Capítulo 9

Pasaron tres meses. La demanda de divorcio presentada por Du Roy había sido fallada en favor.

Los Walter pensaban salir para Trouville el 15 de julio. Pero antes quisieron pasar un día de campo.

Eligieron un jueves, y a eso de las nueve de la mañana se pusieron en camino. Iban en un coche de viaje, que parecía una diligencia, tirado por seis caballos.

Se proponían almorzar en el pabellón Enrique IV, de Saint-Germain. Bel Ami había solicitado ser el único hombre de la partida, pues no podía soportar la presencia del marqués de Cazolles. Pero a última hora se acordó llevar también al conde Latour-Ivelin, sacándolo de la cama. Claro está que le habían avisado la víspera.

El carruaje subió, a trote largo, la avenida de los Campos Eliseos, para atravesar el Bosque de Bolonia.

Era un admirable día de verano, en que el calor no molestaba. En el azul del cielo las golondrinas trazaban amplias curvas, que se veían aún cuando ya las aves se habían alejado.

Las tres mujeres iban en el fondo del landó, la madre entre las dos hijas, y en la bigotera los tres hombres. Walter, en medio de sus dos invitados.

Cruzaron el Sena, bordearon el Mont-Valérien y pasaron por Bougival para seguir el curso del río, hasta Pecq.

El conde de Latour-Ivelin, hombre ya maduro, de largas y sedosas patillas, cuyas puntas se agitaban al menor soplo de viento —lo que, según Du Roy, le valía muchos éxitos con las mujeres—, lanzaba tiernas miradas a Rose. Hacía un mes que eran novios.

Georges, muy pálido, contemplaba a Suzanne, pálida asimismo. Los ojos de ambos jóvenes, al encontrarse momentáneamente, parecían ponerse de acuerdo, comprenderse, comunicarse secretos pensamientos. Luego se separaban.

La señora de Walter parecía tranquila y feliz.

El almuerzo fue largo. Antes de volver a París, Georges propuso que diesen una vuelta por la terraza.

Se detuvieron para contemplar el paisaje. Estaban todos en fila, apoyados en el pretil, y se extasiaban ante lo vasto del horizonte que desde allí se divisaba. Al pie de una vasta colina, el Sena se deslizaba hacia Maisons-Laffitte, como una inmensa serpiente recostada en la verdura. A la derecha, en lo alto de la cuesta, el acueducto de Marly proyectaba su enorme perfil de oruga con grandes patas y Marly desparecía, debajo, en un tupido bosque de sombras.

La inmensa planicie que enfrente se veía estaba salpicada de pueblecitos. A trechos, también, el azul de Vésinet ponía su nota límpida y transparente en el verdor del boscaje. A la izquierda se perfilaba, en la lejanía, el puntiagudo campanario de Sartrouville.

Walter exclamó:

—En ninguna parte del mundo se disfruta de un panorama semejante. Ni siquiera en Suiza.

Luego echaron a andar despacito para dar un paseo que les permitiese gozar de aquel espectáculo.

Georges y Suzanne iban los últimos. En cuanto estuvieron a unos cuantos pasos de los demás, el periodista dijo en voz baja y reprimido acento:

—Suzanne, la adoro; la adoro con locura.

—Y yo a usted, Bel Ami —murmuró la muchacha.

—Si no consigo que sea usted mi mujer —añadió él—, me marcharé de París y de Francia.

Suzanne respondió:

—Pídame a papá. Acaso consienta.

Georges hizo un leve gesto de impaciencia.

—No —dijo—. Le repito por décima vez que sería inútil. Me cerrarían las puestas de su casa, me echarán del periódico. Ni siquiera podríamos vernos. Tal sería el resultado de una petición en regla. La han prometido a usted al marqués de Cazolles. Confían en que acabe usted por dar el «sí», y esperan.

Suzanne preguntó:

—¿Qué podemos, pues, hacer?

Du Roy vacilaba, mirándola de reojo.

—¿Me quiere usted lo bastante para cometer una locura?

La joven respondió resueltamente:

—Sí.

—¿Una gran locura?

—Sí.

