La forma de coser las ropas de las mujeres fue por primera vez estatuida durante el reino de nuestro cuarenta y seis soberano, la Emperatriz Koken[266], desde cuyo reinado los estilos llevados en la tierra de Yamato[267] han sido cada vez más elegantes. Cuando las prendas de seda son cosidas para la nobleza uno empieza por contar el número exacto de agujas en el caso de uno, y cuando el trabajo está terminado, uno cuenta las agujas una vez más. Se debe tener el mayor cuidado en todos los aspectos; el cuerpo de uno debe ser especialmente purificado, y las mujeres que pasan por su enfermedad mensual no debieran ser admitidas en la habitación.
En algún momento en mi carrera me había hecho experta en el arte de coser, y ahora me contraté como costurera. Como costurera llevé una vida tranquila y virtuosa. Mi mente estaba libre de cuidados y no afectada por ningún deseo lujurioso. En su lugar hallé mi alegría en mirar por la ventana sur o en regalar mi vista con la belleza de los juncos creciendo en el paisaje de la bandeja. Juntando nuestro dinero mis compañeras y yo podíamos regalarnos con té de Abé[268] y con bollos de jalea de bayas de Tsuruya. Como nuestros días transcurrían sólo en la compañía de nuestro propio sexo, eran inocentes de pecado, y la luna sin nubes podría hundirse detrás de las colinas sin turbar nuestros espíritus[269]; esto debe ser muy similar al estado de verdadera «Buddhahood» en el que están comprendidos la Eternidad, Bienaventuranza, Yo verdadero y Pureza[270].
Estaba viviendo en este sereno y tranquilo estado cuando un día tropecé con un dibujo en el forro[271] de la prenda interior de seda blanca de un joven señor que se me había dado para coser. El artista, quienquiera que pueda haber sido, tenía una consumada habilidad pintando a un hombre y a una mujer haciendo el amor. Me sentí deslumbrada al observar su cuerpo desnudo y al admirar la belleza del cuerpo de la mujer según yacía allí, mostrándose sin reservas sus talones en alto y los dedos gordos de los pies doblados hacia atrás[272]. Casi no podía creer que ésas fueran meras figuras dibujadas con tinta; yo incluso parecía oír la dulce charla de los amantes viniendo de sus inmóviles labios. Mis sentidos estaban ofuscados, y me apoyé contra mi costurero, presa del vértigo. Después, el deseo de un hombre[273] se despertó dentro de mí tan poderoso, verdaderamente, que todo pensamiento de coser desapareció y ya no podría poner la mano en el dedal o en la bobina.
Más tarde, según yacía en la cama, hundida en ensueños, se me ocurrió que el dormir sola como ahora era en verdad una cosa muy triste. ¡Oh, esas noches que acostumbraba a pasar!, pensé yo según recordaba una por una mis experiencias pasadas, y me sentí dominada por la tristeza.
Puede muy bien haber ocurrido que cuando lloraba en esos días gloriosos había llorado de verdad y que cuando reía había reído falsamente. Sin embargo, verdadero o falso, había sido todo por los hombres, hombres a los que amaba tan tiernamente. Estando dotada como estaba con una naturaleza demasiado apasionada, yo había sido la causante de que esos hombres se dieran a la comida, al sake y al amor; había hecho que esos hombres repitieran sus tiernas promesas o votos una y otra vez[274]; tanto es así que en ocasiones los obligué a irse pronto de este mundo de la prostitución[275]. ¡Fue muy penoso, como ahora lo recuerdo!
Los hombres a quienes podría recordar por haber disfrutado como compañeros de cama eran más de los que podría contar con los dedos. Y cuando ahora me acordaba que en este mundo existían mujeres que en toda su vida no habían tenido relación sino con un solo hombre, mujeres que incluso si sus maridos las abandonaban[276] no buscaban un futuro compañero; quienes, si su marido moría, se hacían monjas y de este modo se resignaban a una vida de castidad, mostraban que sabían lo que significaba el sufrir la separación del hombre que una ama. Cuando digo que pensaba que tales mujeres existían no podía mirar dentro de mi propio corazón sin amargo remordimiento. En el acto resolví que mientras en el pasado había disfrutado del conocimiento de incontables hombres, de aquí en adelante dominaría, costara lo que costara, mi lasciva naturaleza.
