El grito de Clarissa obtuvo inmediata respuesta: sir Rowland entró rápidamente, encendiendo las luces, mientras el agente Jones se precipitaba en la sala por la cristalera y el inspector desde la biblioteca.
—Muy bien, Warrender. Lo hemos oído todo. Muchas gracias —anunció, sujetando a Jeremy—. Y ésa es la prueba que necesitamos. Déme usted el sobre.
Clarissa retrocedió detrás del sofá, con la mano en el cuello.
—Así que era una trampa —observó Jeremy con frialdad—. Muy inteligente.
—Jeremy Warrender —dijo el inspector—, queda usted detenido por el asesinato de Oliver Costello. Le advierto que todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.
—No se moleste, inspector —replicó Jeremy—. No pienso decir nada. Era una buena jugada, pero no dio resultado.
—Lléveselo —ordenó el inspector al agente Jones, que cogió a Jeremy por el brazo y se lo torció a la espalda.
—¿Qué pasa, señor Jones? —dijo éste con sarcasmo mientras salían por las cristaleras—. ¿Se le han olvidado las esposas?
Sir Rowland se volvió hacia Clarissa.
—¿Estás bien, querida? —preguntó ansioso.
—Sí, sí, estoy bien.
—Yo no quería exponerte a todo esto —se disculpó él.
—Tú sabías que había sido Jeremy, ¿no es así?
—¿Pero qué le hizo pensar en el sello, señor? —terció el inspector.
Sir Rowland se acercó a él y cogió el sobre.
—Bueno, inspector, algo se me ocurrió cuando Pippa me dio el sobre esta tarde. Luego mis sospechas crecieron al ver en el Quién es quién que Kenneth Thomson, el jefe de Warrender, era un coleccionista de sellos. Y hace un momento, cuando tuvo la desfachatez de meterse el sobre en el bolsillo delante de mis narices, estuve seguro. Tenga usted cuidado con esto, inspector —añadió, tendiéndole el sobre—. Descubrirá que es de un valor extraordinario, además de ser una prueba.
—En efecto, una prueba definitiva. Gracias a ella recibirá su merecido un malvado criminal. Sin embargo, todavía tenemos que localizar el cadáver.
—Ah, eso es muy fácil, inspector —terció Clarissa—. Miren en la cama de la habitación de invitados.
El policía la miró con gesto de desaprobación.
—Señora Hailsham-Brown… —comenzó.
—¡Pero por qué nadie me cree! —exclamó Clarissa—. Está bajo la cama de invitados. Vaya usted a mirar, inspector. La señorita Peake lo puso ahí porque quería ayudar.
—Quería ayudar… —El inspector, confundido, se acercó a la puerta. Allí se volvió de nuevo—. ¿Sabe usted, señora Hailsham-Brown? No nos ha puesto las cosas muy fáciles esta tarde, con todas las historias que nos ha contado. Supongo que pensó que había sido su esposo, y mentía para protegerle. Pero no debería hacer esas cosas, señora. No debería, no —Y, meneando una vez más la cabeza, se marchó de la sala.
—¡Pues vaya! —exclamó Clarissa indignada—. ¡Ay, Pippa! —recordó de pronto.
—Más vale que la llevemos a la cama —aconsejó sir Rowland—. Ahora estará segura.
—Vamos, Pippa —la llamó Clarissa, sacudiéndola con suavidad—. Arriba. Es hora de irse a la cama.
Pippa se incorporó medio dormida.
—Tengo hambre —murmuró.
—Sí, sí, estoy segura. Anda, vamos a ver qué encontramos.
—Buenas noches, Pippa —se despidió sir Rowland.
—Buenas noches.
Sir Rowland se sentó a la mesa, y había comenzado a guardar las cartas cuando Hugo entró desde el vestíbulo.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. Jamás lo hubiera imaginado. El joven Warrender, precisamente. Parecía un individuo decente. Asistió a un buen colegio, tenía contactos…
—Pero estaba dispuesto a cometer un asesinato por catorce mil libras —observó sir Rowland—. Sucede de vez en cuando, Hugo, en cualquier sociedad. Una personalidad atractiva sin ningún sentido de la moral.
La señora Brown asomó la cabeza por la puerta.
—Sir Rowland, venía a decirle —comenzó con su habitual vozarrón— que tengo que ir a la comisaría. Quieren que haga una declaración. No les ha hecho mucha gracia la bromita del cadáver —afirmó entre risotadas—. Creo que me van a echar un buen rapapolvo —Y cerró de un portazo.