—¿La mayor de las locuras? —Sí.

—¿Tendría usted valor para rebelarse contra sus padres? —Sí.

—¿De verdad? —Sí.

—Pues bien, hay un medio, uno solo. La cosa tiene que salir de usted, no de mí. Es usted una niña mimada, a quien todo se le consiente. Un capricho más, en usted, no puede extrañar a nadie. Escúcheme: esta noche, al volver a casa, vaya a ver a su mamá cuando esté sola y dígale que quiere usted casarse conmigo. Esta confesión la impresionará y la encolerizará mucho.

Suzanne le interrumpió:

—¡Oh! Mamá consentirá muy gustosa. Georges repitió vivamente:

—No. Usted no la conoce. Quizá se enoje y se enfurezca más que su padre. Ya verá cómo se niega. Pero no dé su brazo a torcer. Repítale que quiere casarse conmigo, sólo conmigo, con nadie más que conmigo. ¿Lo hará usted?

La muchacha asintió:

—Lo haré.

—Bien. En cuanto salga usted de la habitación de su madre, vaya a la de su padre, con el mismo cuento, pero aún más seria y decidida. —Sí, sí. ¿Y luego?

—Luego viene lo grave. Si usted está resulta, bien, bien, bien resuelta a ser mi mujer, mi Suzanne querida…, la… raptaré.

Suzanne se estremeció de júbilo y quiso batir palmas:

—¡Oh, qué bien! ¡Qué alegría! ¡Me va usted a raptar! Y ¿cuándo me raptará?

Toda la vieja poesía de los raptos nocturnos con sus sillas de postas y sus posadas, todas las encantadoras aventuras que se cuentan en los libros, desfilaron a un tiempo por la mente de la muchacha como un delicioso sueño próximo a realizarse.

—¿Cuándo me raptará usted? —repitió.

Él contestó, muy bajito:

—Pues… esta noche…, esta madrugada.

La joven, trémula, preguntó aún:

—Y ¿adónde iremos?

—Ése es mi secreto. Reflexione bien sobre lo que va a hacer, Suzanne. Piense que después de esta fuga ya no podrá ser mujer de nadie más que mía. Es el único medio para conseguirlo; pero es… muy peligroso…, muy peligroso… para usted.

Suzanne afirmó:

—Estoy decidida… ¿Dónde nos veremos?

—¿Podrá usted salir, completamente sola, del hotel?

—Sí. Sé abrir la cancela.

—Pues bien, cuando el portero esté acostado, y a eso de la medianoche, vaya a buscarme a la plaza de la Concordia. Estaré en un coche de alquiler, frente al Ministerio de Marina.

—Allí estaré.

—¿De verdad?

—De verdad.

Georges cogió una mano de Suzanne y la apretó.

—¡Oh! ¡Cuánto la quiero a usted! —dijo—. ¡Qué buena es y qué valiente! ¿De modo que no quiere usted casarse con el marqués de Cazolles?

—¡Oh! No.

—Su padre de usted se enfadaría mucho cuando se lo dijo.

—¡Ya lo creo! Quería meterme en un convento.

—Ya ve usted que tiene que ser enérgica.

—Lo seré.

La joven contemplaba el vasto horizonte, obsesionada por la idea del rapto. Iría más lejos de cuanto desde allí se veía, y ¡con él! ¡Sería raptada! Esto la enorgullecía. Apenas pensaba en su reputación, en la infamia que recaía sobre ella. ¿Lo sabía acaso? ¿Lo sospechaba siquiera?

En esto, la señora de Walter se volvió para llamarla:

—Pero ven acá, pequeña. ¿Qué haces ahí con Bel Ami?

Se reunieron, al fin, todos. La conversación recayó sobre los baños de mar que pronto habían de tomar los Walter. Luego volvieron por Chatou para no recorrer el mismo camino que a la ida.

