LA CAMARERA[189] DE UN HOMBRE DE LA CIUDAD[190]

Fue durante el gran calor de verano[191] de diecinueve días, cuando el tiempo era insoportablemente caluroso y la gente murmuraba en vano entre ellos: «¡Oh, una tierra sin verano! ¡Oh, algún sitio donde uno no tenga que sudar!». Era, ya digo, en un día tal que una procesión funeraria apareció a la vista, con acompañamiento de gongs y platillos. Los hombres que llevaban el féretro no parecían estar especialmente apesadumbrados, y mirando alrededor no pude ver a nadie entre ellos que pudiera ser el heredero del difunto. La gente de la ciudad en la procesión llevaba el traje de ceremonia[192] —aunque, según pensé, sólo por sentido del deber—, y llevaban rosarios en las manos. Según andaban iban polemizando sobre muchos y variados pleitos que se habían producido por discusiones de dinero o el estado del mercado de arroz, u otra vez, el incidente del Trasgo de Tres Pies[193].

Los hombres jóvenes del grupo se habían quedado atrás de la procesión y estaban hablando de lo que se podía tomar en las varias casas de té donde iban por su gusto, y ya estaban haciendo sus planes para ir directamente del lugar del entierro a los barrios alegres. Muy detrás de ellos venían algunos hombres, quienes parecían inquilinos de casa y que estaban vestidos de la manera más rara[194]. Uno llevaba un par de pantalones[195] de cáñamo sobre una túnica forrada; el siguiente llevaba calcetines de ceremonia y, sin embargo, ninguna espada en el costado, y todavía un tercero llevaba una chaqueta almohadillada sobre una prenda tejida a mano. En un coro de voces daban su opinión sobre la luz que da el aceite de ballena[196], y hablaban de rompecabezas pintados en abanicos redondos. Es lamentable en verdad oír tales cosas dondequiera que pueda ser, y uno se siente inclinado a preguntar a semejante gente: «¿No podéis prestar un poco de atención a las llamadas del dolor humano?».

Ahora tenía una idea general de quién podría ser esta gente, porque me parecía a mí que algunos de ellos habitaban junto a la calle que sube[197] desde Gokomachi al Templo de Segion. La persona muerta no podía ser otro que el propietario de Tachibamaya, en el lado oeste de esa calle. Ahora bien, la mujer de este hombre era, según recordé, una mujer de belleza poco corriente. Yo había oído muchos cuentos divertidos de gente yendo a la tienda a comprar papel pesado o grueso[198], del que no tenían la menor necesidad, sólo para mirarla.

«Una esposa es alguien a quien uno mira toda la vida; sin embargo, da lo mismo que no sea demasiado bella». Así hablaba Jinta de Gion[199]. Esto puede ser el dicho superficial de un alcahuete, pero no hay que rechazarlo a la ligera, porque en verdad una bella esposa no le produce a su marido nada de no ser preocupación. Cuando un hombre se casa para poder tener a alguien que le cuide de la casa en su ausencia, ¿qué necesidad hay de que su compañera sea guapa? Además ocurre lo mismo con las mujeres bellas que con las vistas bonitas, y si uno está siempre mirándolas, se cansa pronto de su encanto. Esto lo puedo juzgar por mi propia experiencia. Un año fui a Matsushima[200], y aunque al principio me sentí conmovida por la belleza del lugar y daba palmadas de admiración diciéndome a mí misma: «¡Oh, si solamente pudiera traer algún poeta aquí para mostrarle esta gran maravilla!». Sin embargo, después de estar mirando la escena desde la mañana a la noche, la miríada de islas empezaron a oler desagradablemente a algas, las olas que golpean contra la Punta de Matsuyama se volvieron turbulentas, antes de que supiera que había dejado todas las flores del cerezo desparramarse en Shiogama; por la mañana me quedé dormida y me perdí la nieve del alba en el Monte Kinka; ni me quedé muy impresionada por la luna del atardecer en Negané u Oshima, y al final recogí unos pocos guijarros blancos y negros en la cala y me enfrasqué en un juego de Seis Musashi[201] con algunos niños.

Un hombre que vive en Naniwa, cuando venga a la capital irá a las Colinas Orientales, mientras que el que venga de Kyoto estará deseoso de mirar la orilla del mar[202], y cuando lo hace así, encontrará todo allí maravilloso. Del mismo modo ocurre que una mujer al principio prestará la mayor atención a su aspecto por deferencia a su esposo, pero más tarde, ¡ay de mí!, tales cuidados son abandonados. Después se peina a toda prisa, se desnuda hasta la cintura, dejando que su marido vea su marca de nacimiento en el costado, que hasta entonces había ocultado, y cuando anda en su presencia ya no se preocupa de su modo de andar, y así, por primera vez, él se da cuenta que su pierna izquierda es un poco más larga que la otra. Que con toda esta negligencia él llega a pensar que no está dotada ni con una sola virtud, y después de que ha dado a luz a un niño su afecto por ella disminuye todavía más.

