LOS PLACERES DEL BAILE DE LAS DONCELLAS[24]

Algún hombre perspicaz ha dicho que la Ciudad Alta y la Ciudad Baja[25] difieren la una de la otra desde todos los puntos de vista. Considerad, por ejemplo, la estación cuando el «color azul de las flores»[26] ha empezado a marchitarse en las vestiduras del verano y cuando las muchachas, con sus largas y colgantes mangas y su cabellera atada al estilo Agemaki[27], bailan al redoble del tambor. Hasta la Cuarta Avenida[28], la ciudad está tranquila y serena y muestra el augusto aspecto que conviene a una gran capital. Pero ¡cuán diferente es todo cuando pasamos debajo de la Cuarta Avenida! Aquí no tenemos sino voces ruidosas y el trapalear de pies atareados.

Ahora bien, tocar con destreza el tambor no es juego de niños. La mano que golpea el tambor[29] debe llevar el compás de manera perfecta, y cualquiera que sobresalga puede en verdad ser llamado un hombre entre los hombres. En el período Manji[30] había un ciego juglar llamado Shuraku que era natural de las cercanías de Abekawa, en la provincia de Suruga[31]. Este hombre se dirigió a Edo, donde tocó para diversión de los caballeros y de sus familias. Entraba detrás de una red de papel y allí tocaba e interpretaba la música de las ocho partes[32]. Más tarde se dirigió hacia la capital y posteriormente extendió su arte fuera del país. Fue aquí donde ideó una forma de baile singularmente elegante, que enseñó a mucha gente. Al oír esto, un grupo de doncellas, en la capital, estudiaron este arte con vistas a ganarse la vida con él.

Este nuevo baile difería del Kabuki de las mujeres[33], porque, a diferencia de este último, entrañaba el entrenamiento de bellas muchachas, quienes entonces desplegaban su habilidad ante las mujeres de los grandes señores[34], realizándola una noche en una mansión y la siguiente en otra. En general, su forma de vestir estaba bien fijada. Sobre un rojo quimono interior forrado de seda del mismo color, cada muchacha llevaba una prenda de enguatada y blanca seda con un dibujo repujado con hojas de plata y oro y un collar negro desmontable. La cintura, que se ataba en la espalda, era de pana de tres colores trenzada hacia la izquierda[35]. En su costado, la muchacha llevaba una corta y dorada espada, y también llevaba una caja de medicinas[36] y una bolsa para el dinero. Las muchachas se afeitaban el cabello en el centro, de tal manera que el flequillo estaba tan tieso como el de un muchacho[37], y su peinado sobresalía por la parte de atrás; en verdad cada una de ellas era la imagen misma de un hermoso joven. Así vestidas, bailaban y hacían los honores de servir el sake; más tarde adoptaron la costumbre de traer caldo para refrescar a los huéspedes.

Cuando la gente de la capital invitaba a sus huéspedes —guerreros[38] de otras provincias o ancianos caballeros—, los llevaban a menudo a las Colinas Orientales[39], y llamaban a cinco o seis de estas doncellas para animar la fiesta de la noche. El contemplar la elegante presencia de las muchachas era, indudablemente, un recreo y un placer sin igual, pero siendo tan jóvenes tendían a ser compañeras aburridas para los caballeros en la flor de la edad. Como honorarios, cada una recibía una moneda rectangular de oro[40], así que uno puede decir que era una diversión barata.

Según pasaba el tiempo, esas muchachas se convertían en profesionales de su arte, acostumbradas a la sociedad de la capital, y hábiles en seguir los caprichos de sus clientes. Aunque ninguna de ellas tenía más de doce años, eran más expertas, con mucho, que las jóvenes aprendizas[41] empleadas en las casas de placer de Naniwa. Ni perdían el tiempo en establecerse. En el momento que tenían trece o catorce años, una muchacha de esta compañía se despedía raramente de su huésped sin que éste hubiera cumplido su deber viril. No es decir que le imponía sus favores; más bien se acurrucaba contra él de la manera más lasciva que él pudiera desear.

Entonces, en el momento cumbre, se alejaba de él, y cuando estaba fuera de sí mismo debido a su excitación, le murmuraba: «Si soy de tu gusto, señor, por favor ven solo y en secreto a la casa de mi patrona[42] para que podamos llevar las cosas a feliz término. Podemos hacer creer que estamos borrachos de sake y completamente aturdidos. Entonces, justo antes de echarnos, podéis dar a nuestros jóvenes músicos una pequeña gratificación y seguramente nos regalarán con algunas ruidosas tonadas[43]. Al amparo de esto, señor, usted y yo podemos hacer buen uso de nuestro tiempo».