Georges no hablaba una palabra. Iba muy pensativo. ¡Si aquella chiquilla tenía un poco de audacia, el triunfo era seguro, al fin! Desde hacía tres meses la venía envolviendo en las irresistibles redes de su cariño. La deducía, la cautivaba, la conquistaba. Se había hecho amar por ella como sabía hacerse amar. Se había apoderado sin esfuerzo de aquella frívola alma de muñeca. Primeramente logró que rechazara al marqués de Cazolles; luego había conseguido que le prometiese huir con él, con el propio Georges. Era el único medio que había para realizar su propósito.

La señora de Walter, bien lo sabía él, no consentiría nunca en entregarle su hija. Lo amaba todavía, lo amaría siempre, con irreducible violencia. Du Roy la contenía con su calculada frialdad, pero la sabía consumida por una pasión impotente y voraz. Jamás podría doblegarla; jamás consentiría ella en que él se llevase a Suzanne. Pero una vez que la muchacha y él estuviesen lejos, trataría con la madre de potencia a potencia.

Pensando en todo esto, respondía con monosílabos a cuanto se le decía y que apenas escuchaba. Al entrar en París, pareció volver en sí.

También Suzanne iba ensimismada, y el tintineo de cascabeles de los seis caballos al resonar en su cabeza la hacía ver anchas carreteras sin fin, bajo eternos claros de luna, espesos bosques que había que atravesar, posadas al borde del camino, y la prisa de los postillones para cambiar el tiro, porque nadie ignoraba que se los perseguía.

Cuando el landó llegó al patio del hotel, los Walter invitaron a Georges a cenar. Él rehusó y se fue a su casa.

Luego de una ligera cena, se dedicó a poner en orden sus papeles, como si fuese a emprender un largo viaje. Quemó algunas cartas comprometedoras, guardó cuidadosamente otras, y escribió a algunos amigos.

De cuando en cuando consultaba el reloj y se decía: «Debe de hacer calor por allá». Y cierta inquietud le mordía el corazón. ¡Si fuera a fracasar! Mas ¿qué podía temer? Ya sabría salir del paso. De todas suertes, era una partida decisiva la que aquella noche se jugaba.

Salió hacia las once, dio una vuelta para hacer tiempo, tomó un coche y se hizo llevar a la plaza de la Concordia, ante los soportales del Ministerio de Marina.

De vez en cuando encendía una cerilla para ver la hora en su reloj. Conforme se acercaba la medianoche, su impaciencia se iba haciendo más febril. A cada momento sacaba la cabeza por la ventanilla para mirar afuera.

En un reloj lejano sonaron doce campanadas; luego, en otro más próximo; después, en dos más, a un tiempo; finalmente, en uno muy distante. Cuando la última vibración de éste se extinguió, censo Georges: «Esto se acabó. No hay nada que hacer. No viene».

Con todo, estaba resuelto a seguir allí hasta que fuese de día. En estos casos hay que tener paciencia.

Todavía oyó sonar el cuarto, la media, los tres cuartos… hasta que todos los relojes repitieron la una, como habían anunciado las doce. Ya no esperaba Georges que Suzanne acudiese a la cita. Mas permaneció allí, estrujándose el pensamiento para adivinar que podía haberle ocurrido. De pronto una cabeza de mujer asomó por la ventanilla, y preguntó:

—¿Es usted, Bel Ami?

Éste, sobresaltado y con voz ahogada, preguntó a su vez.

—¿Es usted, Suzanne?

—Sí, yo soy.

Du Roy no conseguía abrir la portezuela tan de prisa como deseaba, y decía:

—¡Ah! Es usted…, es usted… Entre.

Entró, en efecto, y se dejó caer junto a Georges. Éste ordenó al cochero:

—¡Vamos!

El carruaje se puso nuevamente en marcha en el silencio de la noche.

Suzanne apenas podía respirar y no hablaba una palabra.

Georges le preguntó:

—Bueno. ¿Cómo ha salido usted del apuro?

Ella, casi desfallecida, murmuró:

—¡Oh! Ha sido una cosa terrible, con mamá, sobre todo.

Georges, inquieto y tembloroso, le preguntó:

—¿Con su mamá? ¿Qué le ha dicho?

