Kemari[224] era originariamente un juego para hombres, pero cuando estuve encargada de la parte de delante de la casa[225] de cierto gran señor[226], aprendí que las mujeres también juegan a él. Un día acompañé a mi señor a su villa en Asakusa[227]. En el gran parque de Kirishima las azaleas[228] habían florecido, y todos los campos y colinas estaban vestidos de carmesí[229]; carmesí también eran los pantalones que las damas de honor llevaban según se movían suavemente con sus zapatos Kemari[230], divirtiéndose con diversos y bonitos juegos como apilar cerezas y cruzar montañas. Habían colgado sus túnicas en el seto de bambú, y las anchas mangas flotaban con la brisa. Era la primera vez que había visto esto, y aunque los jugadores eran de mi propio sexo, los miraba maravillada.
En la capital, las damas de la corte eran dadas a divertirse practicando el tiro con arco con un pequeño arco. Esto también me parecía extraño, pero como el deporte había sido iniciado según se decía por Yan Kuei Fei[231], es incluso ahora considerado o tenido para una diversión adecuada para las mujeres. El Kemari, por otra parte, fue debido al príncipe heredero[232] Shotoku, y es inaudito que éste fuera de este modo jugado por las mujeres. Sin embargo, la esposa del señor a quien yo servía era libre de divertirse de la manera que más le gustara.
Cuando llegó el crepúsculo, el viento empezó a soplar con fuerza a través de los árboles. La pelota ya no iba a las jugadoras a las que iba destinada y pronto su interés decayó. Mi señora se estaba quitando su traje de Kemari y poniéndolo a un lado cuando algo pareció pasar por su mente. De repente su semblante se volvió feroz y no hubo modo de divertirla; sus acompañantes se callaron, y sus movimientos y conducta se volvieron suaves. Acto seguido, una de las damas, Kasai de nombre, que había estado al servicio de esta casa durante muchos y largos años, se acercó a su ama con un aire servil y ligero[233], moviendo la cabeza mientras tanto y moviendo espasmódicamente las rodillas[234].
«¿No le gustaría a la señora —dijo ella— celebrar una Reunión de Celos[235] de nuevo esta tarde, hasta que la vela se apague por sí sola?».
Al oír esto, mi señora, al instante, recobró su buen humor.
«¡Sí, naturalmente! ¡Sí, naturalmente!», dijo de buen humor.
Acto seguido, Yoshioka, el jefe de los acompañantes, quien tenía a su cargo las damas de honor, fue al corredor y tiró de la cuerda de una campana que estaba decorada con una borla china[236]. Unas tres docenas de mujeres, incluidas las sirvientas de la cocina y doncellas, contestaron a la llamada y se sentaron sin cumplidos en un gran círculo. Yo también me uní al grupo. Según me estaba preguntando lo que podría ocurrir después, la dama de honor Yoshioka se dirigió por separado a nosotras en estos términos: «Cada una de vosotras puede hablar sin reservas y confesar vuestros problemas abiertamente. Si frustráis el amor de otras mujeres dando rienda suelta a vuestro odio, si insultáis a los hombres con vuestros amargos celos, si habláis de amores que fracasaron, todo esto será para mayor placer de la señora a quien servimos».
Aquí estaba un pasatiempo excepcional en verdad, pero puesto que todo era ordenado por mi ama no me incumbía reírme. La dama Yoshioka abrió una tapadera hecha de cedro y ciprés y decorada con el dibujo de un sauce llorón. De debajo sacó una muñeca, que era la viva imagen de una persona viva. No sé quién la hizo, pero, según observaba ahora la gracia de su forma y de su cara, era la réplica misma de una bella flor en capullo. Incluso yo, mujer como soy, no pude sino sentirme cautivada por su belleza.
