EL MANUAL SECRETO DE ETIQUETA[181] DE LA MUJER

«Una y otra vez he recreado la vista con el espléndido iris que tuviste la amabilidad de enviarme…».

El enseñar a la gente a escribir cartas con este estilo es conocido en Kyoto como impartir el «manual secreto de la mujer». Las damas de la corte que han aprendido las reglas de etiqueta seguidas por la gente de calidad durante las varias actuaciones, a menudo, al retirarse del servicio, aprovecharon este conocimiento para ganarse la vida; tales damas colgaron un rótulo llamando a las chicas jóvenes de buena cuna que desean recibir un entrenamiento en estas artes a visitarlas donde viven.

Puesto que en el pasado había tenido el honor de servir a una gran dama en la corte, ahora me aproveché de esta relación para abrir una escuela de caligrafía para muchachas jóvenes. En la puerta puse un rótulo con la inscripción «Lecciones de caligrafía para damas». Arreglé bien un pequeño salón, contraté una doncella de pueblo y me instalé para vivir felizmente en mi propia casa.

Ya que yo ahora tenía a mi cargo jóvenes muchachas de familias de fuera, estaba consciente de que no podía llevar las cosas de cualquier modo. Cada día dibujaba con diligencia de nuevo los caracteres para que practicaran y enseñaba a las muchachas las reglas de decoro que les convenían.

Había abandonado todo desenfreno y estaba viviendo de forma totalmente inocente cuando un día recibí la visita de un joven caballero, que estaba entonces en la plenitud de sus encantos viriles. Este hombre me pidió que le redactara algunas tiernas misivas para él. Ahora bien, habiendo yo misma seguido la profesión de cortesana conocía los principios que servirían para coger en la trampa a semejante pájaro y hacer que revolotearan juntos en el cielo sobre la misma ala[182], porque podía expresar su llamada en letras que la conmoverían hasta las entrañas de su ser. De nuevo, si fuera una muchacha para que no perteneciera a la profesión, yo podría leer en su corazón también; o si fuera una bien versada mujer de la prostitución, yo sabía de adecuadas tretas para ganarme su confianza. En una palabra, no había ninguna de mi sexo a quien yo no pudiera hacerla ceder.

Para expresar los verdaderos sentimientos de uno no hay nada mejor que una carta, porque uno puede hacer que el pincel ponga todos nuestros pensamientos en el papel y después transmitirlos a la gente, incluso en los más lejanos lugares. Si la carta estuviera empapada de falsedad, esto aparecería por sí mismo, por mucho que estuviera disimulado con prolijas frases; el interés del lector pronto flaquearía y la carta sería tirada sin pesar alguno. Pero cuando el pincel escribe la verdad, el mensaje se grabará en la mente del lector y parecerá como si el que escribe la carta estuviera allí en persona.

Cuando estaba empleada en los barrios alegres había entre mis muchos clientes uno a quien quería especialmente. Cuando encontré a este hombre nunca pensé en mí misma como cortesana; en su lugar deseché toda reserva y le abrí mi pecho con absoluta franqueza. Él, por su parte, me fue fiel, hasta que, ¡ay de mí!, se encontró en apuros y ya no pudimos reunimos. Cada día, después, él me mandaba secretamente cartas en las que me informaba de sus cosas. Según las leía sentía como si estuviera en verdad en presencia de mi amante. Habiendo leído cada carta varias veces las colocaba junto a mi cuerpo cuando estaba sola en la cama. Me dormía y soñaba que esta carta había tomado mi propia forma y estaba hablando toda la noche, ¡con gran sorpresa de los que dormían en la habitación vecina!

Más tarde, cuando este hombre fue declarado inocente de su culpa y pudo una vez más estar conmigo como antes, le conté lo que había ocurrido en su ausencia. Resultó, después, que mis pensamientos durante ese tiempo le habían sido exactamente transmitidos a través de mis cartas. Esto, naturalmente, es justamente como debería ser, porque cuando una está escribiendo una carta no debe olvidar todas las cosas de fuera, y esos sentimientos en los que uno se concentra con toda el alma encontrarán seguramente su marca.

