La señorita Peake se había quitado las botas y estaba en calcetines. Llevaba en la mano un brécol.
—Espero que no le importe que entre por aquí, señora Hailsham-Brown —tronó, acercándose al sofá—. He dejado las botas fuera para no manchar. Sólo quería que viera este brécol —añadió, poniéndole la verdura bruscamente delante de las narices.
—Parece… parece estupendo —acertó a responder Clarissa.
La señorita Peake acercó el brécol a sir Rowland.
—Eche un vistazo —ordenó.
—No veo que tenga nada malo —declaró él, pero cogió el brécol para inspeccionarlo más de cerca.
—Por supuesto que no tiene nada malo —bramó la señorita Peake—. Ayer llevé uno igual a la cocina, y esa mujer… Que conste que no me gusta decir nada en contra de sus criados, señora Hailsham-Brown, aunque si yo quisiera… El caso es que la señora Elgin tuvo la desfachatez de decirme que era un ejemplar de tan mala calidad que no pensaba cocinarlo. «Si no sabe hacerlo mejor en el huerto», me dijo, «más vale que se busque otro trabajo». ¡La habría matado!
Clarissa fue a decir algo, pero la señorita Peake prosiguió sin prestarle atención:
—Usted sabe que no me gusta crear problemas, pero no pienso permitir que me insulten en la cocina. —Hizo una pausa para tomar aliento y anunció—: A partir de ahora dejaré las verduras en la puerta trasera, y la señora Elgin puede dejarme allí una lista de…
Sir Rowland intentó devolverle el brécol, pero ella lo ignoró.
—Puede dejarme allí una lista con lo que hace falta —concluyó, moviendo la cabeza con énfasis.
Ni Clarissa ni sir Rowland supieron qué contestar. Justo cuando la jardinera abría la boca para seguir hablando, sonó el teléfono.
—Ya voy yo —bramó—. ¿Diga? Sí —gritó al auricular, mientras limpiaba la mesa con su delantal—. Sí, es Copplestone Court. ¿Quiere hablar con la señora Brown? Sí, está aquí.
Clarissa apagó el cigarrillo y cogió el auricular.
—Hola, aquí la señora Hailsham-Brown. ¿Diga? ¿Diga? ¡Qué raro! —exclamó mirando a la señorita Peake—. Han colgado.
La jardinera corrió de pronto hacia la consola y la colocó contra la pared.
—Perdone, pero al señor Sellon le gustaba tener la consola aquí.
Clarissa hizo una mueca mirando a sir Rowland, pero se apresuró a ayudar a la jardinera.
—Gracias. Y tenga usted cuidado con las marcas que dejan las copas en los muebles, señora Brown-Hailsham. —Clarissa miró ansiosa la mesa—. Perdone, señora Hailsham-Brown —se corrigió la jardinera con una carcajada—. Bueno, Brown-Hailsham, Hailsham-Brown. En realidad es lo mismo, ¿no?
—No, no lo es, señorita Peake —declaró sir Rowland—. Al fin y al cabo, no es lo mismo un hombre pobre que un pobre hombre.
La señorita Peake se echó a reír de buena gana en el momento que Hugo entraba en la sala.
—Hola —le saludó la jardinera—. Me están echando una regañina, como de costumbre. Están de lo más sarcásticos —añadió, dándole una palmada en la espalda—. En fin, buenas tardes a todos. Déme usted ese brécol. ¡Hombre pobre, pobre hombre! —repitió—. Genial. A ver si no se me olvida —Y con otra carcajada salió por las cristaleras.
Hugo se volvió hacia Clarissa y sir Rowland.
—¿Cómo demonios aguanta Henry a esa mujer?
—Lo cierto es que le resulta bastante difícil —admitió Clarissa. Colocó en la estantería el libro que Pippa había dejado en la butaca y a continuación se sentó.
—No me extraña —replicó Hugo—. ¡Menuda marimandona! ¡Y con esos aires tan campechanos!
—Me temo que la pobre no ha recibido ninguna educación —añadió sir Rowland.
Clarissa sonrió.
—Es verdad que resulta enervante, pero es muy buena jardinera y, como repito siempre, venía con la casa, y puesto que la casa es tan barata…
—¿Es barata? —terció Hugo—. Me sorprendes.
—Increíblemente barata. Vinimos a verla hace un par de meses y nos la quedamos en el momento por medio año, amueblada y todo.
—¿A quién pertenece? —preguntó sir Rowland.
—Era de un tal señor Sellon, un anticuario de Maidstone. Murió no hace mucho.
—¡Ah, sí! —exclamó Hugo—. Sellon y Brown. Una vez compré un espejo Chippendale en su tienda de Maidstone. Sellon vivía aquí en el campo e iba a Maidstone todos los días, pero creo que a veces traía clientes a su casa.
—Bueno, la verdad es que la casa tiene algunos inconvenientes —comentó Clarissa—. Justo ayer vino un hombre en un coche deportivo, vestido con un espantoso traje de cuadros. Estaba empeñado en comprar ese escritorio. Yo le dije que puesto que no era nuestro no podíamos venderlo, pero él no quería creerme y no hacía más que aumentar el precio. ¡Al final llegó a ofrecer quinientas libras!
—¡Quinientas libras! —exclamó sir Rowland acercándose al escritorio—. ¡Santo cielo! No creo que ni en una feria de anticuarios llegara a alcanzar un precio semejante. Es un mueble bastante bonito, pero no veo que tenga ningún valor especial.
—Tengo hambre —Era Pippa, que había vuelto al salón.
—No puede ser —declaró Clarissa.