Cuando llegamos a pensar en ello, en verdad, el estado de un hombre es mejor sin una esposa. Sin embargo, para vivir en este mundo no puede pasarse sin una. Una vez fui a lo más profundo de la montaña de Yoshino[203], más allá de donde florecen las flores, a un sitio tan remoto que no se veía ni un alma[204], sino muy de tarde en tarde un peregrino que había ascendido al pico por la Entrada Normal[205]. En un alejado precipicio encontré una cabaña con tejado en pendiente. Allí vivía un hombre cuyas diversiones se limitaban a escuchar los vientos tormentosos soplar a través de los cedros durante el día y mirar el resplandor de un fuego de pino por la noche. «¿Por qué en este ancho mundo nuestro —le pregunté— deberíais haber escogido un lugar como éste para habitar y no la capital?». Al oír esto, el palurdo se rió y dijo: «No estoy solitario aquí porque tengo a mi esposa para hacerme compañía». Y así puede que tenga que ser; el solaz de tener un compañero es una cosa a la que mal puede un hombre renunciar.

Ni, y sea dicho de paso, le proporciona ningún consuelo a una mujer el vivir sola. Y así fue que aproximadamente en aquel tiempo dejé de dar mis lecciones de caligrafía a las muchachas jóvenes y me contraté como doncella en una elegante tienda de telas[206] llamada Daimonji-ya. Se acostumbraba a considerar que las edades de once a catorce años eran las mejores para ser una camarera. En tiempos recientes, sin embargo, la gente ha llegado, por razones económicas, a emplear mujeres de mediana edad[207], porque una mujer entre dieciocho y veinticuatro años está capacitada para quitar y poner las ropas de cama[208], y se dice también que hace un buen papel cuando anda de acompañante al frente de palanquín o detrás.

Por mucho que me desagradara atarme la faja en la espalda[209], ahora cambié y adopté el vestido que convenía a mi nuevo papel. Hice una estrecha faja naranja matizada de negro y adornada con un dibujo de tamaño medio puntuada con un bonito adorno en zig-zag. Mi cabello lo arreglé con un medio peinado Shimado, con un moño plano y bajo, y en mi peinado llevaba cuerdas de papel para poderlas tirar cada vez después de usadas. Desde todos los puntos de vista me hice aparecer como una inocente muchacha joven.

Dirigiéndome al ama de llaves le haría preguntas tales como: «¿De dónde vienen esos copos de nieve que caen tan pesadamente fuera?». «¡Qué muchacha más ingenua eres —me diría—, para hacer esas preguntas a tu edad! ¡Estoy segura que has estado atada a las faldas de tu madre toda tu vida!». Después de eso la vieja mujer estaba siempre desprevenida conmigo.

De otras maneras también engañé a la gente de la casa, con tal fin de que ninguno incluso vagamente sospechara que había sido antes una mujer de la ciudad. Si algún hombre trataba de cogerme la mano, me ruborizaba de azoramiento, y si alguien me tocaba la manga, hacía una gran demostración de sentirme disgustada; y si me contaban un chiste daba un gritito juvenil. Finalmente ocurrió que ya no era llamada por el nombre propio; en su lugar, aunque todavía estaba en la plenitud de mi belleza, me llamaban o se hablaba de mí como «el mono salvaje de la cima de los árboles»[210].

¡En verdad es cómico el ver lo tonta que es la gente de este mundo! Había pasado ya, lo confieso avergonzada, por ocho abortos; sin embargo, ninguno tenía la menor sospecha de todo esto y ahora estaba situada al servicio del amo de la casa.

Mientras le servía en su oficina, yo cada noche le oía mientras hacía el amor con su mujer. Ahora bien, este caballero estaba dotado del mayor vigor; en sus ataques amorosos no se preocupaba de nadie, apartando bruscamente la almohada y el biombo y haciendo que incluso la puerta corrediza crujiera.

Según escuchaba esto una noche no pude contenerme por más tiempo. Estando libre subí y fui a mirar en la cocina. ¡Ay de mí! No había ningún hombre apropiado a la vista; sólo un tipo viejo al servicio de la familia desde hacía mucho tiempo, quien estaba ahora acurrucado en el suelo de madera, donde había sido puesto para vigilar la caja de peces o pecera.