Con conversaciones como ésta nuestra muchacha despertará en su compañero un mayor interés. Y en realidad estas doncellas bailarinas pueden, con sus variadas tretas, sacarles grandes sumas de dinero a nuestros visitantes de las lejanas provincias. Aquellas que no pertenecen a la profesión ignoran estas cosas, pero el hecho es que cada una de nuestras muchachas bailarinas retozará libremente con los hombres. Incluso maiko[44] de gran reputación han fijado el precio de sus favores en una moneda de plata[45].

En los días de mi juventud no tenía ninguna intención de seguir este camino. Sin embargo, me aficioné a las costumbres de esas jóvenes y acostumbraba a recorrer todo el camino desde Uji para estudiar su elegante arte. Descubrí que tenía un talento natural para el baile, y pronto fui alabada por todos; esto me hizo interesarme más y no presté atención a los que me rogaban que abandonara esas diversiones. Con el tiempo llegué a ser muy experta en la Danza de la Doncella, y fui llamada en una ocasión para aparecer en fiestas lujosas. Sin embargo, como mi madre me acompañaba en estas ocasiones, no me entregué ni poco ni mucho a las costumbres lascivas de las otras muchachas. Entre mis clientes, muchos se sintieron grandemente afligidos de no poder conseguir lo que querían de mí y podrían haber muerto de deseo insatisfecho.

Aproximadamente en esta época llegó una dama a la capital procedente del País del Oeste[46] y alquiló una villa en Kawaramachi[47] donde pudiera recobrar su salud. Allí permaneció desde la estación cálida[48] hasta el momento que la nieve cubrió las colinas septentrionales. No estaba gravemente enferma[49], y todos los días salía lujosamente ataviada en su palanquín. Desde la primera vez en que esta dama me espió cerca del Río Takase[50] me miró con simpatía. Haciendo uso de un intermediario me llamó a su casa y allí llegué a residir.

Desde la mañana hasta la noche ella y su marido me trataban con la mayor amabilidad. No hallando nada que reprocharme en mis costumbres incluso dijeron que no vacilarían en aceptarme como mujer de su único hijo, que vivía por entonces en su lugar nativo. Así pues, se decidió que me convirtiera en novia del joven, y tenía asegurado un brillante futuro.

Ahora bien, esta dama era de una fealdad que no es probable que uno se encuentre en las agrestes aldeas, y mucho menos en la capital. Su marido, por otra parte, tenía una presencia de tal belleza que hubiera sido difícil hallarle un rival entre los caballeros de la corte. Esta buena pareja, viendo en mí una simple niña cuyos apetitos no deben ser todavía despertados, me puso una cama entre sus camas[51] en la habitación donde dormían. Según yacía allí, testigo de sus relaciones amorosas, me sentí presa de extraños sentimientos. «Hace ahora tres años desde que fui iniciada a estos placeres», pensé, y rechiné los dientes en silencio.

Un noche, mientras yacía en solitario desvelo, la pierna del caballero tocó mi cuerpo. Todos los otros pensamientos se esfumaron ahora de mi cabeza según aguzaba el oído para oír el sonido de los ronquidos de la dama. Estando entonces segura de que dormía, me deslicé en la cama de su marido y me puse a seducirle. Pronto estuvimos ambos inmersos en nuestra lujuria.

No pasó mucho tiempo sin que salieran a la luz estas relaciones. A la pareja le divirtió mucho mi precocidad.

«Bien —dijeron—, esta capital es un sitio donde uno no puede permitirse el ser negligente. En casa en el campo, muchachas de tu edad están todavía jugando fuera de las casas con sus caballitos de bambú». Y al decir esto se reían a carcajadas y me despidieron de su servicio. Así pues, fui una vez más enviada a casa de mis padres.

En los felices días de su reinado[52], cuando incluso los vientos que soplan a través de los pinos[53] no molestan la paz de Edo, la dama de un cierto señor[54] que servía en las provincias orientales[55] murió sin descendencia. Los hombres de su clan, grandemente afligidos por la falta de un heredero, eligieron más de cuarenta bellas muchachas, todas de buena familia, y por medio del ama de llaves[56] pasaban muy bien el tiempo cuando el amo estaba de buen humor y hacía que las muchachas entraran varias veces en su habitación, donde le requerían para hacer el amor. Ahora bien, estas doncellas estaban tan tiernas como los más nuevos capullos del cerezo, y según parece desplegaban todas sus glorias una vez que estaban bañadas de lluvia[57] y nadie podía cansarse de mirarlas. Sin embargo, con gran pena de los miembros de la familia, ninguna de las muchachas fue del agrado del señor.