—¿Sabes, Roly? Todavía no lo entiendo —admitió Hugo—. ¿Era la señorita Peake la señora Sellon? ¿O era el señor Sellon el señor Brown? ¿O al revés?
Sir Rowland no tuvo que contestar, porque el inspector entró en ese momento para recoger su sombrero y sus guantes.
—Ahora estamos retirando el cadáver, caballeros. Sir Rowland, debería usted advertir a la señora Hailsham-Brown que si sigue contando mentiras a la policía un día de estos se va a encontrar en un auténtico problema.
—Lo cierto es que ella le dijo la verdad una vez, inspector. Pero en esa ocasión usted no la creyó.
—Sí, bueno… —repuso el inspector con apuro. De pronto pareció recobrar el aplomo—. Francamente, señor, tendrá que admitir que era muy difícil darle crédito.
—Sí, desde luego.
—En fin, buenas noches, señores.
—Buenas noches, inspector —replicó sir Rowland.
—Buenas noches, y bien hecho, inspector —dijo Hugo, acercándose para estrecharle la mano.
—Gracias.
Una vez a solas con sir Rowland, Hugo bostezó.
—Bueno, creo que me voy a casa a dormir —anunció—. Menudo día, ¿eh?
—Sí, menudo día. Buenas noches.
Sir Rowland dejó las cartas apiladas sobre la mesa y cuando colocaba el Quién es quién en la estantería, Clarissa entró en el salón y se acercó a él.
—Querido Roly, ¿qué habríamos hecho sin ti? Eres tan listo.
—Y tú eres una mujer muy afortunada. Menos mal que no entregaste tu corazón al canalla de Warrender.
Clarissa se estremeció.
—De eso no había ningún peligro. Si entrego a alguien mi corazón —añadió con una tierna sonrisa—, será a ti.
—Vamos, vamos, a mí no me vengas con tus trucos —replicó él riendo—. Si…
Pero en ese momento Henry Hailsham-Brown entraba en el salón por la cristalera.
—¡Henry! —exclamó Clarissa sobresaltada.
—Hola, Roly. Pensaba que esta tarde ibas al club.
—Bueno… esto… al final decidí volver pronto —fue todo lo que sir Rowland atinó a responder—. Ha sido una velada agotadora.
Henry miró la mesa.
—¿Cómo? ¿El bridge ha sido agotador? —bromeó.
Sir Rowland sonrió.
—El bridge y… otras cosas. En fin, buenas noches a todos.
Clarissa le sopló un beso.
—¿Dónde está Kalendorff? —preguntó a su esposo—. Quiero decir, ¿dónde está el señor Jones?
Henry dejó su maletín en el sofá.
—Es de lo más exasperante —mascullo indignado—. No vino.
—¿Qué?
—En el avión no había más que un maldito ayuda de campo —informó Henry mientras se desabrochaba el impermeable—. Lo primero que hizo fue dar media vuelta y volver por donde había venido.
—¿Pero para qué?
—¿Cómo puedo saberlo? Parecía sospechar algo. ¿Pero qué iba a sospechar? ¡Bah, quién sabe!
—¿Y sir John? —preguntó Clarissa, mientras le quitaba el sombrero.
—Eso es lo peor —gruñó Henry—. No pude avisarle a tiempo, y llegará en cualquier momento, supongo —Consultó el reloj—. Por supuesto llamé a Downing Street inmediatamente después de ir al aeródromo, pero ya había salido. ¡Todo este asunto ha sido un espantoso fiasco! —exclamó, dejándose caer con un suspiro en el sofá.
En ese instante sonó el teléfono.
—Ya lo cojo yo —dijo Clarissa—. Podría ser la policía.
—¿La policía?
—Sí. ¿Diga? Aquí Copplestone Court. Sí… sí, aquí está —dijo, mirando a Henry—. Es para ti, cariño. Del aeródromo de Bindley Heath.
Henry se precipitó hacia el teléfono, pero a medio camino se detuvo y adoptó un paso digno.
—¿Sí?
Clarissa se llevó el sombrero y el impermeable de su marido al vestíbulo y volvió al salón de inmediato.
—Sí, yo mismo —decía Henry—. ¿Qué? ¿Diez minutos de retraso? ¿Debo…? Sí… Sí, sí… No… No, no. ¿Sí? Ya veo. Sí. Muy bien. —Henry colgó—. ¡Clarissa! —gritó—. ¡Ah! —exclamó al descubrir que estaba justo detrás de él—. Aquí estás. Parece que el avión de Kalendorff llegó diez minutos después del primero.
—El señor Jones, quieres decir.
