Capítulo 14

El inspector cerró la puerta del vestíbulo y se acercó al agente, que todavía estaba tomando notas.

—¿Dónde está la otra mujer, la jardinera?

—La he dejado en la cama de la habitación de invitados. Bueno, eso cuando se le pasó el ataque de histeria. Menudo rato me ha hecho pasar. Lloraba y reía a la vez. Algo espantoso.

—La señora Hailsham-Brown puede ir a verla si lo desea. Pero que no hable con esos tres hombres. No quiero que comparen sus declaraciones. Supongo que habrá cerrado la puerta de la biblioteca al vestíbulo.

—Sí, señor. Aquí tengo la llave.

—La verdad es que no sé qué pensar. Todas son personas muy respetables. El señor Hailsham-Brown es un diplomático, Hugo Birch es un juez de paz a quien conocemos bien, y los otros dos invitados parecen gente decente, de clase alta… En fin, ya sabe a qué me refiero. Pero aquí hay gato encerrado. Ninguno de ellos dice la verdad, incluyendo a la señora Hailsham-Brown. Ocultan algo, y yo estoy decidido a descubrir qué es, tanto si tiene que ver con este asesinato como si no —estiró los brazos, como buscando inspiración en las alturas—. Bueno, más vale que sigamos trabajando —y agregó—: Vamos a interrogarlos por separado.

El agente se levantó, pero su superior cambió de opinión.

—No, un momento. Primero quiero hablar con el mayordomo —decidió.

—¿Elgin?

—Sí, Elgin. Llámele. Me da en la nariz que sabe algo.

—Muy bien, señor.

El agente encontró a Elgin merodeando cerca de la puerta del salón. El mayordomo fingió dirigirse hacia las escaleras, pero se detuvo cuando el agente le llamó. Entró en el salón bastante nervioso. El inspector le indicó una silla cerca de la mesa de bridge.

—Decía usted que esta tarde iba al cine —comenzó—, pero volvió a la casa. ¿Cuál fue el motivo?

—Ya se lo he dicho, señor. Mi esposa no se encontraba bien.

—Fue usted quien recibió al señor Costello cuando vino esta tarde, ¿no es así?

—Sí.

El inspector se alejó unos pasos y de pronto se giró hacia el mayordomo.

—¿Por qué no nos dijo entonces que el coche de fuera era del señor Costello?

—Yo no sabía de quién era el coche, señor. El señor Costello no condujo hasta la puerta principal. Ni siquiera sabía que había venido en coche.

—¿No le parece bastante curioso que dejara el coche junto a los establos?

—Pues sí, supongo que sí. Imagino que tendría sus razones.

—¿Qué quiere decir? —preguntó rápidamente el inspector.

—Nada, señor —contestó Elgin casi con petulancia—. Nada en absoluto.

—¿Conocía usted al señor Costello?

—No lo había visto nunca.

—¿Y no fue precisamente el señor Costello el motivo de que usted volviera a la casa esta tarde?

—Ya le he dicho que mi esposa…

—No quiero volver a oír nada sobre su esposa. ¿Cuánto tiempo lleva usted con la señora Hailsham-Brown?

—Seis semanas, señor.

—¿Y antes?

—Antes… antes había estado descansando —contestó Elgin nervioso.

—¿Descansando? —repitió suspicaz el inspector—. ¿Se da cuenta de que en un caso como este habrá que estudiar muy de cerca sus referencias?

Elgin fue a levantarse.

—Si eso es todo… —Pero de pronto se interrumpió y volvió a sentarse—. Yo… no quisiera engañarle, señor. No he hecho nada malo. Lo que quiero decir es que… puesto que las referencias oficiales se habían perdido… y yo no recordaba lo que decían al pie de la letra…

—Vamos, que escribió usted sus propias referencias —concluyó el inspector—. Es eso, ¿verdad?

—Yo no quería hacer nada malo. Tengo que ganarme la vida y…

—De momento no me interesan sus referencias falsas. Quiero saber qué ha pasado aquí esta tarde, y qué sabe usted del señor Costello.

—Jamás le había visto antes —insistió Elgin—. Pero tengo alguna idea de por qué vino esta tarde.

—¿Ah, sí? Dígame.

—Chantaje. Tenía algo contra ella.

—Supongo que se refiere a la señora Hailsham-Brown.

—Sí —confirmó el mayordomo, ansioso—. Yo vine al salón a preguntar si la señora deseaba algo más, y les oí hablar.

—¿Qué oyó exactamente?