A este respecto, sea dicho de paso, las muchachas corrientes educadas en las provincias orientales son, en su mayoría, de un aspecto desagradable —pies planos, de cuello ancho y de piel áspera—. Pueden ser complacientes en espíritu, pero tienen poco encanto para los hombres, no conocen el significado de la lujuria y no muestran ninguna de la timidez que este conocimiento proporciona; aunque sean sinceras de corazón, muchachas como éstas no pueden ser nunca compañeras interesantes en los caminos del amor.

Cuando se trata de mujeres, buscar cuanto queráis en cada provincia del reino; no hallaréis nunca ninguna que aventaje a las de Kyoto. Estas últimas están dotadas de variados dones. Una de sus más señaladas gracias es la forma encantadora con la que hablan. Esta forma de hablar, debo añadir, no es algo que pueda ser aprendido expresamente, sino que es una tradición transmitida desde los tiempos antiguos en el Palacio Imperial; en prueba de esto podemos observar que, aunque los hombres y las mujeres de Izumo[58] hablan de forma indistinta, aquellos de las cercanas islas de Oki, aunque puedan parecer rústicos, pueden jactarse de tener el acento de la capital. Ni es solamente en el hablar donde aparece o se muestra su elegancia, porque las mujeres de estas islas disfrutan tocando el arpa y jugando al juego del go[59], y son también aficionadas a verificar y al arte del incienso[60]. Todo esto puede ser explicado por el hecho de que el Emperador —que era el segundo hijo de un Emperador[61]— fue desterrado a estas regiones y que estas nobles costumbres han durado desde su época.

Pensando, entonces, que en Kyoto podrían encontrar a alguien que fuera del gusto del señor, los hombres de su clan enviaron allí un viejo criado[62] que había servido durante largos años en la casa. Este hombre tenía más de setenta años. No podía ver nada sin la ayuda de las gafas[63], y le faltaban la mayoría de los dientes de delante; había olvidado hacía largos años cómo regalarse con un pulpo[64], y no podía comer nada salvo pepinillos finamente rayados; sus días estaban igualmente vacíos de placer.

En lo que se refería a los caminos del amor, su incapacidad era aún más desesperanzadora, y aunque exhibía un taparrabos de hombre, en realidad era poco mejor que una mujer. Lo más que podía hacer era hablar de cosas verdes, lo que hacía muy a menudo. Habiendo nacido en un estado de caballeros[65], podía aparecer con el traje de ceremonias[66]; sin embargo, en cuanto a la doble espada, se mantenía la opinión de que mal se le podía permitir a un simple pobre diablo, cuyo trabajo era tener las llaves de la casa[67]. Designar a un hombre de esa clase para viajar a Kyoto[68] y juzgar a sus mujeres era como colocar un Buda de piedra delante de un gato[69] o echar margaritas a los cerdos, ya que la mujer más bonita podría ponerse al lado de este anciano sin causarle la menor preocupación. Y añadamos de paso que las mercancías que iba ahora a juzgar eran de tal clase que nadie se las hubiera confiado ni a un Buda en su juventud.

Al alcanzar la Ciudad Celestial[70] el anciano se dirigió a la elegante tienda de un pañero[71] llamado Sasaya, en el barrio de Muromachi.

«Esta vez vengo en viaje de negocios —dijo al entrar—. Negocios de una clase que no puedo confiar a ninguno de sus jóvenes dependientes. Por favor, dejadme que me dirija al amo retirado y a la señora de esta casa»[72].

Al oír esto, la vieja pareja aguardó con ansiedad lo que podría decirles. Con un aire de gran circunspección empezó: «He venido para encontrar una concubina para mi señor».

«Bien, seguramente —dijo el anciano dueño de la tienda— esto no es ninguna cosa rara para un señor. ¿Y qué tipo de mujer estáis buscando?».

El viejo criado abrió entonces una caja de pergaminos de veta sencilla de paulownia y de ella sacó el retrato de una mujer.

«Me gustaría que encontraseis a alguien —dijo— que se pareciera lo más posible a ésta».