—¡Ay! Ha sido algo espantoso. Entré en su gabinete, y le recité la lección, que llevaba bien aprendida. Se puso muy pálida, y, luego, gritó «¡Jamás, jamás!». Yo lloré, supliqué, me enfadé… y concluí por jurarle que no me casaría más que con usted. Creí que iba a pegarme. Se puso como loca. Dijo que, al día siguiente me metería en un convento. ¡Nunca la había visto así, nunca! En esto, llegó papá y le oyó todas aquellas tonterías. No se enfadó tanto como ella, pero dijo que usted no es bastante partido para mí. Como entre uno y otro consiguieron irritarme, grité más que los dos juntos. Papá quiso arrojarme de la habitación, con un gesto dramático que no le siente nada bien. Esto es lo que me ha decidido a escaparme con usted. ¿Adónde vamos?

Georges le había enlazado, dulcemente, la cintura y era todo oídos. El corazón le latía apresuradamente, y en su pecho se alzaba un enconado rencor contra los Walter. Pero les había robado la hija. Ellos verían.

—Es ya muy tarde para tomar un tren —dijo—. Este mismo coche va a llevarnos a Sevres, donde pasaremos la noche. Y mañana saldremos para la Roche-Guyon, un pueblo muy bonito que está a orillas del Sena, entre Nantes y Bonnieres.

Suzanne dijo:

—El caso es que yo no llevo equipaje ni nada.

Du Roy sonrió:

—Ya nos arreglaremos —dijo.

El coche rodaba por las calles. Georges cogió una mano de la joven y empezó a besarla, lentamente. No sabía que decirle, pues apenas estaba hecho a los idilios platónicos. De pronto, creyó advertir que Suzanne lloraba.

—¿Qué le pasa a usted, nenita mía? —preguntó aterrado.

Ella repuso, con voz mojada en lágrimas:

—Es que me acuerdo de la pobre mamá, que a estas horas no podrá dormir, si se ha dado cuenta de mi fuga.

Su madre, en efecto, no podía dormir.

Cuando Suzanne salió del gabinete de la señora de Walter, ésta se quedó a solas con su marido, y, media loca, aterrada, preguntó:

—¿Qué significa esto, Dios mío?

Walter, furioso, gritó:

—¡Esto significa que ese intrigante la ha engatusado! Él es quien tiene la culpa de que haya rechazado a Cazolles. La dote le parece buena, ¡demonio!

Y enfurecido, se puso a dar paseos por la habitación, diciendo:

—Tú querías siempre tenerlo en casa, tú, sí. Lo halagabas, lo mimabas, lo traías en palmitas. Bel Ami por aquí, Bel Ami por allá… ¡Ahí tienes el pago!

Virgine, lívida, dijo:

—¡Yo! ¿Qué yo quería tenerlo siempre aquí?

Su marido vociferó, metiéndole las narices en la cara:

—¡Sí, tú, tú! Todas estáis locas por él: la Marelle, Suzanne… todas. ¿Crees tú que yo no advertí que no podías pasarte dos horas sin verle por aquí?

Virgine se irguió, trágica.

—¡No le permito que me hable así! Olvida usted, sin duda, que no me han educado, como a usted, en un tenducho.

Walter se quedó, al pronto, inmóvil y estupefacto. Luego lanzó un «¡Vive Dios!», furibundo, y salió, dando un portazo.

Apenas Virgine se quedó sola, fue a mirarse al espejo, para ver si seguía siendo la misma: tan imposible, tan monstruoso le parecía lo que acababa de acontecer. ¡Suzanne enamorada de Bel Ami! ¡Bel Ami pretendiente a marido de Suzanne! ¡No! Se engañaba. Aquello no era cierto. La chiquilla había estado un poquito chiflada, cosa muy natural tratándose de aquel buen mozo. Había incluso, soñado que fuese su marido, había estado obsesionada por esta idea. Pero ¿él? Él no podía ser cómplice de aquello.

La cabeza le daba vueltas, como suele ocurrir en las grandes conmociones morales. No. Bel Ami no debía saber nada de aquella locura de Suzanne.

Durante un buen rato estuvo pensando en la posible inocencia o perfidia de aquel hombre. ¡Qué miserable si había preparado el golpe! ¿Qué ocurriría? ¡Ay! ¡Cuántos peligros y torturas preveía!

