LA ERMITA DE UNA MUJER VIEJA

Una bella mujer —así lo dicen los antiguos[1]— es un hacha que corta la esencia misma de la vida. Las flores se desparraman, los árboles se marchitan y cuando llega el atardecer todo es echado en el hogar y quemado. Lo mismo ocurre con la flor del corazón humano, porque la muerte es el destino del que ninguno escapa. Por lo tanto es una gran estupidez el abandonarse y entregarse a la mundana lujuria y poner fin a la vida por un excesivo libertinaje, como la flor que ofrece sus pétalos a una repentina tormenta matutina. Aunque no falten los ejemplos de tan estúpida conducta en este mundo nuestro.

Fue en el Día del Hombre[2]; cuando me puse en camino para hacer un recado en Saga, en las inmediaciones occidentales de la capital. A orillas del río Mumezu[3], los ciruelos estaban empezando a desplegar sus flores, como para decirme: «¡La Primavera está aquí!»[4]. Según cruzaba el río me encontré con un apuesto joven. Tenía un aspecto elegante, aunque tan lánguido, pálido y flaco debido al amor, que su supervivencia parecía dudosa y uno no podía sino pensar que pronto abandonaría este mundo, joven como era, y dejaría a sus padres como herederos.

Después este joven, volviéndose hacia su compañero, le comunicó su mayor deseo como se dice a continuación: «Hasta ahora no me ha faltado de nada en este mundo. Sin embargo, si pudiera ahora expresar una esperanza sería que el líquido en prenda pudiera brotar sin cesar como el río que fluye bajo nosotros»[5].

Su compañero se quedó extrañado al oír estas palabras y dijo: «Por mi parte me gustaría hallar un país sin mujeres. Allí me retiraría y viviría perfectamente en paz, ansioso de disfrutar de mi amada vida, mientras contemplo el mundo y sus variados cambios».

Aunque esos dos hombres diferían grandemente en sus deseos, sin embargo coincidían en imaginar sueños que nunca podrían ser realizados en este mundo, donde todo está predestinado. Así pues, avanzaron a lo largo de la orilla del río con sus mentes turbadas. Medio dormidos y medio despiertos, murmurando entre dientes sus desatinos y pisando descuidadamente los arbustos y cardos que crecían en su senda. Finalmente se encaminaron hacia lo más hondo de las colinas del Norte, lejos de toda habitabilidad humana. Mi curiosidad se despertó en cierto modo y seguí sus pasos, hasta que llegaron a un lugar recóndito en las colinas, donde el pino rojo crece en racimos. Allí había un seto poco denso de trébol marchito; una puerta, hecha de hierba de bambú, yacía en ruinas, y una senda de perro pasaba por el monte bajo. Un poco más allá de esto vi una apacible casa, cuyo tosco y pendiente tejado no era sino la parte alta de una rocosa cueva. El alero estaba cubierto de helechos de Pied de Chèvre, y la seca hierba del otoño pasado todavía se agarraba a la roca. Al lado de un sauce pude oír el sonido refrescante del agua según pasaba por una cañería de bambú.

Me preguntaba extrañado qué sacerdote podría habitar esta ermita, cuando oí con gran sorpresa mía que el dueño era una vieja dama de nobles facciones. Estaba doblada por la edad —edad que había cubierto de escarcha su cabello y había vuelto sus ojos turbios como la luna menguante. El quimono de color azul cielo, de seda, de la dama era de estilo antiguo, salpicado con una moteada cresta de crisantemos dobles; su cinturón, anudado por delante[6], era de mediana anchura y decorado con un elegante dibujo de color de saligot. Estando tan elegantemente vestida parecía inmune a los estragos de sus años.

Una tablilla, tallada de un pedazo de madera descolorida, colgaba del dintel de la habitación donde ella evidentemente dormía por la noche y en ella aparecía el lema «La Celda del Amor»[7]. Un persistente aroma flotaba en el aire, y pensé que era ese incienso llamado “Música Primera”, del que había oído hablar a la gente.

Durante algún tiempo permanecí allí contemplando la ermita, y sentí tal curiosidad por su ocupante que sentí como si mi corazón quisiera entrar volando por la ventana. En aquel momento, los dos hombres a los que había seguido entraron en la cabaña. Parecían conocer el lugar, porque ni se anunciaron cuando penetraron en el interior. La vieja dama, viéndolos, se sonrió y dijo: «Así pues habéis venido a visitarme hoy, una vez más. ¡Seguramente el mundo está lleno de atractivas muchachas con las que unos jóvenes caballeros como vosotros podríais coquetear! ¿Por qué entonces el viento fresco sopla en ese árbol marchito? Últimamente me he vuelto dura de oído, ni tampoco puedo ya expresarme con facilidad. Hace seis años desde que el mundo se me hizo insoportable y me retiré aquí para vivir de acuerdo con el calendario del ciruelo[8]. Cuando aparecen las flores sé que ha llegado la primavera; cuando la blanca nieve oculta el verde de las montañas sé que es invierno. Apenas veo una faz humana. ¿Por qué, buenos señores, venís a visitarme?».

Al oír sus palabras, uno de los jóvenes contestó: «Mi compañero está atormentado por una tierna pasión, y yo también tengo muchas desgracias. Es difícil para ambos el entender el amor en todos sus variados aspectos. Habiendo oído, señora, su gran fama, hemos venido aquí a que nos enseñe esos misterios. Por favor, cuéntenos de nuevo su propio y rico pasado».

