Capítulo 20

—¡Pippa! —exclamó Clarissa, levantándose de un salto—. ¿Qué haces fuera de la cama?

—Me he despertado. Tengo muchísima hambre —se quejó la niña entre bostezos. Se sentó en el sofá y miró a Clarissa con expresión de reproche—. Dijiste que me ibas a traer esto.

Clarissa le cogió el plato de mousse, lo dejó en el escabel y se sentó junto a ella.

—Creí que estabas dormida, Pippa —explicó.

—Y lo estaba. Pero entonces me pareció que un policía entraba en la habitación. Era una pesadilla espantosa, y medio me desperté. Como tenía hambre vine abajo —Se estremeció—. Además, pensé que igual era cierto.

Sir Rowland se sentó al otro lado de Pippa.

—¿El qué era cierto?

—El sueño tan espantoso que he tenido sobre Oliver —contestó la niña, estremeciéndose al recordarlo.

—¿Cómo era el sueño? Cuéntamelo.

Pippa sacó del bolsillo de la bata una figurilla de cera. Parecía nerviosa.

—Esto lo hice esta tarde. Derretí una vela de cera, luego calenté un alfiler al rojo vivo y la atravesé —explicó, tendiendo la figurilla a sir Rowland.

—¡Cielo santo! —exclamó Jeremy, levantándose de un brinco, y se puso a buscar por la sala el libro que Pippa había intentado enseñarle con anterioridad.

—Pronuncié las palabras adecuadas y todo —prosiguió Pippa—, pero no pude hacerlo exactamente como decía el libro.

—¿Qué libro? —quiso saber Clarissa.

Jeremy lo había encontrado en las estanterías.

—Aquí está —exclamó, tendiéndoselo a Clarissa—. Pippa lo encontró hoy en el mercadillo. Decía que era un libro de recetas.

La niña se echó a reír.

—Y tú me preguntaste si se podía comer.

Clarissa examinó el libro. Se titulaba Cien hechizos de probada calidad. Abrió el libro y leyó:

—«Cómo curar verrugas. Cómo lograr su más hondo deseo. Cómo destruir a su enemigo». ¡Ay, Pippa! ¿Es eso lo que hiciste?

—Sí —contestó la niña con solemnidad. Luego miró la figurilla de cera que aún sostenía sir Rowland—. No se parece mucho a Oliver —admitió—, y no pude cortarle un mechón de pelo. Pero lo hice todo lo mejor que pude y entonces… entonces… soñé… pensé… —Se apartó el pelo de la cara—. Pensé que bajaba al salón y él estaba ahí —dijo señalando detrás del sofá—. Y todo era cierto.

Sir Rowland dejó la figurilla en el escabel.

—Estaba ahí, muerto —prosiguió Pippa. Se había echado a temblar—. Yo le había matado. ¿Es cierto? —preguntó mirándolos a todos—. ¿Lo maté yo?

—No, cariño, no —contestó Clarissa llorosa, rodeándola con el brazo.

—Pero estaba ahí —insistió la niña.

—Ya lo sé, Pippa —terció sir Rowland—. Pero tú no lo mataste. Cuando atravesaste la figurilla con un alfiler, lo que mataste fue tu odio y tu miedo hacia él. ¿A que ya no le tienes miedo ni le odias?

—No, es verdad. Pero yo lo vi. Vine al salón y lo vi ahí tirado, muerto —Apoyó la cabeza en el pecho de sir Rowland—. Yo lo vi, tío Roly.

—Sí, cariño, lo viste, pero tú no lo mataste —La niña le miró ansiosa—. Escúchame, Pippa. Alguien le golpeó en la cabeza con un palo. Tú no fuiste, ¿verdad?

—¡No, no! —negó la niña con vehemencia, moviendo la cabeza—. Con un palo no —Se volvió hacia Clarissa—. ¿Un palo de golf como el que tenía Jeremy?

Jeremy se echó a reír.

—No, un palo de golf no —explicó—. Más bien algo parecido al bastón que hay en el perchero del vestíbulo.

—¿El que era del señor Sellon y que la señorita Peake dice que es un garrote?

—Sí.

—No, no —repitió Pippa—. Yo no podría hacer una cosa así. ¡Ay, tío Roly, yo no quería matarlo!

—Pues claro que no —dijo Clarissa con tono sereno y sensato—. Venga, cariño, termínate la mousse de chocolate y olvídalo todo —añadió tendiéndole el plato. Pero Pippa negó con la cabeza.

Entre Clarissa y sir Rowland la ayudaron a tumbarse en el sofá. Aquella le cogió la mano y éste le acarició el pelo.

—No entiendo ni una palabra —anunció la señorita Peake—. ¿Qué libro es ése? —preguntó a Jeremy, que en ese momento lo estaba hojeando.

—«Cómo provocar la peste en el ganado del vecino». ¿Le atrae la perspectiva, señorita Peake? Yo diría que con algún que otro pequeño ajuste podría usted provocar una plaga en las rosas del vecino.

—No sé de qué está hablando —replicó la jardinera bruscamente.

—Magia negra.

—Yo no soy supersticiosa, gracias a Dios.

Hugo, que se había esforzado por seguir el hilo de los acontecimientos, dijo:

—No entiendo nada de nada.

—Ni yo —aseguró la jardinera, dándole una palmada en el hombro—. Voy a echar un vistazo, a ver cómo les va a los agentes —Y con otra de sus sonoras carcajadas salió al vestíbulo.

Sir Rowland miró en torno a la sala.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.

Clarissa todavía se estaba recuperando de las últimas revelaciones.

