Capítulo 21

La señorita Peake la miró sobresaltada, sin saber cómo reaccionar. Pero por fin cambió de actitud.

—Muy inteligente —comentó, abandonando su habitual tono jocoso para hablar con seriedad—. Sí, soy la señora Brown.

—Usted es la socia del señor Sellon —prosiguió Clarissa—, y la dueña de esta casa. Usted la heredó de Sellon, junto con el negocio. Por alguna razón, tenía el propósito de encontrar un inquilino de nombre Brown. De hecho estaba usted decidida a tener a una señora Brown viviendo aquí. Pensaba que no le resultaría difícil, puesto que es un nombre muy común. Pero al final tuvo que aceptar Hailsham-Brown. No sé exactamente por qué. No alcanzo a entender todos los pormenores del asunto…

La señora Brown, alias señorita Peake, la interrumpió.

—Charles Sellon fue asesinado —aseguró—. De eso no hay duda. Había encontrado algo muy valioso, no sé cómo, ni siquiera sé qué era. Sellon fue siempre muy… reservado.

—Eso hemos oído —dijo sir Rowland.

—Fuera lo que fuera, lo asesinaron por ello. Y su asesino no encontró el objeto, probablemente porque no estaba en la tienda, sino aquí. Estaba convencida de que el asesino vendría a buscarlo a esta casa antes o después, y yo quería ser testigo de lo que pasara. Por lo tanto necesitaba a una señora Brown que hiciera de hombre de paja. Una sustituta.

Sir Rowland lanzó una exclamación.

—¿Y no se le ocurrió pensar —preguntó— que la señora Hailsham-Brown, una mujer totalmente inocente que no le había hecho ningún daño, estaría en peligro?

—No le he quitado el ojo de encima, ¿no es verdad? Hasta tal punto que a veces he llegado a molestarla. El otro día, cuando vino aquel hombre a ofrecer un precio ridículo por ese escritorio, estaba segura de que iba por buen camino. Pero yo juraría que en ese escritorio no hay nada de valor.

—¿Ha examinado usted el cajón secreto? —preguntó sir Rowland.

—¿Un cajón secreto? —preguntó ella, sorprendida, acercándose al mueble.

Pero Clarissa la detuvo.

—Ya no hay nada dentro —aseguró—. Pippa encontró el cajón, pero sólo contenía unas firmas viejas.

—Clarissa, me gustaría ver otra vez esas firmas —pidió sir Rowland.

Clarissa se acercó al sofá.

—Pippa —llamó—. Pippa, ¿dónde has puesto…? Vaya, está dormida.

La señora Brown se acercó al sofá.

—Dormidísima. Claro, tantas emociones. Mire, me la llevaré a la cama ahora mismo.

—No —objetó sir Rowland. Todos se volvieron hacia él.

—Pero si no pesa nada —aseguró la jardinera—. Ni la mitad de lo que pesaba Costello.

—Da igual. Yo creo que aquí estará más segura.

La señora Brown retrocedió un paso y miró en torno.

—¿Más segura? —exclamó indignada.

—Justamente —insistió sir Rowland—. La niña ha dicho algo muy importante hace un momento. —Se sentó a la mesa.

Al cabo de un breve silencio, Hugo se sentó frente a él.

—¿Qué ha dicho, Roly?

—Si pensáis un poco tal vez os deis cuenta.

Los presentes se miraron. Mientras tanto, sir Rowland consultaba el Quién es quién.

—No lo entiendo —admitió Hugo por fin.

—Sí, ¿qué dijo Pippa? —preguntó Jeremy.

—No me explico qué pudo ser —dijo Clarissa—. ¿Algo sobre la policía? ¿Sobre el sueño? ¿Algo que dijo cuando bajó medio dormida?

—Venga, Roly —le apremió Hugo—, no seas tan misterioso, maldita sea. ¿De qué se trata?

Sir Rowland alzó la vista.

—¿Qué? —murmuró distraído—. Ah, sí. Las firmas. ¿Dónde están?

Hugo chasqueó los dedos.

—Creo que Pippa las puso en esa caja de ahí.

Jeremy se acercó a las estanterías.

—¿Aquí arriba? Sí, tienes razón, aquí están —Jeremy sacó los papeles para dárselos a sir Rowland, y se guardó el sobre en el bolsillo.

—Victoria Regina, Dios la bendiga —comentó sir Rowland, examinando las firmas con su monóculo—. La reina Victoria, en tinta marrón desvaída. ¿Y esta otra? John Ruskin. Sí, yo diría que es auténtica. ¿Y la última? Robert Browning… Hmm… El papel no es tan viejo como debería ser.

—¡Roly! ¿Qué quieres decir? —preguntó Clarissa, excitada.

