LA CUERDA DE PAPEL CON ALAMBRE DORADO[252]

El cuarto de vestir de una dama es realmente algo que hay que ver, con sus peinados de cabello negro azabache desparramados en el suelo, sus cajas de cosméticos y pareja de relucientes espejos[253].

Entre todos los aspectos de su apariencia, las mujeres consideran la belleza de su cabello como el más importante. En alguna ocasión, durante mi carrera, había practicado o ejercido yo misma en el arte de atender al adorno de las mujeres. Ahora adopté un Shimada[254], fijé un pañuelo a ambos lados de mi peinado y me contraté con una cierta dama como peluquera.

El estilo del peinado cambia con los tiempos. Hoy en día el estilo Hyogo[255] se había pasado de moda, y el estilo Cinco Pisos era considerado feo. Antaño, sin embargo, el arreglarse el pelo en ese estilo era conocido como Decencia de Mujer Casada. Nuestras modernas esposas han, en verdad, perdido toda gentileza de costumbres. Están siempre esforzándose en aprender los estilos favorecidos por las cortesanas y por actores del Kabuki; en la anchura de las mangas[256] copian a los jóvenes currutacos de la población: ellas andan balanceando las caderas libremente y golpeándose los pies[257]. Ya no puede una mujer joven sentirse a gusto; porque está siempre preocupada con la impresión que puede producir en otras personas. Si ocurre que ha nacido con una marca de nacimiento en la cara, tiene que tomarse el mayor trabajo para ocultarla; si sus tobillos son anchos, los oculta llevando la orla de su quimono larga; si su boca es grande[258], no pierde tiempo en arrugarla o fruncirla, ni tampoco da rienda suelta a su hablar.

¡En verdad, los trabajos que las jóvenes damas tienen que soportar en estos días están totalmente más allá de nuestra imaginación! Si solamente sus consortes tuvieran la paciencia y miraran con indulgencia sus defectos, las mujeres podrían reconciliarse con ellas mismas, dándose cuenta que en este mundo de la prostitución no podemos tener nada como nos gusta. Pero cuando un hombre puede elegir entre dos mujeres es siempre la más bella la que ganará. Ha ocurrido —hace cuánto no lo sé— que los hombres no sólo esperan que sus compañeras sean consideradas bellas, sino que buscan una dote además. Ahora es raro en verdad que una mujer esté bien dotada en los nueve puntos[259], y nada podría ser más inútil que pedir tanto de una sola persona. ¿No sería más razonable que el hombre pagara la dote, basada en la belleza de la futura esposa?

Habiendo contratado, después recibía las ropas de las cuatro estaciones, y me aseguraron un salario de ochenta nommé de plata[260] al año. Mi período empezaba el segundo día del mes de Forrar las Ropas[261], y me dirigí al alba a la residencia de mi nuevo patrón. Mi ama estaba tomando su baño matutino cuando llegué. Después de llegar esperé durante algún tiempo; ella me llamó a una habitación privada, en la parte de atrás de la casa para la audiencia[262]. Ella era una agraciada dama joven (apenas tenía diecinueve años) y presumía de un muy elegante porte.

¿Puede haber en este mundo tales bellas damas?, pensé con envidia, y aunque era de mi propio sexo la miré con fascinación.

Mi ama me habló libremente de varios y numerosos asuntos. «Perdonarme —dijo después— por una petición que puede parecer extraña con esta moderna época, pero, por favor prestar un juramento dedicado a los nombres de la miríada de dioses del Japón, que en manera alguna revelaréis el secreto que os diré ahora».

No tenía ninguna idea de lo que podría seguir, pero ahora que consideraba a esta dama como mi ama y me había comprometido a servirla, no era ni conveniente el contradecirla. Yo, por lo tanto cogí un pincel y presté un juramento de guardar el secreto, exactamente como pedía. Pero incluso cuando escribía los caracteres estaba rezando en secreto de esta manera: «Ya que mi corazón no está ahora dedicado a ningún hombre en particular, puedan el Buda y los dioses perdonarme si fuera lasciva».

«Ahora que habéis jurado —dijo mi dueña— yo puedo libremente descubriros lo que hay en mi mente. Aunque puedo compararme con otras mujeres bellas en lo que se refiere a mi belleza, mi cabello, ¡ay de mí!, es escaso y sólo crece en mechones desparramados. ¡Por favor, mire a esto!».

