UNA BELLEZA DE FÁCIL VIRTUD

Al lado de la Puerta Occidental del templo de Kiyomizu[104], una mujer estaba sentada tocando distraídamente su samisen, y según tocaba la oí cantar estas palabras:

«Amargo es el mundo de la prostitución[105].

Y lastimera esta figura mía.

Ojalá pudiera cambiar en rocío.

Esta vida mía que aprecio tan poco».

Su voz era agradable. Era una mujer mendigo.

¡Lastimero en verdad era su aspecto! Uno podría imaginarse que en verano llevaría ropas muy acolchadas y que en invierno, cuando el viento de la montaña sople con ímpetu en todas las direcciones no tendría nada para protegerse sino un traje de verano sin forrar. Viéndola en la actual condición le pregunté qué clase de persona había sido en el pasado, y se me dijo que en los días en que los barrios alegres habían estado en la Sexta Avenida[106] esta mujer había brillado como una de las grandes cortesanas[107], siendo conocida como Katsuragi Segunda[108]. Desde entonces le había ido mal, como en verdad ocurre en el mundo, y finalmente llegó al estado actual. En el otoño, cuando fui a ver los cerezos con sus rojizos matices, yo y los otros de mi grupo señalamos hacia esta mujer y nos reímos. ¡Qué poco sabíamos lo que el destino nos tenía preparado!

Aproximadamente hacia esa época mis padres cayeron en una penosa adversidad; se habían irreflexivamente hecho fiadores de un cierto hombre que después había desaparecido sin dejar rastro, dejando a mis padres en un gran aprieto, y muy preocupados con la manera de obtener el dinero por el que eran ahora responsables, me vendieron a una casa de citas (Lambauasjo om Shimabara)[109] por cincuenta koban de oro[110], y de este modo me encontré inesperadamente en esta profesión. Tenía ahora exactamente quince años, y estando en la plenitud de mi belleza —o así mi medio alcahuete[111] me lo dijo, mirando con alegría al futuro— no tenía rival en la Capital de la Luna[112].

Por regla general, el oficio de la prostitución[113] es uno que las muchachas aprenden por medio de la observación y sin ningunas lecciones especiales, desde el momento que está por primera vez empleada como aprendiza[114] en una casa de placer. Pero yo, no habiendo pasado el aprendizaje (midway startes = que empieza a medio camino)[115], tenía que aprender las nuevas modas inmediatamente. Esto puedo decirlo: difieren en todo de las maneras de la gente corriente de la ciudad. Una cortesana se afeita las cejas, se pinta mucho encima de la frente y los ojos con un «ink stick»; lleva su cabello con un gran peinado Shimado, sin insertar ningún soporte de madera[116]; se asegura el peinado con una sola cuerda de papel escondida, decorando la parte de fuera con una ancha cinta que ha doblado en una estrecha tira, y evitando incluso un mechón suelto, se coge el cabello cuidadosamente de la parte de atrás del cuello. Sus largas y colgantes mangas están cortadas a la moda moderna; miden dos pies y medio al final. Ningún almohadillado es usado en las caderas, y el final de la falda es ancho. Las nalgas de la cortesana debieran parecer tan plenas como un abanico abierto. Una ancha cintura sin almohadillas es atada flojamente alrededor de ella y de forma natural asegura las tres capas de ropa. Debajo lleva unas enaguas de triple anchura, atándoselas más bien más altas de lo que lo hacen las mujeres que no son de la profesión.

Una cortesana también tiene muchas maneras especiales de andar. Cuando sale fuera, generalmente no lleva calcetines y adopta un andar flotante[117]; al llegar a la casa de citas[118], tropieza diestramente. En el salón usa el andar suavemente; esto es seguido por un andar precipitado según sube la escalera. Cuando llega el momento de marcharse deja que los sirvientes arreglen sus sandalias y que se las deslicen sin siquiera mirar; en la calle anda con la cabeza erguida y no se aparta para nadie.