Pero si era ajeno a todos aquello, todo podía aún arreglarse. Todo sería cuestión de hacer con Suzanne un viaje de seis meses. Pero, entonces, ¿cómo vería ella misma a Georges? Porque seguía amándolo siempre, siempre… Aquella pasión había penetrado en ella como una de esas flechas que no puede uno arrancarse. Vivir sin él le era imposible. Antes morir.

Sus ideas se extraviaban en estas angustias e incertidumbres. Empezaba a dolerle la cabeza. El desorden, la perturbación de su pensamiento, le hacía daño. Nerviosa, excitadísima, quería saber. Miró el reloj: era más de la una. «No quiero seguir así —se dijo—; acabaría por volverme loca. Es preciso que me entere de todo. Voy a despertar a Suzanne para interrogarla».

Se levantó, en efecto y, descalza, para no hacer ruido, se encaminó, con una vela en la mano a la alcoba de su hija. Abrió la puerta despacio, entró: miró a la cama… Estaba sin deshacer. Al pronto, no compendió lo ocurrido. Creyó que la muchacha seguiría discutiendo con su padre. Pero, en seguida, le asaltó una sospecha horrible. Llegó sin aliento, pálida, jadeante. Walter, ya acostado, estaba leyendo.

—¿Qué hay? —preguntó, alarmado—. ¿Qué te ocurre?

Ella tartamudeó:

—¿Has visto a Suzanne?

—¿Yo? No. ¿Por qué?

—Se ha…, se ha… marchado. No está en su alcoba.

Walter saltó de la cama, se calzó las zapatillas, y, sin ponerse siquiera los calzoncillos, en camisa, se precipitó, a su vez, en la habitación de su hija.

No cabía duda: la joven se había escapado.

El financiero se desplomó en una butaca, no sin dejar antes en el suelo la lámpara que a prevención llevaba.

Su mujer lo había seguido.

—¿Qué? —preguntó, sin poder hablar apenas.

Walter, sin aliento para contestar, sin cólera ya, gimió:

—No hay nada que hacer. Ya es suya. Estamos perdimos.

Virgine, sin comprender, repuso:

—¡Cómo! ¿Perdidos?

—¡Sí, con mil diablos! Ahora sí que hay que casarla con él.

Virgine dio un paso atrás, y aulló, como una bestia herida:

—¡Con él! ¡Jamás! ¿Es que te has vuelto loco?

Su marido repuso, con tristeza:

—Con gritar no resolverás nada. Nos la ha robado, la ha deshonrado. Lo mejor que podemos hacer es dársela. Y si tenemos sentido común, nadie se enterará de esta aventura.

Virgine, presa de terrible emoción, repitió:

—¡Jamás!, ¡jamás! No tendrá a Suzanne. ¡Jamás lo consentiré!

Walter, apabullado, gruñó:

—El caso es que la tiene, y no la saltará mientras nosotros no cedamos. Y esto es lo que tenemos que hacer, sin pérdida de tiempo, para evitar el escándalo.

Pero su mujer, desgarrada por un inconfesable dolor, insistió:

—¡No! ¡No! ¡Nunca consentiré!

El financiero contestó, con impaciencia.

—No hay discusión posible hay que hacer lo que digo. ¡Ah! ¡Cómo nos la ha jugado, el muy granuja! Y es listo, el condenado. Podríamos haber encontrado un hombre de mejor posición para la chica. Pero no más inteligente ni de mejor porvenir. En eso consiste, precisamente, su mérito: en ser un hombre de porvenir. Será diputado y llegará a ministro.

La señora de Walter repitió con salvaje energía:

—¡Jamás consentiré que se case con Suzanne! ¿Lo oyes? ¡Jamás!

Su marido acabó por enfadarse y por tomar, a fuer de hombre práctico, la defensa de Bel Ami.

