Capítulo 2

La declaración de Clarissa produjo distintas reacciones. Jeremy estalló en carcajadas y se acercó a darle un beso. Sir Rowland se la quedó mirando atónito, mientras que Hugo no lograba decidir qué actitud tomar.

—¡Clarissa! ¡Eres una farsante sin escrúpulos! —exclamó por fin sir Rowland, aunque con tono cariñoso.

—Bueno, como esta tarde llovía y no habéis podido jugar a golf… tenía que entreteneros. Y no me negarás que os habéis entretenido, ¿verdad?

—¡Santo cielo! Debería darte vergüenza poner en evidencia a tus mayores. Resulta que el único que ha averiguado que era el mismo vino ha sido el joven Warrender.

Hugo acompañó riendo a sir Rowland hasta la puerta.

—¿Quién decía que reconocería en cualquier parte el Cockburn del veintisiete? —preguntó, pasándole el brazo por los hombros.

—Déjalo, Hugo —replicó sir Rowland con resignación—. Ya seguiremos bebiendo más tarde, sea lo que sea.

Una vez se marcharon hacia el vestíbulo, Jeremy se volvió hacia Clarissa.

—Y ahora dime, Clarissa —comenzó con tono acusador—, ¿qué historia es ésa sobre el ministro herzoslovaco?

—¿Qué pasa con el ministro? —preguntó Clarissa inocentemente.

Jeremy la señaló con el dedo.

—¿Es verdad que fue corriendo tres veces a la verja del jardín, con un impermeable puesto, en cuatro minutos y cincuenta y tres segundos?

—El ministro es un encanto —replicó ella con una dulce sonrisa—, pero tiene más de sesenta años y dudo que vaya corriendo a ningún sitio desde hace mucho tiempo.

—Así que te lo inventaste todo. Ya me lo advirtieron. Pero ¿por qué?

—Bueno, te has pasado el día quejándote de que no hacías suficiente ejercicio, así que consideré que era un detalle echarte una mano. Si te hubiera ordenado que echaras una carrerita por el bosque no me habría servido de nada, pero sabía que responderías a un desafío, así que me inventé uno.

Jeremy gruñó exasperado.

—Clarissa, ¿alguna vez dices la verdad?

—Pues claro que sí. A veces. Pero cuando la digo nadie me cree. Es muy curioso —Se quedó pensativa un momento—. Supongo que cuando una se inventa cosas se deja llevar un poco, y eso las hace más convincentes —añadió.

—¡Podía haberme dado un infarto! —se quejó Jeremy—. Pero imagino que eso te tiene sin cuidado.

Clarissa se echó a reír y abrió las cristaleras.

—Parece que ha despejado. Será un atardecer estupendo. Qué bien huele el jardín después de la lluvia —comentó—. A narcisos.

Jeremy se acercó a ella.

—¿De verdad te gusta vivir aquí en el campo?

—Me encanta.

—Pero debes de morirte de aburrimiento. Es tan poco apropiado para ti… Echarás de menos el teatro. Me han dicho que te apasionaba cuando eras más joven.

—Sí, es verdad. Pero aquí he logrado crear mi propio teatro —replicó ella con una sonrisa.

—Deberías estar en Londres, donde tu vida estaría llena de emociones.

—¿Te refieres a fiestas y clubes nocturnos?

—Fiestas, sí. Serías una anfitriona perfecta —aseguró Jeremy.

—Suena a novela eduardiana. De todas formas, las fiestas diplomáticas son una pesadez de espanto.

—Sí, pero es una pena que estés aquí enclaustrada —insistió él, intentando cogerle la mano.

—¿Una pena? —repitió ella, apartándose.

—Sí. Y además está Henry.

—¿Qué pasa con Henry? —preguntó Clarissa, ocupada en ahuecar el cojín de una butaca.

—No entiendo cómo pudiste casarte con él —contestó Jeremy, haciendo acopio de valor—. Es mucho mayor que tú y tiene una hija que ya va al colegio —Se apoyó sobre un sillón sin dejar de mirarla—. Es un hombre excelente, sin duda, ¡pero vamos! ¡Menudo estirado! Va por la vida que parece un búho hervido —Jeremy se interrumpió un momento, aguardando su reacción—. Es más aburrido que una ostra.

Clarissa seguía sin decir nada.

—Y no tiene sentido del humor —murmuró él con cierta petulancia.

Clarissa sonrió en silencio.