Hay muchas maneras de ganarse los favores de un hombre. La «mirada amorosa», como es llamada, consiste en mirar a algún hombre, aunque sea un completo extraño, de tal manera como para hacerle creer que una le encuentra muy atractivo. De nuevo, cuando llega la tarde a la casa de citas, una puede salir a la veranda central, y si una ve un hombre conocido en la calle, puede lanzarle una mirada distante; después de eso se sienta despreocupadamente, y estando segura que el hombre no se da cuenta, le da una la mano al alcahuete de la ciudad[119] que le ha acompañado en su juerga. Una alaba el blasón en la chaqueta del alcahuete o su forma de peinarse; su abanico a la moda o cualquier signo de elegancia que pueda llamar la atención de una.

»¡Eres un tipo que conquista el corazón de cualquier mujer! ¿De quién lo aprendiste, te ruego me lo digas, ese estilo de peinado?». Así diciendo, una le golpea elegantemente en la espalda[120] y se vuelve a la casa. Por mucha experiencia que tenga este alcahuete en las cosas del mundo, está destinado a sucumbir a tal adulación por parte de una mujer; él ahora está seguro que si la corteja en la ocasión oportuna la tendrá para sí mismo. Anticipadamente rechaza todo deseo de ganancia egoísta. El canta sus alabanzas en la compañía de grandes hombres, y si circularan malos rumores acerca de ella afuera, empeñaría su propio nombre para verla a ella sin mácula.

Una manera de agradar a un hombre es rompiendo en pedazos una carta que una no necesita, hacer una pelota[121]. El método es sencillo y no requiere ningún material especial; sin embargo, hay muchas cortesanas de cortos alcances que no pueden ni siquiera hacer esto.

Había muchachas, yo recuerdo, que aunque eran en todo tan bonitas como las otras, no tenían ningún cliente en el día señalado para el pago[122] y eran mandadas a hacer sus ofrendas personales[123] (a pagar al dueño de la casa el dinero que no habían conseguido). Una cortesana tal tratará de hacer creer a los demás que en realidad tiene un amante fijo por el que está ahora esperando, pero su pretensión es inútil y todo el mundo en la casa trata a la no deseada muchacha con desdén. Se sienta sola en un rincón de la habitación, sin ni siquiera una mesa adecuada, masticando el arroz frío y las berenjenas en vinagre aderezadas con salsa de soja cruda. Mientras nadie la ve puede aguantar la humillación; sin embargo, todo es muy penoso. Cuando vuelve a su morada y ve la cara de su patrona[124], asume un aire tímido y suavemente le pide a la criada que caliente el agua[125]. Hay en verdad muchos aspectos penosos en la vida de una cortesana, pero no podemos sentir ninguna simpatía por esas necias mujeres que desprecian a un cliente rumboso porque no es exactamente de su gusto y pasan el tiempo holgazaneando. Tales mujeres traen preocupaciones a sus amos y desprecian su propia posición en el mundo. Ni tampoco debiera una cortesana, cuando está divirtiendo a un cliente a la hora del sake, adornar su conversación con respuestas demasiado agudas y desplegar sus encantos con mucha conversación ingeniosa. Tales tácticas pueden servirle si el compañero es un verdadero galán y si está bien versado en las maneras del mundo, pero si es un «dandy amateur»[126] se sentirá avergonzado por tal demostración y se portará mal con la mujer. Cuando se vayan a la cama, él puede estar jadeando de excitación[127]; sin embargo, estará intimidado para hacer los movimientos adecuados, sus observaciones ocasionales serán dichas con voz temblequeante y aunque debiera, por derecho, estar disfrutando lo que ha pagado con su propio dinero, sin embargo, lo encontrará muy difícil. Es exactamente como el hombre que no sabe nada acerca del arte de la ceremonia del té y sin embargo se encuentra metido en el asiento de honor[128].

Todo esto no es decir que una cortesana debería rechazar un tal hombre porque no es de su agrado; hay otros modos de manejarlos. Ya que ha elegido desde el principio[129] darse el aspecto de un hombre mundano, la mujer debería tratarle con el máximo decoro. Cuando lleguen a la habitación ella es muy educada en su comportamiento con el cliente, pero ella no se desata la cintura[130] y pronto pretende dormirse. Al ver esto, el hombre se moverá, como regla general, más cerca de ella y pondrá las piernas en las suyas. La cortesana todavía yace allí tranquilamente, esperando a ver lo que ocurre después. Su cliente empieza a temblar nervioso y rompe a sudar.