Mientras tanto, la noche, gradualmente, se convertía en el alba. Mi compañera que había dormido junto a mí se levantó, dobló su ropa de cama y la puso en la estantería. Esperé con impaciencia mi go de arroz[277]. Habiéndolo acabado, rebusqué en el brasero algunas ascuas brillantes, encendí mi tabaco y eché el humo. Sabiendo que ningún hombre lo vería, me até mi despeinado cabello negro a toda prisa y sin prestar atención a mi moño, que estaba de través, lo aseguré con una vieja cuerda de papel. Después, pensando en tirar el agua con que me había arreglado el cabello[278], miré a través de las rendijas del bambú oscuro de la ventana.
Un hombre estaba de pie allí. Por su aspecto juzgué que era un lacayo al servicio de la casa de un guerrero en una de las largas casas[279]. Aparentemente había salido a hacer sus compras matutinas y llevaba algún pescado Shiba[280] en un cesto. En la misma mano llevaba una botella de vinagre y algunas pajuelas; con la otra mano se levantaba la falda de sus sencillas ropas azul oscuro[281] y creyendo que no le veía nadie apuntó su arma hacia abajo e hizo sus necesidades. Era tan poderosa como las Cataratas de Otowa[282], y caía en cascadas, desalojando las mismísimas piedras de la zanja. El pensamiento se grabó en mi mente de que este hombre podría hacer un abismo[283] en la sólida tierra.
«¡Ay de mí! Tú, pobre hombre —pensé según le miraba—, esa bonita lanza tuya no será aprovechada en manera alguna en el campo de batalla de Kyoto de Shimabara»[284].
La idea de que se volvería sencillamente vieja y oxidada sin haber sido nunca empleada para ningún noble hecho me dolía mucho. De repente no pude aguantarlo más[285]. Era fastidioso el seguir con mi actual trabajo, y sin esperar incluso el final de mi contrato fingí alguna enfermedad y me despedí de mi patrona.
Yo ahora me fui a una casa en la parte de atrás de un callejón del Sexto Distrito en Hongo[286]. En una pilastra, a la entrada del callejón coloqué un rótulo con la inscripción: «Costurera en este callejón puede hacer todo tipo de cosido». Después me mantuve libre para una sola cosa[287], intentando plenamente aprovecharme de cualquier hombre que viniera a mi casa. Pero ¡ay de mí!, sólo recibí visitas de mujeres inútiles, quienes me daban la lata con aburrida charla sobre los estilos modernos de costura. Cuando me hacían encargos les cosía las ropas de la manera más descuidada. ¡Ay!, era una conducta abominable cuando pienso de nuevo en ello.
De día y de noche estaba obsesionada con pensamientos lascivos, pero era difícil para mí hablar abiertamente de este asunto. Un día se me ocurrió una idea: me puse en marcha hacia Motamachi[288] acompañada de una sirvienta para llevar mi maleta. Al llegar visité una tienda de telas llamada Echigo-ya[289], cuyos dependientes tenían la costumbre de visitar la casa donde antiguamente había estado empleada.
«He abandonado mi trabajo[290] —dije—, y ahora vivo por mí misma. No tengo ni un gato en la casa. Mis vecinos de un lado están siempre fuera; en el otro lado vive una vieja de setenta y pico años, y además sorda. No hay no un alma enfrente de mi casa, sólo un seto de ukogi[291]. Si alguno de ustedes, caballeros, tiene negocios en esa parte de la ciudad, no dejen de visitarme y así pueden descansar un rato».
Al decir esto elegí media pieza de seda de Kaga de la mejor calidad, tejida con organzina; un quimono rojo de seda y una faja de Ryumon y abandoné la tienda. Había una regla firme en Echigo: la de no vender a crédito mercancías al detalle, pero los jóvenes en la tienda se sintieron tan impresionados con mi presencia que no pudieron negarse y me dejaron salir sin pagar.