—Pensarás que no debería decir estas cosas.

—No, si no me importa —aseguró ella, sentándose en un escabel—. Puedes decir lo que quieras.

Jeremy se sentó a su lado.

—¿Así que admites que cometiste un error? —preguntó ansioso.

—No he cometido ningún error. ¿Me estás haciendo proposiciones deshonestas, Jeremy? —añadió con tono burlón.

—Desde luego.

—Encantador —exclamó Clarissa, dándole un golpecito con el codo—. Sigue, sigue.

—Deberías saber lo que siento por ti. Pero estás jugando conmigo, ¿verdad? Estás coqueteando. Es otro de tus jueguecitos. Querida, ¿no podrías ponerte seria sólo por una vez?

—¿Seria? ¿De qué sirve ponerse seria? Ya hay bastante seriedad en el mundo, Jeremy. Me gusta divertirme y me gusta que todo el mundo se divierta a mi alrededor.

Jeremy sonrió a su pesar.

—Pues yo ahora me divertiría mucho más si me tomaras en serio —aseguró.

—Vamos, hombre. Por supuesto que te estás divirtiendo. Has venido invitado un fin de semana junto con mi adorable padrino, Roly. Y esta tarde ha venido el bueno de Hugo para tomar unas copas. Hugo y Roly son muy graciosos cuando están juntos. No puedes decir que no te diviertes.

—Pues claro que me divierto. Pero no me dejas decirte lo que en realidad quiero decir.

—No seas tonto, querido. Tú sabes que puedes decirme lo que quieras.

—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?

—Por supuesto.

—Muy bien —Jeremy se levantó y se volvió hacia ella—. Te quiero.

—Me alegro mucho.

—Es la respuesta menos adecuada —se quejó él—. Deberías decir «lo siento» con tono profundo y comprensivo.

—Pero es que no lo siento. Me encanta. Me gusta que la gente me quiera.

Jeremy volvió a sentarse. Parecía molesto.

—¿Querrías hacerme un favor? —preguntó Clarissa.

—Sabes que sí. Lo que sea. Lo que quieras —declaró él ansioso.

—¿De verdad? Supongamos, por ejemplo, que asesino a alguien. ¿Tú me ayudarías…? No, no debo seguir. —De pronto se levantó y se alejó unos pasos.

—Sigue, por favor.

Clarissa aguardó un momento antes de proseguir.

—Antes me has preguntado si no me aburría aquí en el campo.

—Sí.

—Bueno, supongo que en cierto modo sí —admitió—. O más bien me aburriría si no fuera por mi pasatiempo particular.

—¿Qué pasatiempo? —preguntó él, sorprendido.

Clarissa respiró hondo.

—Verás, siempre he llevado una vida tranquila y feliz. Nunca me pasa nada emocionante, así que he ideado un juego particular. Yo lo llamo «suponer».

—¿Cómo?

—Suponer —repitió Clarissa, que ahora se paseaba por la sala—. Me digo, por ejemplo: supongamos que bajo una mañana y me encuentro un cadáver en la biblioteca. ¿Qué haría? O supongamos que un día aparece una mujer que me dice que Henry y ella se casaron en secreto en Constantinopla y que mi matrimonio es bígamo. ¿Qué le diría? O supongamos que hago caso a mis instintos y me convierto en una actriz famosa. O supongamos que tuviera que elegir entre traicionar a mi país y que fusilaran a Henry ante mis ojos. ¿Ves a qué me refiero? —preguntó con una súbita sonrisa—. O incluso supongamos que huyo con Jeremy, ¿qué pasaría?

Jeremy se arrodilló ante ella.

—Me siento halagado. Pero ¿de verdad te has imaginado alguna vez esa situación?

—Desde luego que sí.

—¿Y qué pasaría? —Jeremy le cogió la mano, pero ella la apartó.

—Bueno, la última vez que jugué estábamos en la Riviera en Jean les Pins y Henry apareció con un revólver.

—¡Dios mío! —exclamó él, sobresaltado—. ¿Me disparó?

Clarissa sonrió nostálgica.

—Creo recordar que dijo… —Se interrumpió un momento y luego añadió con tono dramático—: «Clarissa, o vuelves conmigo o me mato».

—Vaya, una actitud muy decente por su parte —replicó Jeremy, poco convencido—. No me imagino nada menos propio de Henry. Pero en fin, ¿qué dijiste tú entonces?