Al oír este encargo miraron el cuadro y vieron una muchacha de unos dieciséis años de edad, con faz bien redonda al estilo moderno. Su tez tenía el delicado matiz de una flor de cerezo de un solo pétalo y sus cuatro facciones[73] eran de intachable belleza. Sus ojos eran de un tamaño perfecto y sobre ellos las espesas cejas estaban ampliamente separadas, dando a su faz un aspecto reposado. Su nariz tenía un alto caballete y bellamente terminada; su boca, pequeña[74]; sus dientes, iguales y de resplandeciente blancura. Sus orejas, de forma delicada, tenían el tamaño justo, sobresalían un poco de su cabeza y eran de tan bella textura que uno podría ver sus raíces a través de ellas. La línea del cabello sobre su frente era de una perfecta belleza natural; su cuello era largo y delgado. Ningún despeinado mechón de pelo echaba a perder la perfecta elegancia de su espalda.

Después miraron las manos y se dieron cuenta de los largos, delicados dedos, con sus translúcidas uñas. Sus pies tenían apenas ocho pulgadas de longitud[75]; los dedos gordos de los pies estaban inclinados hacia atrás[76]; los empeines, elegantemente levantados. El tronco de su cuerpo[77] era de longitud poco corriente. Sus labios eran firmes, y aunque la muchacha no era en manera alguna regordeta, la blanda o suave curva de sus nalgas podía ser vista a través de la ropa. Su porte y su estilo de vestir no dejaba nada que desear, y toda ella revelaba el metal de su casta.

Como si todo esto no fuera bastante, el anciano añadió que la muchacha debería ser de disposición gentil, debería destacar en todo arte femenino y no debería tener un solo lunar en su cuerpo. El dueño de la tienda dijo: «Aunque la capital es un lugar muy grande y abunda en mujeres, el encontrar una que convenga a tan exigentes gustos no será cosa fácil. Sin embargo, puesto que es la petición del gran señor a quien servís, y ya que el gasto no es asunto nuestro, encontraré a la muchacha para vos, si es que existe semejante muchacha en este mundo». Entonces él explicó el caso a un agente[78] llamado Hanay Tsunoémon de Takeya-cho, que era hombre versado en asuntos de esta clase.

Ahora bien, aquellos que siguen la vocación de alcahuete para ganarse la vida pedirán, como regla general, cien koban de oro[79] como pago adelantado de la suma. Cogen exactamente diez koban y habiéndolos cambiado por monedas de plata[80] dan diez nommé a la mujer a quien manden de recadera.

Y en cuanto a la muchacha que aspire al puesto de concubina, aquellas que no tienen las ropas adecuadas pueden alquilarlas libremente. Por una renta diaria de veinte nommé de plata[81] pueden tener lo siguiente: un quimono de seda blanco de imitación de raso, un ancho cinturón de brocado de Nishijim de estilo chino, unas enaguas de crespón escarlata, una capa de la clase que se llevaba en la corte. El alquiler incluso incluía una colcha para extender dentro del palanquín. Si la muchacha es aceptada como concubina, el intermediario recibe una moneda de plata[82] como pago.

En el caso en que la muchacha es de origen humilde puede tener que recurrir a unos padres falsos[83] o suplentes —algún hombre de la ciudad que al menos tenga una pequeña casa a su nombre y así pueda presentar a la muchacha como su propia hija—. Este hombre recibirá una gratificación del jefe de la muchacha, y más tarde, si ella les diera un hijo y heredero[84] a sus amos, sus falsos padres recibirían también parte de su dotación o subvención de arroz.

No hace falta decir que las muchachas están ansiosas de conseguir tan buena posición como puedan, y la audiencia es una cosa difícil en verdad. Algunas veces una muchacha puede gastarse hasta veinte nommé en el alquiler de un quimono, después puede pagar hasta tres nommé y medio por el alquiler de un palanquín llevado por dos hombres; naturalmente, por ese dinero puede ser llevada a cualquier sitio de la ciudad que le guste. Finalmente, puede tener una muchacha y una mujer para servirla; la primera recibirá seis fun[85] y la segunda ocho, y a ambas se les paga la comida y la cena. De esta forma, si después de todos estos preparativos la audiencia no da resultado, la muchacha ha perdido no menos de veinticuatro nommé y nueve décimas. Sí, ser una concubina profesional es en verdad una manera difícil de ganarse la vida en el mundo.