Al decir esto deshizo su peinado y en el acto numerosos mechones de falso pelo cayeron en el suelo.

«De pelo verdadero sólo puedo presumir de diez trenzas. ¡La criatura de las diez trenzas[263] se me podría llamar!».

Y con esto sus ojos se llenaron de amargas lágrimas.

«Hace ahora cuatro años —prosiguió— desde que tomé cariño a mi señor. En ocasiones vuelve a casa tarde por la noche. Cuando esto ocurre sé que no ha pasado el tiempo en balde. Sintiéndome irritada por esto, coloco mi almohada alejada de la suya y pretendo estar dormida. Aunque puedo permitirme un pequeño enfado de esta clase, no me atrevo a arriesgarme a algo más violento. Porque en una acalorada pelea se puede deshacer mi peinado y el amor de mi marido por mí se desvanecería del todo. ¡Amargo es en verdad cuando una piensa en ello! ¡Cuán difícil ha sido esconder y ocultarle este defecto todos estos años! Haga lo que pueda, se lo ruego, para que nunca lo descubra. Nosotras, las mujeres, debemos ayudarnos la una a la otra, ¿no es así?».

Con estas palabras me dio el vestido totalmente decorado[264] de plata y oro que llevaba. Viendo a la dama tan dominada por la vergüenza, me sentí tanto más apenada por ella. Después la atendí muy de cerca y la ayudé a guardar las apariencias.

Sin embargo, según pasaba el tiempo, empezó a mostrar unos celos muy irrazonables del hecho que mi propio cabello era por naturaleza largo y hermoso. Al final me ordenó que me lo cortara. Por mucho que esto me afligiera no había más remedio, ya que éstas eran las órdenes de mi señora, y me corté el pelo tan corto como para estar fea. Pero incluso ahora mi señora no estaba satisfecha. «Podéis haber cortado vuestro cabello —decía ella—, pero pronto volverá a crecer como antes. ¡Arráncatelo hasta que el límite del pelo en tu frente sea fino!».

Al oír esta orden cruel le pedí a mi señora que me descargara de su servicio. Pero no me permitiría ni incluso esto, y ella ahora se puso a atormentarme de la mañana a la noche. Me volví demacrada y amargada a consecuencia de ello, y empecé a preparar alguna diabólica intriga.

Mi meta era hacerle saber al amo de una manera o de otra la verdad sobre el cabello de su esposa y de este modo ponerle contra ella. Con esto en la mente me gané el cariño de un gato mimado en la casa y le hacía jugar con mi cabello toda la noche. Al final venía todas las tardes a acurrucarse en mi hombro.

Una noche, cuando estaba lloviendo fuera, el amo, estando de buen humor, se sentó con las mujeres de la casa desde temprano por la tarde y jugó al koto[265] de concierto con su mujer. Fue entonces cuando le eché el gato a ella. El animal se agarró a su pelo implacablemente y la horquilla decorativa y el soporte de madera cayeron; de este modo un amor de cinco años fue destruido en un momento. Mi señora, su bello aspecto completamente cambiado, se precipitó a su habitación y escondió la cabeza bajo las ropas de la cama. Después se hundió en la tristeza. El comercio sexual de la señora con su marido se hizo poco frecuente, se alejaron el uno del otro, y al final encontró algún pretexto para que retornara a su sitio natal.

Después de eso busqué la forma de ganarme a este hombre para mí. Una tarde lluviosa encontré a mi amo durmiendo profundamente en el salón con la cabeza reposando en el borde del nicho; en su faz tenía una mirada melancólica. No había nadie más alrededor, y me di cuenta que si me iba a embarcar en un amor con él éste era el momento.

«¡Ay! Sí, señor, voy», dije. Él no me había llamado, entonces me acerqué a él donde yacía y le desperté con las palabras: «¡Ay! Señor, si usted gusta, señor».

«¿Me llamó, señor? —dije cuando empezó a moverse—. ¿Qué desea el señor?».

«No llamé», contestó él.

«Bien, señor; debo haber oído mal», dije yo. Pero en lugar de marcharme me quedé junto a él con aire lánguido y sensual. Después le llevé una almohada y le cubrí las piernas con una colcha.

«¿No hay nadie más aquí?», preguntó.

«No, señor, hoy no hay nadie».

Al oír esto me cogió por la mano; después de esto lo tuve en mis manos y lo convertí en mi propia criatura.