Capítulo 18

Clarissa guardó silencio unos momentos.

—Todo comenzó como ya le he contado. Me despedí de Oliver Costello, que se marchó con la señorita Peake. No tenía ni idea de que había vuelto por segunda vez, y todavía no entiendo por qué lo hizo —Se interrumpió, como recordando qué había pasado a continuación—. ¡Ah, sí! Entonces llegó mi marido y me explicó que tenía que volver a salir de inmediato. Se marchó en el coche. Yo cerré la puerta con llave, y de pronto empecé a ponerme nerviosa.

—¿Nerviosa? ¿Por qué?

—Bueno, por lo general soy una persona tranquila, pero se me ocurrió pensar que nunca me había quedado sola en la casa por la noche.

—Prosiga —la animó el inspector.

—No seas tonta, me dije, tienes el teléfono, ¿no? Siempre puedes llamar pidiendo ayuda. Además, los ladrones no vienen a esta hora de la tarde. Siempre salen en plena noche. De todas formas, no dejaba de oír ruidos. Me parecía oír una puerta en algún sitio, o pasos en mi habitación. Así que decidí hacer algo.

Clarissa se interrumpió de nuevo.

—¿Sí?

—Fui a la cocina y preparé los canapés para Henry y el señor Jones. Los coloqué en una fuente, tapados con una servilleta para que no se secaran, y justo cuando venía por el recibidor para dejarlos aquí… Oí algo de verdad.

—¿Dónde?

—En esta habitación. Y sabía que esta vez no eran imaginaciones mías. Oí que abrían y cerraban cajones, y de pronto recordé que no había cerrado la cristalera. Nunca la cerramos. Alguien había entrado por ahí.

—Prosiga, señora Hailsham-Brown.

—No sabía qué hacer. Estaba petrificada. Pero al cabo de un momento pensé: No seas tonta. ¿Y si Henry ha vuelto por algo, o incluso sir Rowland o los demás? Menudo ridículo harías si subes a llamar a la policía desde el otro teléfono. Entonces se me ocurrió un plan.

—¿Sí? —la apremió el inspector con impaciencia.

—Fui al vestíbulo y cogí el bastón más pesado que encontré. Luego entré en la biblioteca, sin encender la luz, y fui a tientas hasta la cámara secreta. La abrí con mucho cuidado y me metí en ella. Pensaba entreabrir la puerta que da a esta sala y ver quién era —Señaló el panel—. A menos que uno conozca la existencia de la cámara, jamás se le ocurriría pensar que ahí hay una puerta.

—Sí, eso es cierto.

Clarissa parecía estar disfrutando de su narración.

—Así que quise abrir poco a poco, pero se me escurrieron los dedos y la puerta se abrió de golpe y dio contra una silla. El hombre que estaba junto al escritorio se enderezó. Yo vi que llevaba en la mano algo brillante y pensé que era un revólver. Estaba aterrorizada. Creí que iba a dispararme, así que le di un golpe con el bastón, con todas mis fuerzas —Se inclinó sobre la mesa con la cara entre las manos—. ¿Podría… podría tomar un poco de brandy, por favor?

—Sí, por supuesto. ¡Jones!

El agente sirvió una copa y se la tendió al inspector. Clarissa había alzado la cabeza, pero volvió a cubrirse la cara y extendió una mano para coger el brandy. Bebió un sorbo, tosió y devolvió la copa. El agente volvió a tomar notas en su cuaderno.

—¿Se siente capaz de continuar, señora Hailsham-Brown? —preguntó el inspector.

—Sí. Es usted muy amable —replicó ella, respirando hondo—. El nombre se quedó allí tumbado. No se movía. Entonces encendí la luz y vi que era Oliver Costello. Estaba muerto. Era terrible. Yo… no lo comprendía —Señaló el escritorio—. No entendía qué estaba haciendo aquí, trasteando en el escritorio. Era como una horrible pesadilla. Estaba tan asustada que llamé al club de golf. Quería estar con mi tutor. Cuando llegaron, les supliqué que me ayudaran, que se llevaran el cuerpo…

—Pero ¿por qué?

Ella apartó el rostro.