Ni es ésta la sola molestia que esas muchachas pueden sufrir. En ocasiones, mercaderes de Osaka y Sakai, pueden, entre sus viajes a Shimabara y Shijogawara[86], sentirse inspirados con un nuevo deseo de diversión. Entonces llamarán a unas pocas de esas muchachas de la ciudad que aspiran al papel de concubinas y hacer uso de ellas para su diversión, haciendo pasar, mientras tanto, a los calvos bufones[87] en su compañía por ricos propietarios de las regiones occidentales. Si una de las muchachas les llamaba la atención, hablaban en secreto con el dueño[88] y le pedían que arreglara alguna diversión para pasar el rato. Cuando la muchacha descubría de lo que se trataba, protestaría diciendo que no había soñado nunca semejante cosa y muy contrariada se marcharía de la habitación. Pero sus compañeras la convencerían y antes de mucho tiempo, impulsada por un bajo deseo, la muchacha compartiría una almohada[89] temporal con el hombre. Como pago por esta diversión la muchacha no recibirá sino dos pequeñas monedas de oro[90]. Vender el cuerpo de esta forma es un ¡trabajo vano![91]. Tales cosas, puedo añadir, sólo ocurren a las muchachas de las familias más pobres.

Después, el alcahuete Tsunoémon eligió más de ciento setenta jóvenes bellezas y se las mostró al anciano, pero ¡ay de mí!, ninguna de ellas era de su agrado. Mientras tanto ocurrió que oyó hablar de mí, y por medio de un aldeano, en la aldehuela de Kobata, me visitó en mi retirado alojamiento en Uji, y habiéndome visto me llevó con él a la capital. Aunque me presenté ante el viejo caballero sólo como estaba, sin haberme en modo alguno embellecido, me echó una mirada y declaró que sobrepasaba en belleza a la muchacha del cuadro que había traído de Edo. Por consiguiente, abandonó toda búsqueda y arregló conmigo las condiciones exactamente como yo quería. Así fue como me convertí en una así llamada noble mujer de las provincias[92].

En compañía del anciano criado hice el gran viaje[93] a la provincia de Musashi[94]. Al llegar fui instalado en una villa en Asakusa, donde día y noche pasé el tiempo con gran felicidad. Durante el día recreaba la vista con flores tan bellas como si un segundo Yoshino[95] hubiera sido llevado allí de Cathay con todas sus maravillosas flores; al llegar la tarde eran invitados actores de Sakai-Cho[96] y pasaba la noche en alegre charla. Era en verdad una vida de tal esplendor que no podría aspirar después a nada más.

Sin embargo, nosotros las mujeres somos criaturas viles y nos negamos a alejar de nuestras mentes esa otra cosa[97]. La satisfacción de estos últimos deseos no era ni mucho menos fácil. Porque la casa de un guerrero está sujeta a las reglas más estrictas, y las mujeres que habitan allí nunca pueden ni poner los ojos en un hombre, y no hablemos de disfrutar del perfume de un taparrabos[98].

Un día que estaba examinando un fascinador dibujo de Hishikawa[99], una escena erótica, me sentí presa, a pesar de mí misma, de la más intensa emoción. Busqué, después, satisfacer mis amorosos deseos, una vez con mi talón[100] y otra con el dedo corazón de mi mano. Esos eran instrumentos fríos e insensibles[101] para acallar mi desenfrenada lujuria, y pronto estuve dominada por el deseo de una forma más sólida de hacer el amor.

Los grandes señores, en general, pasan mucho tiempo en sus deberes oficiales y a menudo se vuelven apegados a jóvenes muchachos con sus guedejas, quienes les sirven íntimamente desde la mañana hasta la noche. Sus sentimientos por esos muchachos son más profundos que los que sienten por una mujer; en muchos casos empiezan a descuidar a sus propias mujeres. Cuando llego a pensar en ello, ¿no es ello precisamente porque la mujer de un noble no puede, como las mujeres corrientes, sentir celos?[102]. Nada en este mundo es tan terrible como los celos de una mujer, ya sea ella de alta cuna o de baja condición.

La suerte de una concubina puede ser desdichada. Sin embargo, el señor en cuya casa fui ahora recibida me demostró un cariño que estaba lejos de ser superficial y compartimos un lecho feliz. Sin embargo, al final llegó a no ser nada. Aunque era todavía un hombre joven, ya recurría a hierbas vigorizantes[103]. En verdad resultó que era totalmente impotente, lo que fue la fuente del mayor dolor para mí. No se lo mencioné a nadie, pero me lamenté de ello día y noche.

Mientras tanto, mi amo se volvió ojeroso y desgarbado y asimismo yo me convertí en el objeto de la más inesperada sospecha por parte de la gente de su casa, que ahora empezaron a murmurar entre ellos: «Es toda la culpa de aquella mujer de la capital que había debilitado a nuestro señor con su lasciva manera».

El jefe de los criados, gentes que no sabían nada de las formas del amor, se encargaron de echarme sin más, y otra vez me devolvieron a mi lugar de nacimiento.

Mirando a nuestro alrededor podemos en verdad decir que un hombre cuyo apetito de amor es débil es una triste cosa para las mujeres de este mundo.