Según decía esto, el joven sirvió un poco de sake en una copa y se lo ofreció a la dama. Esta se lo bebió y al poco tiempo estaba muy alegre. Durante unos instantes tamborileó sobre su Koto[9] y cantó una canción de amor; después, poniéndose a tono con la situación del momento, empezó, como si estuviese hablando en sueños, a volver a contar la historia de su vida con todos sus hechos lascivos[10].

No empezó mi vida en mi actual y humilde estado. Mi madre, es cierto, no era de familia noble, pero mi padre era el vástago de un caballero que en una ocasión disfrutó de alto rango en la corte del Emperador ermitaño Hanazono II[11]. Como es la regla en este cambiante mundo nuestro, mi padre decayó, hasta tal punto que la vida no le parecía digna de ser vivida. Por suerte estaba dotada de belleza y pude entrar al servicio de una muy excelente dama como dama de honor. Andando el tiempo me acostumbré a la elegancia de la vida de palacio, y si las cosas hubieran seguido como estaban no dudo que después de algunos años habría prosperado. Pero desde el comienzo de mi décimo invierno fui la presa de sentimientos lascivos. Ya no me bastaba dejar a otros que me peinaran; por el contrario, me guiaba por mi propio y delicado gusto. Habiendo examinado cuidadosamente las diversas modas adopté un peinado Shimada12], sin moño y de tal forma que caía hacia atrás; esto lo llevé a cabo con un oculto cordón de papel[13], según la moda de la época. Durante este tiempo me dediqué asiduamente a la práctica del Teñido de Corte[14] (teñido de la seda), y puedo decir que este arte debe su posterior popularidad a mis esfuerzos en aquel tiempo.

Ahora bien, la vida para la gente en la corte, ya estuvieran leyendo poemas o dedicados a jugar al juego de Kemari[15], está siempre sazonada con la especie del amor. Día y noche mis ojos estaban embriagados con la visión de esa cosa solamente, y mis oídos palpitaban con su sonido. Es natural que todo esto provocara mis propias inclinaciones amorosas, y en verdad que llegué a considerar el amor como la cosa más importante de la vida. Fue aproximadamente en esa época cuando empecé a recibir tiernas misivas de todas partes, todas solicitando ardientemente mi afecto y todas igualmente inconsolables. Al final me vi en apuros para hallar un sitio donde guardarlas. Dirigiéndome entonces a un soldado de la guardia[16] —un hombre de pocas palabras— hice que convirtiera esas cartas en efímeras columnas de humo; por extraño que parezca, aquellas partes en las que los escritores habían afirmado su amor invocando los nombres de la miríada de dioses no se quemaron, sino que fueron arrastradas por el viento al santuario de Yoshida[17].

No hay nada en el mundo tan extraño como el amor. Los varios hombres que se enamoraron de mí eran elegantes y hermosos; sin embargo, ninguno de ellos despertó ningún sentimiento tierno en mí. Ahora bien, había un humilde guerrero al servicio de cierto cortesano. El sujeto era de grado inferior y de un tipo que muchas mujeres habrían mirado con desprecio. Sin embargo, desde la primera carta que me escribió sus frases estaban cargadas con una pasión lo suficientemente grande como para matarla a una. En nota tras nota describía sus ardientes sentimientos hasta que, sin darme cuenta de ello, sentí que se turbaba mi corazón. Era difícil para nosotros el reunimos, pero con alguna astucia me las arreglé para concertar una entrevista, y así fue como le di mi cuerpo.

Nuestro amor estaba destinado a ser el cotilleo de la corte y mi amanecer «salió a la luz»[18]. Como castigo[19] fui desterrada a la vecindad del puente de Uji. Mi amante, aunque sea muy duro el decirlo, fue condenado a muerte. Durante algunos días después, según yacía dando vueltas en mi cama, medio dormida, medio despierta, su forma silenciosa aparecía aterradora ante mí. En mi agonía pensé que debía quitarme la vida; sin embargo, después de que pasaran algunos días, le olvidé totalmente, de esto uno puede juzgar con certeza que nada en el mundo es tan bajo y voluble como el corazón de una mujer.

Debido a que tenía sólo doce años en aquella época, la gente estaba dispuesta a perdonarme la falta; en verdad, apenas podían creer que tal intriga fuera posible para una persona de mis tiernos años. Yo misma no pude evitar el que me divirtieran sus sentimientos. Seguramente, las muchachas jóvenes han cambiado mucho. Antiguamente[20], cuando una muchacha estaba a punto de marcharse para contraer matrimonio, lloraría amargamente al pensar que abandonaba la casa de sus padres. Pero nuestras jóvenes de la actualidad son, con mucho, más listas. Se impacientan y se irritan hasta que el intermediario[21] aparece a la puerta. Rápidamente se pone su traje más bonito, aguarda con impaciencia la llegada del palanquín y cuando llega salta a él precipitadamente. Su alegría brilla en su cara hasta la misma punta de la nariz. ¡Cuán diferentes acostumbraban a ser las cosas! Hasta hace cuarenta años una muchacha estaría jugando con su caballito de bambú, junto a la puerta de su casa, hasta que tuviera diecisiete o dieciocho años, mientras que un muchacho aguardaría hasta los veinticuatro años para celebrar la ceremonia de su mayoría de edad[22].

Pero yo me embarqué en el camino del amor cuando todavía era sólo un capullo, y habiéndome primero encenagado en los Rabiones de la Amarilla Rosa[23], hallé ruina y disipación, hasta que al final vine a purificarme habitando aquí.