—Es verdad. Sólo he tomado leche, galletas de chocolate y un plátano. Eso no llena nada —añadió, dejándose caer en una butaca.
Sir Rowland y Hugo seguían contemplando el escritorio.
—Desde luego es un mueble precioso —opinó sir Rowland—. Auténtico, supongo, aunque no es lo que yo llamaría una pieza de colección. ¿No estás de acuerdo, Hugo?
—Sí, pero a lo mejor tiene un cajón secreto con un collar de diamantes —replicó Hugo, burlón.
—Tiene un cajón secreto —terció Pippa.
—¿Qué? —exclamó Clarissa.
—El otro día encontré un libro en el mercadillo sobre cajones secretos y muebles viejos —explicó la niña—. Así que me puse a mirar las mesas y los muebles de toda la casa, y éste es el único que tiene un cajón secreto. Mirad.
Se acercó al escritorio y abrió uno de los casilleros. Clarissa se inclinó sobre el sofá.
—¿Veis? —dijo Pippa metiendo la mano en el casillero—. Aquí debajo hay una especie de pasador.
—¡Bah! —gruñó Hugo—. No es precisamente muy secreto.
—Ah, pero eso no es todo. Si aprietas el pasador, sale un cajoncito. ¿Lo ves? Ahí está.
Un pequeño cajón había salido del escritorio. Hugo sacó un papel que había dentro.
—¡Vaya! ¿Qué será esto? «Inocentes» —leyó en voz alta.
—¡Qué! —exclamó sir Rowland.
Pippa estalló en carcajadas. Los demás se echaron también a reír. Sir Rowland sacudió en broma a la niña, que fingió darle un puñetazo mientras se jactaba:
—¡He sido yo!
—Sinvergüenza —le espetó sir Rowland, revolviéndole el pelo—. Te estás volviendo peor que Clarissa.
—En realidad en el cajón había un sobre con una firma de la reina Victoria —anunció la niña—. Ya veréis. —Corrió a la estantería mientras Clarissa ponía de nuevo los cajones en su sitio y cerraba el casillero. Pippa abrió una caja en uno de los estantes y sacó un sobre con tres hojas que mostró a la concurrencia.
—¿Coleccionas autógrafos, Pippa? —preguntó sir Rowland.
—En realidad no. Es sólo una afición sin importancia —Pippa tendió un papel a Hugo, que a su vez lo pasó a sir Rowland.
—Una niña del colegio colecciona sellos, y su hermano tiene también una colección increíble. El otoño pasado creyó haber conseguido uno como el que salía en el periódico, un sello sueco o algo así, que valía cientos de libras —Mientras hablaba pasó las otras dos firmas y el sobre a Hugo—. El hermano de mi amiga estaba emocionadísimo —prosiguió la niña—, y llevó el sello a un experto. Pero el experto le dijo que no era lo que él pensaba, aunque de todas formas se trataba de un sello muy bueno. El caso es que le dio cinco libras por él.
Sir Rowland y Hugo devolvieron a Pippa sus firmas.
—Cinco libras está bastante bien, ¿no? —preguntó ella. Hugo asintió con un gruñido.
—¿Cuánto creéis que puede valer la firma de la reina Victoria?
—De cinco a diez chelines, diría yo —contestó sir Rowland, todavía examinando el sobre.
—También tengo la de John Ruskin y la de Robert Browning.
—Me temo que tampoco valen mucho. Lo siento, cariño.
—Ojalá tuviera la firma de Neville Duke y la de Roger Bannister. Estos autógrafos históricos huelen un poco a rancio —Pippa guardó los papeles en la caja y echó a andar hacia la puerta—. ¿Puedo ir a ver si quedan más galletas de chocolate, Clarissa?
—Si quieres…
—Nosotros nos vamos —dijo Hugo. Se acercó a la escalera y gritó—: ¡Jeremy! ¡Eh, Jeremy!
—¡Ya voy! —Jeremy entró precipitadamente con un palo de golf.
—Henry estará a punto de llegar a casa —murmuró Clarissa.
—Es mejor que salgamos por aquí —sugirió Hugo, señalando la cristalera—. Queda más cerca. Adiós, querida. Y gracias por soportarnos. Probablemente iré derecho a casa desde el club, pero te prometo devolverte a tus invitados sanos y salvos.
—Hasta luego, Clarissa —se despidió Jeremy.
—Hasta luego, querida —dijo sir Rowland, rodeándola con sus brazos—. Warrender y yo no volveremos hasta la medianoche.
—Hace una tarde estupenda —observó ella—. Os acompaño hasta la verja del campo de golf.
Echaron a andar por el jardín, sin hacer ningún esfuerzo por alcanzar a Hugo y Jeremy.
—¿A qué hora volverá Henry? —preguntó sir Rowland.
—No lo sé muy bien. Supongo que pronto. Pasaremos una velada tranquila y tomaremos una cena fría. Seguramente estaremos ya en la cama cuando volváis.
—Sí, no vayas a esperarnos levantada.
—Muy bien, querido. Nos vemos más tarde, o si no mañana en el desayuno —se despidió Clarissa al llegar a la cerca del jardín.
Sir Rowland la besó en la mejilla y apretó el paso para alcanzar a sus amigos. Era, en efecto, una tarde muy agradable. Clarissa volvió paseando, deteniéndose de vez en cuando para disfrutar de los colores y los olores del jardín, y sonrió al acordarse de la señorita Peake y su brécol. Pensó también en Jeremy y sus torpes intentos por cortejarla, y se preguntó si de verdad hablaría en serio. Cuando ya llegaba a la casa saboreó la agradable perspectiva de pasar una tranquila velada en casa con su marido.