—Cállate de una vez —dijo—. Te repito que no hay más remedio. No lo hay, en absoluto. Y, ¿quién sabe? Tal vez no tengamos por qué arrepentirnos. Con hombres de ese temple, nunca se sabe hasta dónde se puede llegar. Ya has visto cómo, con tres artículos, ha acabado con ese imbécil de Laroche-Mathieu, y con qué dignidad lo ha hecho, cosa bastante difícil, dada su situación como marido. En fin, ya veremos. Ello es que nos ha cogido en la trampa y no podemos soltarnos.

Virgine, sentía deseos de gritar, de arrojarse al suelo, de arrancarse los cabellos. Enloquecida, añadió:

—¡No la tendrá! ¡No quiero!

Walter recogió la lámpara y prosiguió:

—¡Vaya que eres estúpida! Por supuesto, como todas las mujeres. Obráis siempre dejándoos llevar de la pasión y nunca sabéis amoldaros a las circunstancias. Sois, sí, unas estúpidas. Te digo que se casará con ella. No hay otro remedio.

Sonrió, y arrastrando los pies, en camisón y zapatillos, atravesó, como un grotesco fantasma, el largo pasillo, en el silencio del vasto hotel dormido, y, sin hacer ruido, entró de nuevo en su alcoba. La señora de Walter permaneció inmóvil, en pie, destrozada por un dolor insoportable, y de cuya causa no se daba cabal cuenta. Sufría, sencillamente. Pensó luego que no podía seguir así hasta el día siguiente. Sintió un violento deseo de escaparse, de correr, de irse lejos, de buscar ayuda, de que alguien la socorriese.

¿A quién podría llamar? ¿A algún amigo? No encontraba ninguno ¿A un sacerdote? ¡Sí, a un sacerdote! Se arrojaría a sus pies, le diría todo, le confesaría su falta y su desesperación, y él comprendería que aquel miserable no podía casarse con Suzanne.

Tenía inmediata necesidad de un sacerdote. Pero ¿en dónde encontrarlo? ¿Adónde ir, a aquellas horas? Y, sin embargo, así no podía seguir.

Entonces pasó ante sus ojos, como una visión, la serena imagen de Jesús, caminando sobre las olas. Lo veía como si tuviese el cuadro delante. Y él la llamaba y le decía: «Ven a Mi, ven a arrodillarte a mis pies. Yo te consolaré y te diré lo que has de hacer».

Cogió una vela, salió y bajó las escaleras para encaminarse al invernadero. El Jesús estaba en un saloncito que se cerraba con una puerta de cristales, a fin de que la humedad de la tierra no deteriorara el lienzo.

Parecía una ermita en una selva de árboles exóticos.

Cuando la señora de Walter entró en el invernadero, que nunca había visto más que a plena luz, quedó impresionada por tanta oscuridad. Las plantas tropicales espesaban en la densa atmósfera su poderoso aliento. Y como las puertas estuviesen cerradas, el aire, en aquel extraño bosque, preso bajo una bóveda de cristal, entraba con dificultad en los pulmones, causaba una sensación mixta de placer y malestar, una confusa e indecible sensación de voluptuosidad y muerte.

La infeliz mujer avanzaba despacio entre aquellas tinieblas donde el resplandor errante de su bujía dejaba ver extravagantes platas con aspecto de monstruoso y apariencia de seres con grotescas deformidades. De pronto, vio al Cristo. Abrió la puerta que lo separaba de ella, y cayó de rodillas.

Rezó, al principio con vehemencia, balbuciendo palabras de amor, apasionadas y desesperadas invocaciones. Luego, el ardor de sus suplicas se fue calmando. Alzó los ojos hacia Jesús y quedó paralizada de sorpresa: a la oscilante claridad de la única luz, que apenas la iluminaba, la imagen se parecía tan extraordinariamente a Bel Ami, que no era Dios quien miraba a Virginia: era su amante. Eran sus ojos, su frente, la expresión de su rostro, su aspecto frío y altivo. Y mientras la orante murmuraba: «¡Jesús, Jesús, Jesús!», el nombre de Georges acudía a sus labios. De súbito, pensó que, acaso a aquella misma hora, su hija fuera poseída por Georges. Estarían solos sabe Dios donde, en una alcoba. ¡Él, él con Suzanne!