—Porque soy una cobarde, una miserable cobarde. Me daba miedo la publicidad, tener que ir a una comisaría… Además, sería muy negativo para la carrera de mi esposo. Si se hubiera tratado de un ladrón cualquiera, tal vez habría llamado a la policía, pero al tratarse de alguien que conocíamos, que estaba casado con la primera esposa de Henry… No, no pude.

—¿Tal vez porque el difunto había intentado hacerle chantaje poco antes?

—¿Chantaje? ¡Qué tontería! —replicó ella—. No hay nada con lo que pudiera hacerme ningún chantaje.

—Elgin, su mayordomo, oyó que ustedes mencionaban la palabra chantaje.

—No me creo que oyera nada parecido. Es imposible. Si quiere saber mi opinión, creo que se lo ha inventado todo.

—Vamos, señora Hailsham-Brown —insistió el inspector—. ¿Me está diciendo que no mencionaron ustedes la palabra chantaje? ¿Por qué se iba a inventar una cosa así el mayordomo?

—¡Le juro que nadie habló de chantaje! —exclamó Clarissa dando un golpe en la mesa con la mano—. Le aseguro… —De pronto se detuvo y se echó a reír—. ¡Pues claro! ¡Qué tonta! Eso es.

—¿Lo ha recordado?

—No, si no fue nada. Es que Oliver estaba comentando que el alquiler de las casas amuebladas es altísimo. Yo dije que nosotros teníamos mucha suerte y que sólo pagábamos por esta cuatro guineas a la semana. Y él exclamó: «No me lo puedo creer, Clarissa. ¿Cómo lo consigues? Debe de ser un chantaje». Y yo contesté entre risas: «Sí, eso es. Chantaje». —Se echó a reír—. Eso fue, sólo una broma. Vaya, ni siquiera me acordaba.

—Lo siento, señora Hailsham-Brown, pero no puedo creerlo.

Clarissa pareció sorprenderse.

—¿Qué no se puede creer?

—Que sólo pague cuatro guineas a la semana por esta casa.

—Desde luego es usted el hombre más incrédulo que he conocido —Se levantó y se acercó al escritorio—. Parece que no se cree nada de lo que le he dicho esta tarde. Bueno, la mayoría de las cosas no puedo demostrarlas, pero ésta sí. Ya verá —afirmó, rebuscando en un cajón del escritorio—. ¡Aquí está! Ah, no, no es esto. ¡Ah! ¡Aquí! —Sacó un documento que mostró al inspector—. Aquí está el contrato de alquiler de esta casa, con muebles. Lo redactó una firma de abogados y, mire, cuatro guineas a la semana.

—¡Caramba! Extraordinario, sin duda. Yo habría dicho que esta casa valía muchísimo más.

Clarissa le dedicó una de sus sonrisas más encantadoras.

—¿No le parece, inspector, que debería disculparse?

—Le pido disculpas, señora Hailsham-Brown. Pero esto es muy peculiar.

—¿Por qué? ¿A qué se refiere?

—Pues verá usted, hace algún tiempo un caballero y una dama vinieron a ver esta casa, y la dama perdió un broche muy valioso. Cuando llamó a la comisaría para darnos los detalles, mencionó la casa. Dijo que los dueños pedían un precio absurdo, dieciocho guineas a la semana. Ella pensaba que por una casa en el campo, perdida en mitad de la nada, era una cantidad ridícula. A mí también me lo pareció.

—Sí, es muy peculiar —convino Clarissa sonriendo con expresión afable—. Entiendo que se mostrara usted escéptico. Pero tal vez ahora creerá todo lo demás que le he dicho.

—No dudo de su última historia, señora Hailsham-Brown —la tranquilizó Lord—. Generalmente sabemos reconocer la verdad. También sabía que debía de haber una razón de peso para que estos tres caballeros urdieran esta descabellada trama de mentiras.

—No debe usted culparlos, inspector. Fue culpa mía. Tuve que insistir e insistir.

—No me cabe duda —replicó él, consciente de los encantos de Clarissa—. Pero lo que todavía no entiendo es quién llamó a comisaría para informar del asesinato.

—¡Es verdad! —exclamó ella—. ¡Se me había olvidado!