—Durante la guerra obtuve cierta experiencia con tintas invisibles y ese tipo de cosas —explicó él—. Si alguien quiere pasar una nota secreta, lo mejor es escribirla con tinta invisible en un papel y luego falsificar una firma. Se pone la firma con otras firmas auténticas, y nadie se dará cuenta de nada. Como nos pasó a nosotros.

La señora Brown parecía perpleja.

—Pero ¿qué pudo haber escrito Charles Sellon que valiese catorce mil libras? —quiso saber.

—Nada en absoluto, señora. Pero se me ha ocurrido, sabe usted, que tal vez fuera una cuestión de seguridad.

—¿Cómo dice?

—Oliver Costello era sospechoso de ser traficante de drogas —prosiguió sir Rowland—. Sellon, según nos dijo el inspector, fue interrogado una o dos veces por la brigada de narcóticos. Aquí tenemos una relación de acontecimientos, ¿no les parece? —La señora Brown le miró sin comprender—. Claro, podría no ser más que una idea sin fundamento —Sir Rowland observó, de nuevo, las firmas—. Tratándose de Sellon, no creo que fuera nada muy elaborado. Tal vez zumo de limón, o una solución de cloruro de bario. Sólo nos hará falta un poco de calor. Si no, siempre podemos intentarlo con vapor de yodo. Sí, vamos a probar primero con calor —decidió, poniéndose en pie—. ¿Qué, comenzamos con el experimento?

—En la biblioteca hay una estufa eléctrica —dijo Clarissa—. Jeremy, ¿quieres traerla? Podemos enchufarla aquí —añadió, señalando un enchufe en la pared.

—Todo esto es ridículo —protestó la señora Brown—. Rocambolesco.

Clarissa no estaba de acuerdo.

—Yo pienso que es una idea magnífica —declaró, mientras Jeremy volvía de la biblioteca con un pequeño calentador.

—¿Dónde está el enchufe?

—Ahí abajo —indicó Clarissa.

Sir Rowland se acercó con el papel y todos se arracimaron en torno a él para observar el resultado.

—No debemos esperar gran cosa —advirtió sir Rowland—. Al fin y al cabo, es sólo una idea. Pero Sellon debía de tener una buena razón para guardar estos papeles en un sitio tan secreto.

—Esto me lleva de vuelta a la infancia —comentó Hugo—. Cuando era pequeño también escribía mensajes secretos con zumo de limón.

—¿Con cuál empezamos? —preguntó Jeremy con entusiasmo.

—Con la reina Victoria —sugirió Clarissa.

—No, yo apuesto que es el de Ruskin —opinó Jeremy.

—Pues yo me inclino por el de Robert Browning —declaró sir Rowland, acercando el papel a la estufa.

—¿Ruskin? Un individuo de lo más oscuro. Jamás entendí ni una palabra de su poesía —reconoció Hugo.

—Exacto —convino sir Rowland—. Está llena de significados ocultos.

—Como no pase nada no podré soportarlo —exclamó Clarissa.

—Yo creo… Sí, aquí hay algo —murmuró sir Rowland.

—Sí, hay algo —repitió Jeremy.

—¿Sí? ¡A ver! —pidió Clarissa.

Hugo se abrió paso entre ella y Jeremy.

—Aparta, Warrender.

—Tranquilos —terció sir Rowland—. No me empujéis. Sí… hay algo escrito —De pronto se incorporó—. ¡Ya lo tenemos!

—¿Qué tenemos? —quiso saber la señora Brown.

—Una lista de seis nombres y direcciones —informó sir Rowland—. Yo diría que son traficantes de drogas. Y uno de los nombres es el de Oliver Costello.

Todos estallaron en exclamaciones.

—¡Oliver! —dijo Clarissa—. Así que por eso vino. Alguien debió de seguirle y… ¡Tío Roly, tenemos que decírselo a la policía! Ven tú también, Hugo.

Mientras Jeremy volvía con la estufa a la biblioteca, Clarissa se precipitó al vestíbulo, seguida de Hugo.

—Es lo más extraordinario que he oído jamás —iba murmurando éste.

Sir Rowland se detuvo en el umbral.

—¿Viene usted, señorita Peake?

—No me necesitan, ¿verdad?

—Yo creo que sí. Usted era la socia de Sellon.

—Yo nunca tuve nada que ver con esto de las drogas. Yo sólo llevaba la parte de antigüedades. Me encargaba de las compras y las ventas en Londres.

—Ya veo —replicó sir Rowland, todavía esperando con la puerta abierta.

Nada más volver de la biblioteca, Jeremy se acercó a la puerta del vestíbulo a escuchar un momento. Echó un vistazo a Pippa, cogió un cojín de la mecedora y se acercó al sofá donde dormía la niña.