Bueno, pensé yo, por lo menos puedo darle a esta criatura algo agradable sobre lo que puede pensar después.

Con esto en la cabeza le pisé aposta las costillas.

«¡Salve Buda misericordioso![211]. ¡Salve Buda misericordioso! —exclamó—. ¿La lámpara está encendida, no es así? ¿Por qué tienes que molestar a un hombre viejo como yo?».

«Le pisé por equivocación —le contesté—. Si no podéis perdonar la falta, tratarme como queráis. La culpa, unida a este pie, es mía».

Al decir esto deslicé el pie en el pecho del anciano. Bajó la cabeza asombrado y rápidamente empezó a murmurar: «¡Salve diosa de misericordia! Líbrame, te le ruego, de este peligro». Viendo que no había nada que ganar en esta parte, le di al anciano una bofetada en la oreja y toda temblorosa me volví a la cama y con impaciencia esperé a que pasara la noche.

Finalmente, el Día Veintiocho[212] amaneció. Las estrellas estaban todavía brillando con luz trémula en el cielo cuando el amo de la casa empezó a moverse, dando instrucciones para que pusieran en orden el altar[213] y otras cosas parecidas. Mi ama estaba todavía en la cama, cansada de las fatigas de la noche anterior. Su vigoroso marido rompió el hielo del barreño y se lavó la cara. Después, no llevando más que su túnica de ceremonia[214], vino hacia mí, con las Sagradas Escrituras[215] en la mano, y preguntó: «¿Habéis hecho las ofrendas de arroz a Buda?».

«Se lo ruego, perdóneme, señor —dije yo—. ¿Pero esos libros que lleváis explican en términos generales la manera del amor?».

Esta pregunta no pareció agradar a mi amo y no contestó.

Riéndome suavemente dije: «No hay nadie aquí que nos moleste, señor; los otros están todos en la parte de delante»[216]. Después, con un aire calinoso y sensual, empecé lánguidamente a desatar mi faja[217]. Acto seguido, sin ni siquiera quitarse su túnica de ceremonia, se puso a gozar conmigo. En su violento ataque hizo que la estatua de Amida Buddha retemblara, y volcó el candelabro de cigüeña y tortuga[218]. De este modo desterré la religión de su mente.

Después yo en secreto le puse bajo mi dominio y yo misma me hice cada vez más orgullosa en mi conducta, hasta que al final le importaban un pepino[219] las órdenes de mi ama. Mi siguiente meta era que se divorciara de ella, e incluso estoy aterrada del plan que adopté para conseguirlo. Porque recurrí a un cierto monje de la montaña[220] e hice que echara una maldición a la mujer de mi amo. Resultó inútil, pero ahora estaba ardiendo como un demonio y mi furia aumentó cada vez más en violencia. Ennegrecí mis dientes, metí fuertes palillos[221] de bambú dentro de mi boca y rogué. Pero con todo la maldición no resultó. En verdad, mis maquinaciones se volvieron contra mí, y revelé el secreto. Al descubrir mi fraude y mi total desvergüenza yo expuse a mi amo a un gran escándalo. Verdaderamente, el revelar de un golpe toda la lascivia de los meses y años pasados es una cosa contra la cual cualquiera puede prevenirse.

Después me volví totalmente loca. Un día que erraba por Murasakimo por la mañana, enseñaba la cara en el puente de la Quinta Avenida. Era arrebatada como en un sueño.

«¡Quiero un hombre! ¡Yo quiero un hombre!», repetía yo y cantaba las antiguas palabras de una Danza de Komachi[222], como si el pasado se hubiera convertido en el presente, y sólo cantaba las palabras que tenían que ver con el amor.

«¡Aquí está la ruina de una doncella que era demasiado versada en el amor de los hombres!», decía la gente cuando me veía.

Con mi abanico de baile moviéndose con el viento llegué cerca de la arcada del Santuario de Inari[223], a la sombra de un bosquecillo de cedros, y aquí es donde finalmente me di cuenta de mi desnudez y recobré los sentidos. Desechando todos los malos pensamientos, estaba dominada por el conocimiento de mi propia vileza. Ahora comprendí que la recompensa por maldecir a otros era que la maldición se volviera contra mi propia cabeza. De este modo, escarmentada, hice mi confesión y dejé el recinto del santuario.

No hay nada tan miserable en el mundo como una mujer. ¡Ay, éste es, en verdad, un mundo terrible!