—En realidad lo he jugado con dos finales —confesó—. En uno le decía a Henry que lo sentía muchísimo, que no quería que se matara, pero que estaba muy enamorada de Jeremy y que no podía evitarlo. Henry se arrojaba sollozando a mis pies, pero yo me mantenía firme. «Yo te aprecio mucho, Henry —le decía—, pero no puedo vivir sin Jeremy. La separación es definitiva». Y entonces salía corriendo de la casa al jardín, donde tú me esperabas. Y mientras corríamos hacia la verja oíamos un disparo, pero no nos deteníamos.

—¡Cielos! Desde luego no te mordiste la lengua. Pobre Henry —Jeremy reflexionó un momento—. Pero decías que habías jugado con dos finales. ¿Qué pasaba en el otro?

—Bueno, Henry sufría tanto y suplicaba con tanta pasión que no tuve corazón para dejarle. Decidí renunciar a ti y dedicar mi vida a hacerle feliz a él.

Jeremy parecía desolado.

—Vaya, querida, está claro que sabes divertirte. Pero por favor, ponte seria un momento. Yo hablo muy en serio cuando digo que te quiero. Te quiero desde hace mucho tiempo. Tú lo sabes. ¿Estás segura de que no tengo esperanzas? ¿De verdad quieres pasar el resto de tu vida con el aburrido de Henry?

Clarissa no tuvo que contestar, porque en ese momento entró una niña alta y delgada de unos doce años. Llevaba un uniforme de colegio y una cartera.

—Hola, Clarissa —saludó a su madrastra.

—Hola, Pippa. Llegas tarde.

—Tenía clase de música —explicó lacónica.

—Ah, sí. Hoy tocaba piano, ¿no? ¿Ha sido interesante?

—No. Horroroso. Horribles ejercicios que tenía que repetir y repetir. La señorita Farrow dice que es para mejorar mi técnica. Ni siquiera me ha dejado tocar el solo tan bonito que había practicado. ¿Hay algo de comer? Me muero de hambre.

Clarissa se levantó.

—¿No tenías los bollos que sueles comer en el autobús?

—Sí, pero eso fue hace media hora —replicó Pippa, mirándola con expresión tan suplicante que resultaba casi cómica—. ¿No puedo tomar un bizcocho o algo hasta la hora de la cena?

Clarissa se la llevó riendo de la mano.

—A ver qué encontramos.

—¿Queda algo de aquel bizcocho, el de cerezas?

—No. Te lo terminaste ayer.

Jeremy movió la cabeza sonriendo. En cuanto dejó de oír sus voces se precipitó al escritorio y abrió un par de cajones.

—¡Hola! —Se oyó de pronto una voz femenina en el jardín.

Jeremy dio un respingo y cerró los cajones. Una mujer abría en ese momento las cristaleras desde el jardín. Era corpulenta y de aspecto jovial. Debía de tener unos cuarenta años, y vestía pantalones de tweed y botas de agua. Al ver a Jeremy se detuvo.

—¿Está la señora Hailsham-Brown? —preguntó con brusquedad.

Jeremy se dirigió hacia el sofá.

—Sí, señorita Peake. Acaba de irse a la cocina a darle de comer a Pippa. Ya conoce el insaciable apetito de Pippa.

—Los niños no deberían comer a deshora —replicó ella con tono casi masculino.

—¿Entra usted, señorita Peake?

—No, no quiero entrar con las botas. Metería en la casa medio jardín —explicó ella con una carcajada—. Sólo venía a preguntarle qué verduras quiere para el almuerzo de mañana.

—Pues me temo que…

—No se preocupe —le interrumpió ella con su vozarrón—. Ya volveré más tarde. Ah, y tenga usted cuidado con ese escritorio, señor Warrender —añadió.

—Por supuesto.

—Es una antigüedad muy valiosa. No debería usted tirar de los cajones de esa manera.

—Lo siento mucho —contestó Jeremy, algo desconcertado—. Estaba buscando papel para tomar notas.

—En el casillero del centro —señaló la señorita Peake.

Jeremy sacó de él una hoja de papel.

—Muy bien —prosiguió la mujer—. Es curioso que no sepamos ver lo que tenemos delante de las narices —afirmó con una carcajada.

Jeremy también se echó a reír, pero se detuvo bruscamente en cuanto ella salió al jardín. Estaba a punto de acercarse de nuevo al escritorio cuando Pippa volvió mordisqueando un bollo.