Pippa se agitó en su sueño y Jeremy se detuvo bruscamente. Pero cuando se aseguró de que la niña seguía dormida, avanzó hacia el sofá. Luego empezó a bajar el cojín poco a poco sobre su cabeza.

En ese momento Clarissa entró de nuevo en la sala. Al oír la puerta, Jeremy colocó el cojín a los pies de Pippa.

—Me he acordado de lo que dijo sir Rowland —explicó—, así que pensé que no deberíamos dejar sola a Pippa. Como tenía los pies un poco fríos se los iba a tapar.

Clarissa se acercó al escabel.

—Con tantas emociones me ha entrado un hambre espantosa —declaró, volviéndose hacia el plato de canapés—. ¡Jeremy, te los has comido todos!

—Lo siento, pero es que estaba desfallecido.

—Pues no lo entiendo —comentó ella con tono de reproche—. Tú habías cenado y yo no.

Jeremy se apoyó sobre el respaldo del sofá.

—No, yo tampoco había cenado. Estuve un buen rato practicando golpes de golf, y cuando llegué al comedor del club tú acababas de llamar.

—Ah —Clarissa se inclinó para ahuecar el cojín, y de pronto compuso una expresión de sorpresa—. ¡Ahora lo entiendo! Tú… ¡fuiste tú!

—¿Qué quieres decir?

—¡Tú! —repitió Clarissa, casi para sí misma.

—¿Qué quieres decir?

Clarissa le miró a los ojos.

—¿Qué hacías con ese cojín cuando entré en la habitación?

Jeremy se echó a reír.

—Ya te lo he dicho. Iba a taparle los pies a Pippa. Los tenía fríos.

—¿Ah, sí? ¿Eso ibas a hacer? ¿O más bien ibas a ponerle el cojín en la boca?

—¡Clarissa! —exclamó él, indignado—. ¡Eso es ridículo!

—Yo estaba segura de que ninguno de nosotros había matado a Oliver Costello. Pero lo cierto es que fuiste tú. Tú estabas solo en el campo de golf. Volviste a la casa, entraste por la ventana de la biblioteca, que habías dejado abierta, y todavía llevabas el palo de golf. Por supuesto. Eso es lo que dijo Pippa. «Un palo de golf como el que tenía Jeremy». Pippa te vio.

—Eso no tiene ningún sentido, Clarissa —protestó Jeremy, haciendo un patético esfuerzo por reírse.

—Sí que lo tiene —insistió ella—. Luego, después de matar a Oliver, volviste al club y llamaste a la policía para que vinieran, encontraran el cadáver y pensaran que habíamos sido Henry o yo.

Jeremy se levantó de un brinco.

—¡Eso es una tontería!

—No es ninguna tontería. Es la verdad. Yo sé que es la verdad. ¿Pero por qué? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué?

Se quedaron mirándose a los ojos hasta que Jeremy, con un hondo suspiro, se sacó del bolsillo el sobre que había contenido las firmas. Se lo tendió a Clarissa, pero no le permitió tocarlo.

—Ése es el sobre donde estaban los papeles.

—Lleva pegado un sello —explicó Jeremy—. Es lo que se conoce como un error filatélico. Fue impreso en un color equivocado. El año pasado se vendió uno en Suecia por catorce mil trescientas libras.

—¡Así que era eso! —exclamó Clarissa, retrocediendo.

—El sello cayó en manos de Sellon. Sellon escribió a mi jefe, sir Kenneth, acerca de él. Pero fui yo quien abrió la carta. Fui a ver a Sellon…

—… y le mataste —concluyó Clarissa.

Él asintió sin decir nada.

—Pero no encontraste el sello —prosiguió ella, todavía retrocediendo.

—Así es. El sello no estaba en la tienda, así que estaba seguro de que se encontraba aquí, en esta casa —explicó Jeremy, acercándose a ella—. Esta tarde pensé que Costello me había tomado la delantera.

—Así que también le mataste a él.

Jeremy asintió de nuevo.

—¡Y ahora estabas dispuesto a matar a Pippa!

—¿Por qué no?

—¡No me lo puedo creer!

—Mi querida Clarissa, catorce mil libras es mucho dinero —observó él con una sonrisa a la vez contrita y siniestra.

—Pero ¿por qué me cuentas todo esto? —preguntó ella, sorprendida y nerviosa—. ¿Acaso crees que no diré nada a la policía?

—Les has contado tantas mentiras que nunca te creerán —replicó él con brusquedad.

—Desde luego que me creerán.

—Además —prosiguió Jeremy, siempre avanzando hacia ella—, no vas a tener ocasión. Ya he matado a dos personas. ¿Crees que me preocupa una tercera?

En ese momento la agarró del cuello y Clarissa lanzó un grito.