En cuanto se marchó Oliver Costello, Pippa rompió a llorar.
—¡Me obligará a irme de aquí! —sollozaba abrazada a Clarissa.
—Desde luego que no.
—¡Le odio! Siempre le he odiado.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa, temiendo que la niña estuviera al borde de la histeria.
—¡No quiero volver con mi madre! ¡Prefiero morirme! —gritó—. Sí, prefiero morirme. ¡Me mataré!
—Pippa… —la amonestó Clarissa.
—¡Me suicidaré! ¡Me voy a cortar las venas hasta desangrarme!
Clarissa la cogió por los hombros.
—Pippa, domínate. Te aseguro que no pasará nada. Yo estoy aquí.
—Pero yo no quiero volver con mi madre. ¡Y odio a Oliver! Es un hombre malo, malo, malo.
—Ya lo sé, cariño, ya lo sé —murmuró Clarissa.
—No, no lo sabes —La niña parecía cada vez más desesperada—. Cuando vine a vivir aquí no te lo conté todo. No podía soportar ni pensarlo. Pero no era sólo Miranda la que estaba borracha todo el tiempo. Una tarde ella se marchó no sé dónde y Oliver se quedó en casa conmigo… Creo que había bebido mucho… no lo sé, pero… —La niña parecía incapaz de proseguir. Por fin miró al suelo y murmuró—: Intentó hacerme cosas.
—¡Pippa! —exclamó Clarissa horrorizada—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué me estás diciendo?
Pippa miró desesperada alrededor, como buscando a alguien que hablara por ella.
—Intentó… intentó besarme. Yo le di un empujón, pero él empezó a arrancarme el vestido. Luego… —De pronto se interrumpió y estalló en sollozos.
—¡Mi pobre niña! —murmuró Clarissa abrazándola—. No lo pienses más. Ya se ha acabado todo y nunca volverá a pasarte nada. Yo haré que castiguen a Oliver. Menuda bestia asquerosa. ¡Esto no quedará así!
—A lo mejor le cae un rayo encima —comentó Pippa esperanzada.
—Sí, es muy posible —convino Clarissa con gesto de determinación—. Ahora tienes que calmarte. Todo irá bien. Toma —le ofreció un pañuelo—, límpiate la nariz.
Pippa obedeció y luego limpió sus lágrimas del vestido de Clarissa.
—Anda, sube a darte un baño. Y lávate bien. Tienes el cuello sucísimo.
—Como siempre —replicó la niña, que parecía haber recuperado la calma. Pero de pronto se volvió y corrió de nuevo hacia su madrastra—. No dejarás que me lleven, ¿verdad?
—Tendrían que pasar por encima de mi cadáver —replicó ella con decisión—. No, más bien por encima de su cadáver. ¡Sí, eso es! ¿Más tranquila?
La niña asintió y Clarissa le dio un beso en la frente.
—Anda, ve.
Pippa la abrazó de nuevo y se marchó. Clarissa se quedó un momento pensativa, hasta que, al advertir que la habitación se había quedado bastante oscura, encendió las luces, cerró la cristalera y se sentó en el sofá, sumida en sus pensamientos.
Al cabo de un par de minutos oyó la puerta de la casa y un momento después entró en la sala Henry Hailsham-Brown, su marido. Era un hombre bastante atractivo, de unos cuarenta años y rostro inexpresivo. Llevaba unas gafas de montura de carey y un maletín.
—Hola, cariño —saludó a su esposa mientras dejaba el maletín en una butaca.
—Hola, Henry. ¡Menudo día! Ha sido espantoso.
—¿Ah, sí? —Él se acercó a darle un beso y luego cerró las cortinas.
—No sé por dónde empezar. Bebe algo primero.
—No, ahora no. ¿Quién hay en casa?
—Nadie —respondió ella, algo sorprendida—. Es la tarde libre de los Elgin. Jueves negro, ya sabes. Cenaremos jamón frío y mousse de chocolate. Y un café bueno de verdad, porque lo haré yo misma.
—¿Hum? —masculló Henry por toda respuesta.
—Henry, ¿te pasa algo?
—Bueno, sí, en cierto modo.
—¿De qué se trata? ¿Es Miranda?
—No, no; no pasa nada malo —la tranquilizó—. Es más bien al contrario. Sí, justo lo contrario.
—Querido —dijo ella con afecto y con sólo una nota de ironía—, ¿acaso percibo cierta emoción humana bajo esa impenetrable fachada que tenéis los del Foreign Office?
—Bueno —admitió él—, la verdad es que es bastante emocionante. Resulta —añadió tras una pausa— que hay una ligera niebla sobre Londres.
—¿Y eso es emocionante?
—No, no; la niebla no, naturalmente.
—¿Entonces?
Henry miró alrededor como para cerciorarse de que nadie los espiaba. Luego se sentó junto a su mujer.
—No se lo puedes decir a nadie —dijo solemnemente.
—Muy bien —concedió ella, algo ansiosa.
—Es algo muy, muy confidencial. No puede saberlo nadie. Bueno, en realidad tú tienes que saberlo.
—¡Venga, dilo de una vez!
—Es alto secreto —insistió él. Se interrumpió un momento y por fin anunció—: El primer ministro soviético, Kalendorff, se traslada mañana a Londres para una importante conferencia con nuestro primer ministro.