—Es verdad, querida. Toda precaución es poca. Sí, parece que el primer avión era una medida de seguridad. La verdad es que es imposible averiguar cómo funciona la mente de esta gente. En fin, el caso es que han enviado a… al señor Jones hacia aquí con una escolta. Llegará en quince minutos. Vamos a ver, ¿está todo bien? ¿Todo en orden? —Miró la mesa de bridge—. Guarda esas cartas, ¿quieres?
Ella se apresuró a retirar la baraja mientras Henry cogía la bandeja de canapés y el plato de mousse con expresión de sorpresa.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó.
Clarissa le arrebató los cacharros de la mano.
—Pippa estaba comiendo —explicó—. Trae, que me lo llevo todo. Iré a preparar más canapés.
—Espera un momento. Esas sillas están fuera de su sitio —dijo su marido, con tono de reproche—. Pensaba que ibas a tenerlo todo listo. ¿Qué has estado haciendo toda la tarde? —preguntó mientras se llevaba la mesa de bridge a la biblioteca.
—Ay, Henry —replicó ella, colocando las sillas—, ha sido una tarde de lo más emocionante. Verás, poco después de que te marcharas vine al salón con los canapés, y lo primero que hago es tropezar con un cadáver. Estaba ahí —señaló—, detrás del sofá.
—Sí, sí, cariño —murmuró Henry, distraído, ayudándola a llevar una silla a su sitio—. Tus historias son siempre encantadoras, pero ahora no tenemos tiempo.
—¡Pero es verdad, Henry! Y eso es sólo el principio. Luego vino la policía y fue una cosa detrás de otra. Había una red de narcotráfico, y la señorita Peake no es la señorita Peake sino la señora Brown, y Jeremy resultó ser el asesino y pretendía robar un sello que vale catorce mil libras.
—¡Hmmm! Debe de ser otro sueco amarillo —comentó Henry con tono indulgente, sin prestar atención.
—¡Sí, eso creo que era! —exclamó ella.
—Mira que tienes imaginación, Clarissa —Henry colocó la mesita entre dos butacas, y sacudió las migas con su pañuelo.
—No me lo he inventado, cariño. ¿Cómo iba a inventarme una cosa así?
Henry comenzó a ahuecar los cojines del sofá mientras Clarissa seguía intentando llamar su atención.
—Es increíble —comentó—. En toda mi vida nunca me ha pasado nada, y esta tarde lo he vivido todo de golpe. Asesinato, policía, drogadictos, tinta invisible, escritura secreta, casi me detienen por asesinato y casi me matan —Hizo una pausa mirando a Henry—. ¿Sabes, querido? Es casi demasiado para una sola tarde.
—Anda, ve a preparar café —replicó él—. Ya me contarás mañana todo este lío tan encantador.
—¿Pero no te das cuenta, Henry? ¡Esta tarde han estado a punto de matarme!
Henry consultó el reloj.
—Tanto sir John como el señor Jones pueden llegar en cualquier momento —observó nervioso.
—¡Lo que he pasado esta tarde! —insistió ella—. Me recuerda a sir Walter Scott.
—¿El qué? —preguntó él con vaguedad, mirando en torno a la sala para asegurarse de que todo estaba ya en su sitio.
—Mi tía me obligaba a aprendérmelo de memoria. «Ah, la enmarañada telaraña que tejemos al comenzar a practicar la mentira».
Henry la rodeó con los brazos.
—¡Mi encantadora araña!
—¿Tú sabes lo que hacen las arañas? Se comen a sus maridos —dijo ella rascándole el cuello.
—Hay más posibilidades de que te coma yo a ti —replicó él con pasión.
De pronto sonó el timbre.
—¡Sir John! —resollaron los dos a la vez.
—Ve tú a abrir —dijo ella—. Yo dejaré el café y los canapés en el vestíbulo, para que los toméis cuando os apetezca. Ha llegado el momento de las conversaciones de altura —Le sopló un beso con la mano—. Buena suerte, cariño.
—Buena suerte —replicó él—. Quiero decir, gracias. A ver quién de los dos ha llegado antes —Se abrochó apresuradamente la chaqueta, se alisó la corbata y se precipitó hacia la puerta.
Clarissa recogió los platos al tiempo que oía la voz de Henry en la puerta:
—Buenas noches, sir John.
Vaciló un instante, pero enseguida se acercó a las estanterías y activó la palanca del panel. En cuanto se abrió la cámara secreta, se metió en ella.
—Clarissa desaparece misteriosamente —declamó en un teatral susurro un instante antes de que Henry hiciera pasar al primer ministro al salón.