Pronto el octavo día de la Novena Luna[292] había llegado y el amo de la tienda mandó a sus hombres a cobrar el dinero de la compra. Había unos quince dependientes en la tienda, pero ahora todos ellos se disputaban para evitar este encargo. Había un dependiente de edad, sin embargo, quien incluso cuando dormía soñaba con el cíbaco, y en sus horas de vigilia estaba siempre preocupado de la caja del dinero[293]. El dueño en Kyoto[294] le llamaba rata blanca[295], y en verdad este dependiente era excepcionalmente listo, quien incluso cuando estaba apoyado a gusto contra una pilastra estaba mentalmente criticando sagazmente a la gente alrededor suyo. Habiendo ahora escuchado pacientemente a los otros dependientes, dijo: «¡Dejadme el asunto de la factura de esta mujer a mí! Si no quisiera pagar su deuda le arrancaré la cabeza y la traeré conmigo».
No había forma de retenerle, y se puso en marcha inmediatamente hacia mi casa. Al llegar me insultó con los peores términos, pero yo escuché con calma y dije: «Perdóneme, señor, por haberle hecho venir de tan lejos para un asunto baladí».
En el acto me quité mi ligero quimono carmesí, diciendo: «Como puede ver, señor, esto está teñido de la manera más elegante; sólo ha estado junto a mi piel dos veces, ayer y hoy. Y aquí está mi faja. Siento, señor, molestarle —proseguí dándole las ropas—, pero por el momento no tengo dinero; por favor, coja éstas».
Mis ojos brillaban con las lágrimas, según estaba ahora ante él, toda desnuda a no ser por las enaguas. Cuando vio mi bello cuerpo blanco como la leche, carnoso sin ser gordo y libre de toda cicatriz moxa, incluso este hombre duro empezó a temblar como hoja de álamo.
«¿Espera usted realmente que la prive de todas estas ropas? —dijo—. Se enfriará usted, seguro».
En el acto me puso el quimono de nuevo. Ahora los tenía en la mano.
«En verdad es usted un hombre de buen corazón», dije apoyando mi cuerpo contra el suyo.
Totalmente fuera de sí llamó a su joven ayudante, Kyuroku[296], le pidió que abriera su caja[297] y sacando una pequeña moneda de plata[298], que pesaba aproximadamente cinco nommé y medio, le dijo al muchacho: «Te doy esto para que puedas ir a Shitava-dori y echar una mirada al Yoshiwara. No necesitas tener prisa en volver».
Con esto el pecho del muchacho subía y bajaba de excitación, y se ruborizó. No podía creer que era verdad, y durante algún tiempo le costó trabajo contestar. Finalmente, comprendió: «¡Ah, sí! —pensó—. Mientras lo pasa bien con esta mujer estaría de más». Al mismo tiempo vio una rara oportunidad de sacarle algo al agarrado de su amo.
«Pero, señor —dijo el muchacho—. Pase lo que pase no puedo en verdad visitar los barrios alegres llevando sólo un taparrabos de algodón».
«Tienes razón», dijo su amo, y le dio un buen trozo de ancha seda de Hino. Sin incluso esperar que le cosieran el borde se había atado la seda alrededor de la cintura y se marchó a toda prisa adonde le llevaba su capricho.
Después de que se hubo ido eché el cerrojo a la puerta y tapé la ventana con un sombrero de junco. Después, sin necesidad de la ayuda de ningún alcahuete, concluimos un vínculo de unión.
Habiendo sucumbido una vez, mi dependiente desterró de su mente toda codicia por la ganancia y se entregó totalmente a su capricho. Esta escasamente podría excusarse como locura de juvenil ardor. Su trabajo en la rama Edo de la tienda cayó en el más completo desorden, y pronto le despidieron y se le ordenó que fuera a Kyoto.
De aquí en adelante fui costurera sólo de nombre. Gozaba aquí y allí, habiéndome encontrado una pieza rectangular de oro[299] un día. Aunque hacía que la sirvienta llevara mi costurero cuando salía de visita, era por otra forma de trabajo con lo que me las ingeniaba para ganarme la vida, porque, como podría decirse, el hilo con el cual yo ahora cosía tan libremente no serviría para atar nalgas[300].