Después aguza el oído para escuchar lo que ocurre en la vecina habitación. Aquí las cosas van mucho mejor, quizás porque el cliente de la habitación vecina está ya en términos íntimos con su cortesana, o quizás también porque es hombre experimentado, que incluso en su primer encuentro ha hecho que se despoje de toda reserva. Escuchando en la oscuridad oye a la mujer decir: «Tu cuerpo desnudo parece más regordete de lo que esperaba cuando te vi vestido». Después llega el sonido de amorosos abrazos. Los movimientos del hombre se hacen más vehementes, y en este ataque hace poco caso de la almohada o del biombo circundante. La mujer deja escapar un grito de placer auténtico. En su alegría espontánea echa aparte la almohada y hay el sonido de un peine ornamental en su cabello según salta en dos pedazos.

Mientras tanto, del suelo de arriba llega la voz: «¡Ah!, ¡ah!, ¡qué bendición era!», seguida por el crujido de pañuelos de papel[131]. Y en todavía otra habitación un hombre que había estado apaciblemente dormido es despertado por las cosquillas de su compañera, que le dice: «Ya hay luz fuera. ¿No me dejarás otro recuerdo de esta noche?». Al oír esto, el hombre, todavía medio dormido, dice: «Por favor, perdóname, ¡pero no puedo hacerlo otra vez!». Una se pregunta si puede ser que hubiera bebido demasiado sake la noche anterior; pero después una oye el ruido de su taparrabos al ser desatado. Esta lagarta es claramente de naturaleza más sensual que muchas. No es verdaderamente una bendición para una cortesana estar dotada de un gran deseo de amor.

Con todas estas agradables diversiones en marcha en la vecina habitación, el desafortunado cliente no puede pegar los ojos. Al final despierta a su compañera y dice: «El festival de la Novena Luna[132] estará pronto con nosotros. ¿Puedo preguntar si tiene algún amigo especial que nos invitara en ese día?».

Tales palabras son un alegre tónico para una cortesana. Pero su propósito está demasiado claro para ella y bruscamente contesta: «Me cuidarán en la Novena Luna y en la Primera Luna también».

Ahora el hombre no sabe qué hacer en busca de algo que decir que pudiera llevarle más cerca de ella. Y, ¡ay de mí!, el momento ha llegado cuando puede levantarse y marcharse, como todas las otras cortesanas. Entonces es acogida con un espectáculo cómico al ver que su cliente se deshace el peinado[133] y lo asegura como si estuviera despeinado, y también vuelve a arreglar su cinturón; todo esto para hacer creer a los otros que su noche ha sido coronada con los placeres de la intimidad.

Por regla general, un cliente que ha sido tratado de esta cruel manera mirará con rencor a esta cortesana. En su próxima visita a la casa de citas puede llamar a otra muchacha y pasar cinco o incluso siete días entregándose a una pródiga diversión, causando de este modo el mayor pesar a la cortesana que lo trató tan fríamente. O de nuevo él puede para siempre renunciar a estos barrios y decidir de aquí en adelante asociarse o frecuentar para su placer a los actores jóvenes[134]. Según abandona la casa, llamará agitadamente al amigo que lo acompañó hasta aquí, y no prestando atención a la mala gana del amigo sacado al alba de los brazos de su bella compañera, dirá: «Vamos, abandonemos este sitio y apresuremos nuestro retorno». Sin más se despide de su poco servicial cortesana.

Pero hay también otra manera de evitar esto. Una puede, por ejemplo, pellizcar la oreja del hombre en presencia de sus amigos y, mientras atusa sus despeinados mechones laterales, susurrarle: «Vaya un golfo que eres, irte de este modo, sin consideración para los verdaderos sentimientos de una mujer. ¡Ay, sin ni siquiera haberme pedido que te desate la faja!»[135]. Y al decir esto le golpea en la espalda[136], antes de volver corriendo a la casa. Sus compañeros, habiendo tomado nota, le dirán: «¡Vaya un tío con suerte! ¿Cómo te las arreglas para volver loca a una mujer al primer encuentro?».