—¡Pero qué tonta he sido! —exclamó de pronto—. Debería haber sabido que Pippa no era capaz de… Yo no sabía nada del libro. Pippa me dijo que lo había matado y yo… pensé que era verdad.

Hugo se levantó.

—O sea que tú pensabas que…

—Sí, querido —le interrumpió Clarissa con vehemencia, temerosa de que la niña le oyera. Pero Pippa, por fortuna, dormía profundamente en el sofá.

—¡Ya veo! Eso lo explica todo. ¡Cielo santo!

—Bueno, más vale que vayamos a la policía ahora mismo a contar por fin la verdad —propuso Jeremy.

Sir Rowland negó con la cabeza.

—No sé —murmuró—. Clarissa ya les ha contado tres historias diferentes.

—¡No, un momento! —terció ella—. Se me acaba de ocurrir una idea. Hugo, ¿cómo se llamaba la tienda del señor Sellon?

—Era una tienda de antigüedades —respondió Hugo con vaguedad.

—Sí, eso lo sé. ¿Pero cómo se llamaba?

—¿Qué quieres decir?

—Ay, querido, no te hagas el tonto. Lo dijiste antes, y quiero que lo repitas. Pero no quiero decírtelo yo, ni decirlo por ti.

Hugo, Jeremy y sir Rowland se miraron unos a otros.

—¿Tú sabes de qué demonios está hablando esta joven, Roly? —preguntó Hugo con tono lastimero.

—No tengo ni idea. Inténtalo otra vez, Clarissa.

—Pero si es sencillísimo —exclamó ella exasperada—. ¿Cuál era el nombre de la tienda de Maidstone?

—No tenía nombre —contestó Hugo—. Quiero decir que una tienda de antigüedades no se llama «Miramar» ni nada parecido.

—Señor, dame paciencia —masculló Clarissa—. ¿Qué… había escrito encima de la puerta? —preguntó, pronunciando claro y despacio.

—¿Escrito? Nada. ¿Qué podía haber escrito? Sólo los nombres de los propietarios, «Sellon y Brown», por supuesto.

—¡Por fin! —exclamó ella encantada—. Sabía que lo habías dicho antes, pero no estaba segura. Sellon y Brown. Mi nombre es Hailsham-Brown —Miró a los tres hombres, pero ellos parecían no entender nada—. Conseguimos esta casa baratísima —siguió explicando—. A las demás personas que vinieron a verla les pidieron un alquiler tan exorbitante que todas se marcharon escandalizadas. ¿Todavía no lo entendéis?

Hugo la miraba perplejo.

—Pues no.

Jeremy negó con la cabeza.

—Todavía no, querida.

—Vagamente —replicó sir Rowland, pensativo.

Ella parecía cada vez más excitada.

—El socio del señor Sellon, que vive en Londres, es una mujer —informó—. Hoy alguien llamó por teléfono y preguntó por la señora Brown. No por la señora Hailsham-Brown, sino por la señora Brown.

—Creo que empiezo a verlo —comentó sir Rowland.

—Pues yo no —aseguró Hugo.

Clarissa se volvió hacia él.

—Un hombre pobre o un pobre hombre. Son cosas muy diferentes —observó.

—No estarás delirando, ¿verdad, Clarissa? —preguntó Hugo, nervioso.

—Alguien mató a Oliver —le recordó ella—. No fuisteis ninguno de vosotros. Tampoco fuimos Henry ni yo. —Se interrumpió un momento—. Y no fue Pippa, gracias a Dios. Así pues, ¿quién fue?

—Seguramente, como le dije al inspector, fue alguien de fuera de la casa —opinó sir Rowland—. Alguien siguió a Oliver hasta aquí.

—Sí, pero ¿por qué? —Al ver que nadie contestaba, ella prosiguió con sus especulaciones—: Esta tarde, después de salir a despediros, entré en casa por la cristalera y me encontré a Oliver. Pareció sorprendido de verme. Hasta me preguntó qué estaba haciendo aquí. Yo entonces pensé que sólo quería enfadarme. Pero ahora creo que no estaba fingiendo.

Los hombres la escuchaban con atención.

—Supongamos pues que, en efecto, se sorprendió al verme. Pensaba que la casa era de otra persona. Pensaba que la persona que encontraría aquí sería la señora Brown, la socia del señor Sellon.

Sir Rowland meneó la cabeza.

—¿Cómo no iba Oliver a saber que Henry y tú vivís en esta casa? ¿No crees que Miranda lo sabría?

—Cuando Miranda tiene que decir algo, siempre lo hace a través de los abogados. Ni ella ni Oliver tenían por qué saber que estamos viviendo aquí —explicó Clarissa—. Estoy segura de que Oliver Costello no tenía ni idea de que se iba a encontrar conmigo. Es cierto que se recuperó muy deprisa y utilizó la excusa de que venía a hablar de Pippa. Luego fingió irse, pero volvió porque…

Clarissa se interrumpió al ver que la señorita Peake entraba desde el vestíbulo.

—Todavía están buscando —anunció la jardinera con una carcajada—. Ahora están fuera, en los jardines.

—Señorita Peake —dijo Clarissa—, ¿recuerda usted lo que dijo el señor Costello justo antes de marcharse?

—No tengo la más remota idea.

—¿No dijo: «He venido a ver a la señora Brown»? ¿No dijo eso?

La señorita Peake se quedó pensando un momento.

—Sí, creo que sí. ¿Por qué?

—Porque no venía a verme a mí.

—Pues si no era a usted, no sé a quién querría ver —replicó la señorita Peake con otra de sus joviales risotadas.

—A usted —aseguró Clarissa—. Usted es la señora Brown, ¿no es así?