Acto seguido las mujeres empezaron a hablar por turno de lo que había en su mente. Primero llegó una dama de honor llamada Iwahashi, cuyo semblante era tal que parecía correr al desastre[237]. Era, en verdad, de una inexpresable o indecible fealdad. Lejos de aspirar a disfrutar del amor durante el día, había abandonado mucho tiempo a la idea de «incluso una promesa en la noche»[238], y nunca llegaba ni siquiera a mirar a un hombre. Ahora se puso al frente de todas las otras mujeres y habló como sigue:
«Nací en la ciudad de Tochi[239], en Yamato» y a su debido tiempo di mi palabra de casamiento. Pero ese sinvergüenza de marido mío se fue a la ciudad de Nara y se encontró con la hija de un sacerdote en el Santuario de Kasuga[240]. Era una muchacha excepcional en belleza y empezó a visitarla. Un día le seguí en secreto; mi corazón estaba latiendo a toda velocidad mientras escuchaba a escondidas al lado de su casa. Vi a la muchacha abrir la puerta lateral para que entrara mi marido. Mis cejas me estuvieron picando[241] toda esa tarde —dijo ella—, y por lo tanto sabía que algo agradable me ocurriría. Después, sin la menor vergüenza, acercó su cuerpo a él. ¡Oh no!, dije yo al ver esto, “¡ese hombre es mío!”, y abriendo la boca de dientes negros la mordí.
Al decir esto, la dama Iwahashi mordió la muñeca que estaba delante de ella. Fue increíblemente terrorífico, y puedo recordar su apariencia en ese momento como si estuviera delante de mí ahora.
Este fue el principio de la Reunión de Celos. Después, otra dama de honor avanzó totalmente fuera de sí de malévola rabia.
«En los días de mi juventud —empezó— yo vivía en Akashi[242], en la provincia de Harima. Yo tenía una sobrina casadera y un marido elegido para ella, que se casó en la familia y tomó el nombre de ella[243]. Ahora bien, este sinvergüenza estaba dotado del más monstruoso vigor; incluso a la más vil de las sirvientas en la casa no le eran perdonadas sus atenciones, y arremetió con las diversas doncellas con tal apetito que estaban siempre medio dormidas durante el día. Mi sobrina tomó todo esto bastante bien y dejó que las cosas siguieran su curso. Sin embargo, en el fondo estaba irritada por estas constantes infidelidades. Viendo esto me dediqué a ir todas las noches a la puerta de su cuarto y cerraba el gozne desde fuera, de forma que no pudiera abrirse. Habiendo de este modo encerrado a mi sobrina y a su marido y obligarles a pasar la noche juntos, me iba. Antes de mucho tiempo mi sobrina se quedó demacrada e incluso la vista de la cara de un hombre se le hacía odiosa. “Si las cosas siguen de esta manera —dijo ella temblando— me temo que no estaré mucho tiempo en este mundo”. La muchacha había nacido en el año del Caballo Fiero[244]. Sin embargo, no sirvió para nada, porque en su lugar era el marido el que terminaba con ella, y ella empezó a decaer… ¡Oh, ojalá pudiera poner a ese insaciable golfo contra esta muñeca y matarle aquí y ahora!». Según decía esto derribó la muñeca y empezó a rugir salvajes insultos.
Había también una dama de honor llamada Sodegakidono, que era natural de Kuwana[245], en la provincia de Ise. Incluso cuando era una muchacha había sido muy celosa por naturaleza; tanto es así, en verdad, que había prohibido incluso a las fregonas que se vistieran bien; había hecho que se arreglaran el pelo sin usar espejos y no las dejaba que se embellecieran dándose polvos. Por tales medios había conseguido que las mujeres a su servicio parecieran feas, incluso aunque muchas de ellas no eran en modo alguno de baja extracción. Esta conducta suya había sido divulgada y la gente había llegado a evitarla, hasta que al final se había visto obligada a llegar aquí tan virgen como el día en que nació[246]. Mirando ahora a la muñeca empezó a cubrirla de improperios como si tuviera la culpa de su desgracia: «Esa muchachita tenía demasiado buen sentido[247] —dijo ella—. Incluso si su marido iba a pasarse toda la noche fuera, ella lo tomaría con calma».
Aunque cada una de las mujeres se adelantó para dar rienda suelta a su despecho, sus celos no parecían apaciguar a mi señora. Cuando llegó mi turno, bruscamente puse la muñeca boca abajo y habiendo subido sobre ella hablé como sigue:
«¡Tú, miserable criatura! Tú viniste aquí en el papel de concubina, y habiendo encontrado favor en nuestro amo, le hiciste que tratara a su verdadera mujer como un trapo, ¡y no vacilasteis en compartir con él la almohada[248] cada noche! ¡Pero las pagarás por lo que has hecho tú, puta!».