De nuevo repetía «¡Jesús, Jesús!». Pero sólo pensaba en ellos: en su hija y en su amante. Estaban solos, en una alcoba…, era de noche. Los veía. Los veía con tal claridad como si estuviesen delante de ella, en lugar del cuadro. Sonreían. Se abrazaban. La alcoba estaba oscura; el lecho entreabierto. Virgine se levantó para dirigirse hacia ellos, para agarrar a su hija de los cabellos y arrancarla de aquellos brazos. Iba a coger por la garganta, para estrangularla, a aquella hija que la traicionaba, a aquella hija a quien odiaba, a aquella hija que se entregaba a aquel hombre…. Ya la tocaba, ya sus manos rozaban su ropa… Lo que rozaban eran los pies de Cristo, lazó un grito terrible y se desplomó de espaldas. La vela, al caer al suelo, se apago.

¿Qué pasó luego? Virgine estuvo mucho tiempo soñando cosas extrañas y espantosas. Georges y Suzanne estaban siempre ante sus ojos, y con ellos, Jesucristo, que bendecía su horrible amor.

Tenía la vaga sensación de que no estaba en su cuarto. Quería levantarse, huir. No podía. La invadía una torpeza que paralizaba sus miembros y no le dejaba en actividad más que el pensamiento, confuso y atormentado por imágenes espantosas, irreales, fantásticas. Se iba desvaneciendo, en un sueño malsano, en el sueño extraño y a veces mortal en que sumen al cerebro humano las plantas adormecedoras de los países cálidos, plantas de formas caprichosas y de enervantes aromas.

Ya de día, la servidumbre de la casa halló a la señora de Walter tendida el suelo, sin sentido, casi asfixiada, delante del Jesús, caminando sobre las olas… Estuvo tan mal, que se temió por su vida. Hasta el día siguiente no recobró, por completo, el uso de sus facultades. Entonces, se echó a llorar.

A los criados se les dijo que Suzanne estaba en un convento. Y Walter contestó a una larga carta de Du Roy con otro en que le concedía la mano de su hija.

Bel Ami había echado aquella carta al correo antes de salir de París, pues la tenía preparada desde la noche de su partida. En términos respetuosos afirmaba que, desde hacía ya tiempo, amaba a la joven, pero que nunca habían pensado ni acordado aquello. Sin embargo al ver que, Suzanne acudía a él libremente y le decía: «seré tu mujer», se había creído autorizado para retenerla y aun ocultarla, si fuera preciso, hasta obtener una repuesta favorable de los padres, cuya voluntad legal valía para él menos que la voluntad de la novia.

Pedía a Walter que le escribiese a la lista de correos, y que sus amigos se encargarían de hacerle llegar la carta.

Cuándo hubo logrado lo que quería, condujo a Suzanne de nuevo a París, y se la devolvió a sus padres, absteniéndose, por supuesto, durante algún tiempo, de presentarse ante ellos.

Habían pasado seis días a orillas del Sena, en la Roche-Guyon.

La muchacha nunca se había divertido tanto. Había jugado a ser pastora. Como se habían hecho pasar por hermanos, los jóvenes vivían en libre y casta intimidad, de una especie de amorosa camaradería. Georges creyó que lo más hábil era respetar a su novia. El día siguiente de su llegada, Suzanne se compró ropas de campesina y se dedicó a pescar con caña. Llevaba un inmenso sombrero de paja, adornado con flores silvestres. Aquel lugar le parecía delicioso. Había allí un viejo torreón y un antiguo castillo donde se enseñaba a los visitantes una colección de admirables tapices.

Georges vestía un chaquetón que había comprado hecho a un comerciante del país, y paseaba con Suzanne, ya a pie, por los ribazos, bien en barca. Se besaban y se abrazaban a cada momento, estremeciéndose: ella, inocente todavía; él, pronto a sucumbir. Pero conseguía dominarse. De súbito, le dijo a Suzanne:

—Mañana volveremos a París. Su padre me concede su mano.

Al oírlo, la joven repuso ingenuamente:

—Me alegro mucho de ser su esposa.