Habiéndoseme, por consiguiente, pedido escribir tiernas misivas para el joven caballero, puse mi corazón en la tarea y le dije: «Por muy insensible que pueda ser su compañera puedo asegurarle, ya que usted me ha visitado para que escriba en su lugar, las cosas irán como desea». Mientras tanto, sin embargo, yo misma gradualmente llegué a mirar con cariño a este hombre.

Un día, según estaba sentada a su lado con un pincel de escribir en mi mano, me detuve un momento y una mirada pensativa apareció en mi cara. Arrojando toda vergüenza, le hablé como sigue: «El hacer que un joven caballero como vos languidezca de esta manera, rehusando ceder a sus deseos, refleja una dureza de corazón que puede ser inigualada entre las mujeres de este mundo. ¿Por qué no dirigís vuestros pensamientos hacia mí? Esto, señor, podría arreglarse aquí y ahora. Dejaré aparte la cuestión de nuestros respectivos méritos como mujeres. Pero seguramente, por el momento, no es una pequeña ventaja que yo esté amablemente dispuesta y que el amor que yo concedería puede ser consumado en el acto».

Al oír esto el joven caballero se quedó muy asombrado y por un momento no contestó. Pero ignorando los verdaderos sentimientos de su dama y considerando que lo que yo tenía que ofrecer podría ser mejor a la corte; habiendo, especialmente, observado que mi cabello era rizado[183], los dedos gordos del pie curvados hacia atrás y mi boca pequeña, me contestó: «Permitidme que sea franco con vos, señora. Mis asuntos van de tal forma que, si se necesita dinero, yo no puedo permitirme embarcarme en un amor, incluso si fuera yo el que lo hubiera pedido. No puedo ofrecerle ni siquiera una sola faja. Y si después nuestra intimidad es mayor, usted debería, por ejemplo, preguntarme si sé de una buena tienda de telas, no podría ofrecerle una pieza de seda o incluso media pieza[184] de tela roja. Es mejor decir estas cosas desde el principio por temor a que haya desacuerdo más tarde».

El haber propuesto una cosa tan agradable como la que yo había propuesto y ser contestada con tales y duras condiciones me pareció odioso y despreciable. En esta gran ciudad de Kyoto no había escasez de hombres y yo había decidido que podría buscar en otros barrios cuando una llovizna de principio de verano empezó a caer y un gorrión entró volando por la ventana, apagando la lámpara. Aprovechándose de la oscuridad, el hombre me cogió en sus brazos. Un momento más tarde estaba jadeando de excitación[185]; después colocó un pequeño pañuelo de papel de Sugiwara junto a la almohada y, dándome una gentil palmada en las nalgas, dijo: «Tú hasta un ciento»[186].

«¡Muy divertido! —pensé para mí misma—. ¡Así, tú, mi temerario amigo, esperas vivir hasta que tengas noventa y nueve años! Por lo que me dijiste antes me heriste en lo vivo, y antes de que pase un año haré que estés con los tíos caídos y cojeando con un bastón. Esta noche te veré echado del mundo de la prostitución». Y acto seguido me puse a hacer el amor con él constantemente, sin hacer diferencia entre la noche y el día. Cuando él empezó a flaquear le alimenté con caldo de leche, huevos y patatas de la montaña. Como había previsto, el hombre fue gradualmente subyugado, y, lo que es más triste de contar, cuando llegó el Mes de la Flor del Sol[187] del siguiente año, aunque todos los demás estaban ocupados con cambiarse de ropas[188], este hombre todavía llevaba sus ropas de hilo almohadilladas. Uno por uno los médicos le abandonaron. Su cabello se volvió como el de una bruja; sus uñas, largas. Y cuando en su presencia la conversación era acerca de mujeres deliciosas, aunque escuchaba con la mano puesta en forma de bocina detrás de la oreja, movía la cabeza con una amarga mirada.