Al decir esto yo eché una mirada feroz a la muñeca, rechinando los dientes y actuando como si el rencor hubiera llegado hasta la médula de mis huesos. Mis palabras habían dado en el blanco mismo de la preocupación de mi señora, y cuando hube acabado ella dijo:
«¡Eso es, eso es! ¡No era por nada por lo que hice modelar esa muñeca! Aunque esté siempre a la disposición de mi marido a él le gusta tratarme como si no estuviera aquí. En su lugar ha llamado a esa bella mujer de su feudo y se apega a ella día y noche. Tal es la triste suerte de nuestro sexo, que no puede expresar mis amargos sentimientos a mi señor. Pero por lo menos he sido capaz de mandar hacer un retrato de esa mujer y de este modo puedo insultarla a capricho».
Apenas había ella hablado cuando la cosa más extraña de relatar, la muñeca abrió los ojos, estiró ambas manos y miró a su alrededor al grupo. Parecía estar a punto de ponerse en pie, pero ninguna de las damas de honor esperaron más tiempo y todas se precipitaron atropelladamente fuera del lugar. La muñeca iba pegada al cáñamo de la falda exterior de mi señora, hasta que se las arregló para tirarla y consiguió escaparse sin daño.
Sin embargo, después, sin duda a consecuencia de este asunto, mi señora cayó enferma y empezó a parlotear de las más tristes maneras. Sus acompañantes, sospechando que este mal podría ser debido al odio de la muñeca, deliberaron juntas.
«Si dejamos las cosas como están —dijeron— esa muñeca proseguirá su implacable curso después. Sería mejor echarla al fuego».
Estando de este modo de acuerdo, llevaron la muñeca a la esquina de la mansión y la quemaron, teniendo cuidado de enterrar las cenizas para que nada quedara sobre la tierra. Sin embargo, ellas mismas pronto sintieron miedo del lugar donde estaban las cenizas; cada noche los quejumbrosos tonos de la voz de una mujer procedían inequívocamente de esa tumba. Esto fue divulgado y se ganó el desprecio del mundo por las mujeres de nuestra casa.
El rumor llegó hasta la residencia media[249] y grandemente asombró a mi señor. Para que pudiera investigar las circunstancias del caso estuvo encantado de llamar a la mujer encargada del servicio de la parte delantera. No había forma de dejar de cumplir mi deber, y tuve el honor de aparecer en su presencia, donde, incapaz de ocultar nada a mi señor, le conté el cuento de la muñeca exactamente como ocurrió. Todos aquellos que estaban de servicio daban palmadas maravillados, y mi señor estuvo encantado de decir: «No hay nada más odioso en este mundo como la mente de una mujer. Si las cosas son de esta manera, mi amante[250] dejará de perder su vida antes de mucho debido al firme rencor de mi esposa. Cuéntale a la muchacha estas cosas y haz que vuelva a nuestro feudo».
Ahora bien, esta concubina suya era una grácil criatura y según se arrodillaba para rogar a su señor sobrepasaba con mucho la belleza de la muñeca. Yo no estaba poco orgullosa de mi propia belleza, pero aquí estaba una mujer que podría deslumbrar incluso a una de su propio sexo. Bella como era esta mujer, mi señora había, en su despecho, tratado de echarle una maldición de muerte por medio de la Reunión de Celos.
Mi señor llegó hasta a considerar a todas las mujeres como seres horrendos, y después no se dignó poner los pies en el alojamiento de las mujeres. Se separó para siempre de su esposa, y ella se vio obligada a tomar el estado de una viuda. Viendo esto me sentí llena de repugnancia contra mi actual trabajo, y habiendo recibido permiso de ponerle fin, volví a la capital medio inclinada a hacerme monja[251]. Verdaderamente, los celos son una cosa para ser evitada, y nosotras, las mujeres, debemos siempre protegernos de ellos.