—Oí que la señora decía: «Pero eso es chantaje. No pienso ceder a él» —citó Elgin con voz aguda.

—¡Hmm! ¿Algo más?

—No. Se callaron en cuanto yo entré. Luego siguieron hablando en voz baja.

—Ya veo —El inspector lo miró fijamente, esperando que prosiguiera.

—No sea duro conmigo —suplicó el mayordomo—. Ya he tenido bastantes problemas.

Lord guardó silencio un momento.

—¡Está bien! —exclamó por fin—. Puede marcharse.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Una vez a solas, el inspector se volvió hacia el agente.

—¿Chantaje, eh? —murmuró.

—La señora Hailsham-Brown parece una dama tan simpática —observó el agente con tono algo remilgado.

—Sí, bueno, nunca se sabe. En fin, hablaré primero con el señor Birch.

El agente fue a la puerta de la biblioteca.

—Señor Birch, por favor.

Hugo salió con aspecto desafiante. El inspector le recibió con cortesía.

—Pase usted, señor Birch. Siéntese aquí, por favor.

El agente también se sentó a la mesa.

—Éste es un asunto muy desagradable, me temo, señor —comenzó el inspector—. ¿Qué puede decirnos al respecto?

Hugo dejó la funda de sus anteojos en la mesa.

—Absolutamente nada.

—¿Nada?

—¿Qué quiere que le diga? Esa condenada mujer abre el condenado armario y se nos cae encima un condenado cadáver —Resopló impaciente—. Me he llevado un susto de muerte y todavía no me he recuperado. No le servirá de nada hacerme preguntas —aseveró con firmeza—, porque yo no sé nada de nada.

—Así que ésa es su declaración, que usted no sabe nada.

—Se lo estoy diciendo. Yo no maté a ese tipo. Ni siquiera le conocía.

—No le conocía —repitió el inspector—. Muy bien. No estoy sugiriendo que usted le conociera, ni muchísimo menos que lo asesinara. Pero no puedo creer que no sepa nada, como usted dice. Vamos a ver si entre los dos averiguamos lo que sabe. Para empezar, usted había oído hablar de él, ¿no es así?

—Sí, y tengo entendido que era un indeseable.

—¿En qué sentido?

—¡Yo qué sé! Era uno de esos tipos que gustan a las mujeres y disgustan a los hombres, no sé si me entiende.

—¿Tiene idea de por qué volvió a esta casa por segunda vez esta tarde?

—No.

El inspector dio unos pasos por la sala y se volvió bruscamente hacia Hugo.

—¿Cree que había algo entre ese individuo y la señora Hailsham-Brown?

—¿Clarissa? —preguntó Hugo, perplejo—. ¡Por todos los santos, no! Clarissa es una mujer muy sensata. Jamás se fijaría en un tipo como ése.

El inspector guardó silencio un momento.

—Así que no puede ayudarnos —dijo por fin.

—Lo siento, pero así es —replicó Hugo, en un intento por parecer despreocupado.

—¿De verdad no tenía ni idea de que el cadáver estaba en la cámara? —insistió el inspector, desesperado por arrancarle alguna información.

—Por supuesto que no —Hugo parecía ofendido.

—Gracias, señor.

—¿Qué?

—Eso es todo, muchas gracias.

El inspector cogió un libro rojo que había sobre la mesa. Hugo se dirigió hacia la biblioteca, pero el agente le bloqueó el paso.

—Por aquí, señor Birch —indicó, abriendo la puerta del vestíbulo.

Una vez Hugo se marchó, Lord se sentó a la mesa de bridge y consultó el enorme libro rojo.

—El señor Birch es una mina de información —comentó sarcástico el agente—. Claro que para un juez de paz no es muy agradable estar involucrado en un asesinato.

—«Delahaye, sir Rowland Edward Mark, caballero del Imperio británico, miembro de la Real Orden Victoriana» —leyó el inspector.

—¿Qué es eso? Ah, el Quién es quién.

—«Educado en Eton, Trinity College… ¡Hum! Agregado del Foreign Office, segundo secretario… Madrid. Plenipotenciario».

—¡Vaya! —exclamó el agente al oír el último título.

El inspector le miró exasperado.

—«Constantinopla, Ministerio de Asuntos Exteriores, comisión especial… Clubes: Boodles, Whites…»

—¿Quiere hablar con él, señor?

—No. Es el más interesante del grupo, así que lo reservaremos para el final. Vaya usted por el joven Warrender.