Encantado el hombre contesta: «¡Ah!, si soy su amante. ¡Y os garantizo que daría mi vida por ella ahora! Las atenciones que me prodigó la última noche fueron asombrosas. Ella incluso insistió en frotarme el hombro que había estado rígido o con agujetas los últimos días. Francamente, yo no puedo comprender por qué está tan enamorada de mí. Seguramente le hablaríais en mi favor y le diríais que era un hombre rico».

«En verdad que no —le contestan sus amigos—. Ninguna cortesana tratará a un hombre con tanto cariño sólo por avaricia. ¡Te va a costar mucho ahora librarte de ella!».

De este modo le adulan, y a su debido tiempo la estratagema de la mujer da resultado. Si las cosas pueden ir bien después de tal infortunado comienzo, ¡cuánto mejor si trata a su cliente con verdadera consideración desde el principio! ¡Ay!, estará preparado para dar su vida misma por ella.

Si algún cliente de poca distinción le pide a una cortesana que pase la noche con él, no debería negárselo sólo porque éste sea su primer encuentro. Sin embargo, un hombre puede sentirse intimidado en presencia de una cortesana de alta categoría como ella misma y en el momento cumbre puede dejar pasar su oportunidad. Si esto ocurriera, él se levantará y se marchará; el hechizo amoroso se ha roto.

Una mujer metida en el negocio de la prostitución[137] no debería dejarse atraer por un hombre por su buen aspecto y belleza física. Mientras sea de alta posición en la capital, ella debería voluntariamente aceptarle incluso si es viejo o es un sacerdote. Un hombre joven que es liberal en regalar y además presume de ser guapo es el ideal natural de una cortesana. ¿Pero dónde encuentra una un cliente dotado con tales excelentes atributos?

El aspecto que una cortesana moderna prefiere en un hombre es como sigue: Su quimono, del que la parte de fuera y el forro son de la misma seda amarilla, está teñido con finas rayas; sobre éste lleva una emblasonada chaqueta corta negra de seda Habutaé[138]. Su faja está hecha de un ligero amarillo marrón Ryumon, y su chaqueta corta es de un rojizo marrón «Hachijo pongee», forrada al final con el mismo material. Sus desnudos pies están calzados con un par de sandalias de paja, y se pone un nuevo par cada vez que sale. En el salón se comporta dignamente. La corta espada que lleva en el costado sobresale ligeramente de la vaina; maneja el abanico de forma que el aire va hacia el interior de sus colgantes mangas.

Aunque el estanque de piedra pueda estar ya lleno de agua, manda que lo llenen de nuevo; entonces se lava las manos con tranquilidad, gargariza suavemente y realiza las otras abluciones con elegancia. Habiendo terminado su aseo, pide a una de las muchachas ayudantes que le busque el tabaco[139], que su ayudante ha traído envuelto con papel blanco de Hosho[140]. Después de unas pocas chupadas pone un pañuelo de papel de Nobé al lado de las rodillas y lo usa con natural elegancia y lo tira.

Después llama a una ayudante de cortesana[141], y diciéndola que le agradaría que le prestara la mano un momento, hace que ella le deslice la mano manga arriba para rascarle el moxa que le han aplicado para el calambre en los músculos del hombro. Después llama a una cortesana tambor[142], que toca y baila, para que toque el Son de Kaga (balada)[143], aunque prestándola poca atención según toca en su samien y canta; en su lugar, en medio de la canción, se vuelve hacia el bufón[144], que está esperando, y dice: «En la interpretación de ayer de los Recogedores de Algas[145], el segundo actor en verdad avergonzó a Takayasu con su habilidad». O de nuevo puede él decir: «Cuando le pregunté al Jefe de los Consejeros[146] sobre ese viejo verso del que hablaba el otro día y él me confirmó que era en verdad la obra de Ariwara, no de Motokata»[147].

En presencia de un cliente, quien, sin darse a sí mismo importancia, empieza con alguna elegante conversación de esta clase y quien en todas las cosas muestra una actitud de perfecta dignidad y compostura, incluso una cortesana de alto rango está intimidada e inspirada con un nuevo espíritu de modestia. Todo lo que el hombre hace le parece a ella admirable y le mira con reverencia; el resultado es que ella se despoja de su habitual aire altanero y llega a seguirle el humor de todos sus caprichos.

