad”.

»Afortunadamente estaba oscuro y no podría verme en mi verdadero estado. Pero puesto que tengo en realidad cincuenta y ocho, ¡le había dicho una mentira de cuarenta y dos años! Cuando llegue al otro mundo seré seguramente censurada por el diablo e incluso me arrancarán la lengua por mi engaño. Yo sólo espero que puedan perdonarme teniendo en cuenta que ésta es mi única manera de ganarme la vida.

»Después de eso me di una vuelta por el Nagamachi y me llamaron desde una posada para peregrinos[373]. Un pequeño grupo de peregrinos estaba sentado allí en fila, como dedicados o entregados a una ceremonia de invocación del Nombre Sagrado[374]. Ya que la lámpara en la habitación daba una luz brillante me volví de lado cuando entré. Sin embargo, tan pronto como los hombres me echaron la mirada encima, su entusiasmo se calmó y ni uno habló una palabra. Incluso gente sencilla del campo se echan para atrás cuando ven una mujer como yo. Este desaire me hirió profundamente, pero era inevitable, y volviéndome hacia los peregrinos dije: “¿No hay ninguno entre ustedes, caballeros, que quiera divertirse conmigo? Si voy a pasar la noche con alguno de vosotros eso está muy bien. Pero es sólo un asunto de poco tiempo; no hay tiempo que perder”.

»Cuando oyeron mi voz los peregrinos se sintieron más asqueados que nunca y cada uno de ellos parecía encogerse en sí mismo. Entre ellos había un hombre viejo con aspecto astuto, quien ahora apretaba tres dedos de cada mano[375] contra el suelo ante él, y dijo: “Mujer, por favor, no tomes a mal que estos hombres jóvenes sientan repulsión ante tu vista”. El hecho es que esta misma tarde ocurrió que estaban hablando el uno al otro del gato demonio que asume o toma la forma de una mujer vieja. Cuando te vieron se lo recordaste y se asustaron. Van todos en peregrinación a los Treinta y Tres Lugares Sagrados[376], con la piadosa esperanza de asegurar su salvación en el mundo venidero. Pero estando en la flor de su fuerza juvenil dejan sus mentes extraviarse con pensamientos de lujuria y enviaron a alguien para que llevara una mujer a su alojamiento. Tú pudiera ser que fueras un castigo que nos manda la diosa Kannon. ¡Yo ni te quiero ni te odio, mujer, pero, por favor, date prisa y vete de aquí!».

»Me sentí picada al oír esas palabras. Marcharse con las manos vacías, pensé yo, es una pura pérdida. Según salía, después, miré alrededor de la entrada y observé un sombrero de junco de kaga que estaba al alcance de la mano. Esto seguramente podría compensarme con creces de las diez monedas de cobre[377], y me lo llevé cuando abandoné la posada».

«Sí, naturalmente —dijo una de las mujeres, que había estado escuchando esta narración—. Las cosas parecen generalmente mejores cuando una es joven. Desde luego hay de todo en nuestra profesión. Una encuentra algunas muchachas muy bonitas, incluso algunas que pueden pasar por cortesanas de rango medio[378]. Sin embargo, ésta es una condición miserable para cualquier mujer que llegue a ella. No hay ninguna categoría alta, mediana o baja para nosotras; está fijada en diez monedas de cobre por una vez, cualquiera que pueda ser el aspecto de la mujer. De hecho, cuanto más bonita sea, mayor es su pérdida. ¡Lo que queremos en nuestra profesión es una tierra sin luz de la luna!».

Yo estaba muy divertida con su conversación, y según escuchaba me di cuenta que éstas debían ser las mujeres conocidas como Soka[379], de quienes había oído hablar. Indudablemente estaban o se veían obligadas a actuar como lo hacían para ganarse la vida. Sin embargo, no pude evitar el sonreír despreciativamente cuando pensé en ellas. Había incluso algo aterrador en mujeres que se comportaban de este modo a su edad. En mi propio caso, pensé, preferiría morir y terminar con eso. Pero la vida, ¡ay de mí!, por muy poco que se agarre una a ella, es difícil desprenderse de ella.

