—Sir Rowland Delahaye —llamó el agente.
—Pase usted, señor, y siéntese aquí, por favor —dijo el inspector.
Sir Rowland se detuvo un momento junto a la mesa al ver los guantes, y a continuación se sentó.
—¿Es usted sir Rowland Delahaye? —Él asintió—. ¿Cuál es su dirección?
—Long Paddock, Littlewich Green, Lincolnshire. —Dando unos golpecitos con el dedo en el Quién es quién, agregó—: ¿No ha podido encontrarla usted, inspector?
El policía decidió no responder a esa pregunta.
—Le agradecería que me relatara los sucesos de esta tarde, después de que usted se marchara de aquí antes de las siete.
—Había estado lloviendo todo el día —comenzó sir Rowland. Era evidente que había estado pensando en ello—, hasta que de pronto despejó. Ya teníamos pensado ir a cenar al club de golf, puesto que era la tarde libre de los criados. De modo que eso hicimos —Miró al agente, como para asegurarse de que le seguía el hilo—. Cuando estábamos terminando de cenar, la señora Hailsham-Brown nos llamó por teléfono para decirnos que, puesto que su esposo había tenido que salir de nuevo inesperadamente, podíamos volver a la casa para echar una partida de bridge. Y eso hicimos. Unos veinte minutos después de que empezáramos a jugar llegó usted, inspector. El resto ya lo sabe.
Lord se quedó pensativo.
—Eso no concuerda del todo con la declaración del señor Warrender.
—¿Ah, no? ¿Y cuál ha sido su declaración?
—El señor Warrender indicó que fue uno de ustedes quien propuso volver a la casa a jugar a las cartas, probablemente el señor Birch.
—Ah —replicó sir Rowland tranquilamente—, pero es porque Warrender vino al comedor del club bastante tarde. No sabía que la señora Hailsham-Brown había llamado.
Sir Rowland y el inspector se miraron.
—Usted debe de saber mejor que yo, inspector, que muy rara vez dos personas coinciden en el relato de los mismos acontecimientos. De hecho, si los tres coincidiéramos con exactitud resultaría sospechoso. Sí, de lo más sospechoso.
El inspector prefirió no hacer comentarios. Acercó una silla a sir Rowland y se sentó.
—Me gustaría discutir el caso con usted, si no le importa.
—Es muy amable de su parte.
Después de mirar pensativo la mesa, Lord comenzó:
—El finado, el señor Oliver Costello, vino a esta casa con un objetivo concreto. ¿Está de acuerdo con esto?
—Yo tengo entendido que vino a devolver ciertos objetos que la anterior señora Hailsham-Brown se había llevado por equivocación.
—Esa pudo ser su excusa, señor, aunque no estoy muy seguro. Tengo la certeza de que ésa no fue la auténtica razón que lo trajo a esta casa.
Sir Rowland se encogió de hombros.
—Puede que tenga razón. Yo no lo sé.
—El señor Costello vino tal vez para ver a alguien en particular. Pudo haber sido usted, el señor Warrender o el señor Birch.
—Si hubiera querido ver al señor Birch, que vive en la zona, habría ido a su casa —señaló sir Rowland.
—Es muy probable —concedió el inspector—. Así pues, sólo nos quedan cuatro personas: usted, el señor Warrender, el señor Hailsham-Brown y la señora Hailsham-Brown. Dígame, ¿conocía bien a Oliver Costello?
—No, apenas le conocía. Le había visto una o dos veces, eso es todo.
—¿Dónde?
Sir Rowland hizo memoria.
—Le vi dos veces en la residencia de los Hailsham-Brown en Londres, hace más de un año, y creo que una vez nos encontramos en un restaurante.
—¿No tenía usted ninguna razón para desear matarle?
—¿Es una acusación, inspector? —repuso sir Rowland con una sonrisa.
—No. Yo más bien lo llamaría una eliminación. No creo que tuviera usted ningún motivo para acabar con Oliver Costello. De modo que sólo nos quedan tres personas.
—Esto empieza a sonar como una variante de Diez negritos.
El inspector le devolvió la sonrisa.
—Vamos a considerar al señor Warrender —propuso—. ¿Le conoce bien?
—Lo vi aquí por primera vez hace dos días. Parece un joven muy agradable, de buena cuna y bien educado. Es amigo de Clarissa. No sé nada de él, pero me inclino a pensar que es poco probable que sea un asesino.
—Eso elimina al señor Warrender. Lo cual me lleva a mi siguiente pregunta.
—¿Conozco bien a los señores Hailsham-Brown? Eso es lo que quiere saber, ¿verdad? Pues el hecho es que conozco muy bien a Henry Hailsham-Brown. Es un viejo amigo. En cuanto a Clarissa, sé todo lo que hay que saber sobre ella. Es mi pupila, y una persona muy querida para mí.
—Muy bien. Creo que esa respuesta aclara ciertas cosas.
—¿Sí?
El inspector se alejó unos pasos.
—¿Por qué cambiaron ustedes tres sus planes esta tarde? ¿Por qué volvieron a la casa y fingieron jugar al bridge?
—¿Fingimos? —exclamó sir Rowland.
El inspector se sacó la carta del bolsillo.