El orgullo demostrado por cortesanas de alto rango es siempre debido a haber sido animada por los clientes. En los días gloriosos de los barrios alegres de Edo[148] había un «connaisseur» de moda llamado Sakakura, quien intimó con la gran cortesana Chitosé. Esta mujer era muy dada a beber sake y, como plato secundario, se deleitaba con los así llamados «flower arabas» (cangrejos), que se encuentran en el río Magami, en el Este, y estos cangrejos los adobaba con sal para deleite suyo. Sabiendo esto Sakakura, encargó a un pintor de la escuela de Kano[149] que pintara su blasón de bambú[150] con oro en polvo en las pequeñísimas cáscaras de estos cangrejos; fijó el precio de cada cáscara de cangrejo en una moneda rectangular de oro[151] y se las ofreció a Chitosé todo el año, de modo que nunca le faltaron.

Otra vez, en Kyoto, había un «connaisseur» llamado Ishiko. Este hombre estaba muy enamorado de la cortesana de alto rango Nakazé[152], para quien compraría las porcelanas más raras y más de moda, apresurándose a hacerlo antes de que cualquier otro pudiera adquirirlas. En una ocasión, Nakazé recibió un quimono de otoño acolchado teñido de escarlata pálido; la seda era de un dibujo totalmente moteado, y en el centro de cada mota había un agujero hecho con la llama de una vela, de tal manera que una podía ver a través de la superficie del traje o quimono el acolchado teñido de escarlata. Este material era de inigualada elegancia, y sólo el quimono se decía que había costado cerca de veinticinco libras de plata[153].

En Osaka había un hombre, ya muerto, quien se llamaba a sí mismo Nisan[154] y que había hecho de Dewa, de la casa de citas de Nagasaki[155], su cortesana privada[156]. Durante un sombrío otoño[157] dio muestra de su gran compasión, pagando por numerosas cortesanas en el Kuken-Cho que no tenían clientes; este misericordioso trato a sus colegas consoló en gran medida a Dewa. En otra ocasión, cuando el trébol florecía con profusión fuera de la casa, Dewa observó que parte del agua que había sido rociada en el jardín había llegado a posarse en los topes de las hojas; relucía exactamente como el rocío habitual, y Dewa se sintió profundamente conmovida por su belleza.

«Yo he oído —le decía a Nisan— que cuantas parejas de ciervos son aficionadas o acostumbran a yacer detrás de arbustos de trébol. ¡Cómo me gustaría ver esto en la vida real! Seguramente estos animales no pueden ser peligrosos, aunque estén provistos de cuernos».

Al oír esto se dice que su amante había contestado que nada podía ser más sencillo que concederle su deseo; él entonces —así lo cuenta la historia— ordenó que demolieran la parte de atrás del salón y que plantaran muchos arbustos de trébol allí; de este modo convirtieron la habitación en un verdadero campo. Después mandó recado por la noche a la gente de las montañas de Tamba para que cercaran ciervos salvajes de ambos sexos, que fueron enviados a la casa. Al día siguiente fue capaz de mostrárselos a Dewa, después de lo cual restauró el salón a su estado anterior. Seguramente el cielo castigará algún día[158] a hombres como éstos, que aunque dotados de poca virtud se permiten lujos que incluso hombres nobles mal pueden hacerlo.

Ahora, en relación con mi propia carrera como cortesana de máxima categoría, aunque vendía mi cuerpo a hombres que no eran de mi agrado, sin embargo, nunca me sometí a ellos. En verdad, los trataba duramente, de tal modo que llegaron a considerarme como a una mujer cruel y a volverme la espalda. Día tras día el número de mis clientes disminuía; yo estaba de este modo eclipsada por las otras cortesanas de mi rango, y empecé a recordar con cariño mi pasada gloria.

Verdaderamente, una cortesana sólo puede permitirse no gustarle un hombre mientras está en el candelero, porque una vez que ya no es pedida cualquier cliente será bienvenido, sin exceptuar criados, sacerdotes, mendigos, tullidos y hombres son labios leporinos. Cuando una llega a pensar en ello, no hay ninguna profesión en el mundo tan triste como ésta.