En la parte de atrás de mi casa de huéspedes habitaba una vieja mujer que tenía ahora alrededor de los setenta años. Vivía con grandes apuros y estaba siempre lamentándose de que sus piernas ya no la sostuvieran. Un día me reconvino: «Con un cuerpo como el suyo es una tontería perder el tiempo como lo hace. ¿Por qué no sale de noche y gana algún dinero como las otras?».

«¿Qué hombre me aceptaría a mi edad?», le pregunté.

Al oír esto la vieja mujer se ruborizó de indignación.

«Con sólo que estas piernas mías me sostuvieran —dijo—, incluso yo vieja como soy añadiría algunos rizos postizos a mi cabello blanco; me arreglaría para parecer como viuda y me echaría en los brazos de cualquier hombre que pudiera encontrar. ¡Ay de mí, ya no puedo hacer uso de mi cuerpo como quiero! Pero no hay nada que te detenga. ¡Adelante! ¡Adelante!».

Al final me sentí convencida por su incitación y llegué a pensar que lo que proponía sería por lo menos mejor que morirse de hambre.

«Lo haré —le dije—. Pero vestida como voy no puedo esperar en modo alguno tener mucho éxito».

«Hay una manera de arreglarlo en el acto», dijo, y marchándose apresuradamente volvió casi al instante con un hombre de buen aspecto. Al verme este hombre adivinó por entero el estado de cosas.

«¡Sí, verdaderamente hay dinero que ganar en la oscuridad!».

Entonces volvió a su habitación e hizo que me entregaran un paquete. En él había un quimono de mangas largas, una faja, unas enaguas, un par de calcetines de algodón. Estas prendas habían sido especialmente hechas para alquilar, y sus precios estaban fijados como sigue:

Por un juego de prendas de algodón guateadas: 3 fun[380] por noche.

Por una faja: 1 fun 5 rin.

Por unas enaguas: 1 fun.

Por un par de calcetines: 1 fun.

Por un paraguas (en caso de lluvia): 12 cobres.

Por un par de zapatos de madera laqueados: 5 cobres.

Verdaderamente, todo lo que se necesitaba para esta profesión podía obtenerse alquilándolo.

Sin dilación me transformé para parecer como una soka, y habiendo observado ya las maneras y formas de esta profesión, traté de cantar la cancioncilla «Con tu camisón»[381]. Pero había algo extraño en mi voz, y después llegó el momento e hice que el alcahuete[382] lo cantara por mí según avanzada por los puentes en la noche glacial. Aunque era la pura necesidad de ganarme la vida la que me había llevado a esta situación, mi nueva condición me afligió grandemente.

En estos días la gente se ha hecho tan astuta que aunque sólo sea un asunto de diez monedas de cobre usan de más cuidado en su elección de una puta de la calle del que usa un hombre rico para elegir una cortesana de alto rango. Algunas veces esperan hasta que aparezca un transeúnte, otras veces llevan la mujer a la linterna de la caseta de un guarda; en ambos casos la examinan de cerca, y hoy en día, incluso cuando se trata de una rápida diversión, una mujer que es fea o vieja es prontamente rechazada. «Por cada mil hombres que ven[383] hay mil ciegos». Así dice el proverbio, pero aquella noche, ¡ay de mí!, no encontré un solo hombre que estuviera ciego.

Finalmente llegó el alba; primero sonaron las ocho campanas, después siete[384]. Despertados por su sonido, los conductores o cocheros de los caballos de carga se pusieron en marcha con estruendo en la temprana luz de la mañana. Sin embargo, yo insistí en pasear las calles hasta la hora en que el herrero y el tratante en judías cuajadas abrían los cierres. Pero indudablemente mi apariencia y porte no eran los adecuados para esta profesión, porque en todo el tiempo ni un solo hombre solicitó mis favores. Resolví después que éste sería mi último esfuerzo en el mundo de la prostitución de ejercer este lascivo comercio, y lo dejé de una vez y para siempre.