—Este naipe fue encontrado al otro lado de la sala, debajo del sofá. Me cuesta mucho creer que jugaran ustedes dos rubbers de bridge y comenzaran un tercero con una baraja de cincuenta y un naipes, y faltando el as de picas.
Sir Rowland cogió la carta y miró el reverso.
—Sí —admitió—, tal vez es difícil de creer.
El inspector miró desesperado al techo.
—Por otra parte me parece que estos tres pares de guantes del señor Hailsham-Brown merecen cierta explicación.
Sir Rowland guardó silencio un momento.
—Me temo —replicó por fin— que de mí no obtendrá ninguna.
—Ya —convino el inspector—. Entiendo que usted hará todo lo que pueda por cierta señora. Pero no le hará ningún bien. La verdad terminará saliendo a la luz.
—Me pregunto si será así en efecto.
—La señora Hailsham-Brown sabía que el cadáver de Costello estaba en la cámara. No sé si lo arrastró ella misma o usted la ayudó. Pero estoy convencido de que ella lo sabía —Se acercó a sir Rowland—. Yo creo que Oliver Costello vino a ver a la señora Hailsham-Brown para obtener dinero mediante amenazas.
—¿Amenazas? ¿Qué clase de amenazas?
—Eso se aclarará a su debido tiempo, sin duda. La señora Hailsham-Brown es joven y atractiva. Tengo entendido que el señor Costello tenía bastante éxito con las mujeres. Por otra parte, la señora Hailsham-Brown se ha casado recientemente y…
—¡Basta! Debo dejarle claras algunas cuestiones. No le resultará difícil confirmar mis palabras. El primer matrimonio de Henry Hailsham-Brown fue de lo más desafortunado. Su esposa, Miranda, es una mujer hermosa, pero desequilibrada y neurótica. Su salud y su actitud degeneraron de forma tan alarmante que su hija pequeña tuvo que ser internada en una residencia —Hizo una pausa—. Sí, una situación verdaderamente espantosa. Al parecer Miranda se había hecho adicta a las drogas. No se ha descubierto cómo las obtenía, pero no es descabellado suponer que se las suministraba nuestro hombre, Oliver Costello. Miranda se sentía atraída por él, y finalmente huyó en su compañía.
Tras otra pausa y una mirada al agente para ver si perdía el hilo mientras tomaba notas, sir Rowland prosiguió:
—Henry Hailsham-Brown, un hombre de ideas anticuadas, permitió que Miranda se divorciara de él. Henry ha encontrado ahora paz y felicidad en su matrimonio con Clarissa, y yo le aseguro, inspector, que en la vida de Clarissa no existen culpas ocultas. Puedo jurar que no hay nada con lo que Costello pudiera haberla amenazado.
Sir Rowland se levantó, metió la silla bajo la mesa y se acercó al sofá.
—¿No le parece, inspector, que está sobre una pista falsa? —preguntó—. ¿Por qué está tan seguro de que Costello vino a esta casa para ver a una persona? Tal vez vino para ver otra cosa.
El inspector parecía desconcertado.
—¿A qué se refiere?
—Cuando nos hablaba usted del difunto señor Sellon, mencionó que la brigada de narcóticos se había interesado por él. ¿No le parece que tenemos aquí una relación de eventos? Drogas, Sellon, la casa de Sellon…
Al ver que el inspector no contestaba, sir Rowland prosiguió:
—Tengo entendido que Costello había estado antes en esta casa, en principio para ver las antigüedades de Sellon. Supongamos que Oliver Costello deseaba algo que hay en esta casa. En ese escritorio, tal vez. Ya sabemos que ocurrió un curioso incidente: un hombre vino a la casa y ofreció un precio exorbitante por el mueble. Supongamos que era el escritorio lo que Oliver Costello quería examinar, o más bien registrar. Supongamos que alguien le siguió hasta aquí, y que ese alguien le mató de un golpe ahí, junto al escritorio.
Lord no parecía muy convencido.
—Eso es mucho suponer —comenzó.
Pero sir Rowland le interrumpió:
—Es una hipótesis muy razonable.
—¿Y la hipótesis establece que ese alguien metió el cadáver en la cámara?
—Exacto.
—Entonces tendría que ser alguien que conociera la existencia de esa cámara.
—Podría ser alguien que conociera la casa cuando Sellon vivía aquí —señaló sir Rowland.
—Sí, todo eso está muy bien —replicó el inspector, impaciente—, pero queda una cosa por explicar.
—¿Cuál?
—La señora Hailsham-Brown sabía que el cadáver estaba en la cámara e intentó impedirnos que la abriéramos.
Sir Rowland fue a decir algo, pero el inspector alzó la mano.
—No le servirá de nada intentar convencerme de lo contrario. Ella lo sabía.
Se produjo un tenso silencio.
—Inspector, ¿me permite hablar con mi pupila?
—Sólo en mi presencia.
—Muy bien.
—¡Jones!
El agente fue a llamar a Clarissa.
—Estamos en sus manos, inspector —dijo sir Rowland—. Le suplico que sea usted indulgente.
—Mi único propósito es averiguar la verdad, señor, y descubrir quién mató a Oliver Costello.