—Sí, ya lo sé —replicó ella impasible.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Henry con un sobresalto.
—Lo leí en el periódico el domingo pasado.
—No comprendo por qué lees esos periódicos de baja estofa —le reprochó él. Parecía muy ofendido—. De todas formas los periódicos no podían saber que Kalendorff venía a Londres. Es alto secreto.
—¡Ay, pobrecito mío! ¿Alto secreto? —dijo ella con tono entre compasivo e incrédulo—. ¡Dios mío! ¡Las cosas que os llegáis a creer!
Henry empezó a pasearse por la sala con aspecto de preocupación.
—Cielo santo, debe de haber habido una filtración.
—A estas alturas deberías saber que siempre hay una filtración. De hecho, deberías estar preparado para ello.
Henry parecía ofendido.
—La noticia sólo se ha anunciado oficialmente esta tarde. El avión de Kalendorff llega a Heathrow a las ocho cuarenta, pero en realidad… —Miró dudoso a su esposa—. Escucha, Clarissa, ¿de verdad puedo confiar en tu discreción?
—Yo soy mucho más discreta que cualquier periódico dominical —protestó ella, incorporándose.
Su esposo se sentó en el brazo del sofá y se inclinó hacia ella.
—La conferencia se celebra en Whitehall mañana por la mañana —informó—, pero sería muy conveniente que sir John y Kalendorff pudieran mantener antes una conversación privada. Ahora bien, los periodistas estarán esperando en Heathrow, por descontado, y desde el momento en que aterrice el avión los movimientos de Kalendorff serán más o menos del dominio público —Miró de nuevo en torno a él, como si esperara encontrarse con los periodistas—. Por fortuna —prosiguió, con tono cada vez más emocionado—, esta incipiente niebla juega a nuestro favor.
—Sigue —le animó Clarissa—. Me tienes en ascuas.
—En el último momento será poco aconsejable que el avión aterrice en Heathrow. Será desviado, como es habitual en estas situaciones…
—A Bindley Heath —concluyó ella—, que queda a veinte kilómetros de aquí. Ya veo.
—Eres siempre tan rápida, querida —comentó Henry con desaprobación—. Pero sí, iré yo mismo al aeródromo en el coche, recibiré a Kalendorff y lo traeré aquí a casa. El primer ministro vendrá directamente de Downing Street. Media hora bastará para lo que tienen que discutir, y luego Kalendorff y sir John irán juntos a Londres.
Henry se levantó y se alejó unos pasos antes de volverse hacia ella.
—¿Sabes, Clarissa? Esto puede ser muy importante para mi carrera. Están depositando una gran confianza en mí al celebrar esta reunión aquí en casa.
—Y hacen bien —replicó ella con firmeza. Se acercó a su marido y le rodeó el cuello—. Henry, querido. ¡Es maravilloso!
—A propósito, a Kalendorff hay que llamarle «señor Jones» en todo momento.
—¿Señor Jones? —repitió Clarissa intentando, aunque sin lograrlo del todo, suprimir una nota de burla en su voz.
—Exacto. Toda precaución es poca.
—Sí, pero ¿«señor Jones»? ¿No se les ha ocurrido nada mejor? A propósito, ¿yo qué tengo que hacer? ¿Me retiro de inmediato o traigo las bebidas, los saludo a los dos y desaparezco discretamente?
—Debes tomarte esto en serio, querida —la amonestó Henry.
—Pero, cariño, ¿no me lo puedo tomar en serio y al mismo tiempo divertirme un poquito?
Él pareció pensarlo un momento antes de responder con solemnidad:
—Tal vez sería mejor que no hicieras acto de presencia.
—Muy bien —convino ella—. Pero ¿y la comida? Querrán comer algo, ¿no?
—No, no, nada de organizar una cena.
—Unos canapés —sugirió ella—. Sí, unos canapés de jamón. Los taparé con una servilleta, para que no se sequen. Y café caliente en un termo. Sí, perfecto. La mousse de chocolate me la llevaré a mi habitación para consolarme por haber sido excluida.
—¡Clarissa! —la amonestó él. Pero ella volvió a abrazarle.
—Querido, te prometo que me lo tomaré en serio. No permitiré que nada salga mal —prometió, dándole un beso.
Él se apartó con suavidad.
—¿Y Roly? —preguntó.
—Se ha ido a cenar al club con Jeremy y Hugo. Luego van a jugar al bridge, así que no volverán hasta medianoche.
—¿Y los Elgin han salido?
—Ya sabes que siempre van al cine los jueves. No volverán hasta bien pasadas las once.
—¡Bien! La situación es del todo satisfactoria. Sir John y el señor…
—Jones —apuntó Clarissa.
—Muy bien, querida. El señor Jones y el primer ministro se marcharán mucho antes —Henry consultó el reloj—. Más vale que me dé una ducha rápida antes de salir hacia Bindley Heath.
—Sí, y yo voy a preparar los canapés —dijo ella, saliendo a toda prisa de la sala.
—¡Acuérdate de las luces, Clarissa! Aquí nos procuramos nuestra propia electricidad, y vale dinero. No es como en Londres, ¿sabes? —añadió, apagando todas las lámparas.
Después de echar un último vistazo a la sala, ahora a oscuras excepto por el débil resplandor que entraba del vestíbulo, Henry asintió con la cabeza y se marchó.