—Es obvio que no fue usted. Y tampoco ninguno de los caballeros…

—¿Podría haber sido Elgin? O tal vez la señorita Peake…

—No creo que fuera la señorita Peake —replicó el inspector—. Era evidente que ella no sabía que el cadáver estaba aquí.

—Yo no sé si estoy tan segura…

—Al fin y al cabo, cuando se descubrió el cadáver la señorita Peake sufrió un ataque de histeria.

—Bah, eso no es nada. Cualquiera puede ponerse histérica —señaló Clarissa con imprudencia.

El inspector la miró suspicaz y ella le dedicó su sonrisa más inocente.

—En cualquier caso la señorita Peake no se aloja aquí —observó él—. Tiene su propia vivienda.

—Pero podría haber estado en la casa —insistió Clarissa—. Tiene las llaves de todas las puertas.

—No. Yo creo que más bien debió de ser Elgin.

Clarissa se acercó a él.

—No irá a mandarme a prisión, ¿verdad? El tío Roly estaba seguro de que no lo haría.

Él la miró con severidad.

—El hecho de que al final decidiera decirnos la verdad cuenta a su favor. Pero, si me permite, creo que debería ponerse en contacto con su abogado lo antes posible, para ponerle al corriente de los hechos relevantes. Mientras tanto, haré que mecanografíen su declaración, y tal vez tenga usted la amabilidad de firmarla.

Ella fue a responder, pero en ese momento se abrió la puerta y entró sir Rowland en la habitación.

—No podía esperar más. ¿Está todo claro, inspector? ¿Comprende ahora nuestro dilema?

Clarissa se acercó a su tutor antes de que pudiera decir más.

—Roly, cariño, he hecho una declaración y la policía… Bueno, más bien el agente Jones, la va a mecanografiar. Luego tengo que firmarla. Les he contado todo. Les he dicho que creía que se trataba de un ladrón y le pegué en la cabeza…

Sir Rowland la miró alarmado, pero ella le tapó la boca con la mano para que no dijera nada.

—Les he contado que luego descubrí que se trataba de Oliver Costello, que me puse nerviosísima y os llamé —prosiguió apresuradamente—. Y que os supliqué una y otra vez hasta que al final accedisteis a ayudarme. Ahora veo hasta qué punto me equivoqué…

El inspector se volvió hacia ellos y Clarissa apartó la mano de la cara de sir Rowland justo a tiempo.

—Pero en ese momento estaba muerta de miedo, y pensé que sería mejor para todos, para Henry, para mí y para Miranda, que el cadáver de Oliver se encontrara en Marsden Wood.

—¡Clarissa! —exclamó sir Rowland horrorizado—. ¿Qué demonios estás diciendo?

—La señora Hailsham-Brown ha hecho una declaración completa —informó el inspector.

—Eso parece —replicó sir Rowland, haciendo un esfuerzo por dominarse.

—Es lo mejor —terció Clarissa—. De hecho, era lo único que podía hacer. El inspector me ha ayudado a comprenderlo. Siento muchísimo haber dicho todas esas mentiras.

—Al final la verdad le causará menos problemas. Ahora, señora Hailsham-Brown, no le voy a pedir que entre en la cámara mientras el cadáver siga allí, pero me gustaría que me mostrara exactamente dónde estaba el hombre cuando entró usted en esta sala.

—Ah, sí. Estaba… —Se acercó al escritorio—. No, ya me acuerdo. Estaba aquí, así —indicó inclinándose sobre el mueble.

—Esté preparado para abrir el panel cuando yo le indique, Jones —dijo el inspector. Luego se volvió hacia Clarissa—. O sea que Costello estaba aquí. Entonces se abrió la puerta y salió usted. Muy bien, no quiero que vea el cadáver, de modo que quédese delante del panel cuando se abra. Ahora, Jones.

El agente activó la palanca. La cámara estaba vacía, excepto por un papel en el suelo quejones se agachó a recoger mientras el inspector miraba con gesto acusador a Clarissa y sir Rowland.

—«¡Inocentes!» —leyó Jones.

Clarissa y sir Rowland se miraron atónitos, y en ese momento sonó con insistencia el timbre de la puerta.